jueves, 2 de abril de 2015

CAPITULO 158





Jueves, 8:12 a.m.


Pedro frenó su Jaguar '61 clásico mientras pasaba tres furgones blindados y cuatro coches de policía que subían por la larga pendiente de Rawley Park. Redujo la marcha, yendo hacia el tramo de carretera más allá de la siguiente curva, donde podía dar la vuelta.


La idea de dejar a Paula a solas con furgones cargados de piedras preciosas le divertía. Una media docena o más de agentes de policía, sin embargo, no parecían tan divertidos. 


No lo sabía todo sobre los robos que había llevado a cabo, pero sabía lo suficiente como para estar profundamente preocupado cada vez que ella y los agentes del orden estaban en la misma zona.


Al llegar al lugar donde la carretera se ensanchaba, se acercó al arcén y se detuvo. No tenía ni idea de por qué diablos no se había dado cuenta de que las joyas tendrían escolta policial, pero si volvía ahora, Paula sabría que lo había hecho para vigilarla. Ella odiaba que la vigilaran tanto como él.


—Maldita sea —murmuró y sacó su teléfono móvil. Marcó rápidamente el número de la oficina de seguridad.


—Craigson —la voz profesional de su jefe de seguridad.


—Soy Alfonso.


—Sí, señor. ¿Qué puedo hacer por usted? —Regresó el suave acento escocés.


—Sólo un pequeño favor —dijo Pedro, frunciendo el ceño en su espejo retrovisor—. Si hoy, esto, la señorita Chaves parece tener algún tipo de... dificultad, por favor llame de inmediato a este número.


—¿Hay algo en particular que debería estar buscando, señor?


Pedro dudó. Le gustaba Craigson, y, obviamente, a Paula también o nunca lo habría contratado ni mucho menos puesto al cargo de la seguridad.


Parecían tener un código especial para hablar de las cosas, pero Pedro no tenía idea de lo mucho que el escocés sabía sobre su pasado. Y cuantas menos personas conocieran el talón de Aquiles de Paula, mejor.


—No, nada en particular —dijo lentamente—. Casi puedo garantizar que lo sabrás si lo ves.


—Muy bien, señor. Me ocuparé de ello.


—Gracias, Craigson.


Colgó y se guardó el teléfono en el bolsillo. Paula le había contado varias veces que él tenía los instintos del caballero de brillante armadura y cada uno de ellos le decía que diera la vuelta y regresara. No era que no confiara en ella, no confiaba en la gente alrededor de ella. Pero entonces implicaría que ella no podía cuidar de sí misma, y él quería tener sexo esta noche. Pasar la noche peleando sería contraproducente.


Con una última mirada a su espalda arrancó el Jag y salió otra vez a la carretera en dirección a Londres. Si a estas alturas había aprendido algo era que Paula Chaves podía hacerse cargo de casi cualquier cosa extraña que le arrojaran. Y él tenía una reunión a la que tenía que asistir si no quería perder el proyecto de reurbanización del muelle de Blackpool.


Una hora más tarde, justo antes de la A-1, algo reventó.


Ruidosamente. El Jaguar se tambaleó hacia la derecha, casi rozando un camión.


—Mierda —murmuró Pedro, sujetando el volante por pura fuerza bruta.


Apretando los frenos, se las arregló para detenerse a un lado de la carretera.


Detrás de él, la mayor parte de un neumático rebotó y se deslizó a lo largo de la carretera mientras el tráfico lo ocultaba. Soltó el aliento, apartó el Jaguar hasta el aparcamiento y abrió la puerta. La llanta delantera derecha y el neumático habían desaparecido, la rueda se había hundido diez centímetros en el barro blando. Jodidamente maravilloso.


Apoyado en el capó, sacó el móvil para llamar a Sarah a su oficina de Londres. Mientras apretaba la marcación rápida, una bandada de palomas se abalanzaron desde algún lugar detrás de él. Una de ellas aparentemente lo confundió con un poste de teléfono y trató de aterrizar en su cabeza. Maldiciendo, la bateó y el teléfono móvil salió volando de su mano.


Aterrizó en la carretera y fue aplastado rápidamente por un sedán. Por un segundo, simplemente lo miró. Como diría Paula, jodidamente increíble. De hecho, probablemente encontraría divertido que él, uno de los hombres más ricos y más poderosos del mundo estuviera atrapado a un lado de la carretera en un coche clásico sin asistencia en carretera automatizada y siendo atacado por las palomas.


