miércoles, 8 de abril de 2015
CAPITULO 178
Martes, 8:25 a.m.
Paula se sirvió en su plato fresas y rodajas de melón del bol sobre el aparador.
Toombs o los Picault. Sin importar cuántos sospechosos nombrara, seguía volviendo a ellos. Todos tenían el dinero suficiente para permitírselo, ambos habían estado en Nueva
York en algún momento durante las seis semanas que la exposición se detuvo allí, ambos residían en la Costa Este y ambos coleccionaban antigüedades japonesas. Y al menos igual de importante, ella sabía que Toombs había adquirido voluntariamente al menos una pieza de su colección de modo ilegal.
Tal vez Sanches tuviera alguna pista o una teoría propia, pero fuera lo que fuera que estaba haciendo, no parecía querer hablar de ello. Por lo tanto ella tenía que hacer sus
propias preguntas, hacer su propia investigación. Tenía siete días más para encontrar la armadura de Yoritomo. Eso junto con su horario de actividades sociales: almuerzo hoy, el
tour en casa de Toombs el jueves, la cosa de caridad de Mallorey el sábado, y la cena con los Picault el domingo, no iba a ser fácil. Menos mal que le gustaban los desafíos.
—Paula, tienes una visita —dijo Pedro sin preámbulos, entrando en la sala de desayunos.
Ella miró a la puerta cuando él entró, deteniéndose para besarle la mejilla.
—¿Quién es?
—Yo —dijo el detective Francisco Castillo, parándose en el umbral—. Sorpresa.
Se le disparó la adrenalina y se levantó. A pesar de que se llevaban bastante bien, a pesar de que ella lo llamó anoche en busca de ayuda, ver a un policía en casa, en su territorio, era simplemente incorrecto.
—Sí que eres una sorpresa —dijo—. ¿Ha muerto alguien que conozca o algo así?
—¿Quién soy yo ahora, la Muerte?
—No lo sé, dímelo tú.
—Nadie ha muerto, que yo sepa.
—Bien. ¿Quieres desayunar?
—Por supuesto.
Mientras ella volvía a tomar asiento en la mesa, Francisco se acercó al aparador bien surtido y empezó a seleccionar un montón de comida. Al parecer, nadie más sabía cómo
alimentar al hombre. Pedro escogió huevos revueltos y tostadas y se sentó a la derecha de Paula en la cabecera de la mesa.
—¿Sabes por qué está aquí? —murmuró, tocándole los dedos.
Paula sacudió la cabeza.
—Bueno, tal vez —murmuró ella, sin querer decir (o ser pillada diciendo) una mentira rotunda.
Pedro arqueó una ceja.
—¿Tal vez?
—Francisco—siguió ella en voz alta—, cuando te llamé anoche dijiste que vendrías a verme en un par de días. ¿Pasó algo?
El detective se sentó frente a ella.
—Unas dos horas después de que llamaras, Gabriel Toombs comprobó el sistema de alarma de su empresa —dijo con la boca llena de gofre—. Todos los sensores. Su empresa de seguridad tuvo que notificarlo a la policía porque nos llega una señal automática cuando el sistema se activa.
—Dos preguntas —intervino Pedro, esperando hasta haber masticado y tragado antes de hablar—. ¿Qué le has preguntado a Francisco sobre Toombs, y las grandes propiedades no comprueban sus alarmas regularmente?
Paula soltó un bufido. No pudo evitarlo.
—Deberían comprobarlas, pero no lo hacen. Una vez que la luz verde se enciende por primera vez, la mayoría de las personas se imaginan que son invulnerables durante toda
la vida. Tú siempre has comprobado el sistema con regularidad, lo que al menos te convierte en un desafío. —Echó un vistazo a la expresión interesada de Francisco. Genial, Paula. Incrimínate—. Un desafío para la gente mala que podría querer robarte, quiero decir.
—En realidad, Toombs no ha hecho ninguna comprobación en casi cinco años —coincidió Castillo—. Después de que mencionaras su nombre, busqué las estadísticas actuales en el ordenador de la policía. Tu pregunta era si Toombs o los Picault habían sido sospechosos en algún tipo de robo, pero esto era algo. —Se inclinó hacia delante apoyándose en los codos—. Y ya que sabes cosas, ¿hay algo que deba transmitir a mis amigos de robos?
—Hombre, pensé que estabas aquí para darme algo útil, no para hacerme preguntas en busca de pistas.
—Paula, sabes algo. Escúpelo.
Ella extendió los brazos.
—No sé nada. Estoy investigando el paradero de algunos objetos perdidos y que han pasado los tres años de la ley de prescripción. Si vosotros tenéis algo sobre Toombs o los Picault podría darme alguna idea de dónde buscar. —Bueno, ella tenía una idea bastante buena, pero él podría confirmarla.
—No puedes ir y robar algo robado —dijo Francisco, endureciendo la expresión.
—Oh, gracias por la primicia, Francisco. No hago AM ¿recuerdas? Sólo estoy buscando pistas.
—De acuerdo.
Paula se enderezó, mirando al detective directamente a los ojos.
—¿Me estás acusando de algo? ¿Tengo que llamar a un abogado?
Francisco dejó escapar el aliento.
