miércoles, 31 de diciembre de 2014

CAPITULO 46



Lunes, 12:46 a.m.


Cuando llegaron a las puertas de la finca, hasta los policías de servicio parecían medio adormilados. Ya se habrían marchado de no ser por el asesinato de O'Hannon, pero Castillo se mostraba obviamente protector con la acaudalada comunidad de élite. Tras echar apenas un vistazo rápido, uno de los agentes abrió las verjas y Pedro
ascendió por el serpenteante camino.


A medio camino Pau se había percatado de que su ropa interior colgaba del espejo retrovisor, y con un suspiro que él pareció encontrar muy divertido, la desenganchó de allí y se la guardó en el bolso. De acuerdo, sí que era divertido, y por eso se sentía tan relajada que apenas podía mantener los ojos abiertos cuando se detuvieron frente a la puerta.


—¿Debo llevarte en brazos adentro? —preguntó, dedicándole una sonrisa presumida mientras abría su puerta.


—Te respondería «no me jodas», pero entonces no entraríamos nunca. — Sofocando un bostezo, bajó del coche. Tiró apenas conscientemente del corto vestido que cubría su trasero desnudo y fue delante hasta la puerta.


Pedro la abrió.


—No llevas bragas —canturreó alegremente en voz baja, inclinándose a besarle el cuello cuando pasó por su lado.


A Paula le flaquearon las rodillas.


—Corta el rollo —bramó, mirándole con calma—. Seguridad, ¿recuerdas?


—Nuestra foto aparece en el periódico, cariño. Me parece que no es un secreto que estamos saliendo.


—Eso no es salir. Lo que acabas de hacer con la boca son… cosas de alcoba.


Él sonrió de buena gana.


—De eso nada. Deberías ver mi repertorio de alcoba.


Ella alzó la mirada a la escalera, buscando cables o cualquier otra cosa que se saliera de lo corriente. Dado que Etienne estaba muerto y Partino arrestado, seguramente estaban a salvo… pero alguien se había cargado también a O'Hannon.


—Ya vi tu repertorio en el coche —dijo, incapaz de resistirse a dibujar una sonrisa maliciosa—. No está mal.


Su repertorio de alcoba les había mantenido ocupados fuera hasta pasada la medianoche, y a juzgar por la expresión de sus ojos, todavía no había terminado. Y pensar que antes creía que era entretenido, pero se había quedado corta. Y no sólo era el sexo, por excepcional que fuera. Había algo embriagador en un hombre que entraba en una habitación como si la poseyera… y en saber que, probablemente, así
era. Para alguien de su profesión, cuyos miembros se pasaban el tiempo mezclándose, adaptándose a cualquier situación que se presentara, su flagrante confianza resultaba hechizante.


Ella comenzó a subir la escalera, sólo para encontrarse con que él la agarró del codo.


—Yo iré delante.


Pau le miró ceñuda.


—No digas tonterías. Tú te ocupas de las tareas de rescate, su señoría, y yo me encargo del reconocimiento del terreno.


Aquello no le gustaba; sin embargo, Pau era consciente de que Pedro Alfonso poseía un gran sentido común e inteligencia, y tras un momento que le pareció que se debía más al deseo de causar una impresión que porque en efecto discrepara, él asintió y le indicó con un ademán que procediera.


Pasaron junto al Picasso del descansillo y ella trató de echarle un vistazo. Pero en la penumbra no alcanzaba a atisbar si era o no auténtico, así que supuso que Pedro
había tenido razón al sugerir que esperaran al día siguiente.


A decir verdad, la idea de irse directamente a la cama la atraía inmensamente,después de la noche anterior y del chute de adrenalina de esa mañana, después del revolcón en el asiento trasero del Bentley, se sentía completamente exhausta, pero la idea de tener de nuevo a Pedro en la cama con ella la llenaba de… satisfacción, mucho más que de lujuria. Era una lástima que hubiera decidido bajar a registrar el despacho de Partino esa noche. Seguramente podía esperar a que fuera de día, pero ya había desoído sus instintos. Ya era hora de unas clases de repaso para ladrones.


—Voy a inspeccionar tu habitación y la mía, sólo para estar seguros —dijo por encima del hombro, manteniéndose en el lado del pasillo donde la luz de la luna brillaba con mayor intensidad.


—Dejemos que los de seguridad registren mi habitación por la mañana — respondió—. Nos vamos a tu cuarto, y no eres mi guardaespaldas.


