viernes, 19 de diciembre de 2014

CAPITULO 18



Pedro deseaba besarla. Deseaba inclinarse por encima de la mesa y rozar con su boca la de ella, saborear el sirope y las fresas en sus labios. Si se hubiera tratado de cualquier otra mujer lo habría hecho. Esta, sin embargo, requería cuidado y prudencia, de modo que, con sorprendente reticencia, la soltó, inclinándose sólo lo suficiente para retirarle el oscuro mechón de cabello de los ojos.


—Te sacaremos de ello.


El teléfono móvil que llevaba al cinturón sonó. Cuando lo descolgó, Tomas Gonzales comenzó a ladrarle antes de que pudiera siquiera terminar de saludar.


—¡Por Dios! —refunfuñó, haciendo una mueca hacia Paula—. ¿Es que no vas a dejar de gritar?


Tomas bajó la voz, pero aquello no hizo que las noticias resultaran más sencillas de digerir. Pedro le interrumpió en mitad de la diatriba.


—Tú sólo trae los papeles del seguro y ven para acá —gruñó, cerrando el teléfono de golpe.


—¿Malas noticias? —preguntó Paula. Le había estado observando durante toda la conversación con su ridícula Coca-Cola en las manos.


Pedro inhaló una profunda bocanada de aire y se retiró bruscamente de la mesa.


—¿Conoces a Etienne DeVore?


Paula frunció el ceño, sus dedos se apretaron contra el vaso.


—¿Por qué?


—Lo conoces. —Rodeando la mesa, la cogió del brazo nuevamente e hizo que se levantara. La desconfianza asomó a sus ojos, pero él lo ignoró y la arrastró hacia la
suite. De pronto ya no pensaba tanto en besarla como en mantener viva a esta enloquecedora mujer—. ¿Cómo de bien lo conoces? —exigió.


—No mucho —espetó, liberándose—. ¿Por qué?


—Él… —Pedro contó hasta cinco, paseándose hasta la puerta y volviendo—. La policía lo ha encontrado esta mañana.


Su bonita frente se frunció.


—¿Etienne? Tienes que estar de coña. Ni Spiderman podría atrapar a Devore.En cuanto a la policía de Palm Beach…


—Está muerto, Paula.


Su rostro adoptó un tono ceniciento.Pedro retrocedió para cogerla, pero ella le rechazó con un gesto de su mano, sentándose en cambio sobre los mullidos sillones.


—Oh. Oh.


Él tomó asiento a su lado.


—Estabais unidos. Lo siento. —Por muy fuerte que sin duda fuera, no le correspondía a Pedro darle las noticias con la delicadeza de un mazo. Por otra parte, quería saber lo bien que conocía a alguien a quien la policía parisina se refería como «le chut nuit». Claro que ella era una criatura de la noche… bien pudiera haber sido su cuerpo el que hubieran sacado del Atlántico e identificado los agentes de la Interpol.


—¿Cómo…? —se detuvo—. ¿Dónde?


—Al norte de Boca Ratón. Lo encontraron en la orilla de la playa. —Tomó aire, deseando de pronto no haber sido quien le diera a ella la noticia—. Gonzales ha dicho que todavía no tienen el informe de la autopsia, pero que le habían disparado.


Paula apretó los puños y se los llevó a los ojos.


—Disparado —repitió apagadamente—. Etienne siempre decía que imaginaba que moriría de viejo, rico y rodeado de mujeres medio desnudas en alguna isla que se iba a comprar. —Se puso bruscamente en pie y caminó hasta la puerta del jardín y volvió de nuevo sobre sus pasos—. Damos por supuesto que nunca van a dispararnos, a volarnos por los aires, o que ni siquiera van a atraparnos, ¿sabes? Si piensas que vas a fallar, no lo haces. Pero, Dios mío. Etienne me caía bien. Era como tener un grano en el culo, pero era tan… vivaz.


—Lo siento —repitió Pedro, sintiendo, igual que en ocasiones anteriores, que aquélla era la verdadera Paula… y que, dejando a un lado el deseo, le gustaba.