Él, sin embargo, tenía una reunión a la que asistir.


Dejando salir un suspiro, se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el asiento del pasajero. Mientras lo hacía, la bolsa de terciopelo que había colocado en un bolsillo se volcó en el suelo. La bolsa que contenía un diamante azul muy grande y
supuestamente maldito que una vez había pertenecido a su tataratatara-abuela.


—No hay tal cosa como un puñetero diamante maldito —murmuró, inclinándose para recogerlo y meterlo de nuevo en un bolsillo interior. Luego abrió el maletero y sacó el gato y la rueda de repuesto.


En cuclillas sobre el suelo fangoso, encontró una piedra plana para colocar bajo el gato y se puso a trabajar. Unos minutos más tarde un camión de averías se le acercó por detrás y él se enderezó, conteniendo la necesidad de sacar la cartera y ofrecerle al conductor cada libra que tuviera sólo por detenerse.


—Buenos días —dijo.


—Buenas. Un pinchazo, ¿eh?


—Un reventón. ¿Alguien le ha llamado?


El hombre corpulento asintió.


—Un operador llamó por radio y dijo que algunos imbéciles estaban llamando para decir que el mismísimo Pedro Alfonso estaba tirado a un lado de la carretera en su Jag. Usted sería Pedro Alfonso, ¿no?


—Ese soy yo.


—Es un tío rico, ¿verdad?


Subrepticiamente Pedro aumentó la presión sobre la llave de tubo.


—Lo soy.


Por suerte, la mayoría de la gente había aprendido que rico o no, no era un blanco fácil. Lejos de ello. Si se llegaba al caso, la glock ilegal de la guantera podía respaldarle.


—Iba a decir algo sobre su elección de coches, pero ya que ha sido el neumático y el coche es del tipo E de 1961, supongo que no va a funcionar.


—En este punto, puede insultar a cualquier parte del coche que le apetezca.


El hombre soltó un bufido y le tendió la mano.


—Soy Jardin. Angus Jardin.


Pedro le estrechó la mano.


—Encantado de conocerle, señor Jardin.


—Ja. Angus me va bien. ¿Quiere un cambio de neumáticos o un remolque?


—La llanta está doblada, así que no estoy seguro de que podamos cambiar el neumático.


—Un remolque entonces. Voy a ponerme delante.


Para cuando Angus hubo enganchado el Jaguar al camión, Pedro ya llegaba veinte minutos tarde a la reunión de Blackpool, con otros veinte minutos más o menos de camino entre la reunión y él. Miró su reloj una vez más mientras se sentaba junto a su salvador en el camión de averías.


—No tendrá un teléfono móvil, ¿verdad?


—Aquí tiene —respondió Angus, sacando el teléfono de debajo de un montón de papeles dispersos en el asiento entre ellos y entregándoselo.


—Gracias. —Pedro llamó a su secretaria—. Sarah, soy Pedro. He tenido un pinchazo y me están remolcando por la A-1.


—Señor, he estado tratando de llamarle. El...


—Mi teléfono móvil ha tenido un accidente. ¿Ha contactado Allenbeck contigo?


—Sí, señor. Él... no estaba feliz.


Joder.


—¿Qué dijo?


—Que si no era capaz de llegar a tiempo a una reunión, no cree que trate de cumplir con los plazos de construcción de toda una ciudad. No hubo malas palabras, pero no quisiera...


—No es necesario. Estoy bastante familiarizado con los coloridos improperios de Allenbeck. Dame la dirección y el número de teléfono de nuevo. Lo tenía en mi teléfono, pero se ha ido.


Ella leyó la información y él lo anotó en el reverso de un sobre. Una vez hecho esto, cerró el teléfono y se lo devolvió a Angus. Si esta reunión hubiera sido con cualquier otro en el mundo, la hubieran retrasado o habrían enviado un equipo de búsqueda para reunirse con él donde quiera que estuviera. Pero no Joseph Allenbeck, ese gallito pomposo.


—¿Problemas, milord?


Pedro movió los hombros.


—Como de costumbre. —Miró al conductor—. Me pregunto si podría llevarme a esta dirección de Westminster, le daré ese Jaguar.