—No quiero que te tropieces con una bomba, Pedro. Confío en mí misma más de lo que confío en ellos. Yo examinaré tu habitación.


—Estás preocupada por mí —declaró.


—Preparas un buen filete a la parrilla —dijo. «¡Genial!» Ella se había dado cuenta de que aquella… asociación suya parecía evolucionar en una compleja maraña de sus emociones y las de él, pero ahora incluso él se había percatado de eso.


Pedro le hizo dar media vuelta para besarla profunda y lánguidamente.


—Gracias. Ambos iremos mañana a examinar la habitación —sugirió—. Debes de estar más cansada que yo, y eso que apenas puedo mantener los ojos abiertos. No tiene sentido merodear sin un buen motivo… sobre todo cuando quienquiera que matara a O'Hannon todavía anda suelto.


—De acuerdo, está bien. —Se apartó de sus brazos y continuó por el pasillo—. Pero creía que la gente como tú nunca se cansaba.


—Sólo cuando estamos con personas como tú.


El pasillo y su suite estaban ambas despejadas, y se quitó el vestido y puso una camiseta y ropa interior limpia mientras Pedro estaba en el baño. Pau decidió echarse
en la cama durante un minuto mientras esperaba su turno.




CAPITULO 45



Cuando se levantaron para marcharse, Laura se había quedado dormida sobre el hombro de su padre. Paula volvió a estrecharle la mano a Tomas, algo que la honraba, e incluso aceptó un abrazo de Cata en el camino de entrada. Pero Pedro no pudo ocultar su sorpresa cuando le entregó las llaves del Bentley.


—¿No te gustó conducirlo?


—Me encantó. Pero si vas tú al volante, has de tener las manos quietecitas y yo puedo entonces pensar.


Él se subió al asiento del conductor.


—¿Y eso tiene algo que ver con lo que ha estado preocupándote durante la cena?


—Sí.


—¿Aquello que prometiste contarme?


—Sí. —Le lanzó una mirada mientras se abrochaba el cinturón—. ¿De verdad no estás enfadado por el AM?


Tardó un segundo en descubrir que «AM» significaba allanamiento de morada.


Alguien debía publicar un diccionario de «Jerga de ladrones para británicos».


—No estoy enfadado.


Sus hombros se relajaron un poco, como si hubiera esperado cierta lucha.


—Bien.


—¿Tienes mucho en qué pensar?


—Limítate a conducir.


Riendo entre dientes, Pedro condujo el coche camino abajo hasta la carretera.


Paula tenía razón en una cosa; si hubiera sido ella quien condujera, no habría sido capaz de quitarle las manos de encima. Había pasado toda la noche con cierta incomodidad, y ahora que estaban de nuevo a solas, el dolor en su ingle se tornaba mucho más agudo.


Ella se quedó en silencio durante varios minutos, mirando por la ventana sin expresión alguna. Pedro, que no estaba acostumbrado a verla pensativa, puso la radio y localizó una cadena de rock cualquiera.


Finalmente, Pau tomó una bocanada de aire.


—De acuerdo. Esto es en lo que pensaba: ¿Arriesgaría alguien como Dante Partino su libertad, su reputación y su carrera por la venta de un artefacto de millón y medio de dólares?


—Lo hizo, obviamente.


—No estoy tan convencida de eso.


Pedro casi se salta un semáforo en rojo.


—¿Cómo dices? ¿No crees que colocara la falsificación o las granadas? ¿Por que…?


—No, sí creo que lo hizo. Pero es un esnob. Le encanta el prestigio que le confiere su trabajo. No creo que se arriesgara de ese modo por un único objeto. Y no creo que uno cometa un asesinato por un único objeto… no a menos que se trate del diamante Hope o algo por el estilo. Él tenía una falsificación, y ¿para qué otra cosa iba a tenerla, salvo para cambiarla por la verdadera? ¿Por qué deberíamos dar por sentado que…?


Entonces giró bruscamente, y se adentró en el aparcamiento desierto de un centro comercial. Comprendía lo que ella estaba sugiriendo, y la idea le enfurecía e
indignaba.


—Crees que lo ha hecho antes —espetó—, sin que yo fuera consciente de nada.


—¿Se ocupa de alguna de tus otras propiedades, o sólo de ésta?


Pedro estampó el puño contra el salpicadero.


