viernes, 19 de diciembre de 2014
CAPITULO 17
Sábado, 6:54 a.m.
Paula se despertó con el sonido de unos murmullos masculinos. Abrió un ojo, y contempló las oscuras cortinas a centímetros de su cara.
—Verde —farfulló contra la blanda almohada, intentando recordar dónde diablos estaba.
Unos pasos se aproximaron desde alguna parte al otro lado de las cortinas.
—Buenos días —dijo una melodiosa voz grave con un leve acento británico, y Pau recordó.
—Oh, mierda —susurró mientras empujaba hacia arriba con las manos y las rodillas.
—Paula , no pasa nada. Te desmayaste.
Mientras la habitación le daba vueltas, el resto de la habitación apareció al otro lado de los cortinajes de la cama. Ya de por sí, que Alfonso estuviera hubiera sido suficientemente malo, pero había alguien con él: un hombre calvo y delgado con gafas que le recordaba al actor Drew Carey pero con perilla.
—¿Quién demonios eres tú?
—Es mi médico —dijo Alfonso—. El doctor Klemm.
Paula se irguió de rodillas, las sábanas de seda se deslizaron desde sus hombros hasta las pantorrillas.
Además le había puesto un maldito pijama de seda.
Para colmo, de color rosa. Rescatarla no requería que la vistiera con ropa apropiada para dormir. Todo un caballero inglés, al que, por lo visto, le gustaba que sus mujeres se vistieran de un color rosa bien cursi. Reprimió un queja un tanto divertida, y se retorció entre el profuso lujo para sentarse en el borde de la cama.
—Te dije que nada de médicos.
—Y yo te dije que sería discreto. No tienes nada de qué preocuparte, encanto.
Tenía varias y buenas razones para contradecir esa afirmación, pero al abrir la boca para hacerlo, se dio cuenta de que notaba mejor el muslo. El hombro también, e hizo rotar el brazo tentativamente. Cuando se sintió razonablemente segura de que estaba agradecida, levantó la vista hacia su anfitrión.
Ese día iba vestido nuevamente de un modo bastante informal, llevaba una vez más unos vaqueros, una camiseta negra y una camisa blanca abierta encima, y calzado con unas zapatillas deportivas de marca.
—No pareces un multimillonario —comentó, fingiendo que no le molestaba que durante ocho horas hubiera sido completamente vulnerable. ¡Maldita sea!
Desmayarse no había formado parte del plan, y necesitaba calmarse.
—¿No? ¿Pues qué parezco?.
—Un jugador de fútbol, un esquiador profesional o algo por el estilo —repuso de mala gana, admitiendo para sí que era verdad—. Uno de esos tipos que posan para los calendarios deportivos.
Alfonso sonrió abiertamente, la expresión iluminó sus ojos grises.
—Soy buenísimo con los esquís.
El médico se aclaró la garganta.
—Ejem. Bueno, en caso de que le importe a alguien, tu pierna necesitó quince puntos, jovencita, y el hombro siete. Lo del súper pegamento es muy ingenioso, pero no es algo que habitualmente recomiende. Pedro dijo que no es probable que vuelva a verte, a menos que estés inconsciente, así que te he puesto puntos de los que se
disuelven. No te los rasques.
Hum. Discreto y competente. No vendría mal conocer a un médico como ése… un médico que hiciera visitas a domicilio. Pau le sonrió.
—No sé por qué el señor Alfonso cree que soy tan hostil —dijo, haciendo caso omiso del sonido que profirió el aludido—. A juzgar por cómo noto los cortes, me parece que le debo una comida, doctor Klemm. Con postre.
—¿Con buñuelos de manzana?
La sonrisa de Pau se hizo más amplia.
—Mis preferidos. Y conozco un sitio donde hacen los mejores del condado.
—Me apunto, señorita Chaves.
Alfonso se movió, colocándose entre ambos.
—¿Alguna otra indicación médica, Jorge?
—En realidad, no. Yo evitaría la piscina y los baños durante una semana o unos diez días, pero las duchas rápidas están bien. —El médico la miró durante otro momento, su expresión suavemente divertida—. Me tomé la libertad de cambiar las tiritas de la espalda y aplicar antiséptico. Hay más pomada sobre la mesita. —Señaló un tubo blanco que se encontraba sobre la mesilla de noche.
—Gracias. Le llamaré para comer.
—Estaré esperando.
Alfonso señaló hacia la parte principal de la suite.
—Te acompañaré a la puerta, Jorge —Mientras salían, le lanzó una mirada sobre su hombro—. Quédate aquí. Volveré en unos minutos.
Esperó en la cama hasta que se cerró la puerta del pasillo.
La camisa y los pantalones cortos prestados no estaban a la vista, pero su sujetador rosa se encontraba sobre la silla junto a la cama. «Genial.» Así que la había visto desnuda.
Se preguntó si su talla «B» contaba con su aprobación. La mayoría de las modelos que afirmaban salir con él tenían un busto más considerable. Al menos le había dejado las
bragas puestas.
Tratar de convencerse a sí misma de que le era igual lo que él pensara no funcionó más de lo que lo hizo fingir que no disfrutaba de la atención que le prestaba. Pau se levantó y volvió a hurgar en el armario que parecía haber generado
incluso más ropa durante la noche. Más vaqueros y camisetas, blusas y pantalones cortos, la mayoría de los cuales eran misteriosamente de su talla. Alguien tenía un
asistente de compras muy competente. Seleccionó una blusa de manga corta de color blanco y azul y unos vaqueros, cogió su sujetador y entró en la sala principal.
