domingo, 25 de enero de 2015

CAPITULO 127




—Yo me ocuparé, Wilder —dijo Pedro, indicándole con un ademán al mayordomo que se apartara de la puerta principal.


—Muy bien, señor. Vilseau dice que la cena estará lista dentro de veinte minutos.


Wilder desapareció en dirección a la cocina y Pedro miró de nuevo por la ventana. Paula le entregó unos billetes al taxista a través de la ventana del pasajero, se enderezó acto seguido, levantó su bolsa de Bloomingdale's y se encaminó hacia la puerta. La ex ladrona, y sospechosa de robo en esos momentos, hacía que se le acelerase el corazón del mismo modo que la noche en que descendió de su techo cinco meses atrás para proponerle un trato de negocios.


Abrió la puerta.


—Buenas noches.


—¿Qué tienes para mí? —preguntó, atrayendo su cara con su mano libre y dándole un beso feroz.


Con sus bocas aún unidas, Pedro se las arregló para acordarse de cerrar la puerta principal. No es que una cerradura le preocupara en demasía a la mayoría de los conocidos de Pau. La puso de espaldas contra la puerta, quitándole la bolsa de la mano y dejándola caer al suelo. La mano libre de Paula se fue de inmediato a su cinturón, para unirse a la otra mientras le desabrochaba la cremallera.


—¿Qué es todo esto? —murmuró, gruñendo cuando ella introdujo la mano dentro de sus pantalones, manoseando y acariciándole.


—Te deseo.


Con su mano aún dentro de los pantalones, fueron a trompicones hasta la sala de estar. Pedro cerró la puerta con el pie mientras caían ambos del lateral del sillón al suelo.


—Despacio, cariño —dijo Pedro, mientras Pau le bajaba los pantalones hasta los muslos y le empujaba de espaldas acto seguido—. No pienso irme a ningún lado.


—No quiero ir despacio.


Retorciéndose, se desabrochó sus propios pantalones y se los quitó como pudo, sus monas braguitas azules siguieron el mismo camino. Con un gemido estrangulado se hundió en él. Pedro levantó la cabeza, respirando laboriosamente, y vio cómo su polla desaparecía dentro de Paula, centímetro a centímetro, deslizándose en su caliente y apretado interior. 


Fuera lo que fuese que estuviera sucediendo, no pensaba discutir.


Pau se elevó y descendió sobre él, rápida y enérgicamente.


 Pugnando por ejercer cierta dosis de control, Pedro metió la mano bajo su blusa para acariciar sus erguidos pechos mientras ella se movía. Profesando la misma emoción, se recostó cuando la sintió correrse, y elevó las caderas, sumergiéndose dentro de Paula, hasta que se unió a ella dejando escapar un gemido.


Paula se derrumbó sobre su pecho, besándole de nuevo.


—No ha sido muy digno, ¿no? —jadeó, rodeándole con los brazos y aferrándose fuertemente a él.


—Digno, no. Divertido, sí —respondió, devolviéndole el abrazo.


A Paula no le agradaban demasiado los abrazos, ni que la mantuvieran sujeta, y a Pedro le asustó el evidente y desesperado afecto que demostraba en esos instantes. Se aferró a él durante largo rato, su mejilla apoyada contra su pecho. Parecía que estuviera escuchando latir su corazón.


—No es que esto me moleste lo más mínimo —dijo serenamente, reacio a renunciar a la intimidad, pero lo bastante preocupado como para tener que preguntar—, pero ¿te preocupa alguna cosa, Pau?


Ella contuvo la respiración, y volvió a dejar que fluyera. 


Lentamente asintió con la cabeza contra su pecho. ¡Dios santo!


Vale, aquello no era bueno. Calculando cuánto debería presionar y cómo reaccionaría Paula, decidió engatusarla para que hablase:


—¿No estás enferma, verdad?


—No —dijo. Su voz sonó amortiguada contra su camisa. 


Todo bien, por el momento. —¿No estoy enfermo, verdad?


—No.


—¿Ha muerto alguien?


—No. En absoluto.