Angus se echó a reír, un sonido alto y desagradable muy parecido a osos luchando.


—Déme treinta libras y déjeme llevar su Jaguar al garaje de mi hermano, y le llevaré a Westminster y en paz.


—Trato hecho.



***


Paula se apoyó contra una de las pocas secciones de pared desnuda dentro de la sala de exposiciones y observó la circulación y el centelleo de joyas preciosas a su alrededor. Ayer, incluso esta mañana, se había emocionado y puesto un poco nerviosa sobre cómo ayudar a vigilar esta fortuna móvil. Ahora, sin embargo, su entusiasmo había sido más o menos aplastado como una tortilla.


Pensó en llamar a su antiguo perista y actual socio de negocios para quejarse sobre la asquerosa vida, pero Walter Sanchez estaba defendiendo el fuerte en su oficina de la empresa de seguridad de Palm Beach. Si empezaba a
quejarse sin al menos darle a Pedro la oportunidad de calentarle el oído sólo señalaría que, en los cuatro meses desde que abrieron la oficina, había pasado más tiempo fuera de la ciudad que en ella.


En cuanto a Pedro, no sólo se encontraba en una reunión, sino que no contestaba el maldito teléfono, lo cual sabía porque le había llamado cuatro veces.


Cuatro llamadas en dos horas era presionar, cinco la convertiría en residente de lástimalandia o acechalandia. 


Bien, Paula, se dijo. Sabía lo suficiente para observar y
esperar hasta que los jugadores a su alrededor mostraran más de sus cartas.


Su móvil sonó, ninguna de las melodías familiares que había asignado a sus amigos y familiares varios. Mostrando una mueca de disculpa a la gente del museo a su alrededor, lo abrió y se dirigió más allá de uno de los bobbies armados que custodiaban la puerta.


—Hola —dijo.


—Hola, cariño —replicó la voz de Pedro.


Incluso a través del teléfono podía decir que no estaba muy feliz por algo.


Únete al club, colega.


—¿Desde dónde me llamas?


—El vestíbulo del hotel Mandarin Oriental —dijo—. Tengo un almuerzo y donde espero que me entreguen un nuevo teléfono y un coche de alquiler.


—Ah. ¿Qué ha pasado con los viejos?


—Un Volvo pasó por encima de mi teléfono.


—¿Y el Jag?


—Reventó un neumático.


Ella tomó aire, una preocupación repentina y aguda le bajó por la espalda sorprendiéndola y asustándola.


—¿Estás bien, Pedro?


—Tan seguro como en casa. He conocido a un conductor de grúas llamado Angus y ahora voy a tratar de encandilar al condenado Joseph Allenbeck para que acepte un fallo del vehículo como una razón legítima para llegar tarde a una
reunión.


—Entonces también has tenido un buen día.


Esta vez él se detuvo.


—No te has involucrado en ningún misterio o caos sin mí, ¿verdad?


—No más de lo habitual.


—¿Cautelosa a la hora de explicarte, Paula?


—No por teléfono cuando estás de pie en el vestíbulo del hotel Mandarin Oriental.


—Cierto. —Por un momento se quedó tan silencioso que ella pudo oír al conserje llamando a una limusina de fondo.


—¿Pedro?


—¿Estarás bien durante los próximos cuarenta minutos más o menos?


Ella frunció el ceño al teléfono. Dado que él estaba a dos horas de distancia, parecía una especie de extraña pregunta. 


Entonces cayó en la cuenta.


—Termina la reunión —dijo—. No te atrevas a empezar a helicoptear por el campo sólo para sostener mi mano.


—¿Estás segura?


—Segura. Vamos a intercambiar historias de guerra esta noche. ¿Y Pedro?


—¿Sí, cariño?


—¿Estás empezando a creer en la maldición del diamante? Porque me da mal fario.


Oyó su suspiro.


—No le eches la culpa a una piedra vieja. Creo que la mala suerte de verdad para nosotros, yanqui, puede ser y ha sido mucho peor que esto.


—Eso es lo que tú te crees —murmuró.


—¿Perdón?


—Nada. Te veré esta noche. Ten cuidado, Pedro.


—Lo tendré.