—No. Tus métodos pueden ser… poco ortodoxos, pero me has ayudado y has sacado de líos al departamento de policía un par de veces. Sólo asegúrate de no ir más allá de mirar. Deja el resto a la policía y los abogados.
—No te preocupes por eso —dijo ella, respondiendo sin comprometerse a nada. Ten siempre una salida, había dicho siempre Martin. Y casi siempre la tenía, para todo, excepto
para su relación con Pedro.
—¿Así que eso es todo? ¿Has venido para decirme que Wild Bill Toombs comprobó su sistema de alarma?
—Y porque pensé que era hora de desayunar. Un policía tiene que comer.
—Come todo lo que quieras, siempre y cuando te comprometas a investigar a Toombs y a los Picault como dijiste que harías.
—Lo haré, lo haré. Te lo prometo. ¿Puedo tomar un café?
Pedro hizo señas a Reinaldo en el extremo de la habitación y el mayordomo salió silenciosamente. En la casa había más de una docena de personas trabajando y merodeando: chef, doncellas, chófer, jardineros, mantenimiento de piscinas, seguridad, fontaneros, electricistas. Pero Paula había notado que tendía a tratar con el mismo grupo reducido, y pensó que probablemente era a propósito. Pedro quería que estuviera cómoda y se encargaba de ello de maneras que nunca mencionaría, y que la mayoría de la gente probablemente nunca notaría. Pero ella se daba cuenta. Esa era su especialidad, notar las cosas.
Hablando de darse cuenta de las cosas…
—¿Estás seguro de que no hay nada más? —continuó—. Podrías haberme contado todo esto por teléfono, bollos o no.
—Eres una mujer muy persistente —gruñó Castillo—. Todo lo que estoy diciendo es que no eres la única que hace preguntas sobre Gabriel Toombs. Ha aparecido en un par
de listas de sospechosos de robos en los últimos años, pero nadie lo acusó oficialmente de nada. No hay pruebas.
—Eres de lo que no hay, ya has hecho algo de investigación —dijo Paula con una sonrisa—. ¿Robos dónde?
—No lo sé todavía. Terreno del FBI. Pero sólo sospechoso. Ninguna prueba. Y no lo has oído de mí. —Tomó otro bocado.
—Como si yo quisiera que alguien supiera que desayuno con polis. —Se inclinó hacia delante apoyándose en los codos—. ¿Podría saber más de esto ese detective de robos
de Nueva York, por ejemplo?
—¿Te refieres al policía que te arrestó en marzo? ¿Samuel Garcia?
—Fui absuelta de toda culpa, muchas gracias —dijo ella con frialdad. Vaya, te atrapan una vez y nadie deja que lo olvides—. ¿Crees que Garcia podría ayudarme?
Castillo encogió de hombros.
—No puedo hablar en nombre de la policía de Nueva York. Todo lo que puedo decir es que si lo único que tienes para pagarme mi información es el desayuno y un poco de ayuda hace nueve meses, no tienes mucho que ofrecer a un tipo en otro estado.
Excepto la sensación de que ese hombre podría estar un poco enamorado de ella.
Echó un vistazo a Pedro, que había estado siguiendo la conversación, pero extrañamente sin participar en ella.
—Bueno, supongo que me tengo que quedar contigo, Francisco —dijo ella, recostándose de nuevo—. Cualquier cosa que puedas averiguar sería genial.
—Sí, lo sé. Si no fueras tan útil para aumentar mi ratio de arrestos y condenas probablemente estaría menos inclinado. —Reinaldo apareció con una jarra de café, y el detective hizo una pausa para llenar su taza y añadir demasiado azúcar para la gente normal. Ella supuso que era cosa de la inmunidad policial. Finalmente tomó un largo trago, cerró los ojos y sonrió—. Esto sí que es un buen café.
—Es un híbrido entre Brasil y Jamaica —Pedro por fin contribuyó—. Enviaré un kilo a la comisaría.
—Bien, nunca recibirás otra multa por velocidad. —Bufando y obviamente divertido por su humor policial, Franciscotomó otro trago—. Eh, ¿cómo va ese jardín de la piscina? Ofrecí esa tortuga azul pintada por mi tía, pero supongo que te van los gnomos.
—Voy con retraso en empezarlo —respondió Paula, evitando la mirada de Pedro. Tenía otras cosas de las que ocuparse en ese momento. Cosas mucho menos aterradoras y permanentes—. Estoy haciendo una lista de las plantas que quiero pedir.
—Bien. Invítame a la gran inauguración.
Ella forzó una sonrisa.
—Lo haré.
Durante los siguientes veinte minutos charlaron acerca de las diferencias de otoño entre Palm Beach, Florida, y Devonshire, Inglaterra, hasta que Francisco finalmente terminó de comer y decidió volver a la comisaría. Pedro estaba a su lado en el umbral cuando el
detective y su Taurus marrón último modelo se dirigieron hacia la calle.
—¿Le llamaste anoche? —preguntó Pedro mientras cerraba la puerta de nuevo.
—Sólo buscaba algo obvio. Viscanti está realmente preocupado por perder esta exposición para el Smithsonian. Sólo tiene hasta el próximo miércoles para recuperar la
armadura.
—Ese realmente no es tu problema.
—Lo sé, lo sé. —Sin embargo, se sentía como si lo fuera. No había sabido las limitaciones de tiempo al aceptar el trabajo, pero ahora era parte de ello. Si no podía entregarlo a tiempo, según ella, habría fastidiado el contrato.