—Se encarga de realizar adquisiciones para otras propiedades pero vive en Florida. Le gusta este clima.


—¿Cuánto tiempo al año sueles pasar en Florida?


—Un mes o dos durante la temporada, algunas semanas durante el resto del año.


—Quizá sea eso también lo que le guste de la finca.


—Estás haciendo demasiadas conjeturas, Paula. Es decir, puedo comprender que tal vez se dejara llevar y se volviera algo codicioso, y que quisiera aprovecharse de mí con lo de la tablilla. Pero estás diciendo que ya me lo ha hecho antes, en repetidas ocasiones.


—Estoy conjeturando, Pedro. No sé nada a ciencia cierta. Sólo digo que tiene lógica. Necesito echar un vistazo al resto de tus obras de arte.


Claro que tenía sentido, y aquello le ponía furioso.


—¡Mierda! ¡Maldita sea!


—Me pediste que te contara lo que pensaba —protestó—. ¡Dios! Olvida lo que he dicho. Si vas a cabrearte, la próxima vez me lo reservaré para mí.


—De eso nada —respondió—. No estoy enfadado contigo, sino conmigo mismo por no haber considerado siquiera la posibilidad hasta ahora.


—Seguramente esté equivocada. Podría tratarse de un coleccionista fanático de tablillas, o incluso de alguien que esté chalado y que tiene a Partino cagado de miedo.


—Echaremos un vistazo por la mañana.


—Por la maña…


—Sí, por la mañana. Nada de merodear a la luz de la luna… y quiero estar seguro antes de mencionar tus sospechas a nadie.


Tiró de su brazo llevado por un impulso, acercándola para poder besarla. Ella abrió la boca para él deslizando la lengua entre sus dientes para igualar su propia exploración.


Su polla, ya medio erecta desde que había salido de casa de los Gonzales, presionó con fuerza contra sus pantalones.


—¡Dios! —dijo con una voz ronca, alargando la mano para dar media vuelta a la llave de contacto y aparcar el coche.


Ella se abalanzó sobre él, enroscando sus hábiles manos en su pelo y apretándose contra su torso.


—Sabes a chocolate —murmuró contra su boca, quitándole el cinturón con brusquedad y deslizando la mano hacia abajo para ahuecarla sobre su rígida entrepierna—. Mmm.


Sintiéndose menos elocuente, la mano de Pedro descendió por la parte frontal de su vestido para acariciarle el pecho derecho, y enseguida sintió florecer su pezón bajo sus absortas atenciones. Pau empujó con más fuerza contra su mano y la cabeza de Pedro golpeó contra la ventanilla del conductor.


—¡Maldita sea!


—Vamos al asiento de atrás —gimió, sacándole la mano de debajo del vestido antes de ejecutar un giro experto y arrojarle encima de ella.


Pedro no se detuvo a admirar su destreza acrobática mientras se afianzaba entre sus piernas, deslizando las manos por sus muslos hasta la cintura, subiéndole el
vestido al tiempo que la acariciaba. Deseaba devorarla, hundirse en ella, mantenerla prisionera a su lado para que nunca pudiera escapar. Sus manos apremiantes le
desabrocharon los pantalones y se los bajó hasta los muslos junto con los calzoncillos, mientras él optaba por lo fácil y simplemente le arrancaba las braguitas de encaje.


—Y yo que pensaba que mantenías el control —jadeó, sonriendo ampliamente mientras cerraba los dedos a su alrededor y le acariciaba.


El introdujo un dedo en su interior al tiempo que empujaba contra su mano.


—¡Dios! En todo menos contigo.


—Me has roto las malditas bragas.


—Te compraré más.


—No quiero que me compres ropa interior. Te quiero dentro de mí. Ahora.


—Un cond…


—Ahora —repitió con un gemido de impaciencia, alzando las caderas.


Pedro no necesitó más invitación. Embistió dentro de ella, hundiendo su verga hasta la base. Pau jadeó, arqueando la espalda y rodeándole la cintura con los tobillos mientras él arremetía, fuerte y rápidamente, una y otra vez, dentro de su
tenso calor.


Dios, le volvía loco. Así sin más, cuando cada nervio de su cuerpo parecía estar en sincronía con ella, desde el acelerado latido de su corazón, su áspera respiración, sus gemidos y el resbaladizo calor por dentro y por fuera de su cuerpo, podía admitir una cosa… le excitaba el hecho de que fuera una ladrona, una embustera y una jugadora.