—No es culpa tuya. Etienne eligió vivir como lo hacía, lo mismo que yo. Él… — Palideció de nuevo—. Tengo que hacer una llamada. ¡Mierda! —Se dirigió hacia la puerta del pasillo para volver después donde él estaba, y se arrodilló a sus pies—. Necesito un teléfono que no puedan rastrear —dijo con el rostro pálido y muy, muy preocupado—. No puedo…


Pedro se levantó, la agarró de la mano para tocarla, a pesar de que ella no quisiera que la consolara. A pesar de que ni siquiera estaba seguro de cómo consolarla.


—Sígueme.


La mano de Paula se aferró a la suya con sorprendente fuerza, pero él fingió no notarlo mientras recorrían el pasillo hasta su despacho. Cerró la puerta al entrar y la condujo hasta el escritorio.


—Podrías meterte en problemas por esto —le dijo, sentándose detrás de la mesa de cromo y metal tal y como él le indicaba.


—Me las arreglaré. Línea tres. Es directa.


Levantó el auricular, luego se detuvo, y la contempló. 


Pedro aguardó a que le pidiera que se marchara; él no pensaba ofrecerse a irse. Sin embargo, decidiera lo que
decidiese, no articuló palabra alguna. En su lugar pulsó siete números de forma rápida y sucesiva. Una llamada local, aunque no logró distinguir más que dos o tres de los números que ella había marcado.


—¿Sanchez? —preguntó, y sus hombros se relajaron perceptiblemente—. No, no pasa nada. ¿Qué son las galletas sin miel cuando se juega al golf? —Pedro fruncía
el ceño mientras que ella sonreía un poco—. ¿Qué tal la almohada? Bien. Adiós.


—¿Qué narices ha sido eso?


Ella colgó el teléfono, y entornó los ojos.


—Se encuentra bien. Debería haberlo sabido, pero quería estar segura después de lo de Etienne.


—Paula, nada de secretos.


Sus ojos verdes volvieron a abrirse, y trató de escudriñar su rostro.


—Yo no sé nada de eso —murmuró. Se puso en pie y tomó aire con fuerza—.Pero necesito tu ayuda de nuevo.


—Está bien… si me explicas lo de las galletas y la almohada. De lo contrario, olvídalo. —Había visto el nombre de Sanchez con anterioridad, en el fax de Gonzales.


Walter Barstone, el hombre que la policía tenía bajo vigilancia. Su colega, sin lugar a dudas.


—Es un código. Una vez que nos establecimos por aquí, se nos ocurrió un código específico para el área. Lo empleamos para decir dónde estamos.


—¿Y? —insistió. Por primera vez desde que sonara el teléfono en la mesa del desayuno, una ligera pincelada de humor apareció en su rostro.


—Te repatea no estar al tanto de las cosas, ¿no es verdad?


Él no era el único, pero ése no era el momento para andarse con rodeos.


—Explícate, por favor.


—A las galletas sin miel se les pone mantequilla. Eso significa Butterfly World.


—El aviario junto a la autopista 95.


—Conoces las atracciones turísticas —le felicitó—. Cuando juegas al golf se dice…


—Bola va1 —interrumpió, comenzando a comprender—. Las cuatro en punto.Tenemos que reunimos con él hoy, ¿no?


Ella sacudió la cabeza de modo negativo.


—No es un «nosotros» sino un «yo», británico. Olvídalo. Tú déjame en la ciudad y yo seguiré desde allí.


—No. No pienso quitarte la vista de encima.


—Tú llamas demasiado la atención —se quejó—. Todo el mundo se fija en ti, así que se fijarán en mí, y repararán en mi colega.


—Sanchez —corrigió, arqueando una ceja cuando ella le fulminó con la mirada— Dijiste su nombre. Además, resulta que sé que la policía tiene a Walter Barstone bajo vigilancia. Soy muy útil.


—Eres demasiado sospechoso.


La idea de ir con ella seguía ganando atractivo, sobre todo ahora que no dejaba de protestar. Pau iba en busca de información, y él iba a estar allí cuando la obtuviera. De lo contrario, nunca podría estar parejo a ella en este asunto, mucho menos llevarle medio paso de ventaja. Y a menos que estuviera equivocado, el nombre de DeVore no la había sorprendido.


