Viernes, 9:58 a.m.
COCHES de prensa y furgonetas de televisión estaban ya alineados delante de las puertas principales de la propiedad, cuando Paula y Larson atravesaron el jardín en dirección al antiguo establo. El equipo de V&A había acudido desde el
hotel donde se alojaban y su equipo de seguridad había estado haciendo patrullas desde que llegaran las gemas el día anterior.
Larson tecleó el nuevo código de seguridad del día y abrió la puerta.
Paula ayudó a sus chicos a sacar los detectores de metal de los marcos de las puertas y a colocar mesas para comprobar los bolsos. En privado, como ex ladrona y ciudadana del mundo, odiaba la idea de abrir sus posesiones privadas para que cualquier extraño las examinara, pero tampoco tenía la intención de dejar que nadie entrara con una navaja de bolsillo. Ella había hecho trabajos con menos equipo.
El grupo del museo tomó posesión de sus puestos de información por toda la gran sala, mientras que los tres restantes se ocupaban de la pequeña tienda de regalos en el otro extremo. Levantó su walkie-talkie.
—¿Cómo vamos, Craigson? —preguntó.
—Estamos bien, Paula —respondió con su acento escocés—. Al cien por cien de las cámaras y sensores.
—Bien. Que Hervey abra las puertas.
—Me gustaría uno de esos walkies —dijo Larson, acercándose a su lado.
—Es mi nombre el que está en el contrato, Larson —contestó ella—. Trabajaré en seguridad con mi equipo. Si quiere una radio, consiga sus propios hombres a los que dar órdenes. O realice simulacros para el personal del museo. Se supone que debe ser su jefe.
—No quiero tener que informar de su falta de cooperación a mis superiores, señorita Chaves.
—Le he dado los códigos de seguridad con el visto bueno de sus superiores, Larson. Eso es todo. Si algo sale mal, entonces hablaremos. Hasta entonces, no tiene walkie-talkie.
Él apretó los labios.
—Podría ordenarle que me diera uno.
—Adelante. —Cruzó los brazos sobre el pecho. Por una vez, no había hecho nada turbio que provocara que la ley apareciera precipitadamente, y no iba a dejar que este hombre pasara sobre ella. Le había dejado entrar y eso ya iba a provocarle pesadillas. Ella trabajando con la policía. Una vez más.
—Deme un walkie-talkie.
—No.
—Tiene que hacerlo.
Paula entrecerró los ojos.
—Puede que haya recibido un soplo de alguna rata sobre un posible robo. Es posible que haya intimidado o engañado a Armando Montgomery y al V&A para que le permita intervenir aquí. Pero conozco mi trabajo y sé que está aquí porque le contó a su jefe que usaría su propio tiempo para hacerlo. Eso me suena a que quiere impresionar a alguien y que su carrera está en el retrete.
Él dio un paso atrás.
—Yo...
—Ahora —interrumpió ella antes de que él pudiera empezar—, si en realidad está aquí para mantener un ojo sobre los chicos malos en vez de impresionar a la banda del Yard, está bien. Pase el tiempo, cómase mis fresas y bébase mis refrescos. Pero ésta es mi responsabilidad y mi show. Usted no es más que el tipo con las esposas y esa reluciente chapa. ¿Lo capta?
Una mano cálida se deslizó alrededor de su brazo.
—Inspector, Paula —dijo Pedro, con su marcado acento inglés—. Poned cara de contentos, porque estáis a punto de salir en el telediario de la noche.
Sin darles a ella o a Larson la oportunidad de comentar, la condujo hacia la puerta. Tan pronto como estuvieron fuera del alcance del oído de nadie más, Paula tiró de su brazo libre.
—Mantente fuera de mis asuntos, ¿quieres? Por...
—Dos cosas —interrumpió él, poniendo su plácida cara profesional mientras miraba hacia la entrada—. En primer lugar, las cosas que te afectan, me afectan a mí. Así que deja de decirme que ignore ese hecho. En segundo lugar, vives en cierta medida en virtud de tu bravuconería. Lo mismo ocurre con gente como el inspector Larson. Destrozarle como acabas de hacer puede ser perjudicial para su salud. Y, por extensión, para la nuestra, mientras esté aquí. Trata de tener en cuenta que los dos queréis lo mismo.