Poco a poco cerró el teléfono otra vez. La conversación con Pedro le había hecho sentirse un poco mejor porque al menos sabía que él estaba bien. También aclaró un par de cosas. Él siempre venía a caballo en su rescate, preparado para arrancarla del peligro... o más probablemente, para saltar a él con ella. En este caso, sin embargo, sacarla y saltar no eran exactamente lo que necesitaba. No, hoy tenía
que admitir que los viejos amigos serían más útiles que los nuevos.


Con un suspiro, abrió de nuevo el teléfono y apretó el número dos de marcación rápida.


Cuatro timbrazos más tarde contestaron.


—Espero que estés ardiendo, Paula, porque aquí son... las cinco y veintiuno de la mañana.


—Alégrate de que no te haya llamado cuatro horas antes, cuando quise hacerlo —respondió, relajándose de forma automática una fracción con el sonido de la voz de Sanchez.


Sonaba exactamente igual como lo que era, un hombre grande y negro atravesado por una profunda vena poética, y una vena aún más profunda de latrocinio mezclada con una forma de vestir muy pasada de moda.


—Si me hubieras llamado entonces, todavía habría estado despierto.


—Oh. ¿Sigues viendo a Kim, la señora de la agencia?


—Si es por eso por lo que me estás llamando voy a colgar y a sacarte de mi condenada agenda.


—Vale, vale. ¿Puedes hablar de negocios?


Casi podía oírle poniendo atención.


—Espera.


Paula sonrió.


—¡Oh, Dios mío! Ella está ahí contigo, ¿verdad?


—Para tu información, entrometida, estoy en su casa. Ahora ¿qué pasa?


—Todavía tienes algunos contactos por aquí, ¿verdad?


—Unos pocos. La gente tiende a no responder a mis llamadas cuando se enteran de que soy socio de Chaves Seguridad.


Eso le recordó que todavía necesitaba un nombre mejor para su negocio.


Una cosa a la vez.


—A ver si puedes enterarte de algo sobre alguna persona que pueda estar tratando de embolsarse un gran beneficio con una exposición itinerante de piedras preciosas, ¿lo harás?


—¿Sería nuestra exhibición, cariño?


—Sí. Scotland Yard tiene el soplo de que podrían darnos un golpe. Se supone que debo dar un paso atrás y dejar que los expertos manejen la situación.


Él soltó un bufido.


—Si ellos supieran. ¿Qué dice lord Gran Cartera sobre esto?


—No lo sabe todavía. Y pensaba que vosotros dos erais aliados ahora.


—Solo cuando se trata de respaldar tu culo. Me vuelvo a la cama. Gracias a ti ella probablemente esté despierta y tendré que hacer de semental de nuevo.


—Oh, bruto. No me cuentes esa mierda.


—Como si yo quisiera oíros a ti y al bollito inglés. Adiós, corazón.


—Adiós, Sanchez.


Colgó. Bueno, ahora tenía ayuda por si acaso, probablemente la cosa más inteligente sería entrar de nuevo y asegurarse de que todo iba de acuerdo con el plan y que ninguno de los chicos buenos había jugueteado con alguno de los sensores o las cámaras. Era un día triste cuando ni siquiera podías confiar en los buenos.


Mientras caminaba hacia el interior de la sala de exposiciones principal, uno de los bobbies estaba discutiendo con uno de los suyos, Hervey, sobre quién tenía
la autoridad para permitir entrar en el edificio.


—Oye —le espetó—, hoy vosotros estáis de acuerdo en si entran o no. ¿Está claro?


—Como el cristal, ma’am —respondió Hervey, prácticamente saludando.


El bobby asintió con la cabeza, al parecer pensó que parecía más frío.


Maldiciendo en voz baja, Paula fue hacia las vitrinas y cajas de seguridad hasta que encontró a Larson en una escalera junto a una de sus cámaras.


—Eso es sólo para personal autorizado, señor ayudante del ayudante del conservador —comentó, resistiendo apenas el impulso de tirarlo al suelo.


Él bajó.


—Por favor, señorita Chaves —dijo en voz baja, tomándola del brazo y guiándola hacia un rincón menos concurrido—, he confiado en usted por la conveniencia. Por lo que respecta a lo que sabe el personal del museo, soy el nuevo
designado para este cargo. Los oficiales saben que están aquí para cooperar conmigo, y eso es todo.