—Puedo armonizar.


—De acuerdo. En el Butterfly World.


—Sí. Y si quieres salir de esta propiedad, tendrás que darme tu palabra de que vamos a ir juntos.


Paula se pasó la mano por la cara.


—Alfonso, comprendo que esto es… diferente y excitante para ti. Ladrones, códigos secretos, investigaciones policiales. Pero hay dos personas muertas. Eres demasiado valioso para arriesgarte en una estupidez como ésta.


Era obvio que ella no estaba al corriente de su vida.


—Estoy implicado en esto —dijo en voz baja— tanto como tú. Aparte de eso, si alguien sigue a Sanchez y te ven a ti, os arrestarán a ambos. Te guste o no, yo soy tu salvoconducto, querida.


—¿Siempre te sales con la tuya? —Se encaminó hacia la puerta del despacho con paso enérgico.


—Sí.


Cuando la abrió, miró enfurecida a Pedro por encima del hombro.


—De acuerdo. De todos modos, es posible que el verte haga que Sanchez se cague en los pantalones.


—Ah, qué bonito —repuso Pedro. Al menos ella había recuperado su sentido del humor—. Vamos a por mí té y tu refresco y vayamos a dar un paseo.


—Un paseo.


—Por los jardines. La policía no pudo encontrar signo alguno de entrada salvo los que tú dejaste, pero aun así me gustaría que echaras un vistazo.


—De acuerdo.


—Además, prometí enseñártelo. —Y quería que ella comprendiera que no iba a traicionar su palabra ni su confianza. No, a menos que Pau cambiara primero las reglas.


—Creía que Harvard venía de camino.


Maldición. Lo había olvidado.


—Seguro que nos encontrará.


Ella suspiró, sus mejillas recuperaron cierto color.


—Estoy segura de que tienes razón.


Ya había hecho que Reinaldo le trajera otra lata fría de Coca-Cola. Aquello suponía un lujo que, por lo general, sólo se encontraba en casa o en las mejores tiendas de 24 horas. Ella así se lo hizo saber, pero él se limitó a sonreírle. Para ser un hombre rico, tenía bastante sentido del humor. Y ese día le había venido bien contar con un recordatorio de que no todo en la vida eran excursiones nocturnas colmadas
de tensión y amigos que aparecían muertos cuando uno menos lo esperaba.


Pensó en que el día anterior se había planteado fingir ser una chica mona sin sesera, con el fin de llevarle a pensar que había logrado entrar en su propiedad por pura suerte. 


En ese momento podía admitir que se sentía aliviada de no haber jugado a eso con él. El problema era que a Pedro parecía gustarle, apreciar esta versión de ella
y todo lo que aportaba. Pau no estaba acostumbrada a… ser ella misma. Y no le gustaba el modo en que estaba disfrutando de sus conversaciones, y olvidándose que se encontraba allí para ayudarse a sí misma y no a él. Aquello le hacía sentirse confundida. Y en su trabajo, confusión era sinónimo de arresto… o de muerte.


—¿Por aquí? —preguntó, señalando a una sección de una alta pared combada de piedra a lo largo de la zona norte de la finca.


—Es posible —respondió, saliendo del camino adoquinado para acercarse lentamente al muro—. Tienes buen ojo para lo clandestino.


—Tomaré eso como un cumplido.


Alfonso la siguió dentro del follaje; lo había hecho las cuatro veces que ella se había apartado del camino. Pau no estaba segura de si aquello se debía a que disfrutaba atravesando telarañas o porque temía perderla de vista en caso de que
echara a correr. A juzgar por lo que estaba aprendiendo de Pedro Alfonso, probablemente se trataba de una mezcla de ambas cosas.


—Para —ordenó Pau, cuando la cámara de vigilancia giró en su dirección.


Él se puso delante.


—Podemos ser vistos —dijo con voz divertida—. Soy el dueño, ¿recuerdas? 


«¡Mierda!»