Casi frases completas. La cosa parecía ir a mejor. Continuó hablando, manteniendo un tono de voz sereno y bajo, y siguiendo con preguntas agradables:
—¿No habrás robado nada que te obligue a huir del país, verdad?


—No he robado nada.


—¿No han arrestado de nuevo a Sanchez, no?


—No.


—¿Alguien a quien conoces ha robado algo que le obligará a huir del país?


Pau se incorporó, bajando la mirada hacia él a través de su enredado cabello caoba. Se lo había dejado crecer un poco y Pedro encontraba sumamente atractivos esos pocos centímetros de más.


—Tengo que pensar en ciertas cosas —dijo pausadamente.


—¿Puedes hablarme de ellas?


—Ahora no.


—¿Nunca?


—Eso es lo que tengo que pensar. No insistas, ¿vale? 


Pedro lo pensó durante un momento, difícil como era estando todavía dentro de ella. Pau acababa de admitir que algo pasaba. Si accedía a no hacerle preguntas, ¿le estaba dando una especie de permiso para que continuara con ello? Ambos se encontraban en un buen aprieto en esos momentos.


—¿Puedes prometerme que esto en lo que tienes que pensar no va a poner tu vida en un peligro inminente?


Paula asintió.


—Eso te lo puedo prometer.


—Entonces te daré algo de tiempo, Pau, pero no desistiré indefinidamente. Es obvio que al estar juntos lo que te afecta a ti, me afecta a mí. Y sabes que puedes contármelo todo. Cualquier cosa.


—Seguramente deberías pensarte mejor eso —respondió—. Puede que haya cosas que no quieras saber.


Pedro le sostuvo la mirada durante largo rato. Aunque había llegado a conocerla bien, todavía había ocasiones en que le era imposible comprenderla. Ésta, sin duda, era una de ellas. ¿Había algo que pudiera decir que le hiciera desear distanciarse de ella? Teniendo en cuenta las respuestas de Paula a sus preguntas anteriores, no se le ocurría de qué podría tratarse. Pese a todo, ni mucho menos llevaba una vida convencional, ni siquiera cuando se pasaba el día comprando en Bloomingdale's.


—Aún puedes contármelo todo.


—Dame un día o dos.


—Hecho. —Y ni un segundo más.


Se inclinó lentamente y le besó de nuevo.


—Gracias. —Se incorporó otra vez—. Bueno, ¿dónde está mi regalo?


Pedro resopló, a pesar de la preocupación. Pau siempre le mantenía en ascuas, aun cuando se encontraba tumbado boca arriba.


—Está en la mesa del comedor.


Ella se puso de pie y Pedro hizo lo mismo. En esos momentos supuso que lo único que podía hacer era esperar el próximo impacto, y armarse con toda la información y munición que pudiera antes de que se produjera.





CAPITULO 126




Paula dobló la masa de la pizza y se metió el extremo en la boca. Frente a ella en la mesa, Sanchez tomaba delicados bocados de su ensalada italiana. Seguramente ambos parecían la Extraña pareja.


—Me he fijado que no le has contado a Alfonso que le has dado un puñetazo a Doffler —dijo su ex perista un momento después.


—Estoy de compras, no persiguiendo chorizos. —Echó un vistazo alrededor de la pizzería medio llena—. Además, Doffler no debería haber dicho que he perdido mi toque.


—¿Y bien? ¿Qué intentabas hacer... encontrar a Martin o salvaguardar tu reputación? Porque si no recuerdo mal, estás retirada. Eso es lo que cree el tipo con el que acabas de hablar por teléfono.


—Estoy retirada. Pero diseño sistemas de seguridad. No quiero que ladrones y timadores piensen que me he vuelto blanda y pueden robar en los sitios que he asegurado.


—Mmm, hum. Así que, se trata de negocios, no de tu ego.


—Cómete la jodida ensalada.


—Eso creía.


Haciendo caso omiso de la satisfacción que destilaba su voz, Paula sacó un trozo de papel del bolsillo.