Paula dejó escapar el aliento.
—Sí, bien, lo que sea. Sabelotodo. No voy a disculparme.
—No esperaba que lo hicieras. —Antes de que pudiera salir por la puerta,Pedro le cogió la mano libre—. Buena suerte.
—Gracias. —Ella se encogió de hombros, tirando de él hacia delante antes de soltarse—. Pero la suerte es para los idiotas.
Sostener su mano hubiera sido agradable, pero Larson, obviamente, pensaba que había conseguido este trabajo debido a Pedro y no porque se lo mereciera. Sabía muy bien que no iba a darle a la prensa carnada para que llegaran a la misma conclusión.
Larson esperaba con Diane McCauley, del V&A, en la entrada.
Probablemente se había dado cuenta de que si se adelantaba solo se enfrentaría a una gran cantidad de preguntas que no podía responder. Paula se abrió paso
hacia la parte delantera del edificio donde la prensa esperaba. A la mierda, odiaba esta parte, la publicidad, su rostro impreso y en la televisión. En su vida pasada eso habría sido una sentencia de muerte.
—Buenos días —dijo con una sonrisa mientras se acercaban a la manada de periodistas—. Soy Paula Chaves y proporciono la seguridad para esta exposición. Lo sentimos, pero no voy a contar nada sobre eso. En cambio, me alegro de presentar a la doctora Diane McCauley del Victoria and Albert Museum, que ha estado viajando con la exhibición “All That Glitters” desde su creación. ¿Diana?
La doctora McCauley dio un paso al frente para explicar la razón detrás de la exposición y cómo se decidió qué piezas deberían ser incluidas. Paula se apartó mientras el museo agradecía a Pedro por permitirles utilizar la hermosa ubicación de Rawley Park.
Tan pronto como Paula se detuvo junto a Pedro las cámaras comenzaron a hacer clic de forma frenética, al parecer, incluso después de ocho meses, la convivencia Alfonso-Chaves era todavía una gran noticia. Más grande aún que una tonelada de dinero en forma de piedras preciosas.
—Oye, tengo una idea —murmuró, empujando el brazo de Pedro con el hombro.
—¿Pescar en Escocia?
—Donar el diamante Nightshade a la exposición. Nadie lo sostendría o lo poseería así que nadie tendría mala suerte. Sobre todo nosotros.
—Yo tendría mala suerte porque tú me habrías obligado a regalar una reliquia invaluable de la familia a causa de una maldita superstición.
—Espera hasta que tu caja fuerte caiga a través del suelo y mate a Sykes o algo así.
—Técnicamente, de acuerdo con la nota de Connoll, ya que ambos lo hemos visto y lo hemos guardado, deberíamos tener buena suerte.
—Que se lo digan a Sykes después de que le aplasten. Eso ha estado en una pared durante doscientos años. Probablemente va un poco loco con el mal de ojo.
Diane terminó su introducción y se dirigió hacia la entrada.
La prensa atravesó los detectores de metal uno por uno, entregando cámaras y bolsos para una rápida inspección por parte de sus chicos. Probablemente superficial, pero si
escribían una línea sobre las fuertes medidas de seguridad de la exposición, valdría la pena.
Uno de los fotógrafos se dio la vuelta para tomar una foto de ella, sonrió, y entregó la cámara para la inspección.
Paula pasó de molesta a alerta en el espacio de un instante. Mierda. Mierda, mierda, mierda.
—¿Estás bien? —preguntó Pedro, tocándole el brazo—. Pareces...
—Ya sabes lo mucho que me gusta que me saquen fotos —improvisó, sacudiéndose—. Lo superaré.
Muy bien, Pedro estaba equivocado acerca de tener buena suerte una vez que guardaron el diamante, y ella tenía razón sobre el mal yuyu. Y el soplo estúpido de Henry Larson había sido correcto, alguien estaba haciendo planes para atracar la exposición. Solo que no había esperado que fuera Brian Shepherd.