—De acuerdo. Es una vieja costumbre. —Pau observó la cámara hacer su lenta rotación semicircular. Situadas más o menos cada treinta y cinco metros a lo largo del muro, seguían una pauta asincrónica, lo que era comprensible. A medio camino entre el muro y la casa, se erigía un semicírculo de postes de luz, cada uno dotado con un
detector de movimiento—. ¿Consultaste a Myerson-Schmidt —preguntó—, o todo esto ya estaba aquí cuando compraste el lugar?


—Ambas cosas. Las cámaras estaban aquí, pero mi gente encargó los sensores de movimiento. ¿Por qué?


—Tienes puntos ciegos. Es una auténtica mierda de seguridad, Alfonso. Sobre todo sin cámaras en el interior. Incluso con los guardias rondando de noche.


—Si es tan… cutre, como tú dices, ¿por qué te molestaste con los sensores de las verjas y en hacer el agujero?


Ella le lanzó una sonrisa, y se deslizó entre un enorme helecho y la pared trasera.


—No es divertido entrar si no es de modo furtivo. —Pau bajó la mirada y se detuvo.


—Así que, básicamente, montaste todo el rollo porque podías.


—Algo así —dijo distraídamente, poniéndose en cuclillas para tocar con el dedo la hoja aplastada de una begonia.


—¿Has encontrado algo? —Su voz se había afilado, y en menos de un segundo se estaba arrodillando junto a ella.


—No estoy segura. Alguien ha aplastado esto, pero podría haber sido la policía durante su registro. Aquí hay huellas por todas partes. —Se enderezó, se apartó del muro y miró hacia arriba.


—Un punto ciego —indicó él.


—Sí, y una carrera muy despejada desde aquí, a lo largo del lecho del riachuelo, hasta la casa. Tan sólo uno, quizá dos sensores que esquivar. Hum.


—¿Qué?


Algo había llamado la atención de Pau a mitad del muro más o menos, y no pudo contener una rápida sonrisa. «¡Te pillé!»


—Empújame hacia arriba, ¿quieres?


Pedro, solícito, ahuecó las manos junto a la base del muro. Ella puso el pie en el estribo y él la impulsó hacia arriba. Al nivel de la vista, la huella era fácil de ver.


—Ya sabías que era DeVore quien entró con los explosivos, ¿verdad? — preguntó él desde abajo.


«¡Maldición!» O bien había tenido un desliz o él podía leer la mente.


—Una vez que se alcanza cierto grado de pericia y se conoce el valor del objeto, no hay muchos que puedan haberlo hecho —dijo con rodeos.


—Y DeVore es uno de esos pocos.


—Sí.


—¿Y tú?


Ella hizo caso omiso de aquello, y pasó los dedos a lo largo de la leve curva de la huella de zapato. Etienne era cuidadoso, pero en medio de la noche no siempre resultaba posible limpiar todo el barro de los zapatos antes de escalar un muro. Pero el hecho de que hubiera sido tan metódico a la salida quería decir algo. Se suponía que nadie debía saber que había estado allí.


¿Por qué? Su estilo era similar al de ella, ¿por qué en esa ocasión le preocupaba?


—¿Qué has encontrado? —preguntó Pedro.


Paula dejó de divagar. «Concéntrate, idiota. Todavía pueden culparte de todo esto.»


—La parte delantera de una huella de zapato —dijo mientras la señalaba—. Estaba subiendo el muro, clavando las punteras para lograr apoyo. Tenía barro en los zapatos. La mayoría se ha desprendido del muro, pero todavía se pueden apreciar las manchas. Al salir se te dispara la adrenalina, y es difícil ser meticuloso.


—Bueno es saberlo.


—De acuerdo. Bájame, por favor.


Se agarró a sus hombros mientras él la bajaba, y se encontró a un suspiro de su cara cuando Pedro se enderezó. Debía sobrepasar el metro ochenta y cinco, porque erguido, sus ojos quedaban a la altura de su clavícula.


—Sabías quién lo hizo —repitió—. ¿Por qué no dijiste nada?
Pau se encogió de hombros.


—Honor entre ladrones, quizá. Y porque, personalmente, me interesa más quién contrató a Etienne, y si fue por la tablilla o para matarte. Él… me llamó y me dijo que me mantuviera fuera de todo esto.