—Mía —gruñó, bajando el rostro hasta su cuello mientras se sentía llegar al orgasmo—. Di que eres mía.


—Eres mío —repitió con un gemido triunfal, clavándole los dedos en las nalgas y mordiéndole en el hombro mientras se corría, palpitando y contrayéndose a su alrededor.


Mientras se daba cuenta de que Pau tenía razón, se dejó arrastrar con ella en el jadeante e irracional olvido.




CAPITULO 44




Mientras cambiaban el patio por la sala de estar, Pedro esperó a que Cata le apartara a un lado y le interrogara. Sabía que Tomas le había contado lo más básico de la historia de Paula. Pero conociendo a Cata, probablemente había descubierto mucho más sobre su ligue de lo que había dicho.


Gracias a Dios que había ido a buscar a Paula cuando ésta había desaparecido del cuarto de baño. Y menos mal que se había tomado un momento para observar, en vez de irrumpir a gritos por violar la privacidad de su amigo. Ver
el modo en que ella había mirado las fotografías de Tomas había hecho que de pronto se preguntara cómo había sido su vida antes de cruzarse con él en su galería.


A Mateo y a Laura parecía caerles bien, sobre todo porque no les hablaba como a niños. Ella misma parecía desconocer lo que era ser niña… no del modo en que los
dos menores de los Gonzales lo eran. Se preguntó qué clase de niñez había tenido, pero sin saber demasiado, ya había llegado a la conclusión de que no había tenido una madre que le hiciera galletas con regularidad. Hum, tampoco él.


Algo había captado su atención durante la cena. No tenía la más mínima idea de qué podría tratarse, pero ella se lo contaría. Todo en ella le fascinaba, y sobre todo el modo en que funcionaba su mente.


Paula estaba sentada con su corto vestido verde entre Cata y Laura, quien le estaba enseñando algunas de sus muñecas en miniatura. A Pedro encantaba encontrar objetos que añadir a los que los niños ya tenían, sobre todo cuando podía proporcionarles algo que no podían obtener o permitirse por sí mismos. Tampoco él había tenido una niñez precisamente normal… tal vez por eso disfrutaba coleccionando cosas pertenecientes a las vidas de otras personas. Pedro miró fijamente a Paula. «¿Buscamos lo que conocemos o lo que no tenemos?»


Cata se puso en pie.


—¿Quién quiere helado con chocolate? —preguntó.


Laura levantó la mano como un rayo, seguida por la de Tomas, después la de Mateo, la suya propia y, por último, la de Paula. Resultaba evidente que Pau esperaba a ver cuál era el modo correcto de proceder en cuestión de postres.
Continuaba amoldándose, aunque comenzaba a tener la sensación de que en algún momento de la velada había dejado de actuar.


Pedro, échame una mano —le ordenó Cata, dirigiéndose a la cocina.


Ah, había llegado el momento. Tras tomar aire y ofrecerle a Paula una sonrisa solidaria, se puso en pie y la siguió.


—Sí, señora —dijo, entrando en la cocina.


—Saca los cuencos del armario, ¿quieres? —le pidió.


Sacó seis cuencos y los dejó sobre la encimera. Cata comenzó servir cucharadas de helado en ellos, mientras él se acercaba a la nevera a por sirope de chocolate y cerezas. Era una pura rutina, que seguramente había realizado al menos cincuenta veces.


Pedro, ¿qué sabes de Paula?


—Lo suficiente, por el momento —respondió—. ¿Por qué?


—No me agrada la idea de que permitas la entrada a esta casa a alguien… peligroso, estando mis hijos.


—Sabe cuidarse ella sola —respondió, apoyándose contra la encimera—, y creo que alguien puede intentar hacerle daño. Pero que pueda ser peligrosa para vosotros,nunca.


—¿Estás seguro de eso?


—Sí, lo estoy.


Cata comenzó a regarlos con sirope, luego dejó de nuevo el envase a un lado.


—Me cae bien —dijo pausadamente—. Pero no es tan sólo una especialista en arte, y ambos lo sabemos.


—¿Y bien?


—Y bien, ¿por qué está contigo?


—Ya te lo he dicho, me gusta. Y me salvó la vida la noche del robo. Estamos trabajando en equipo. —Y enarcó una ceja, retándola a que contradijera su afirmación.


—Eso ya lo veo —dijo en voz baja, y le empujó para que saliera por la puerta.