Bueno, puede que le hubiera visto las tetas mientras estaba inconsciente, pero no iba a vérselas esa mañana. Bromear y coquetear era una cosa; darle el premio gordo significaría perder su mejor ventaja… y teniendo en cuenta el modo en que él hacía que le hormiguease la piel, supondría también perder su perspectiva. Cerró con llave la puerta principal y se dirigió al gigantesco cuarto de baño, y echó también el
pestillo a aquella puerta, por si acaso.
La ducha le pareció una delicia, y los cortes tan sólo le escocieron un poco.
Encontró desodorante, un cepillo de dientes y pasta aguardándola en el armario de las medicinas y, para cuando se hubo secado y peinado el pelo, se sentía casi como de
costumbre. De no ser por el asuntillo de que sobre su cabeza pendía una orden de arresto y que un guapísimo inglés jugueteaba con su libido, habría dicho que aquélla
era una buena mañana.
En parte imaginaba que Alfonso estaría sentado en la habitación esperándola, con o sin cerradura, pero no se le veía por ningún lado. Entonces alguien llamó a la ventana de su terraza y a punto estuvo de que se le saltaran los puntos.
—¡Mierda! —exclamó entre dientes mientras se acercaba airadamente a descorrer las cortinas.
—¿Hambrienta? —preguntó Alfonso al otro lado de la puerta de cristal, sonriendo al ver su expresión contrariada.
Ella descorrió el pasador y abrió.
—¿Es que tú no trabajas nunca? —preguntó mientras reparaba en la mesa; dos sillas, dos servicios y dos montones de tortitas y vasos de zumo de naranja con lo que
parecía un cuenco lleno a rebosar de fresas frescas en el medio. Reinaldo estaba abajo en la zona de la piscina, sin duda, aguardando órdenes.
—¿Café, supongo?
—Coca-Cola baja en calorías, si tienes.
Él enarcó una ceja pero no dijo nada. En cambio, Alfonso llamó al mayordomo con la mano.
—Una Coca-Cola baja en calorías y té para mí. —Retiró la silla para ella pudiera sentarse—. Toma asiento.
—¿Alguna noticia de Harvard o de Castillo? —preguntó, alargando el brazo para coger una fresa y mordiendo la mitad.
—No son más que las siete y media —respondió—. Dales un poco de tiempo.¿Te sientes mejor?
—Sí. —Hizo una mueca—. No suelo ser así. Dije que te ayudaría a descubrir todo esto y lo haré. Supongo que estaba más cansada de lo que…
—Paula —la interrumpió con expresión seria—, no tienes que excusarte por nada, considerando las circunstancias en las que recibiste esas heridas.
La parte anterior de los muslos le hormigueó debido a la expresión en los ojos de Pedro. Deseo. Había estado antes con hombres, pero no lograba recordar alguno que irradiara ese calor masculino, la electricidad, del modo en que Pedro Alfonso lo hacía. Puede que considerara que la talla «B» era un cambio agradable.
—De acuerdo.
—Pues cómete las tortitas.
Reinaldo vino con el té y la Coca-Cola, y Paula se afanó en abrirla y verterla en el bonito vaso que él le había proporcionado, relleno de cubitos de hielo con forma de
palmera. El día anterior había reconocido que quería confiar en Alfonso, a pesar de que largo tiempo atrás había aprendido que no podía confiar en nadie salvo en sí misma.
—No tienes que parecer tan magnánimo —comentó mientras masticaba un bocado de tortita y sirope de arce—. Me desnudaste.
—Sí, pero no miré.
—Mentiroso.
Alfonso se echó a reír. El sonido era grave y genuino, y le hizo soltar una risita a su vez. Sus ojos se cruzaron y su risa se quebró levemente. Quién lo hubiera pensado… Paula Chaves disfrutando de la compañía de alguien como Pedro Alfonso. No, no alguien como él. Él. Además de la representación y del inesperado deseo, comenzaba a disfrutar de su compañía… y eso era un problema.
—De acuerdo, miré un poco. Pero era necesario. —Bebió de su zumo de naranja—. No puedo creer que hicieras aquellas acrobacias en mi oficina y que arrojaras a Tomas a la piscina estando herida.
Aliviada por el cambio de tema, ella se encogió de hombros.
—Apostaría a que has fingido estar herido.
—Sí, pero fui al hospital.
—Lo vi en las noticias. —Pau alzó la mano y le apartó el oscuro cabello de en medio, dejando al descubierto un pequeño esparadrapo en forma de mariposa en su sien izquierda.
Alfonso la cogió de la muñeca.
—¿Me viste en las noticias? —preguntó, su persistente sonrisa hizo que algunos agradables lugares de su interior se calentaran. «Mantén la distancia, Pau.»
—Yo… quería saber el alcance del problema en el que me había metido.
—¿Has tenido antes un problema como éste?
Él sujetaba aún su brazo con sus dedos suaves sobre el pulso que corría a lo largo de su muñeca. Una susurrante brisa ligera se filtró por entre las palmeras cercanas, rozando su piel y haciendo que un mechón de su cabello le cayera sobre el ojo izquierdo.
—No. No que yo recuerde.
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