—Pero estás aquí de todos modos.


—Es que soy así de terca. Además, su aviso llegó un poco tarde. Y quiero descifrar esto.


—Igual que yo. —Pedro asintió, pero no estaba mirando el muro. La estaba mirando a ella. Acercándose lentamente, como si le preocupara que pudiera salir corriendo, Alfonso le alzó la barbilla con sus largos y elegantes dedos y se inclinó para rozar con sus labios los de ella.


Antes de que Pau pudiera decidir si quería apartarle de un 
empujón o echarle los brazos al cuello y rodar desnuda con él sobre las begonias, la suave calidez de su boca abandonó la suya. Pedro se irguió, mirándola fijamente con una ligera sonrisa en esa boca increíblemente hábil.


«Mantén la calma, Pau». Le necesitaba más que él a ella. Sin embargo, quién deseaba mas a quién estaba por ver.


—Eres un caradura, Alfonso. ¿A qué ha venido eso?


—Admiración, Paula —murmuró, recorriendo suavemente con el pulgar su labio inferior.


—Ah. —Y ya que ella lo había disfrutado, y que él parecía demasiado engreído y controlado, se puso de puntillas y le devolvió el beso. Sintió su sorpresa, seguida de calor cuando su boca se amoldó a la de ella. Y, entonces, Pau se retiró.


—Yo también te admiro, Alfonso —dijo, luego se alejó de él con algo menos de su elegancia y compostura habitual.


1 En inglés esta expresión se dice fore, palabra similar a four, cuatro.

CAPITULO 17



Sábado, 6:54 a.m.


Paula se despertó con el sonido de unos murmullos masculinos. Abrió un ojo, y contempló las oscuras cortinas a centímetros de su cara.


—Verde —farfulló contra la blanda almohada, intentando recordar dónde diablos estaba.


Unos pasos se aproximaron desde alguna parte al otro lado de las cortinas.


—Buenos días —dijo una melodiosa voz grave con un leve acento británico, y Pau recordó.


—Oh, mierda —susurró mientras empujaba hacia arriba con las manos y las rodillas.


—Paula , no pasa nada. Te desmayaste.


Mientras la habitación le daba vueltas, el resto de la habitación apareció al otro lado de los cortinajes de la cama. Ya de por sí, que Alfonso estuviera hubiera sido suficientemente malo, pero había alguien con él: un hombre calvo y delgado con gafas que le recordaba al actor Drew Carey pero con perilla.


—¿Quién demonios eres tú?


—Es mi médico —dijo Alfonso—. El doctor Klemm.


Paula se irguió de rodillas, las sábanas de seda se deslizaron desde sus hombros hasta las pantorrillas. 


Además le había puesto un maldito pijama de seda.


Para colmo, de color rosa. Rescatarla no requería que la vistiera con ropa apropiada para dormir. Todo un caballero inglés, al que, por lo visto, le gustaba que sus mujeres se vistieran de un color rosa bien cursi. Reprimió un queja un tanto divertida, y se retorció entre el profuso lujo para sentarse en el borde de la cama.


—Te dije que nada de médicos.


—Y yo te dije que sería discreto. No tienes nada de qué preocuparte, encanto.


Tenía varias y buenas razones para contradecir esa afirmación, pero al abrir la boca para hacerlo, se dio cuenta de que notaba mejor el muslo. El hombro también, e hizo rotar el brazo tentativamente. Cuando se sintió razonablemente segura de que estaba agradecida, levantó la vista hacia su anfitrión.


Ese día iba vestido nuevamente de un modo bastante informal, llevaba una vez más unos vaqueros, una camiseta negra y una camisa blanca abierta encima, y calzado con unas zapatillas deportivas de marca.


—No pareces un multimillonario —comentó, fingiendo que no le molestaba que durante ocho horas hubiera sido completamente vulnerable. ¡Maldita sea!


Desmayarse no había formado parte del plan, y necesitaba calmarse.


—¿No? ¿Pues qué parezco?.