—A Nadia Kolsky o a Merrado no les he atizado. —Ganas le habían dado de hacerlo, aunque no fuera más que por frustración. Alguien tenía que saber dónde estaba Martin. Y a juzgar por lo que Sanchez le había estado contando, no muchos de los antiguos conocidos de Martin estarían dispuestos a hacerle el favor de esconderle.


—Porque Merrado es más grande que King Kong.


—Está bien, ¿qué hay de los peristas? —preguntó, garabateando algunas notas más para sí misma—. Sé que Martin trabajaba sobre todo contigo, pero parte del material que mangaba no eran más que bagatelas.


—Esos tipos no suelen durar mucho en el negocio. Haré un par de llamadas después de comer y veré si puedo localizar a algunos.


Pau tomó otro bocado, reflexionando mientras lo hacía.


—¿Puedo hacerte una pregunta?


—Siempre que no sea sobre Alfonso y tú.


—¿Por qué yo he salido tan distinta de Martin?


Sanchez soltó un bufido.


—Si lo supiera, cielo, me hubiera evitado un montón de discusiones. A Martin le gustaba culpar a tu madre. 


Paula se detuvo a medio bocado. —¿Por qué?


—Era una mujer lista. Le convenció para que se casara. 


Cuando Martin no fue capaz de comprenderte, supongo que echarle la culpa a ella fue lo más fácil. Y no siempre fue un ladrón de poca monta.


—Lo sé. Solía ser el mejor ladrón del gremio. Lo que pasa es que...


—Se hizo viejo.


Paula se quedó petrificada al escuchar la grave voz que llegó desde su izquierda. El corazón dejó de latirle... o eso le pareció. La morena cara de Sanchez había adquirido un tono ceniciento, pero Pau no deseaba volver la vista hacia la mesa aledaña. ¿Por qué no se había percatado? ¿Por qué no había percibido que él había atravesado la puerta y tomado asiento al lado de ellos?


—¿Te ha comido la lengua el gato, Pau? «Recobra la compostura, Pau», se dijo a gritos a sí misma. Respiró hondo y giró la cabeza:
—Hola, Martin.


Su padre estaba allí sentado, con él mismo aspecto que la última vez en que había estado en una mesa frente a él. No, no el mismo, se corrigió. Su cabello castaño claro mostraba más canas, unas profundas arrugas surcaban su frente y enmarcaban su boca. Y estaba un poco más delgado. Pero el hombre sentado a la mesa blanca de plástico era, sin lugar a dudas, Martin Chaves.


—¿Qué... ? —dijo Sanchez con voz áspera y entrecortada—. ¿Cómo...?


Los ojos castaños del hombre se desviaron en dirección al perista y retornaron acto seguido a Paula. Esbozó una sonrisa, aquella expresión serena y segura de sí mima que Paula recordaba.


—Sorpresa.


—¿Qué cojones pasa, Martin? —logró preguntar Sanchez, la emoción tornaba su voz grave y resonante.


—Enseguida estoy contigo, Sanchez—respondió Martin—. Primero, ¿qué estabas a punto de decir, Pau? ¿Que Martin se volvió demasiado viejo como para seguir en el negocio? ¿Que se convirtió en un carterista glorificado? —Se acercó, bajando la voz—. Supongo que sigo siendo lo bastante bueno como para volver de la tumba, ¿no es así?


—No lo entiendo —susurró Paula. Finalmente, no pudo evitar que le temblara la voz.


Martin aplastó la mano sobre la superficie de la mesa.


—Espero que no seas siempre tan cortita —dijo con una risita—. Lo importante es que estoy vivo. ¿De verdad quieres malgastar el tiempo preguntándome por qué o cómo?


—Sí, eso quiero. Por lo visto tú has dispuesto de más tiempo que yo para asimilar que estás vivo. —Paula tragó saliva. En cierto modo, él tenía razón. Dadas las circunstancias, teniéndole a él allí y habiendo un cuadro desaparecido, tenía que ponerse al día, y rápido.


—Vi tu funeral, Martin.


