jueves, 2 de abril de 2015
CAPITULO 156
Los diamantes no son los mejores amigos de las chicas
Junio 2014
Miércoles, 8:51 a.m.
—¡OLVÍDALO, Pedro! —gritó Paula por encima del hombro—. ¡Tú me ofreciste para este trabajo, así que no te metas!
—¡Es mi edificio! —respondió él con su grave y marcado acento británico.
—Es tu edificio prestado al V&A. ¡No te metas donde no te importa!
Para impedir más discusiones y evitar que la oyera reír, cerró la puerta del jardín y salió resuelta bajo el sol de Devonshire hacia la vieja caballeriza de Rawley Park. De hecho no era una caballeriza desde hacía mucho; años atrás un antepasado la había convertido en un almacén a favor de una caballeriza más nueva y más grande. Y luego Pedro Alfonso lo había convertido en una enorme cámara acorazada con la temperatura controlada para las pinturas y obras de arte que no tenía espacio para exponer.
Y ahora no era ni eso.
—Hola, Armando —cuando llegó a la puerta cerrada saludó al hombre calvo y muy apropiadamente vestido que estaba frente a ella—. Lo siento, llego tarde.
—No se preocupe, señorita Chaves—contestó Armando Montgomery, como si se estuviera resistiendo al instinto de hacerle una reverencia—. Acabo de llegar.
Estaba mintiendo, porque había visto su Mercedes azul subir por la larga entrada de la finca veinte minutos antes. Pero también era inglés, y ni siquiera el ayudante del encargado del Victoria and Albert Museum se quejaría jamás porque lo
dejaran colgado.
—Este es el nuevo código de la alarma —dijo ella, sacando una tarjeta del bolsillo de sus tejanos y se la tendió.
Miró la serie de números con seriedad, evidentemente intentando memorizarlos, luego se metió la tarjeta en el bolsillo interior de la chaqueta.
—La haré pedazos una vez estemos dentro —dijo él, obviamente leyendo la expresión de Paula.
Mejor que lo hiciera, se estaba cansando de recordárselo.
Seguía sorprendiéndola el modo en que la mayoría de la gente contemplaba la seguridad, incluso aquellos que tenían cosas de valor para robar. Como alguien que una vez se había beneficiado de aquellas mismas actitudes de “eso no me pasará a mí”, parecía a la vez equivocado y extremamente vital que les advirtiera de mantener la maldita vigilancia.
Con una rápida e insegura sonrisa tecleó el código de cinco dígitos, esperó a que la luz de la alarma cambiara de rojo a verde y luego abrió la pesada puerta a prueba de incendios.
—¿Lord Rawl... quiero decir, el señor Alfonso se reunirá con nosotros?
Ella se encogió de hombros. Estaba acostumbrada a vivir en las sombras, ser alguien que pasaba desapercibido, pero ahora tenía un trabajo legal, ¡maldita sea!
Y le fastidiaba que por buena que fuera en ello, la primera pregunta de todo el mundo fuera todavía sobre Pedro Alfonso. Bueno, sí, era uno de los hombres más ricos del mundo, y sí, era atractivo, y sí, hacía ocho meses que vivían juntos, pero este trabajo era suyo, no de Pedro.
—Está muy ocupado. No sé si hoy aparecerá o no.
En especial desde que le había advertido que no lo hiciera.
—Oh. Claro. Muy bien. Por supuesto. Ha sido muy amable de su parte prestarnos la sala para la exposición de gemas. Pienso que es el mejor emplazamiento que hemos tenido.
Entraron en el edificio. Las paredes todavía eran de piedra antigua, aunque muchas de ellas habían sido remplazadas o remozadas para adaptar el cableado eléctrico y de seguridad. El suelo de tierra ahora era una capa de cemento aislante color gris pizarra y el techo de madera encima de las vigas vistas de roble había sido sellado con una laca protectora y reforzado con ocultos soportes de acero.
A todo lo largo de las paredes hasta el fondo, un trío de hileras de expositores recorrían la longitud del enorme edificio, el señor Montgomery y ella habían supervisado la instalación de los dispositivos diseñados para encajar con el
aspecto de la vieja caballeriza, pero tan lleno de cables y sensores que prácticamente zumbaban.
Paula marcó otro código y se abrió un panel dentro de la pared cercana.
Todos los botones de control estaban dentro y ella encendió las luces de las vitrinas.