—Un jugador de fútbol, un esquiador profesional o algo por el estilo —repuso de mala gana, admitiendo para sí que era verdad—. Uno de esos tipos que posan para los calendarios deportivos.


Alfonso sonrió abiertamente, la expresión iluminó sus ojos grises.


—Soy buenísimo con los esquís.


El médico se aclaró la garganta.


—Ejem. Bueno, en caso de que le importe a alguien, tu pierna necesitó quince puntos, jovencita, y el hombro siete. Lo del súper pegamento es muy ingenioso, pero no es algo que habitualmente recomiende. Pedro dijo que no es probable que vuelva a verte, a menos que estés inconsciente, así que te he puesto puntos de los que se
disuelven. No te los rasques.


Hum. Discreto y competente. No vendría mal conocer a un médico como ése… un médico que hiciera visitas a domicilio. Pau le sonrió.


—No sé por qué el señor Alfonso cree que soy tan hostil —dijo, haciendo caso omiso del sonido que profirió el aludido—. A juzgar por cómo noto los cortes, me parece que le debo una comida, doctor Klemm. Con postre.


—¿Con buñuelos de manzana?


La sonrisa de Pau se hizo más amplia.


—Mis preferidos. Y conozco un sitio donde hacen los mejores del condado.


—Me apunto, señorita Chaves.


Alfonso se movió, colocándose entre ambos.


—¿Alguna otra indicación médica, Jorge?


—En realidad, no. Yo evitaría la piscina y los baños durante una semana o unos diez días, pero las duchas rápidas están bien. —El médico la miró durante otro momento, su expresión suavemente divertida—. Me tomé la libertad de cambiar las tiritas de la espalda y aplicar antiséptico. Hay más pomada sobre la mesita. —Señaló un tubo blanco que se encontraba sobre la mesilla de noche.


—Gracias. Le llamaré para comer.


—Estaré esperando.


Alfonso señaló hacia la parte principal de la suite.


—Te acompañaré a la puerta, Jorge —Mientras salían, le lanzó una mirada sobre su hombro—. Quédate aquí. Volveré en unos minutos.


Esperó en la cama hasta que se cerró la puerta del pasillo. 


La camisa y los pantalones cortos prestados no estaban a la vista, pero su sujetador rosa se encontraba sobre la silla junto a la cama. «Genial.» Así que la había visto desnuda. 


Se preguntó si su talla «B» contaba con su aprobación. La mayoría de las modelos que afirmaban salir con él tenían un busto más considerable. Al menos le había dejado las
bragas puestas.


Tratar de convencerse a sí misma de que le era igual lo que él pensara no funcionó más de lo que lo hizo fingir que no disfrutaba de la atención que le prestaba. Pau se levantó y volvió a hurgar en el armario que parecía haber generado
incluso más ropa durante la noche. Más vaqueros y camisetas, blusas y pantalones cortos, la mayoría de los cuales eran misteriosamente de su talla. Alguien tenía un
asistente de compras muy competente. Seleccionó una blusa de manga corta de color blanco y azul y unos vaqueros, cogió su sujetador y entró en la sala principal.


Bueno, puede que le hubiera visto las tetas mientras estaba inconsciente, pero no iba a vérselas esa mañana. Bromear y coquetear era una cosa; darle el premio gordo significaría perder su mejor ventaja… y teniendo en cuenta el modo en que él hacía que le hormiguease la piel, supondría también perder su perspectiva. Cerró con llave la puerta principal y se dirigió al gigantesco cuarto de baño, y echó también el
pestillo a aquella puerta, por si acaso.


La ducha le pareció una delicia, y los cortes tan sólo le escocieron un poco.


Encontró desodorante, un cepillo de dientes y pasta aguardándola en el armario de las medicinas y, para cuando se hubo secado y peinado el pelo, se sentía casi como de
costumbre. De no ser por el asuntillo de que sobre su cabeza pendía una orden de arresto y que un guapísimo inglés jugueteaba con su libido, habría dicho que aquélla
era una buena mañana.


En parte imaginaba que Alfonso estaría sentado en la habitación esperándola, con o sin cerradura, pero no se le veía por ningún lado. Entonces alguien llamó a la ventana de su terraza y a punto estuvo de que se le saltaran los puntos.