—Eso pensaste. Y ése fue tu error. Te dije que te mantuvieras lejos de mí si me pescaban. Siempre fuiste una blanda, Pau. O eso creía yo. ¿Cuánto le sacas a ese inglés al mes? ¿Mil? ¿Más? Vi que te habías ido a vivir con él y pensé «ésa es mi chica». Quizá aprendieras más de lo que intenté inculcarte.


—No quiero hablar de eso —respondió. La conmoción comenzó a convertirse en ardiente ira en cuanto él hizo mención de Pedro —. Y si lo que quieres es darnos más lecciones, entonces sí importa el por qué estás aquí. No moriste en prisión, pero no pudiste salir por tus propios medios. De lo contrario, habrían informado de una fuga en las noticias. Y queda el problemilla de dónde has estado los últimos tres años. ¿Ni siquiera has podido enviarnos una postal?


—He estado ocupado aquí y allá. Y hablando de lecciones, si hay una regla que jamás has roto, es la de que no interferimos en los asuntos del otro. Ahora mismo te estás inmiscuyendo en los míos.


—¿De qué narices estás hablando? —espetó Sanchez—. ¿Sabes lo que le has hecho pasar a esta chica? ¿Cómo cojones...?


—Despediros del Hogarth. Los dos. Y deja de buscarme. Tu inglesito no ha perdido nada. El seguro cubrirá el cuadro.


—Me has tendido una trampa. —Paula se puso en pie, apoyando los puños sobre la mesa delante de ella, todos sus músculos ansiaban darle un puñetazo, y otro, y otro más; no porque le hubiera robado a Pedro, sino porque los últimos tres años había estado vivo y no se había tomado la molestia de decirle nada a su propia hija—. Intenté concertar un encuentro contigo y lo aprovechaste para tenderme una trampa.


—Alégrate que fue conmigo con quien intentaste citarte. No te olvides de cubrirte las espaldas, Pau. Dejaste al descubierto tu culo de oro porque sentías curiosidad. ¿Cuántas veces te he advertido de eso?


—¿Reapareces para darme más lecciones? ¿Qué me dices si por un minuto te comportas como mi maldito padre? —Aquélla era la cuestión, comprendió; Martin siempre había adoptado la posición de su superior y maestro. Por lo visto, una ausencia de seis años no había cambiado eso. ¡Joder! 


Tenía la sensación de que la cabeza le giraba sobre el cuello y que acabaría por salir disparada. Y si alguien se aprovechaba de eso, era el imperturbable Martin, para quien el fin justificaba los medios.


Él soltó un bufido.


—Estás mosqueada porque te he ganado por la mano. Vamos. No puedes escatimarle a tu viejo padre uno de los huevos de ese nido.


—Sí cuando la poli me culpa a mí. —Y ahora, de pronto, estaban discutiendo por cuestiones de trabajo, como si hubieran pasados seis días, y no seis años, desde la última vez que habían hablado—. Y dado que me tienen a mí como sospechosa, la compañía de seguros no va a pagar. Si vuelven a detenerme, podrían incluso acusar a Pedro de fraude.


—Y tendrás que buscarte una nueva gallina de los huevos de oro. ¿Cuánto tiempo llevas con él, seis meses? Seguramente ya...


—Cinco —le corrigió tensamente.


—Lo que sea. Seguramente ya le has exprimido todo lo que podías. Acabará notando que faltan muebles.


Paula no intentó explicarle su relación con Pedro. De todos modos, Martin no lo entendería. Pero fuera lo que fuese lo que estaba tramando, no iba a cargar con las culpas. Sabía cómo jugaba él. Hubieran transcurrido o no seis años, algunas cosas no cambiaban nunca. La única lección en la que él era mejor, la que primero le había enseñado y que con mayor frecuencia le repetía, era preocuparse por uno mismo antes que por los demás. Lo cual significaba que más le valía a ella hacer lo mismo. .. salvo que en su nuevo mundo, eso incluía a Pedro.


—¿Quién te contrató para que robases el Hogarth? —preguntó.