¿Cómo demonios había conseguido credenciales de prensa? Por supuesto ella podría haberlo hecho, y con facilidad. De hecho, probablemente se habría acercado a este espectáculo exactamente de la misma manera... entrando de forma legítima, en un momento cuando se permitían fotos, y utilizando las imágenes para crear un diseño e identificar las debilidades en materia de seguridad.
Paula inhaló, trabajando para mantener en su expresión la alerta y la calma que había estado practicando toda la mañana. Eso había sido en beneficio de sus invitados,
aunque ahora tenía que convencer también a Pedro... al menos hasta que descubriera qué estaba pasando.
Brian Shepherd. Maldita sea.
—Creo que voy a ir a mezclarme —le dijo a Pedro—, sólo para asegurarme de que nadie toque nada que no deba.
Él asintió con la cabeza.
—Este es tu momento, Paula. Me uniré a Larson y trataré de inflar un poco su pinchado ego.
—No te pases —respondió, porque él lo esperaría de ella.
Le dejó y se dirigió hacia la entrada. El último de la prensa entró y con unas breves palabras de agradecimiento a su equipo, bordeó el detector para seguirlos.
A una cuarta parte del camino a través de la exposición lo divisó, inclinado sobre una caja de zafiros que mostraban su progresión desde la piedra bruta a la exquisita pieza de joyería. Carraspeó.
—Sorpresa —murmuró él en su encantador acento irlandés y la mirada todavía en las gemas—. Tienes verdaderas bellezas aquí.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —siseó ella.
Él levantó la cabeza, el largo cabello rubio caía sobre sus profundos ojos castaños.
—¿Es esa la manera de saludar a un viejo amigo, cariño?
—No me llames así.
—Como quieras, Pau... aunque yo también sé hacer eso ¿sabes?
Le costó todo lo que tenía evitar mirar por encima del hombro hacia Pedro.
—¿Tienes película en esa cosa por lo menos? —preguntó, indicando su cámara de aspecto profesional—. ¿O sólo estás aquí para molestarme?
—Ah, Pau, no siempre es sobre ti. A veces se trata de unas joyas muy finas. Y me he pasado al digital, es más fácil recortar las partes que no necesitas. Como el chico rico, por ejemplo.
—Déjalo, Brian. De lo contrario las cosas van a ponerse feas.
Shepherd chasqueó la lengua.
—Si te chivas, querida, tengo algunos cuentos que podría contar sobre ti.
—No sin hundirte tú mismo.
—No me refiero a alguna de nuestras hazañas ilegales, Pau. Sin embargo, podría tener una agradable charla con tu nuevo chico sobre algunas de las ventanas que empañamos.
Joder.
—Te aplastaría como un insecto. —Se acercó un poco más de mala gana.
Brian Shepherd no había perdido un ápice de su apariencia o encanto en los últimos dos años. Su trabajo, evidentemente, tampoco había cambiado, y estaba en
la corta lista de tíos que podrían tener una oportunidad de atravesar su sistema de seguridad—. Nos separamos en buenos términos, Brian. No hagas que me arrepienta de que me gustes.
—Así que realmente has cambiado de bando. Lástima. Pero no esperes que abandone solo porque tú lo estás protegiendo. De hecho, podría ser divertido bailar de nuevo contigo... aunque imagino que seguiremos vestidos en ese
momento.
Ella no iba a seguir por ahí solo porque él siguiera tratando de convertir esto en personal. Bien, era personal, pero no del modo que él seguía sugiriendo.
—Soy mejor que tú —dijo sin rodeos—. Si vuelves aquí de nuevo, te dejaré al descubierto. En el mal sentido en caso de que te lo preguntes.
—Ahora, Pau, no...
—Si quieres estas joyas, da el golpe en su próximo destino. De lo contrario atente a las consecuencias. No te lo advertiré de nuevo.
Él sonrió con aquella sonrisa encantadora que ella recordaba. Dos años atrás le había dado un gran par de semanas... las mejores que había tenido como ladrona.
—Advertido entonces. Ahora mejor que te muevas, o la gente pensará que estás coqueteando conmigo. A menos que lo estés, por supuesto. En cuyo caso, he venido en una gran furgoneta blanca con un montón de espacio.