—¡Mierda! —exclamó entre dientes mientras se acercaba airadamente a descorrer las cortinas.


—¿Hambrienta? —preguntó Alfonso al otro lado de la puerta de cristal, sonriendo al ver su expresión contrariada. 


Ella descorrió el pasador y abrió.


—¿Es que tú no trabajas nunca? —preguntó mientras reparaba en la mesa; dos sillas, dos servicios y dos montones de tortitas y vasos de zumo de naranja con lo que
parecía un cuenco lleno a rebosar de fresas frescas en el medio. Reinaldo estaba abajo en la zona de la piscina, sin duda, aguardando órdenes.


—¿Café, supongo?


—Coca-Cola baja en calorías, si tienes.


Él enarcó una ceja pero no dijo nada. En cambio, Alfonso llamó al mayordomo con la mano.


—Una Coca-Cola baja en calorías y té para mí. —Retiró la silla para ella pudiera sentarse—. Toma asiento.


—¿Alguna noticia de Harvard o de Castillo? —preguntó, alargando el brazo para coger una fresa y mordiendo la mitad.


—No son más que las siete y media —respondió—. Dales un poco de tiempo.¿Te sientes mejor?


—Sí. —Hizo una mueca—. No suelo ser así. Dije que te ayudaría a descubrir todo esto y lo haré. Supongo que estaba más cansada de lo que…


—Paula —la interrumpió con expresión seria—, no tienes que excusarte por nada, considerando las circunstancias en las que recibiste esas heridas.


La parte anterior de los muslos le hormigueó debido a la expresión en los ojos de Pedro. Deseo. Había estado antes con hombres, pero no lograba recordar alguno que irradiara ese calor masculino, la electricidad, del modo en que Pedro Alfonso lo hacía. Puede que considerara que la talla «B» era un cambio agradable.


—De acuerdo.


—Pues cómete las tortitas.


Reinaldo vino con el té y la Coca-Cola, y Paula se afanó en abrirla y verterla en el bonito vaso que él le había proporcionado, relleno de cubitos de hielo con forma de
palmera. El día anterior había reconocido que quería confiar en Alfonso, a pesar de que largo tiempo atrás había aprendido que no podía confiar en nadie salvo en sí misma.


—No tienes que parecer tan magnánimo —comentó mientras masticaba un bocado de tortita y sirope de arce—. Me desnudaste.


—Sí, pero no miré.


—Mentiroso.


Alfonso se echó a reír. El sonido era grave y genuino, y le hizo soltar una risita a su vez. Sus ojos se cruzaron y su risa se quebró levemente. Quién lo hubiera pensado… Paula Chaves disfrutando de la compañía de alguien como Pedro Alfonso. No, no alguien como él. Él. Además de la representación y del inesperado deseo, comenzaba a disfrutar de su compañía… y eso era un problema.


—De acuerdo, miré un poco. Pero era necesario. —Bebió de su zumo de naranja—. No puedo creer que hicieras aquellas acrobacias en mi oficina y que arrojaras a Tomas a la piscina estando herida.


Aliviada por el cambio de tema, ella se encogió de hombros.


—Apostaría a que has fingido estar herido.


—Sí, pero fui al hospital.


—Lo vi en las noticias. —Pau alzó la mano y le apartó el oscuro cabello de en medio, dejando al descubierto un pequeño esparadrapo en forma de mariposa en su sien izquierda.


Alfonso la cogió de la muñeca.


—¿Me viste en las noticias? —preguntó, su persistente sonrisa hizo que algunos agradables lugares de su interior se calentaran. «Mantén la distancia, Pau.»


—Yo… quería saber el alcance del problema en el que me había metido.


—¿Has tenido antes un problema como éste?


Él sujetaba aún su brazo con sus dedos suaves sobre el pulso que corría a lo largo de su muñeca. Una susurrante brisa ligera se filtró por entre las palmeras cercanas, rozando su piel y haciendo que un mechón de su cabello le cayera sobre el ojo izquierdo.


—No. No que yo recuerde.