—No es asunto tuyo. Limítate a ir de tiendas y de fiesta, y yo seguiré con lo mío.


—¿Hasta que decidas reaparecer otra vez para inmiscuirte en mi vida? Me parece que no, Martin. —Tomó asiento de nuevo, obligándose a relajar los músculos—. Podrías haber birlado el cuadro en Sotheby's. Quisiste llevártelo de mi casa, y esperaste a que saliera para reunirme contigo para hacer tu jugada. Así que dime que está pasando, papá. ¿Crees que yo me he metido en tus cosas? Tú te has metido en las mías como si fueras un elefante en una cacharrería. Y no me hace la menor gracia.


El encanto abandonó su mirada durante un instante.


—Cuidadito con lo que dices, Pau. Yo no tengo por qué darte explicaciones de nada.


—A mí me parece una pregunta justa, Martin —intervino Sanchez—. Pau podría ir a la cárcel.


—Eso no va a suceder —dijo Martin de forma despectiva, alargando la mano para coger una de las porciones de pizza de Paula y retomando su conducta controlada—. Si así lo creyeras, estarías de camino a París y Milán.


No si eso significaba abandonar a Pedro; y mucho menos cuando su partida le pondría las cosas peor a él.


—Tiene que haber una razón —dijo pausadamente—, para que te desvanecieras por arte de magia y decidieras reaparecer ahora, cuando Sanchez y yo no teníamos la menor idea de que estabas vivo, y mucho menos de que seguías en el negocio. —El halago obraba milagros con algunas de sus víctimas; no veía por qué no podría funcionar con Martin.


—Digamos, sencillamente, que cierta gente consideró que les sería más provechoso que estuviera fuera de la cárcel que intentar mantenerme entre rejas.


Martin había escapado de varias instalaciones en al menos dos ocasiones, que ella supiera. ¿Quién consideraría más provechoso que estuviera libre en lugar de recluido en unas instalaciones más seguras y, por consiguiente, más caras?


 Alguien a quien le estuviera costando dinero.


—¿Trabajas para el gobierno? —susurró, incapaz de impedirse dirigir una mirada por el restaurante.


—Tan lista como siempre, ¿verdad, Paula? Aunque no se trata exactamente del gobierno. He estado ayudando a la INTERPOL. —Sonrió ampliamente, la desenfadada expresión de «soy el tipo más listo de la habitación» que solía verle cada vez que realizaba con éxito un trabajo delicado.


—Discúlpame —intervino de nuevo Sanchez, su voz estaba teñida de escepticismo—, pero ¿robarle a Pedro Alfonso en qué beneficia a la INTERPOL?


—¿Recuerdas el golpe en el Louvre del año pasado? —Martin dio un buen bocado a la pizza de pepperoni de Paula.


—No fuiste tú —respondió ella de manera tajante—. En las noticias dijeron que había al menos cuatro tipos implicados. Dispararon y mataron a un guarda de seguridad.


—Cierto. Cabrearon a la INTERPOL y por eso me ofrecieron un trato. Yo descubrí quiénes eran los tipos del Louvre, y he estado haciéndome un hueco en la banda. Tan sólo necesito planear un último y rápido golpe por valor de un par de millones, y ¡tachán!, soy parte de la banda.


—¿Así que dejaste que te viera en la subasta, esperaste a que concertara una reunión y luego entraste en mi casa mientras estaba ausente para unirte a una banda de chorizos?


—¿Tu casa? —repitió, su sonrisa se hizo más amplia—. Y no son chorizos, ni mucho menos. Son unos tipos con mucho talento, por eso me necesita la INTERPOL. Ahora que la banda confía en mí, lo único que tengo que hacer es informar de su próximo golpe y conseguiré retirarme felizmente con un nombre nuevo en un país cálido. Estoy considerando Monaco, tal vez como John Robie.


John Robie. El personaje de Cary Grant en Atrapa a un ladrón. Paula sabía que Martin siempre se había imaginado a sí mismo como a ese tipo, aunque ella consideraba que su realidad distaba muchísimo de la fantasía.