—Cuando vayas de turismo por casa de Wild Bill el jueves, llévate a Andres contigo.
—¿Andres? Tú eras el que no creía que fuera lo suficientemente masculino para protegerme durante el almuerzo en el Club Sailfish.
—No vas a ir sola, Paula.
—Pedro…
—Conviértelo en una pelea si quieres, pero no voy a ceder en algo que tiene sentido.
Ella inhaló, conteniendo su irritación ante esas órdenes dictatoriales. Ahora estaba en una relación, incluso en los momentos en los que sería más práctico volar en solitario,
incluso cuando a veces se preguntaba cuánto tiempo iba a durar, así que tenía que ajustar su plan de juego en consecuencia.
—Está bien, está bien. Cielos. Le pediré que venga conmigo.
—Si él no puede, entonces reprográmalo para cuando yo pueda.
—Toombs no puede ser todo lo galante y macho al mostrar sus objetos a una ingenua admiradora si estás tú allí.
—Entonces será mejor que Andres pueda ir contigo el jueves.
Paula le sacó la lengua.
—Vale, tipo duro —dijo, dirigiéndose al garaje hacia su coche—. Tendrás que recordarme que llame a Patty la semana que viene para desearle feliz treinta cumpleaños.
—No hace falta que me tortures con mi ex esposa —comentó, tras ella—. Esto es por tu seguridad.
—Si yo tengo que lidiar con las consecuencias de mis errores del pasado, tío, tú también. ¡Nos vemos más tarde!
—Que tengas un buen almuerzo con Cata. Por cierto, voy a volar a Nueva York. Estaré en casa esta noche.
El corazón de Paula dio un vuelco, y se detuvo a mitad de camino del Bentley.
—¿Cuándo sucedió esto? ¿Ahora mismo? ¿Porque estás enojado conmigo?
—No, y no estoy enojado contigo. Aparentemente después de que saliera de la oficina de Tomas ayer por la tarde, recibió una llamada de Showier y DeWitt. Ese edificio de
oficinas junto al mío puede estar saliendo a la venta. Quiero echar un vistazo más de cerca antes de decidir si hacer una oferta, y pensé reunirme con mi personal de Manhattan si
tengo tiempo.
—Haz tiempo —dijo ella, caminando hacia él—. Tienes una casa perfectamente agradable en Manhattan.
Con una media sonrisa Pedro deslizó un brazo alrededor de su cintura, tirando de ella contra él.
—Sí, lo recuerdo. Pasamos varias semanas allí la primavera pasada.
—Entonces no creo que tengas que volver corriendo a tiempo de mantenerme fuera de problemas. Ese no es tu trabajo.
Él pareció querer discutirlo, pero ella se puso de puntillas y lo besó, luchando contra su sorpresa de que su primer instinto hubiera sido olvidarse de la armadura y la búsqueda del modelo anatómico y ofrecerse a ir con él. Vaya manera de perder el instinto asesino, Paula.
—Que yo quiera volver corriendo no es porque me preocupe de que te metas en problemas —susurró, dejando vagar su dedo por la mejilla de una manera que la hizo temblar—. Es porque estoy loco por ti y no me gusta pasar la noche lejos de ti.
—Sigue hablando así y te dejaré hacerlo a tu manera cuando vuelvas. Que será mañana, para que no tengas que correr a través de inspecciones de edificios y reuniones
como un loco.
Él sonrió de nuevo, besándola profunda, caliente y lentamente.
—Está bien. Te llamaré esta noche.
Paula rió entre dientes, simulando pensar que él era bobo y que ella no estaba pensando realmente que era lo mejor que le había sucedido en toda su vida.
—Bien —susurró—. Pero nada de sexo telefónico. Prefiero lo real.
—Tú y yo, yanqui.
Después de que Paula saliera para la oficina, Pedro llamó el aeropuerto de Palm Beach para que su piloto retrasara el vuelo de regreso para mañana. Luego llamó a su oficina de Nueva York para confirmar las reuniones, programar otra para la mañana del miércoles, y dejar saber a Wilder, de la casa de la ciudad, que pasaría la noche. Metió una pequeña bolsa de viaje y dejó caer algunos contratos que requerían su revisión en un maletín.
Era divertido, y si esto hubiera sucedido cuatro años antes y esta conversación hubiera sido con Patricia, si se hubiera acordado de decírselo en persona y no por teléfono desde el jet, ella habría querido saber si él estaría de vuelta para la velada en casa de los Malloreys y eso habría sido todo.
Nada de besos de infarto, ninguna mención a llamadas
telefónicas nocturnas o sobre hacer el amor. Y una vez que saliera por la puerta, no habría pensado en ella hasta que volviera a entrar en la casa. Dios, como habían cambiado las
cosas… y él.
Su teléfono móvil sonó mientras se sentaba en el asiento trasero de la limusina S600 y Ruben cerraba la puerta.
Sonrió al mirar el identificador de llamadas.
—¿Sí, mi amor?
—Acabo de comprobar el clima de Manhattan por internet —respondió la voz de Paula—. Te das cuenta de que hace unos veinte grados menos que aquí y que te vas a congelar tu británico culito.
—Tengo mi abrigo.