Agresivo y seguro de sí mismo, eso era lo que le había atraído de él en primer lugar. Todavía lo hacía, en parte.
—Adiós, Brian —dijo ella, dándole la espalda y alejándose.
—Gracias, Paula.
No había añadido un “hasta luego” o un “hasta pronto”, pero ella los escuchó de todos modos. Brian Shepherd había venido hoy sabiendo que ella lo vería. Con la intención de que le viera. Había lanzado su desafío alto y claro, y ella
había respondido de la misma manera.
Así que ahora sólo era cuestión de cuándo y si le diría a Pedro que su ex amante era el tipo malo que iba a tratar de robar la exposición.
***
Larson estaba murmurando algo acerca de los instintos y de ser apreciado, pero Pedro no estaba prestando mucha atención.
En su lugar, estaba mirando a Paula hablando con un tío a unos doce metros. No podía oír lo que decían, pero era bastante experto en leer caras y lenguaje corporal. El tipo era bien parecido, cuatro o cinco años más joven que él.
Estaba inclinado hacia delante con la cabeza ladeada... interesado.
Como de costumbre, Paula era más difícil de leer. Lo más que podía decir era que no estaba relajada y que estaba muy cerca del hombre. Por el pase de prensa sujeto al bolsillo y la cámara alrededor del cuello, tenía autorización para estar allí. Y él era quien había tomado la foto de Paula en el exterior.
Por fin se separaron, Paula se alejó caminando hacia un lugar con poca gente y levantó su walkie-talkie, mientras el sujeto pasaba a la siguiente vitrina.
Pedro miró a su alrededor. La mitad de la prensa presente parecía estar más centrada en él que en las gemas.
Jodidamente maravilloso. La prensa tendían a reconocer a sus miembros, pero en el segundo que preguntara a alguien por el nombre del tipo que había estado hablando con Paula, el titular sería: “Chaves toma amante secreto, Alfonso se vuelve loco”.
Eso le dejaba sólo una opción, porque no iba a marchase sin saber por qué de repente se sentía tan incómodo. Celoso, obsesionado, cualquier etiqueta que se pusiera, había aprendido los peligros de dejar que Paula se adelantara más de un solo paso.
—Si me disculpa —dijo al inspector Larson, alejándose—, tengo que mezclarme.
—Oh, por supuesto, milo... señor Alfonso.
En el segundo que salió de las sombras, las cámaras y los micrófonos lo rodearon. Esto se estaba volviendo ridículo. Tomando aire, les dirigió su sonrisa profesional.
—Buenos días. Si no les importa, preferiría que las joyas fueran las estrellas hoy. Yo soy un simple visitante, como ustedes.
—Pero señor Alfonso, ¿está usted tomando alguna precaución extra de seguridad, sabiendo que el público tendrá acceso a Rawley Park durante las próximas cuatro semanas?
—La señorita Chaves se ha ocupado de la seguridad, es su campo de experiencia. Les remito a ella con cualquier pregunta.
—¿No lo han discutido?
—¿No lo están hablando?
—Estamos hablándolo y lo hemos discutido —contestó, sin dejar de moverse a lo largo de la línea de vitrinas—, y les remito a ella con cualquier pregunta con respecto a la seguridad. Ahora, si me disculpan, me gustaría ver el resto de la exposición.
—Pero Pedro, el...
—Disculpe —repitió, mirando fijamente a la reportera que había comenzado la pregunta.
Ella se echó atrás.
—Por supuesto.
Continuando su camino, rodeó los rubíes y alcanzó al hombre rubio en las esmeraldas.
—Preciosas, ¿verdad? —expresó.
El hombre no parecía sorprendido.
—Sí, lo son —dijo con un ligero acento.
Pedro le tendió la mano.
—Pedro Alfonso.
—Oh, soy consciente de eso.
No le ofreció ninguna información a cambio. Eso parecía claramente familiar. Durante un tiempo había pensado que Paula jamás le diría su apellido.
—¿Periódico o revista? —presionó, señalando a la cámara.