CAPITULO 43




Domingo, 7:50 p.m.


Paula no lograba recordar haber estado en una casa en la que se respirara tanta paz. Si alguien se lo hubiera descrito, con su limitada experiencia lo hubiera creído mortalmente aburrido. Pero, sorprendentemente, la casa de los Gonzales
distaba mucho de eso. Acogedora, tal vez, y cómoda, pero para nada aburrida. Le agradaba, aun cuando se daba cuenta de que empezaba a albergar la esperanza de que Gonzales fuera un boyscoutt y de que sus reservas hacia él se debieran más a su carrera que a él a título personal.


—Pau, ¿puedes llevar la ensalada a la mesa? —preguntó Cata, bajando una pila de platos de un armario color amarillo limón.


—Claro.


Laura fue delante con una bandeja de aliños para la ensalada y juntas salieron a la terraza porticada. Gonzales había encendido farolillos en el perímetro del enrejado de madera, probablemente para mantener los bichos a raya. 


Algunas luces habían sido dispuestas en el césped en torno al límite del enorme jardín, y con su luz iluminaban las flores y el exuberante follaje verde.


No cabía duda de que los Gonzales habían empleado gran cantidad de tiempo y esfuerzo en su casa, y eso se apreciaba.


—¿Has vivido siempre en Florida? —le preguntó a Laura, mientras la niña colocaba cuencos de aliños alrededor de la ensalada ya mezclada del centro.


—Sí. Cuando era pequeña teníamos una casa más diminuta cerca del despacho de mi padre, pero construyó ésta porque nos estábamos haciendo demasiado grandes para apretujarnos en la vieja.


Pau sonrió. No podía imaginarse vivir toda su vida a dieciséis o treinta kilómetros del lugar en que había nacido. Ni siquiera sabía dónde había nacido.


Cata apareció, cargada con dos platos repletos de pollo y pasta.


—Hay más en la encimera —dijo, dejándolos sobre la mesa.
Pedro y Gonzales ayudaron a sacar las bebidas y el queso parmesano y salieron todos juntos al patio. Habían puesto un cubierto para el hijo mediado, Mateo, pero Cata dejó su plato dentro del microondas.


Paula tocó a Cata en el brazo cuando se encontraban junto a la entrada.


Necesitaba estar segura de Gonzales en uno u otro sentido antes de poder relajarse.


—¿Dónde está el baño? —preguntó.


Cata señaló hacia la entradita al fondo de la sala de estar.


—La segunda puerta a la izquierda, justo después del despacho de Tomas.


—No me esperéis; vuelvo enseguida. —Con una sonrisa se dirigió de nuevo al interior de la casa.


Ya había decidido que la cena le proporcionaría la mejor oportunidad de investigar un poco. Después habría podido observar por toda la casa, pero si Pedro y el abogado se marchaban un rato a dedicarle un rato al trabajo, le estaría
completamente vetado cualquier lugar interesante. Dio con el baño e hizo un ruido con la puerta simulando que la cerraba para que pareciera que estaba dentro. Hecho lo cual, se escabulló dentro del despacho de Gonzales.


A buen seguro dispondría de un despacho o algo similar en su bufete, pero apostaría lo que fuera a que si estaba metido en algo poco limpio, no guardaría las pruebas en su trabajo. Su escritorio estaba ordenado, un único aparato de teléfono, un ordenador y algunos marcos de fotos desmerecían la cara superficie de madera de caoba. Tomó asiento en la silla, y abrió el cajón superior. Bolígrafos, unos pocos cuadernos de notas encolados, clips sujetapapeles y tres tabas… eso era todo.


Pau tocó las tabas con los dedos. Un juego para niños, probablemente de Laura. Levantó la vista a las fotografías del escritorio. Una de la familia al completo llenaba el marco de mayor tamaño, en el campus de Yale, a juzgar por el edificio del fondo. El mayor de los retoños de los Gonzales, Christian, obviamente había recibido los mejores genes de ambos padres… alto, rubio y con aspecto de estar seguro de sí mismo, indudablemente su padre pensaba que sería un magnífico abogado. Las otras fotos eran del hijo menor, Mateo, jugando al béisbol, y una de Laura, vestida con lo que debía de ser un disfraz de princesa hada en Halloween. Y había una de Gonzales y Pedro, ambos sonriendo abiertamente, sujetando cada uno algún tipo de pez de las profundidades del mar que evidentemente habían capturado. El de Pedro era más grande.