—Bien. Y si tienes tiempo, ¿me traes un par de esos brownies de menta? Pero no dejes que Hans sepa que me gustan los brownies de André más que los suyos.
—Tu secreto está a salvo conmigo. —Y como no podía imaginar que el chef de su residencia de Nueva York y el de Palm Beach conversaran sobre recetas de brownies,
probablemente los secretos de cada uno estaban a salvo del otro—. Los pondré en una caja de camisa o algo así.
—Gracias, James Bond. Antes de que te des cuenta estarás listo para hacer contrabando de frutas y verduras a través de las fronteras estatales. —Bufó ella, obviamente encontrándolo divertidísimo—. Te amo. Ten cuidado.
—Yo también te amo. No cometas ningún delito federal mientras esté fuera.
—No prometo nada. Gracias.
—Gracias.
Ella lo había dicho primero otra vez, algo que hacía en muy pocas ocasiones. Y ahí estaba él, rico, poderoso, influyente, y esas dos palabras podían levantarle los pies del suelo, provocarle felices palpitaciones en el corazón y hacerle sentir como un genuino súper héroe.
Y como un superhéroe, había algo más que podía ver mientras estaba en Nueva York. Antes de guardar el teléfono lo abrió de nuevo, se desplazó por los números guardados, que después de haber sido testigo de cómo se destruían dos de sus teléfonos en los últimos seis meses, ahora tenía una copia de seguridad en su ordenador portátil y encontró el que quería.
—Garcia —fue la lacónica voz al otro extremo.
—Detective. Soy Pedro Alfonso. ¿Tiene un momento?
—Más o menos. ¿Qué puedo hacer por usted, Alfonso?
—Voy a estar en Manhattan esta tarde, y me preguntaba si podría reunirse conmigo durante quince o veinte minutos hoy o mañana.
—¿Está la señorita C otra vez en problemas?
No podía culpar a nadie por pensar eso, ella tenía el estilo de meterse en líos.
—No. Está haciendo un poco de investigación. Ya que voy a estar allí, pensé que podría ver si le puedo prestar algún tipo de ayuda.
—¿Es esto algo oficial o extraoficial?
—La comisaría de policía sería probablemente el lugar más práctico para reunirnos.
—Bien. —Garcia hojeó algunos papeles—. ¿Qué tal mañana por la mañana… a las ocho?
—Le veré entonces. Gracias, detective.
Bien. Tanto Gabriel Toombs como los Picault tenían casas de Nueva York, además de las mansiones de Palm Beach, y las probabilidades de Garcia de encontrar algo útil eran tan buenas como las de Castillo. Y antes de que Paula fuera a visitar la casa de Wild Bill, con Andres Pendleton a remolque o no, quería tener en sus manos toda la información que pudiera conseguir. Y no tenía ningún problema en absoluto en utilizar su considerable influencia para conseguir lo que quería y necesitaba para proteger a Paula.
CAPITULO 177
Lunes, 9:49 p.m.
—Volveré en un momento, Ruben —dijo Pedro, abriendo la puerta de la limusina Mercedes S600 tan pronto como esta se detuvo en el bordillo. Probablemente hubiera sido una buena idea llamar, pero seguía sin estar seguro de lo que iba a decir y, además, las confrontaciones directas suelen traer resultados mucho más interesantes y aclaratorios.
Unos segundos después de llamar al timbre de los Gonzales, se encendió la luz del porche y Pedro escuchó la amortiguada voz de Mateo, de quince años, preguntando quién era, seguida por la réplica más distante de Tomas.
Mejor para los Gonzales que no le dejaran de pie
esperando en ese maldito porche.
Cuando se estaba empezando a preguntar si llamar por segunda vez se podría interpretar como un síntoma de debilidad, la puerta se abrió.
—¿Qué? —preguntó Tomas, apoyado en el marco y bloqueándole la entrada en la casa.
—Coge una chaqueta —contestó Pedro en el mismo tono.
—¿Por qué?
—Vamos a salir.
Tomas se quedó mirándolo un instante y luego se estiró para coger una chaqueta vaquera de detrás de la puerta.
—Voy a salir —anunció por encima del hombro.
—No mates a nadie —oyeron decir a Catalina.
—¿Se lo has dicho? —preguntó Pedro, encabezando la marcha hacia el coche.
—Le he dicho que habíamos tenido diferencias de opinión. ¿Tú se lo has dicho a Chaves?
—Más o menos. No pensé que necesitara conocer los detalles.
—Entonces, apuesto a que está cabreada porque estás aquí.
Pedro hizo una pausa mientras abría la puerta trasera del Mercedes.
—En realidad, me ha obligado a venir —dijo, como si nada—. Por lo visto los amigos íntimos que dicen lo que piensan son raros y maravillosos y deben ser atesorados por encima de cualquier cosa. Y se supone que tengo que zurrarte el trasero, pero doy por hecho que eso es algo típicamente americano y creo que podemos obviarlo.
—Muy bien —respondió Tomas muy serio mientras subía a la limusina—. ¿Y dónde vamos entonces?
—A algún sitio donde nos podamos emborrachar sin salir en la portada del Inquirer de mañana.
—Me parece fenomenal.
—Eso he pensado. Pero no te olvides de que estoy aquí porque Paula se ha negado a tener sexo conmigo hasta que hiciéramos las paces.