—Quiero recuperar el Hogarth, Martin. Lábrate una reputación a costa de otro. No de mí.


—Demasiado tarde. De todos modos, no fui yo quien se lo llevó. Yo sólo lo planeé.


Paula se quedó helada.


—¿Dejaste que los tipos que dispararon a un guardia de seguridad entraran en mi casa estando Pedro en ella? —espetó. Una cosa era pensar que Martin había entrado; eso era despreciable, pero al menos el hombre le agradaba y nunca llevaba pistola. Pero una banda de asesinos...—. ¡Dios bendito, Martin!


—Baja la voz, Paula. Y deja las cosas como están. 
Seguramente recuperarás el cuadro cuando la INTERPOL atrape a la banda.


—Como si fueran a quedárselo por mucho tiempo —farfulló Sanchez—. Nadie se queda con algo tan caliente más de lo necesario. Confía en mí, así es como realizo algunos de mis mejores tratos —lanzó una mirada a Paula—. Como solía realizar algunos de mis mejores tratos —se corrigió—. Estoy retirado.


—No falta tanto. Déjalo estar, y déjame en paz, y puede que os invite a mi fiesta de jubilación. Si vas tras el Hogarth, sabrán que yo te hablé sobre ello, y podrás asistir a mi próximo funeral, Paula. Esta vez de verdad.


Dicho eso se puso en pie y se marchó de la pizzería. 


Paula y Sanchez se quedaron allí sentados durante largo rato, mirándose el uno al otro.


—¿Qué narices se supone que debo hacer ahora? —dijo entre dientes, estampando el puño sobre la mesa—. ¿Acaba de aparecer y de pronto yo vuelvo a ser una niña de doce años y él el gran maestro Jedi de los ladrones? ¿Alguna vez ha hecho algo honrado en su vida?


—No que yo sepa. Y estoy pensando en Hong Kong, cielo —repuso Sanchez—. Un viaje sin prisas.


Pau dejó escapar el aliento.


—En un bote de remos.


Sonó su teléfono móvil con la melodía de James Bond. Pedro. Descolgó, el corazón le latía desaforadamente.


 ¡Genial! No era que él pudiera haberla visto allí, hablando con su padre, supuestamente fallecido.


—Hola, cielo —dijo, manteniendo un tono de voz frío y firme—. ¿Has cambiado de idea sobre el almuerzo?


—No. Estoy fingiendo que hablo con Trump de hacer negocios juntos. Deberías ver a los tipos de Hoshido. Ya han renunciado a las ocho plantas superiores del Manhattan.


Pau esbozó una sonrisa tensa.


—Mira que eres facilón.


—Y tú que lo digas. ¿Qué tal las compras?


«¡ Mierda!»


—Más bien estoy mirando. —Se detuvo por un momento.
¿Qué podía decirle sin fastidiar lo que pudiera tener que ocultarle más tarde? El esperaría algo.Paula Chaves no tenía muchos días aburridos—. Te alegrará saber que unos policías de paisano han intentado seguir mi taxi.


—¿En serio? —respondió con la voz más cortante. Podía imaginarle sentado, inclinado hacia delante sobre su escritorio—. ¿Y?


—Los despisté. Cambié de taxi y me puse un bigote.


—Paula, me alegra que esto te divierta, pero...


—No me divierte. De hecho, no sé cómo debo reaccionar. 


Nunca antes me había encontrado en una situación semejante.


—Lo sé. Yo tampoco. Oye, tengo un regalo para ti. Algo para después de cenar.


—Ay, que traviesillo. —Sanchez puso los ojos en blanco al otro lado de la mesa y Pau le sacó la lengua—. ¿ Puedes darme una pista?


—No. Estaré en casa a las seis.


—Yo también debería estar para entonces.


—Te quiero, yanqui.


—Yo también, inglés. —Y colgó el teléfono.


—¿Qué vas a decirle, Pau? —Sanchez dejó por fin de fingir que comía ensalada y la hizo a un lado—. Porque sea lo que sea lo que trama Martin, meter a Alfonso en medio no puede ser nada bueno.