Al comienzo de su carrera había aprendido a confiar en sus instintos, había aprendido que podía echar un vistazo a una habitación y saber el carácter de la persona que la habitaba. Aquí se encontraba con una casa entera, diseñada y construida por Tomas Gonzalez y su familia. Lentamente volvió a cerrar el cajón mientras exhalaba y se recostó.


—¿Satisfecha? —llegó la voz queda de Pedro desde la puerta.


Ella dio un brinco. «¡Mierda!»


—Estaba…


Él se apartó del marco, y entró en la habitación.


—¿Estabas, qué?


Pau también se puso en pie, y colocó la silla en su posición original.


—Buscaba pruebas de su implicación con la tablilla y los asesinatos.


—¿Porqué?


Podría haber inventado alguna historia, pero había comenzado a comprender algo; le gustaba ser sincera con Pedro Alfonso.


—Porque te negaste a sospechar de él y quería estar segura de que no te la están jugando.


—¿Y bien? ¿Has encontrado algo?


Pau hizo una mueca.


—Por mucho que me cueste reconocerlo, Gonzales está limpio.


Pedro se detuvo junto al escritorio y alargó el brazo para tomar su mano.


Inseguro de su estado de ánimo, ella dudó, luego aferró sus dedos. Si le iba con el cuento a Gonzales, éste seguramente le pediría que se marchara de la casa. Y, por extraño que pudiera parecer, deseaba quedarse un poco más. Pedro la atrajo hacia él, inclinando su barbilla hacia arriba con la mano libre.


—Te lo dije —murmuró—, elijo a mis amigos con cuidado. Lo que significa que eres la única persona a la que le está permitido jugar conmigo.


—Yo no…


Su boca cubrió la de ella, caliente y dura, sin aliento. Luego, antes de que ella pudiera hacer más que cerrar los ojos y preguntarse cuánto tardarían los Gonzales en ir a buscarlos y hallarlos, tumbados y desnudos sobre el escritorio del abogado, él rompió el abrazo. Pedro la miró, arreglando el carmín que se le había corrido con su pulgar.


—Tan sólo recuerda —dijo, cambiando el modo en que le sujetaba la mano para tirar de ella hacia la puerta— que sé lo que haces y que mi paciencia para los juegos es finita.


Pau comprendió que en ningún momento había perdido el control. Había hecho exactamente lo que pretendía, ponerla caliente y hacerle perder la compostura, mientras él permanecía perfectamente frío. ¡Maldito fuera! Regresaron a la terraza y Cata sonrió mientras Pau tomaba asiento junto a Pedro.


—¿Ensalada?


—Sí, por favor.


Paula se reprendió mentalmente. Así que a Pedro le gustaba jugar. Ya lo sabía. Ahora debía calmarse y disfrutar de la velada, porque los Gonzales eran gente sincera y normal, y no era probable que volviera a disponer de ese tipo de oportunidad muy a menudo.


—¿Qué es, lo has cocinado tú? —preguntó Pedro.


—Yo sólo he picado —dijo—, y probado un poco. Está buenísimo.


—Huele delicioso —convino, tomando el cuenco de la ensalada de manos de Cata y pasándoselo a Pau.


Tomó aire de nuevo, y logró servirse una ración de ensalada en su cuenco con cierta cantidad de aplomo.


Había compartido comidas con su padre y con Sanchez, pero había sido pizza o pasta en su mayoría. La comida casera recién preparada con ensalada fresca y verduras al vapor era una rareza.


—¡Ya estoy en casa! —se escuchó una juvenil voz desde el interior de la casa.


Cata se levantó, acercándose a la puerta de la terraza.


—Tienes la cena en el microondas.


Un momento después apareció un muchacho con el pelo rubio ceniza, que llevaba un plato en una mano y una lata de refresco en la otra. Su serio semblante se iluminó en cuanto divisó a Pedro.


—Me pareció que era tu coche el que hay aparcado delante —dijo, sonriendo y sentándose al otro lado de Pedro.


—Dejé un regalo para ti en el salón —dijo Pedro, colocando un brazo sobre los hombros de Mateo y dándole un juguetón apretón.


—Después de que cenes —dijo Cata antes de que el chico pudiera levantarse—. Y saluda a Pau. Es una amiga de Pedro.


—Hola —dijo, las orejas se le pusieron rojas como tomates.


