miércoles, 31 de diciembre de 2014
CAPITULO 45
Cuando se levantaron para marcharse, Laura se había quedado dormida sobre el hombro de su padre. Paula volvió a estrecharle la mano a Tomas, algo que la honraba, e incluso aceptó un abrazo de Cata en el camino de entrada. Pero Pedro no pudo ocultar su sorpresa cuando le entregó las llaves del Bentley.
—¿No te gustó conducirlo?
—Me encantó. Pero si vas tú al volante, has de tener las manos quietecitas y yo puedo entonces pensar.
Él se subió al asiento del conductor.
—¿Y eso tiene algo que ver con lo que ha estado preocupándote durante la cena?
—Sí.
—¿Aquello que prometiste contarme?
—Sí. —Le lanzó una mirada mientras se abrochaba el cinturón—. ¿De verdad no estás enfadado por el AM?
Tardó un segundo en descubrir que «AM» significaba allanamiento de morada.
Alguien debía publicar un diccionario de «Jerga de ladrones para británicos».
—No estoy enfadado.
Sus hombros se relajaron un poco, como si hubiera esperado cierta lucha.
—Bien.
—¿Tienes mucho en qué pensar?
—Limítate a conducir.
Riendo entre dientes, Pedro condujo el coche camino abajo hasta la carretera.
Paula tenía razón en una cosa; si hubiera sido ella quien condujera, no habría sido capaz de quitarle las manos de encima. Había pasado toda la noche con cierta incomodidad, y ahora que estaban de nuevo a solas, el dolor en su ingle se tornaba mucho más agudo.
Ella se quedó en silencio durante varios minutos, mirando por la ventana sin expresión alguna. Pedro, que no estaba acostumbrado a verla pensativa, puso la radio y localizó una cadena de rock cualquiera.
Finalmente, Pau tomó una bocanada de aire.
—De acuerdo. Esto es en lo que pensaba: ¿Arriesgaría alguien como Dante Partino su libertad, su reputación y su carrera por la venta de un artefacto de millón y medio de dólares?
—Lo hizo, obviamente.
—No estoy tan convencida de eso.
Pedro casi se salta un semáforo en rojo.
—¿Cómo dices? ¿No crees que colocara la falsificación o las granadas? ¿Por que…?
—No, sí creo que lo hizo. Pero es un esnob. Le encanta el prestigio que le confiere su trabajo. No creo que se arriesgara de ese modo por un único objeto. Y no creo que uno cometa un asesinato por un único objeto… no a menos que se trate del diamante Hope o algo por el estilo. Él tenía una falsificación, y ¿para qué otra cosa iba a tenerla, salvo para cambiarla por la verdadera? ¿Por qué deberíamos dar por sentado que…?
Entonces giró bruscamente, y se adentró en el aparcamiento desierto de un centro comercial. Comprendía lo que ella estaba sugiriendo, y la idea le enfurecía e
indignaba.
—Crees que lo ha hecho antes —espetó—, sin que yo fuera consciente de nada.
—¿Se ocupa de alguna de tus otras propiedades, o sólo de ésta?
Pedro estampó el puño contra el salpicadero.
—Se encarga de realizar adquisiciones para otras propiedades pero vive en Florida. Le gusta este clima.
—¿Cuánto tiempo al año sueles pasar en Florida?
—Un mes o dos durante la temporada, algunas semanas durante el resto del año.
—Quizá sea eso también lo que le guste de la finca.
—Estás haciendo demasiadas conjeturas, Paula. Es decir, puedo comprender que tal vez se dejara llevar y se volviera algo codicioso, y que quisiera aprovecharse de mí con lo de la tablilla. Pero estás diciendo que ya me lo ha hecho antes, en repetidas ocasiones.
—Estoy conjeturando, Pedro. No sé nada a ciencia cierta. Sólo digo que tiene lógica. Necesito echar un vistazo al resto de tus obras de arte.
Claro que tenía sentido, y aquello le ponía furioso.
—¡Mierda! ¡Maldita sea!