—Conveniencia, mi culo. Le he pillado —dijo Paula, tirando de su brazo. Nadie la agarraba, excepto tal vez Pedro. Pero policías no. Jamás—. Así que deje de tontear con el equipo de seguridad como si fuera parte de su trabajo. El
V&A solicitó esta ubicación y me pidieron que supervisara la seguridad del recinto. Si quiere echar a perder su maldita tapadera, entonces siga así.


Él frunció el ceño, la expresión unió las cejas juntas en una línea larga y peluda.


—Oiga, señorita Chaves, he tratado de ser diplomático, pero no nos engañemos. El museo pidió utilizar los terrenos del lord Rawley y él estuvo de acuerdo con la condición de que su novia, la hija de un vulgar ladrón fuera incluida. Sé que con ayuda de lord Rawley ha tenido unos pocos golpes de suerte, pero yo soy un profesional. El V&A y Scotland Yard me quieren aquí. Siga y asegúrese de que sus luces estén conectadas, y déjeme hacer lo que mejor hago.


Que al parecer era ser un idiota. Se tragó el comentario. 


Bien, y qué si, con la posible excepción de su padre, ella se había embolsado más botín que cualquier ladrón vivo o muerto. No iba a decirle eso al inspector Henry Larson. Y si alguien tenía la intención de dar un golpe en el lugar, sin duda le daría un respiro si era él quien se llevaba el crédito por encerrarlos o por no dejarles salirse con la suya, sólo
que ella no iba a permitir que eso sucediera. Para nada.



***


Todo parecía bastante normal cuando Pedro atravesó las puertas custodiadas en el Jag, reparado por cortesía del taller de reparaciones Jardin. Sin embargo, las apariencias, como había aprendido después de conocer a Paula, podían ser muy engañosas.


Detuvo el coche en la parte delantera de la casa y subió los bajos escalones de granito mientras su mayordomo de pelo blanco abría la puerta de entrada.


—Sykes. Que Ernest guarde el coche. Y que compruebe los neumáticos y cualquier otra cosa que se pueda imaginar.


—Sí, señor. La cena estará lista en veinte minutos. Y la señorita Paula está en la bodega.


—Gracias.


Bajó las escaleras de la parte trasera de la casa. Una vez que llegó a la bodega, se dirigió primero a la puerta de la derecha, a la sala con temperatura controlada. Esa noche parecía una muy buena idea una botella de vino. La puerta
de la izquierda estaba cerrada. Lo había estado desde que Paula había acordado encargarse de la seguridad para la exhibición de piedras preciosas.


Marcó el código y abrió la puerta.


Estaba sentada junto a Craigson, con los ojos fijos en los monitores que recubrían la pared trasera y de espaldas a él.


—Saludos, lord Rawley —dijo ella, saludando por encima del hombro—. Creía que ibas a venir a casa en un coche de alquiler.


—Aparentemente el taller de reparaciones Jardin tiene piezas de Jaguar en stock —respondió, sin sorprenderse de que ella le hubiera visto llegar en la cámara. Habían acordado que con la excepción del ala de la galería sur, el interior de la casa estaría libre de cámaras de seguridad. 


Cada uno tenía sus propias razones para quererlo así, pero ambos valoraban su privacidad.


Ella se levantó estirando la espalda y se unió a él en la puerta.


—¿Cómo fue el resto de tu día, mi bollito inglés?


Él oyó claramente como Craigson reprimía una risita Sin decir una palabra, Pedro la tomó de la mano y tiró de ella hacia la parte principal de la bodega, cerrando la puerta de seguridad detrás de ellos. Entonces la atrajo contra él, se
inclinó y la besó suavemente en la boca.


—Hola —dijo, alejándose unos centímetros para mirar a esos agudos ojos verdes.


—Hola —susurró ella, deslizando un brazo alrededor de su cintura y el otro por encima del hombro.


—Bollito inglés —repitió, cambiando los besos a su coronilla—. Eso es de Walter. ¿Has estado hablando con él? Acerca de lo que ha ocurrido hoy que no podíamos hablar por teléfono, supongo.


Ella cerró el puño y lo sujetó por el hombro.


—Dije que no podíamos discutirlo contigo de pie en medio del vestíbulo del Mandarin Oriental. Sin duda podemos hablar de eso ahora, a menos que estés demasiado ocupado siendo alto, moreno y celoso.