Ella le devolvió la sonrisa.


—Hola.


—No quería llegar tarde —continuó él, lanzándole una mirada a su padre y hundiendo el tenedor en la pasta con pollo—. El entrenador nos hizo correr unas vueltas de más porque Craig y Todd comenzaron a lanzar globos de agua.


—¿Sólo Craig y Todd? —repitió Gonzales.


Mateo sonrió descaradamente.


—Sobre todo ellos. De todos modos, son a ellos a quienes han pillado. — Pensando, por lo visto, que necesitaba una vía de escape de tal afirmación, se dirigióde nuevo hacia Pedro—. ¿Es verdad que casi vuelas por los aires?


Pedro se encogió de hombros.


—No fue tan emocionante.


—Te vimos en las noticias —intervino Laura—. Parecías enfadado de verdad.


Riendo entre dientes, Pedro echó mano al aliño ranchero.


—Estaba realmente muy cabreado. Tuve que ponerme una de las camisas de tu padre.


Laura soltó una risita.


—Intentamos hacer etiquetas de colores para toda su ropa para que fuera conjuntado, pero no le gustó.


Con un suspiro, Gonzales tomó un pequeño trago de cerveza.


—Ya no tengo secretos.


Cata alargó el brazo para darle una palmadita en la mano.


—No pasa nada, Tomas. No nos importa que no sepas vestirte.


Pau apenas se acordaba de comer. El toma y daca entre los miembros de la familia Gonzales la tenía fascinada. Nadie trataba de superar a nadie, nadie decía nada más mordaz que una pulla graciosa, y nadie hablaba de lo aburrido, ignorante y taimado que era el mundo en comparación con ellos. Se alegraba de haber quedado satisfecha con respecto a la inocencia de Gonzales, porque después de eso no hubiera deseado hallar nada incriminatorio.


—Pau, ¿en qué trabajas? —preguntó Mateo mientras pasaba una cesta de pan de queso.


—En estos momentos trabajo como… autónoma para el museo Norton — respondió suavemente, deseando haber comprendido que alguien de aquella agradable, franca y honesta casa estaba abocado a formularle tal pregunta—. Cuenta con un gran donativo, así que les ayudo a comprar piezas y a adecentarlas.


—¿El tío Pedro y tú os conocisteis porque alguien robó una de sus antigüedades? —preguntó Laura.


—Sí, así fue —intervino Pedro con naturalidad.


Paula, que comenzaba a sentir cierto pánico, echó una rápida ojeada a la terraza. «Tranqui, Chaves. Lo estás haciendo bien… sólo actúa con normalidad. Sea lo que sea eso.»


—Cata —dijo, un tanto bruscamente—, ¿eso no es un Phalaenopsis?


La esposa de Gonzales sonrió.


—Claro que sí. ¡Caramba! Estoy impresionada.


Pau sintió que se le enrojecían las mejillas.


—Me gustan las flores. Me encantaría tener un jardín, pero… nunca he tenido tiempo. El tuyo es magnífico.


—¿Qué es un Phalaenopsis? —preguntó Pedro, estirando el cuello para mirar.


Cata señaló la maceta que estaba justo delante de uno de los postes del patio.


—La flor púrpura de allí. También llamada orquídea mariposa. No daba crédito cuando comenzó a florecer el mes pasado. Jamás lo había hecho.


—Yo también tengo un bonito jardín —protestó Pedro, sonriendo abiertamente—. Varios, en realidad.


—Sí, pero tú tienes del orden de setenta jardineros empleados, Alfonso. — Paseó la mirada entre Cata y Gonzales—. Me apuesto diez pavos a que Cata se ocupa ella misma de las flores, y Tomas se encarga de regar y de podar los árboles. Tú tienes un jardinero, pero sólo corta el césped.


Tomas miraba a Pedro.


—Se lo has contado tú, ¿no?


Con una carcajada, Pedro metió la mano en el bolsillo trasero de sus pantalones en busca de su cartera.


—Yo no he dicho ni una sola palabra. Paula es extremadamente observadora.


Dejó un billete de diez dólares sobre la mesa, pero Pau sacudió la cabeza y lo empujó de nuevo hacia él.


—Dos de cinco, si no te importa.


—¡Caray! —dijo, exagerando su acento al tiempo que los niños se echaban a reír. Sacó dos de cinco y volvió a guardarse el de diez y la cartera en el bolsillo.