—Me pediste que te contara lo que pensaba —protestó—. ¡Dios! Olvida lo que he dicho. Si vas a cabrearte, la próxima vez me lo reservaré para mí.
—De eso nada —respondió—. No estoy enfadado contigo, sino conmigo mismo por no haber considerado siquiera la posibilidad hasta ahora.
—Seguramente esté equivocada. Podría tratarse de un coleccionista fanático de tablillas, o incluso de alguien que esté chalado y que tiene a Partino cagado de miedo.
—Echaremos un vistazo por la mañana.
—Por la maña…
—Sí, por la mañana. Nada de merodear a la luz de la luna… y quiero estar seguro antes de mencionar tus sospechas a nadie.
Tiró de su brazo llevado por un impulso, acercándola para poder besarla. Ella abrió la boca para él deslizando la lengua entre sus dientes para igualar su propia exploración.
Su polla, ya medio erecta desde que había salido de casa de los Gonzales, presionó con fuerza contra sus pantalones.
—¡Dios! —dijo con una voz ronca, alargando la mano para dar media vuelta a la llave de contacto y aparcar el coche.
Ella se abalanzó sobre él, enroscando sus hábiles manos en su pelo y apretándose contra su torso.
—Sabes a chocolate —murmuró contra su boca, quitándole el cinturón con brusquedad y deslizando la mano hacia abajo para ahuecarla sobre su rígida entrepierna—. Mmm.
Sintiéndose menos elocuente, la mano de Pedro descendió por la parte frontal de su vestido para acariciarle el pecho derecho, y enseguida sintió florecer su pezón bajo sus absortas atenciones. Pau empujó con más fuerza contra su mano y la cabeza de Pedro golpeó contra la ventanilla del conductor.
—¡Maldita sea!
—Vamos al asiento de atrás —gimió, sacándole la mano de debajo del vestido antes de ejecutar un giro experto y arrojarle encima de ella.
Pedro no se detuvo a admirar su destreza acrobática mientras se afianzaba entre sus piernas, deslizando las manos por sus muslos hasta la cintura, subiéndole el
vestido al tiempo que la acariciaba. Deseaba devorarla, hundirse en ella, mantenerla prisionera a su lado para que nunca pudiera escapar. Sus manos apremiantes le
desabrocharon los pantalones y se los bajó hasta los muslos junto con los calzoncillos, mientras él optaba por lo fácil y simplemente le arrancaba las braguitas de encaje.
—Y yo que pensaba que mantenías el control —jadeó, sonriendo ampliamente mientras cerraba los dedos a su alrededor y le acariciaba.
El introdujo un dedo en su interior al tiempo que empujaba contra su mano.
—¡Dios! En todo menos contigo.
—Me has roto las malditas bragas.
—Te compraré más.
—No quiero que me compres ropa interior. Te quiero dentro de mí. Ahora.
—Un cond…
—Ahora —repitió con un gemido de impaciencia, alzando las caderas.
Pedro no necesitó más invitación. Embistió dentro de ella, hundiendo su verga hasta la base. Pau jadeó, arqueando la espalda y rodeándole la cintura con los tobillos mientras él arremetía, fuerte y rápidamente, una y otra vez, dentro de su
tenso calor.
Dios, le volvía loco. Así sin más, cuando cada nervio de su cuerpo parecía estar en sincronía con ella, desde el acelerado latido de su corazón, su áspera respiración, sus gemidos y el resbaladizo calor por dentro y por fuera de su cuerpo, podía admitir una cosa… le excitaba el hecho de que fuera una ladrona, una embustera y una jugadora.
—Mía —gruñó, bajando el rostro hasta su cuello mientras se sentía llegar al orgasmo—. Di que eres mía.
—Eres mío —repitió con un gemido triunfal, clavándole los dedos en las nalgas y mordiéndole en el hombro mientras se corría, palpitando y contrayéndose a su alrededor.
Mientras se daba cuenta de que Pau tenía razón, se dejó arrastrar con ella en el jadeante e irracional olvido.
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