Bueno, no había dicho eso exactamente, pero Pedro había captado el significado de que llevara una sudadera y cola de caballo y tuviera en el regazo un grueso libro sobre historia japonesa.
—Pensaré en eso después de unas cuantas cervezas.
—Me parece justo.
—Y si me emborracho, mañana seguramente llegaré tarde a la oficina —añadió Tomas, haciéndose a un lado para dejar sitio a Pedro.
—Cállate antes de que te pegue en el culo.
—Vas a tener que hacerme beber un montón de cerveza antes de eso.
—No lo sabes tú bien.
* * *
Mientras pasaba una página del libro que estaba curioseando, sonó el teléfono. Miró el identificador de llamadas. El número de casa de los Gonzales. A lo mejor Gonzales y Pedro ya habían hecho las paces. Supuso que era por eso por lo que Catalina no la había llamado para comer: con sus hombres mosqueados, lo normal sería que no quedaran para comer juntas. Claro que también podía ser Lau, para saber si había novedades en lo suyo.
Cogió el teléfono.
—¿Dígame?
—Hola, Paula. Soy Catalina Gonzales.
—Hola, Cata —contestó, ligeramente aliviada por no tener que decirle a la niña que todavía no había localizado al modelo anatómico—. ¿Así que Pedro ha aparecido por
ahí? No has tenido que llamar a la poli, ¿no?
Catalina se rió.
—No. Se han marchado juntos en la limusina, supongo que a beber y jugar al billar.
Paula suspiró levemente y sonrió. Independientemente de lo que ella sintiera por Gonzales, a Pedro le gustaba tenerle cerca y, por eso, el abogado tenía que estar cerca.
—Bien.
—Así que me preguntaba si estarías libre para comer mañana.
—Claro. ¿En el Café L’Europe?
—Ah, calzone. Con queso de verdad. ¿Quieres que quedemos o prefieres que te recoja?
Catalina sonaba como si, por ella, se hubieran reunido en el acto.
—Estaré en la oficina, así que mejor quedamos directamente allí —dijo Paula sonriendo más intensamente—. ¿A qué hora te viene bien?
—¿Qué te parece a mediodía? Así después me dará tiempo de hacer la compra, antes de que los niños vuelvan a casa. Yo haré la reserva.
—Entonces te veo mañana.
Paula colgó el teléfono y se recostó en el gran sofá. De modo que mañana se iba de comida con una típica mamá ama de casa. Ostras. Eso se podía añadir a la lista de cosas
que nunca hubiera esperado hacer. Demonios, hasta que conoció a Pedro, nunca había imaginado que tendría una lista.
Estiró los pies descalzos. Sería divertido tener unas zapatillas de conejitos. Eran rosas y frívolas y alguien que vivía en la sombra, que tenía que estar preparado para salir
huyendo sin previo aviso y que guardaba todas sus posesiones esenciales en una mochila, no tenía sitio para algo así. No tenían hueco en su vida.
Paula se sacudió mentalmente. Céntrate, Chaves. Ya basta de pensar en estúpidas zapatillas de conejitos. Lo primero es lo primero. Y lo primero era la armadura de Yoritomo. Tal y como había pensado, Ron Mosley no le valía como sospechoso. Ni siquiera había comenzado a coleccionar hasta hacía unos cinco años, cuando heredó una inmensa fortuna de un tío. La otra sugerencia de Pedro no residente en Palm Beach, Pascale Hasan, se podía haber permitido la armadura, pero según tanto internet como los escasos
informantes con los que seguía en contacto, la obsesión de Hasan era por la seda y las geishas, no por los samurái.
Teniendo en cuenta que el robo tuvo lugar diez años atrás, le resultó sorprendente ser capaz de eliminar a tantas personas en solo un par de horas ante el ordenador. Los ricos tendían a publicitar mucho dónde se encontraban, sus idas y venidas quedaban bien documentadas y Paula seguía creyendo en su teoría: el comprador había visto la exposición probablemente en Nueva York y fue entonces cuando decidió adquirirla. Cualquier persona que Paula pudiera confirmar que no había visto la exhibición en ninguna de sus paradas estaba fuera de sospecha.
En lo que a ella respectaba, eso la dejaba con los hippies y Gabriel “Wild Bill” Toombs. Paula trabajó para Toombs una vez, aunque Sanchez todavía no la había vuelto a llamar para contarle los detalles. Si Toombs había tenido algo que ver con el trabajo del Met, hubo por lo menos otra persona trabajando para él, ya que Paula no robaba en museos.
Y podía haber más si el robo se había convertido en su método favorito de adquisición de antigüedades japonesas para su colección. Así que, como sus fuentes se estaban secando y además posiblemente le deseaban la muerte, necesitaba encontrar nuevos informadores.
Mentalmente añadió otro punto a su lista de rarezas y cogió el teléfono de nuevo para marcar. Dos timbrazos más tarde oyó una voz áspera y familiar.
—Castillo.
—Hola Francisco. Soy Paula Chaves.
—Paula. Había oído que estabas de vuelta en Palm Beach. ¿Es una llamada social o tengo que llamar al forense?
Ella sonrió.
—Qué pedazo de poli eres.
—Sí —el detective de homicidios se mantuvo en silencio un momento, pero Paula casi le oía pasarse el dedo por el bigote, grueso y encanecido—. ¿Qué pasa?