—¿Así, este es el aspecto que tendrá cuando lo pongamos en marcha? —preguntó Montgomery, paseándose entre dos de las filas de vitrinas con tapa de cristal.
—Esto es lo que quería revisar con usted —contestó ella—. La luz de las vitrinas es fantástica cuando solo estamos nosotros, pero añada un par de cientos de personas inclinadas para mirar el interior y la sala se oscurecerá lo bastante para los carteristas. —En realidad sería lo bastante oscura para gigantes blandiendo hachas, pero por la expresión de labios apretados del hombre, había expuesto su argumento.
—Las joyas llegarán mañana y la exposición se abre...
—El sábado. Lo sé. Por eso traje a un electricista mientras usted estaba de gira con las joyas en Edimburgo. ¿Qué piensa de esto? —Alargó de nuevo la mano dentro del panel.
—Pero dijimos que las luces superiores serían... —Miró hacia arriba cuando ella apretó el botón—. ¡Oh!
Las tapas de cristal de las vitrinas eran de un material anti-reflejante muy caro, pero las joyas en sí mismas serían altamente reflectantes, lo cual había representado un problema completamente distinto. Su solución fue instalar una iluminación indirecta a lo largo de las paredes superiores de la sala caballeriza-museo, y de este modo la mitad superior de la estancia quedó bañada con una suave luz blanca que perdía intensidad casi a un brillo imperceptible justo encima del nivel de las vitrinas.
—Me gusta —dijo Montgomery, haciendo un círculo—. Muy innovador.Tiene un gran don para esto ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—Lo intento.
En su época como ladrona seguramente había visto toda clase de artefactos de iluminación conocidos por el género humano, y tenía buena idea de lo que funcionaba y lo que no. Aunque eso tendría que permanecer como secreto de la
casa. En tanto viviera con un destacado hombre de negocios, cuantas menos personas conocieran su vil pasado mejor. Y eso sin tener en cuenta el hecho de que se había retirado hacía solo ocho meses más o menos, mientras que la ley de prescripción por robar Picassos y Remingtons era, de promedio, unos siete años.
—Esto... la salida de incendios me preocupa un poco —estaba diciendo el encargado del museo.
Paula dio una sacudida mental. Tenía suficiente experiencia como para no perderse en sus pensamientos a mitad de un trabajo. Incluso uno legal. La esquina que le señalaba estaba el doble de oscura que el resto de la sala.
—Mierda —murmuró—. El reflector se ha aflojado de nuevo. Lo arreglaré.
—Yo puedo...
—No, fue el primero que instalamos y todavía estábamos en fase de experimentación.
Acercando a rastras una de las escaleras de tijera que todavía estaban por el suelo, subió a lo alto de la pared para volver a sujetar el reflector a su base y empujó el gancho al portalámparas. De pronto la piedra en la que se había estado apoyando para mantenerse estable se movió bajo su mano.
—Mierda —farfulló, extendiendo la otra mano para mantener el equilibrio.
El señor Montgomery la agarró por los tobillos haciéndola casi chillar.
Odiaba terminantemente que la sujetaran, sin importar las circunstancias. Aunque en vez de patearle la cara, tomó una bocanada de aire.
—Estoy bien, señor Montgomery, es sólo una piedra suelta.
Él la soltó.
—Mejor que consigamos que la aseguren antes de la exposición, no queremos que caiga dentro de una vitrina con diamantes.
—No lo queremos. —Tiró de la piedra y esta se deslizó de la pared. Con la luz difuminada derramándose por el muro pudo ver con claridad el espacio vacío de detrás. O lo que habría sido un espacio vacío si no fuera por la caja que
reposaba a salvo en el interior del agujero. Su corazón empezó a latir más rápido.
Todo el mundo adoraría la idea de un tesoro escondido, supuso, alargando la mano con cuidado para sacar la caja.
Para ella fue prácticamente un orgasmo.
—¿Qué hay?
—No lo sé —dijo distraídamente, sacando el polvo de la parte superior de la caja y bajando al suelo. Caoba, pulida, con incrustaciones y antigua. No era la caja del tesoro de algún niño.
—¡Válgame Dios! —dijo Montgomery, mirando por encima de su hombro—. ¿Por qué no la abre?
Ella quería hacerlo. Tenía muchas ganas. Después de todo, estaba al cargo de la seguridad en este edificio, así que técnicamente tenía que saber sobre todo lo que estuviera dentro. Incluso sobre las cosas antiguas y escondidas.