—No estoy celoso —mintió—. Es sólo que, en general, tus conversaciones con Walter en lugar de conmigo significan problemas en el horizonte. —Y estaba celoso, aunque sólo fuera porque Walter Sanchez la mantenía en contacto con un pasado que todavía contenía muchas tentaciones y una gran cantidad de peligros.


—Bien, no puedo discutir contigo y tu lógica británica multisilábica en este momento.


Ocho meses de práctica evitaban que tensara los músculos, aunque nada podía evitar que la combinación embriagadora de preocupación y excitación le bajara por la espalda.


—Estoy escuchando.


—Primero vamos a abrir esa botella de —le torció la muñeca para mirar— Merlot, y trasladar la sesión a la sala de estar, querido.


Paula no parecía demasiado preocupada por lo que fuera, pero a pesar de que se había vuelto experto en leer sus estados de ánimo, en ocasiones ella todavía podía sorprenderle. Se acercó para arrimarla a su costado y se dirigió por las escaleras hacia la parte principal de la casa.


El salón estaba situado en la planta baja justo al lado del ala sur, y las amplias ventanas hasta el suelo se abrían a una terraza que daba al lago de la parte trasera de la casa. Ella caminó directamente a través de la terraza mientras él se
detenía para agarrar dos copas y un sacacorchos.


Paula se había sentado en una de las pequeñas mesas estilo bistró de la terraza de piedra, y sacó la silla a su lado para él cuando dejó la botella y las copas.


—¿He mencionado que me gusta este lugar? —preguntó con aire ausente, con la mirada en un par de cisnes que serpenteaban a través del agua.


—Una o dos veces. —Él estudió su perfil a la luz del día menguante. Nueve años más joven que él o no, encajaba en todo lo posible. Después de ocho meses juntos, no podía imaginar estar sin ella—. Mis antepasados tuvieron buen gusto al construir aquí.


Ella se revolvió, medio mirándole.


—Hablando de tus antepasados, ¿has tenido tiempo para tasar el diamante?


—Sí. El diamante Nightshade tiene ciento sesenta y nueve quilates, rodeado por trece diamantes de trece quilates cada uno. En el mercado abierto, tiene actualmente un valor aproximado de dieciséis millones de dólares americanos.


—Vaya. —Ella silbó—. ¿Todavía lo tienes contigo?


Pedro sacó la bolsa de terciopelo del bolsillo y se la ofreció. 


Paula la tomó con las puntas de los dedos y de inmediato la puso sobre la mesa, entre ellos, a continuación se limpió las manos en los vaqueros.


—Paula, no trae mala suerte —comentó, empezando a sentirse un poco exasperado por su incansable insistencia en la superstición.


—Mm-hum. Trece diamantes de trece quilates, y uno grande de color azul de ciento sesenta y nueve quilates. Eso es trece veces trece, por cierto.


—Está bien. Iba a dártelo para autentificarlo, pero hazlo a tu manera.


—Está bien. No quiero tu estúpido diamante maldito. Sólo con tocarlo esta mañana ya me causó bastantes problemas, muchas gracias.


Y una vez más no se había asustado ante el hipotético regalo de un diamante. Pedro apartó el pensamiento a un lado para considerarlo más adelante.


—Vale, desembucha —dijo, cogiendo la botella y el sacacorchos.


—Eso significa hablar, ¿verdad? No desnudarme. Porque hace un poco de frío aquí fuera.


—Sabes lo que significa. Deja de dar rodeos. —Giró el sacacorchos y lo sacó.


—El sustituto de Armando Montgomery se presentó hoy con las joyas. Henry Larson.


—El ayudante del ayudante, como creo que te referías a él.


—Sí. También conocido como Inspector Henry Larson, de Scotland Yard, Unidad de Prevención del Delito. También conocido como el hombre que permanece actualmente en la habitación Aquitania.


—Maldita...


El corcho salió, llevándose la parte superior de la botella con él. El vino tinto le salpicó la pierna, la mesa y la blusa amarilla pálida de Paula.


—Mierda —murmuró él, dejando la botella cuando Paula se puso en pie de un salto.


—¿Lo ves? —dijo con un resoplido divertido, limpiándose la parte delantera—. Mala suerte.


—Mala decisión de botella. —El vino no había caído sobre la bolsa de terciopelo, pero la empujó más lejos, por si acaso—. Venga, vamos a limpiar. Y cuéntame más sobre Henry Larson. En concreto, por qué demonios se va a quedar en mi casa.