Ella cruzó mentalmente los dedos.
—Bueno, sé que tú eres de homicidios, pero ¿hay alguna posibilidad de que consigas información sobre un robo?
—No han atacado a Pedro otra vez —contestó brusco—. Lo hubiera oído.
—No, esto es más bien un robo hipotético, que tuvo lugar en algún momento de los últimos siete años.
Además, el departamento de policía probablemente tampoco guardaba informes anteriores a eso.
Castillo resopló.
—¿Siete años de robos? ¿No podrías ajustar un poco el margen? Ya sabes: día de la semana, orden alfabético, cosas de esas.
Ella ignoró el exabrupto, dispuesta a aceptar las burlas mientras le ayudara.
—Puedo darte un nombre, para ver si hay alguna conexión. En realidad, tres nombres.
Él refunfuñó algo que no sonó muy bien.
—No soy tu puñetero soplón, Paula.
—Ya lo sé. Somos dos profesionales compartiendo información.
—Mmm Hum. Uno: Yo soy el profesional. Y dos: compartir significa que tú me das algo a cambio.
—¿Algo como ayudarte a resolver el asesinato de Charles Kunz, por ejemplo? O…
—Vale, vale —más allá del sonido de su suspiro, Paula oyó como abría su omnipresente libreta—. Dame los puñeteros nombres.
—Gabriel Toombs y August e Yvette Picault.
—¿Me estás tomando el puto pelo, Paula? ¿Quieres que apunte también a Trump? Estás hablando de pilares de la comunidad.
—Oye, que la gente de Sodoma y Gomorra también eran pilares de su comunidad. Los pilares no implican nada.
—Los pilares implican dinero y eso implica que es mejor no cabrearlos. Voy a tener que tener cuidado con esto. Como alguno de sus abogados se entere de algo de esto y decida que la policía de Palm Beach les está investigando, voy a acabar poniendo multas de aparcamiento en Worth Avenue.
Paula dejó escapar el aliento.
—Odio a los abogados.
—Tú sí y yo también. Te llamaré en un par de días, porque tengo crímenes reales que investigar.
—Lo necesito para el fin de semana, Francisco.
—Joder. Tú y Pedro vais a tener que comprar cubiertos para la próxima cena benéfica de la policía. Por valor de una mesa… dos mesas.
Colgó el teléfono antes de que ella tuviera tiempo de responder a lo último; obviamente creía que lo de los cubiertos estaba hecho… y lo estaba. Las cosas parecían
estar solucionándose, pero después de pasarse diez años sin hacer ni caso al puñetero caso, Viscanti y el Met podían haberle dado un poco más de tiempo para resolver el robo.
Puede que fuera Cat Woman, pero no era Superman. Ese honor era para Clark, el modelo anatómico.
Pasó la siguiente hora leyendo sobre armaduras y espadas samurái, comparando las fotos del libro con las que Viscanti le había mandado desde el Met. Si llegaba a ver las piezas en persona, necesitaba ser capaz de reconocerlas. La armadura, con su colorido rojo y naranja sería bastante fácil, pero las espadas daitu y wakizashi eran muy típicas de su
período, tan raras como cualquier cosa tan antigua podía ser. Tenían las hojas de acero curvado y las empuñaduras, hechas de madera, estaban forradas de piel de pastinaca y seda.
Las vainas estaban lacadas e incrustadas con símbolos de cobre para atraer la fe y la buena fortuna, y resultarían distintivas una vez supiera qué buscar. Lo más probable era que, una vez viera algo de todo ello, se tendría que mover rápido.
Cuando miró el reloj eran las once y media, estaba empezando Letterman y Pedro seguía por ahí estrechando lazos con el abogado. Se estiró, se puso de pie y se fue a la
cama. A lo mejor Cata le podía dar algunos consejos de jardinería antes de que tuviera que llamar a los Viveros Piskford, entonces podría comenzar un capítulo completamente nuevo en su lista de lo inesperado. Como mínimo, necesitaba saber cuándo podía acorralar a Mateo
Gonzales sin que sus amigos o sus padres se enteraran.
Se despertó sobresaltada al notar unos pies fríos en las pantorrillas.
—Jesús, Pedro —musitó, separando las rodillas para cerrarlas sobre los pies de Pedro—. Qué bien que no vivamos en Dakota del Norte. Me congelarías.
Él soltó una risita contra el cabello de Paula.
—Si viviéramos en Dakota del Norte, llevaría calcetines.
—Bueno, algo es algo —giró la cabeza para verlo: tumbado con la cabeza apoyada en el brazo doblado—. ¿Yale y tú estáis bien? ¿Os habéis rascado la entrepierna, habéis
escupido y habéis hecho las paces?
—Creía que tenía que darle una zurra en el culo. Esto es muy complicado.
Paula se dio la vuelta para mirarle la cara.
—¿Ya estáis bien? —repitió.
—Sí, estamos bien —se inclinó y le dio un beso en la punta de la nariz—. Gracias por obligarme a hablar con él.
—De nada. —Bien. Bien por Pedro y bien por ella, a la que ya no se podía culpar de romper una amistad. Deslizó las manos por su torso desnudo y le devolvió el beso suavemente—. ¿Quieres jugar un poco?
Pedro respondió con otro beso.