Pau cogió el dinero y le entregó un billete a Laura y el otro a Mateo.


—Debería haber apostado más —musitó, riéndose de él por lo bajo.


—Desde luego que sí —intervino Laura.


Pedro sacudió la cabeza.


—No pienso apostar contigo nunca más.


—Gracias, Pau. ¿Puedo ir ahora a por mi regalo? —preguntó Mateo con el último bocado de verduras en la boca.


—Sí, puedes. Y pon en marcha la cafetera.


El chico de catorce años se levantó de la mesa de un salto mientras Pau disimulaba una mueca. «Café.» Sabía que la velada estaba yendo demasiado bien.


¡Mierda! Pero bueno, por una vez podía beber café como el resto de los mortales.


Mateo volvió un momento después, y asaltó el paquete sin la menor delicadeza de la que su hermana había hecho gala.


—¡Bien! —exclamó, arrojando el papel por encima del hombro.


—¡Mateo! —dijo su madre con aspereza, pero sonriendo.


—¡Mira! ¡Ha encontrado uno!


Gonzales frunció el ceño.


—Hum, perdona que sea un ignorante, pero ¿no tienes ya uno de esos cacharros dorados?


—Papá —dijo Mateo, poniendo en blanco sus ojos verdes de modo exagerado—, no es un «cacharro dorado». Es un C3PO.


—Claro. El robot de La guerra de las galaxias. Lo sé. Pero ¿no tenías ya uno?


—Tengo la versión de 1997, hecha por Hasbro. Este es el modelo de 1978, de General Mills Fun Group. —Mateo sostuvo en alto la caja negra, que incluía luz de estrellas y llevaba una fotografía de C3PO—. Mira. Su cintura es más gruesa, las piernas no son articuladas y los ojos son del mismo dorado que la piel… no amarillo como los de la nueva versión. Y está en la caja original.


—Así que es mejor.


—Es el original, así que es más caro. Hay que andarse con ojo, porque algunos tipos compran los nuevos y les pintan los ojos de dorado, luego sellan las articulaciones de las piernas y de los pies para que parezca el antiguo. Aunque se puede distinguir si le miras los pies. Las marcas son completamente diferentes. Pero algunos tipos lo quieren tan desesperadamente que son fáciles de engañar. Hay
falsificaciones muy buenas por todas partes.


Continuaron hablando de las cualidades del C3PO de 1978, pero Pau escuchaba sólo a medias. Algo de lo que Mateo había dicho no dejaba de rondarle en un rincón de su cabeza. Algo que no se le había ocurrido antes. Algo acerca de por qué alguien con un prestigioso trabajo fijo como Dante Partino se arriesgaría a ir a prisión… o peor.


—Paula —murmuró Pedro, acercándose a su oído—, ¿qué sucede?


—¿Hum? Ah, nada. Sólo estaba pensando.


—¿Sobre qué? —insistió.


—Te lo contaré luego.


—¿Lo prometes? —susurró, deslizando una mano a lo largo de su brazo desnudo.


—Lo prometo.


—¿Cómo es que conocías la orquídea mariposa?


Ella se encogió de hombros, estremeciéndose cuando sus dedos se entrelazaron con los de ella.


—Me gusta leer libros de jardinería.


—Quiero besarte ahora mismo —dijo entre susurros.


Puede que no fuera tan dueño de sí mismo, después de todo. «¡Genial!»


—Ya me has besado —sonrió con satisfacción, liberando su mano y contenta de no haber intentado explicar que le fascinaban los jardines, debido, en gran medida, al sentido de permanencia que representaban. Uno siempre seguía teniendo un jardín por mucho que pudiera ir de acá para allá—. Así que intenta resistirte a mí —le regañó—. Hay niños presentes, bobo.


—«Bobo» —repitió, una pausada sonrisa asomó a sus ojos—. Me parece que nunca me habían llamado eso.


Cata se aclaró la garganta.


—¿Pasamos a la sala de estar para el café? —Miró fijamente a Pedro—. O té, en tu caso. ¿Qué me dices, Pau? ¿Café, té, chocolate caliente o un refresco?


—Un refresco, por favor —respondió, agradecida—. Te ayudaré a quitar la mesa.


—No es necesario. Para eso están los niños.


—Mamá. —Laura soltó otra risita—. Que no somos esclavos.


—Claro que lo sois. Limpiad, esclavos. Limpiad.