—Glasgow Daily. Generalmente un periodicucho político, pero tanto si imprimen mis fotos como si no, valió la pena conducir sólo para ver todas estas bellezas.
Pedro entrecerró los ojos una fracción. Sabía condenadamente bien cuándo le estaban dando evasivas y no le gustaba. Por supuesto, había una pequeña posibilidad de que estuviera equivocado, que este tipo fuera exactamente lo que decía ser.
—¿De qué conoce a Paula? —preguntó. Sus instintos rara vez le decepcionaban y ahora estaban prácticamente gritando.
—Ah, la señorita Chaves. Es encantadora, ¿verdad?
En silencio, Pedro contó hasta diez. Esto era tan condenadamente familiar que podría haber estado hablando con Paula durante su primer día de amistad. La cuestión era, ¿jugaba? ¿O dejaba que este hijo de puta supiera que lo
había descubierto?
—Sí, lo es —asintió lentamente—. ¿Por qué no salimos fuera y le doy la oportunidad de sacar algunas fotos que el resto de la prensa no va a conseguir?
—¿Me está haciendo proposiciones, señor Alfonso? Porque yo no...
—Pedro —oyó la voz aguda de Paula y ella envolvió una mano alrededor de su brazo con fuerza—. ¿Puedo hablar contigo un minuto?
—Por supuesto. —Con una última mirada dura al otro tipo, permitió que Paula le guiara a través de la pequeña tienda de regalos de regreso al estacionamiento de grava.
—¿De qué demonios iba eso? —exigió ella.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Así que no puedo hablar con nadie que tenga polla sin que le ataques? Eso no va a funcionar.
—¿Quién es?
—¿No me estás escuchando? No soy...
Él la agarró del brazo, atrayéndola más cerca.
—Es un ladrón. He captado eso. También sé que lo conoces. Así que, ¿quién es? Y no juegues a ningún juego de mierda conmigo, Paula.
—Tienes que calmarte —le espetó ella, tratando de liberar el brazo. Él la soltó, sólo porque sabía que estar atrapada disparaba su botón de pánico—. Sí, es un ladrón. ¿Esperabas que lo anunciara delante de todos? Bien podrías haberme dado cinco putos minutos. Pero no, tuviste que cargar como un toro de mierda. Creo que deberíamos estar agradecidos de que no noquearas a nadie.
—No...
—No, ¿qué? —Le interrumpió, justo delante de su cara—. ¿Estás tomando el control o todavía es mi contrato? Porque me parece recordar que dijiste que me lo había ganado y me lo merecía. Si sólo significaba que podía hacer este trabajo hasta que algo sucediera, entonces tú y yo tenemos un problema.
Él resopló. Tenía razón. Mucha. Él no le había dado tiempo para hacer nada y había tratado de tomar el relevo. Ella había estado hablando por el walkie-talkie.
Honestamente, podría muy bien haberle dicho a Craigson que vigilara a su visitante irlandés.
—Mis disculpas —dijo, mirando a la grava.
Durante un largo segundo, ella se quedó en silencio.
—Está bien. Tengo un ojo sobre él y le advertí que no volviera. Sabe que estoy encima y dudo que intente algo. —Le apuntó el pecho con un dedo—. Así que me debes una buena hamburguesa americana. ¿Trato hecho?
Su vida había cambiado mucho en los últimos ocho meses.
Antes de eso, antes de Paula, nunca se disculpaba por nada, nunca retrocedía y ciertamente nunca admitía su derrota. Ellos encajaban tan bien, que si ambos se mantuvieran a la ofensiva probablemente se matarían el uno al otro. Así que retrocedió.
—Trato hecho.
Ella le entregó su corazón de ladrona y su sonrisa brillante, y le dio un beso en la mejilla.
—Voy a volver a entrar. Mantén la calma, tengo que manejar esto.
Todavía respirando con dificultad, la vio retroceder a través de la tienda de regalos. Fue entonces cuando se le ocurrieron dos cosas: una, que ella tenía el diamante en su bolsillo, así que quizás se había precipitado sobre el asunto de no-existen-las-maldiciones. Y dos, que no le había dado el nombre del tío irlandés.
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