—En condiciones normales, sí —murmuró, colocándole un mechón de pelo detrás de la oreja—. Pero me he tomado unas seis cervezas y algo que Tomas ha llamado
“Escorpión de Texas” y apenas puedo mantener los ojos abiertos.
—Vale. No me sentiría muy bien si te quedaras dormido a medias —recuperó su posición sobre la almohada y cerró los ojos—. Buenas noches.
—¿Te ha llegado a llamar Cata?
Luchando contra la nebulosa de sueño que seguía dominando su cabeza, Paula volvió a abrir los ojos.
—Sí que lo ha hecho. Vamos a comer mañana. Hoy. Ya es hoy, ¿no? ¿Martes?
—Hace unas cuantas horas. ¿Dónde vais a comer?
Ella frunció el ceño.
—Si te interesa tanto, ¿por qué no vienes?
—No, gracias. Era solo curiosidad.
—Bueno, pues déjalo ya. Me estás poniendo de mal humor.
—Vale.
Ella cerró los ojos de nuevo y suspiró. El hecho de que no se hubiera despertado hasta que notó los pies fríos de Pedro decía mucho acerca de lo cómoda que se había llegado a encontrar en su casa y con él. Y, por esta noche, ni siquiera se iba a recriminar por haber bajado la guardia. Pedro había arriesgado su vida y su reputación por ella en varias ocasiones. Si había un lugar en el que ella debería de ser capaz de dormir segura y a salvo, era aquí.
—¿Van los niños?
Paula abrió un ojo.
—¿Qué?
Él se acercó una pizca.
—Que si Laura y Mateo van a comer con vosotras —aclaró.
—No. Tienen colegio, bobo. A dormir.
—Me gustan los hijos de Tomas.
Con un gruñido, Paula se impulsó hacia arriba y le golpeó con la almohada en la cabeza.
—Para ser un borracho muerto de sueño estás siendo bastante molesto —espetó, no muy segura de si estaba mosqueada con él o divertida.
—Y bastante ágil también —agarró la almohada y se la lanzó a ella.
Ella paró el golpe con el brazo y se puso de rodillas para aplastarlo sobre la cama.
—¡A dormir! —exigió, riendo mientras le mantenía sujeto por los hombros.
Pedro liberó sus brazos y giró con ella, que quedó boca arriba mirándolo, a él y a sus brillantes ojos azules. Lentamente, el apoyó su peso sobre ella y la besó de nuevo.
—¿Crees que nuestros hijos serían tan guapos como los de Tomas?
—Más guapos —contestó ella, rodeándole los hombros con los brazos—. Sus dos padres serían guapos. Lau, Mateo y Christian han tenido suerte de salir parecidos a Cata y no
a Yale. No les digas que he dicho eso. Menos a Gonzales. A él si puedes decírselo.
—Creo que me lo guardaré para otro momento —se quitó de encima de ella y la atrajo entre sus brazos, pegando el torso a la espalda de ella—. ¿Alguna vez piensas en ello?
—Por favor, esto es para gritar —musitó, cerrando fuertemente los ojos—. ¿Pensar en qué?
—En cómo serían nuestros niños. Cuántos tendríamos, cuántos niños, cuántas niñas. Cosas de esas.
—No lo sé. Algunas veces me lo pregunto, supongo —se tapó con las sábanas hasta la barbilla—. Pensar en bebés y en mí da miedo. Si ni siquiera he hecho de canguro.
Él entrelazó los dedos de ambos.
—Estás trabajando con Lau. Parece que os lleváis a las mil maravillas.
—Es una chica interesante. Cree que es realmente sabia, pero es tan… inocente. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Sé lo que quieres decir. A lo mejor deberíamos pedir prestado un bebé.
—Si quieres llamamos a Angelina Jolie. Seguro que tiene alguno de sobra.
—Te quiero, yanqui.
Por fin sonaba soñoliento.
—Te quiero, inglés.
Pedro notó como Paula se relajaba entre sus brazos y se deslizaba de vuelta al sueño. Había sido más fácil de lo que esperaba. Pensar en bebés, en tener sus propios bebés,
temía aterrorizarla a muerte. Por lo menos, la idea ya se le había pasado por la cabeza.
Por lo menos no se había reído de él ni había rechazado el planteamiento.
Pedro se reprendió a sí mismo. Se estaba anticipando considerablemente. Ni siquiera habían terminado el anillo todavía. Y si se declaraba y ella le rechazaba, no tenía ni
idea de lo que iba a ocurrir. No iba a perderla: eso seguro.
Se dedicaba a convencer a personas para que hicieran cosas, así que seguro que podría convencerla de que sería una buena idea que se casaran. Una muy buena idea. La única idea que él quería contemplar.
Se despertó oyendo “Raindrops Keep Falling on My Head” que sonaba en el móvil de Paula.
—¿Pau?
—¡Lo siento! —gritó ella desde el cuarto de baño, por encima del ruido de la ducha—. ¿Puedes cogerlo?
Pedro se estiró hacia el lado de Paula en la cama y, tratando de ignorar el constante martilleo que sentía en la cabeza, cogió el teléfono y descolgó.
—Hola, Walter —dijo.
—Oh. Hola, Pedro —dijo el antiguo perista—. ¿Ahora contestas al teléfono de Paula?
Pedro entrecerró los ojos.
—Está en la ducha.