Especialmente cuando estaban en el interior de las paredes de una caballeriza en la heredad de Pedro.
Y una caja cerrada, de todas las cosas... se había pasado los últimos ocho meses resistiéndose a la tentación, pero nadie esperaría que ignorara una caja que literalmente le había caído en las manos. Pedro no lo haría.
Inspirando profundamente, abrió la tapa. Una pequeña bolsa de terciopelo estaba dentro. Todavía dudando, alargó la mano para ladear la bolsa en sus dedos.
Se desparramó una cadena incrustada con diamantes, sujeta a un diamante azul del tamaño de una nuez. Le hizo un guiño.
Al mismo tiempo, la luz sobre su cabeza saltó y explotó, bañándola en chispas. Jadeando, cerró otra vez la caja de golpe. Jesús.
Montgomery miró el techo boquiabierto.
—Eso...
—Per-perdóneme un minuto ¿quiere? —tartamudeó Pau y se dirigió hacia la puerta.
Con la caja agarrada con fuerza entre las manos, cruzó la esquina del aparcamiento provisional que habían preparado para la exposición, abrió la puerta baja del jardín con la cadera y a largos pasos se dirigió hacia la enorme casa.
Un diamante. Un jodido diamante. Qué artero. Estaban saliendo... qué narices, viviendo juntos a los tres días de conocerse, y Pedro le había dejado claro que la quería en su vida para siempre. Pero también sabía que Paula tenía un
pésimo historial de antecedentes para quedarse en un lugar durante mucho tiempo y que no trabajaba con socios.
Si esta era su manera de darle un regalo sin que huyera despavorida... bueno, era muy ingenioso, en serio. Él sabía que le gustaban los enigmas... y una caja escondida en un agujero secreto en la pared era definitivamente un enigma.
Pero un diamante no era solamente un regalo. Los diamantes significaban algo. Y los de este tamaño...
—¡Pedro! —gritó cuando llegó al vestíbulo principal.
—¿Qué? —Un momento después, él se inclinó por la barandilla de la galería superior detrás de ella—. No mataste a Montgomery ¿verdad?
Durante un latido ella solo se lo quedó mirando. Cabello negro, ojos azul oscuro, el cuerpo de un jugador profesional de fútbol... y todo suyo. El comentario pedante que había estado a punto de hacer sobre el diamante se le atascó en la
garganta.
—¿Qué pasa? —repitió él con voz profunda, con aquel acento inglés suyo ligeramente apagado, y bajó las escaleras. Llevaba una holgada camiseta gris, vaqueros y los pies descalzos. Sí, a su millonario le gustaba ir descalzo.
Todavía con la caja firmemente agarrada en una mano, fue hacia la base de las escaleras, lo agarró por el hombro y lo besó.
Pedro deslizó las manos en torno a las caderas femeninas y la acercó. Paula suspiró, apretándose a lo largo de su cuerpo delgado y musculoso. Por el rabillo del ojo Paula vio a Sykes, el mayordomo, empezar a atravesar el vestíbulo, éste los vio y se giró volviendo por donde había venido.
Apartándose de ella un centímetro o dos, Pedro le metió un mechón del cabello cobrizo detrás de la oreja.
—¿Exactamente de qué estáis hablando tú y el señor Montgomery? —le preguntó—. No es que vaya a quejarme.
Ella tomó otra bocanada de aire, el corazón le volvía a palpitar de nuevo.
—Lo encontré, inglés. Es... gracias, pero... es demasiado.
La frente de Pedro se llenó de surcos.
—¿De qué estás hablando, yanqui?
Paula puso la caja entre ellos.
—De esto. ¿Cuándo lo pusiste...?
Pedro se la cogió de las manos, le echó un vistazo al rostro de Paula y luego abrió la caja.
—¡Santo Cielo! —respiró, sacando de la caja la cadena de oro con los centelleantes diamantes— .¿De dónde ha salido est...?
—Tú no lo pusiste allí.
Claro que no lo había hecho. Era una idiota. ¿Significaba aquello que había estado esperando un diamante? La muy independiente Paula Chaves. ¡Idiota!
—¿Ponerla dónde?
—Estaba en un agujero de la pared en la sala de la exposición. Vamos. Te lo enseñaré.
—Espera un minuto. —Dejando la caja en la mesita, sacó un trozo de papel doblado pegado a la tapa—. ¿Lo has visto?