—Aun así. ¿Sabe que estás atendiendo sus llamadas priv…?
—Sí —interrumpió Pedro con brusquedad—. ¿Puedo hacer algo por ti?
—Solo quería decirle que hoy no iré a la oficina. Tengo un par de asuntos que atender. Si necesita localizarme, puede hacerlo en el móvil.
Con una mirada a la puerta medio abierta del baño, Pedro se deslizó hasta el borde de la cama.
—Walter, sin acritud: ¿todo va bien?
—Sí, sí. Todo va bien.
—¿Tienes algún mensaje en clave que pueda transmitir a Paula para convencerla de que no estoy mintiendo? —insistió.
Barstone carraspeó.
—Dile solo que los guisantes están hirviendo y que la llamaré mañana. Y… dile que tenga cuidado.
La línea murió. Pedro cerró el móvil despacio. Algo iba mal… olía mal, como diría Paulaa, pero no sabía de qué se trataba exactamente. Walter Barstone solía viajar, pero según Paula, ni de lejos tan frecuentemente como cuando estaba en el negocio. ¿Estaría trabajando otra vez, haciendo de perista para alguien que no era Paula?
Dios, esperaba que no. Porque ella necesitaba a Walter en su vida y si el antiguo perista había vuelto al negocio, tendrían que separarse. Lo que le convertiría a él en el malo
de la película, suponía, por preocuparse por los intereses de Paula. Y los suyos, por supuesto.
—Era Sanchez, ¿no? -preguntó ella, que entró en la habitación llevando solo una toalla en la cabeza—. ¿Ha dado con esa estúpida información que le encargué?
Santo Cielo.
—No lo ha dicho.
Ella se inclinó y se quitó la toalla del pelo.
—¿Y entonces qué ha dicho?
—Que hoy estará fuera de la oficina, ocupándose de algunos asuntos.
Paula se irguió de nuevo, en actitud completamente alerta.
—¿Qué tipo de asuntos?
—No lo ha dicho —Pedro levantó una mano antes de que ella le interrumpiera con otra pregunta—. Por lo visto tengo que decirte que los guisantes están hirviendo. Y espero que tú me cuentes qué demonios significa eso.
—Significa que necesitan sal —dijo ausente, cogiendo su albornoz azul del respaldo de una silla y envolviéndose en él—. Liberarse. Está tratando de quitarse algo de encima.
En fin, eso sonaba mejor que a Barstone aceptando y redistribuyendo propiedad robada otra vez.
—¿De qué se está intentando liberar?
—No lo sé. Le pedí que mirase sus archivos sobre Toombs y parece que me está eludiendo desde entonces.
—Ha dicho que, si le necesitabas, podías localizarlo en el móvil —apuntó Pedro.
—Ni que fuera una inútil. Maldita sea.
—Y también ha dicho que deberías tener cuidado.
Paula se quedó inmóvil un instante.
—Eso no suena bien. Ni para él ni para mí.
—Creo que Walter puede cuidar de sí mismo, mi amor —dijo Pedro, que trataba de desenredar su pie izquierdo de entre las sábanas—. Me preocupas más tú. ¿Por qué no
vienes aquí y me das un beso?
Ella arrugó la nariz.
—Estoy limpia como una patena y me acabo de lavar los dientes. Tú eres el tío de la media docena de cervezas, a la mañana siguiente.
—Mensaje recibido —respondió él con una sonrisa, poniéndose en pie—. Ducha y pasta de dientes. ¿Te quedas a desayunar?
Paula se quedó mirándolo un buen rato.
—Claro.
Él ladeó la cabeza.
—¿Qué pasa?
—Solo estaba tratando de asimilarte —contestó Paula, con una temblorosa sonrisa—. Estás muy bien con ese pelo tan sexy de recién levantado y sin afeitar. ¿Te parece que haga
ya un año que nos conocemos?
Pedro sacudió la cabeza, notaba el latido de su propio corazón por todo el cuerpo hasta la punta de los dedos.
—A veces parece que fue ayer. Ese primer día. Eléctrico.
—Sí. Eléctrico. Seguimos conservando la chispa, ¿no?
Y las montañas reviven con el sonido de la música.2
—Somos toda una tormenta eléctrica.
Nada como saber que la mujer que uno ama le ama a uno, para conseguir que un tipo se sienta completamente orgulloso y satisfecho. Y pensar que cuando se vieron por
primera vez ella ni siquiera confió en él lo suficiente como para decirle su apellido. Si hubiera sido un hombre menos paciente, la frustración le hubiera hecho dejarlo por imposible meses atrás.
Pero él supo lo que quería inmediatamente y, afortunadamente, la cabezonería de Paula la había guiado en la misma dirección.
Cuando bajó, veinte minutos más tarde, iba tarareando Rule Britannia. Su diversión se interrumpió al oír el timbre de la puerta principal. Se detuvo en el descansillo cuando
Reinaldo apareció para abrir la puerta.
—Buenos días, detective —dijo el mayordomo, haciéndose a un lado.
El detective de homicidios Francisco Castillo, de la policía de Palm Beach, entró en el recibidor, levantó la vista al ver a Pedro y saludó:
—Buenos días, Pedro. ¿Está Paula?
Esa era otra cosa en la que se había convertido su vida desde que había conocido a Paula Chaves: un hervidero de sorpresas.
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