Ella negó con la cabeza. No sólo era una idiota, era una idiota poco observadora. ¿Qué narices le pasaba? Lanzarse a las conclusiones y pasar por alto las pistas sólo conducía a bonitas ceremonias en cajas de pino... o de lo que fuera
que estuvieran hechos los ataúdes en esos días.
Con cautela él la abrió. Los bordes estaban desmenuzados, el papel amarillento y muy arrugado.
—“A quien corresponda —leyó, ladeando el papel para atrapar la luz matinal que atravesaba las ventanas delanteras—. La pieza que ha descubierto se conoce como el diamante Nightshade. Antes pertenecía a la familia Munroe de Lancastershire, y a través del matrimonio con Evangeline Munroe y con su permiso pasó a mí”.
—¿Quién es Evangeline Munroe?
—Shh. Estoy leyendo.
“El diamante fue descubierto por un Munroe en el extremo sur de África más o menos en 1640, y fue un objeto de desgracia desde esa fecha. Como usted lo ha descubierto, la decisión debe ser suya, pero debo advertirle que tocar el diamante o llevarlo sobre su persona, inspira la peor de la suerte imaginable. A la inversa, una vez lo ha tocado y dejado a un lado, comporta una buena suerte igual de equiparable”
“Le recomiendo. Nay, le ruego volver a poner esta carta y esta caja donde la encontró, o si eso es imposible, ponerla en un lugar alternativo seguro y a salvo. Este es el único modo de beneficiarse del diamante Nightshade. He sido testigo de los dos aspectos de la maldición y puedo dar fe de la veracidad de la leyenda. Que le acompañe la mejor de las
suertes. Sinceramente, Connoll Spencer Alfonso, marqués de Rawley”.
Pedro echó un vistazo a Paula, luego miró hacia abajo de nuevo.
—Está fechado el diecinueve de julio de 1814.
Ella observó su expresión. Para un tipo con una herencia tan antigua y abundante, raras veces hablaba de ella. De hecho, se estremecía cada vez que alguien se refería a él como el marqués de Rawley, prefiriendo, especialmente en América, atenerse al tradicional señor Pedro Alfonso.
—¿Conoces a esa gente? —preguntó Paula al final.
—Sí. Connoll y Evangeline son mis tatara-y más-abuelos. Hay retratos de ellos en el pasillo de la galería.
—Así, este diamante Nightshade, de hecho, ha estado en un agujero de la caballeriza durante casi doscientos años.
—Eso parece.
Paula lo miró, colocado en la caja donde él lo había puesto para leer la carta.
—Deberíamos volver a ponerlo allí.
—¿Estás loca? Si es auténtico y así lo parece, por lo menos tiene ciento cincuenta quilates, sin contar los más pequeños que lo rodean ni los de la cadena. Y es azul. ¿Sabes lo raro que es eso?
—Da mala suerte. Tu tatara así lo dijo.
—Eres demasiado supersticiosa. Enséñame dónde lo encontraste.
Él lo cogió y empezó a tendérselo pero ella retrocedió, poniendo las manos detrás de la espalda.
—Ni hablar.
—La nota decía que transportarlo tiene el mismo efecto que llevarlo puesto. Lo viste y lo trajiste a la casa. ¿Te cayó un rayo? ¿Caíste en un agujero?
—Pedro, eso...
—Hace doscientos años mi tatara, como tú lo llamas, fue lo bastante supersticioso para poner un diamante de un valor de varios millones de libras en un agujero. Creo que nosotros somos un poco más cultos ¿no?
Cuando él lo ponía de esa manera, sonaba un poco ridículo.
Todavía reacia, ella extendió la mano y él se lo puso en los dedos. Era una preciosidad.
Impresionante. Durante un segundo no pudo evitar esperar, conteniendo la respiración, a que el cielo se abriera o algo por el estilo, pero no pasó nada. Ni siquiera se fundió una bombilla.
—No puedo evitar ser supersticiosa ¿sabes? —le dijo ella, viendo que Pedro le sonreía—. Los gatos negros, las escaleras, toda esa mierda, es...
—Sí, he oído que los delincuentes ven advertencias por todas partes. —La besó otra vez—. Pero tú no ya no eres una delincuente. Muéstrame el agujero.
Apretó el diamante en el puño, suspirando y fingiendo que ya no estaba nerviosa como un gato de cola larga en una habitación llena de mecedoras.
—Vale, pero si el suelo se derrumba, te hundiré conmigo.
—No esperaría nada menos.
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