—¡No jodas! —inspiró—. No sé qué voy a contarle. Decirle «lo siento, mi padre ha vuelto al negocio y quiere todo lo que posees que no esté clavado al suelo» no me parece demasiado alentador. Tengo que pensar. ¿Puedes quedarte un rato?


—No pienso irme a ninguna parte, cielo. Pero ten cuidado con esto, o puede que sólo quede yo cuando el humo se despeje.


—Lo sé —masculló, cogiendo su pizza y tirándola a la papelera más cercana—. Ahora tengo que ir a comprarme algo mono para que Pedro no crea que he estado urdiendo alguna maldad.



CAPITULO 125




Jueves, 12.25 p.m.


Pedro estaba de pie, tomándose una taza de té caliente y mirando por la ventana del piso cincuenta de sus nuevas oficinas en Nueva York. Detrás de él, media docena de sus empleados discutían con otra media del personal de Hoshido sobre contratos de usufructo y prestaciones de impuestos sobre los bienes inmuebles. Tal como había sospechado, ese día las cosas no se desarrollaban de modo tan fluido; por lo visto la oposición veía el robo del Hogarth como una grieta en su armadura.


—Sabes, desde aquí el Edison Towers en la Cuarenta y siete con Broadway parece interesante —comentó—. Angel, llama a su gerente y consigúeme una cita con el propietario.


—Sí, señor. —Angel echó mano de uno de los teléfonos de la sala de conferencias.


—Le ruego me perdone —dijo uno de los abogados de Hoshido—, ¿pero no sería más lógico concluir las negociaciones con nosotros antes de echarle la vista encima a otro hotel? El Edison y el Manhattan están emplazados en ubicaciones competidoras, en cualquier caso. Pedro le brindó una sonrisa.


—Sí, así es. Y si continúa pasándome esa sandez del aparcamiento patentado, puede irse a casa y Hoshido puede competir conmigo en el Edison Towers.


—Esto es una negociación, señor Alfonso —repuso el abogado con los dientes apretados—. Nada ha sido grabado en piedra.


—Mmm, hum. Empiezo a preguntarme si son los intereses de Hoshido o los suyos en los que piensa, señor RailSmith.


—Los...


El teléfono que se encontraba a la cabecera de la mesa sonó en la línea uno.


—Disculpe. —Pedro se acercó a cogerlo—. Alfonso al habla.


—Señor, soy Sara —se escuchó la suave voz británica del otro extremo—. Los balances de beneficios para Kingdom Fittings llegaron hoy, pero Omninet y Afra van con retraso. ¿Quiere lo que tengo o espero hasta recibir los que faltan?


—Les comunicaste cuánto quiero esos informes —dijo.


—Varias veces —respondió. Pudo apreciar su indignación incluso a través del teléfono—. Por lo visto quieren oírlo de alguien que no sea su secretaria.


Sí, querrían escucharlo de sus propios labios. Algunas zalamerías, unas palmaditas en la espalda... era un maestro a la hora de conseguir lo que deseaba. Aunque últimamente no había estado tan centrado en los negocios, y la mayoría de sus accionistas parecían saberlo, así como también el nivel de su distracción.


—Yo me ocuparé —dijo—. Espera el informe Kingdom hasta mañana. ¿Querrás telefonear a Joaquin Stillwell a las oficinas de Sunrise y pedirle que me llame a este número?


—Inmediatamente, señor.


Nada había escapado a su control, todavía, pero si su vida con Paula continuaba del mismo modo, iba a tener que hacer frente a algunos hechos desagradables. El principal parecía ser que por mucho que le gustara su independencia, su habilidad para aparecer sin más dónde y cuándo una de sus empresas necesitaba un buen puntapié, algo de afinación o simplemente una inyección de moral, su vida personal había cobrado suma importancia. 


Parafraseando a Tomas Gonzales, ya no era un solista. Quizá si se hubiera sentido o pensado de ese modo tres años antes, todavía estaría casado con Patricia.


Aunque Patricia había sido un accesorio de trabajo: la esposa que llevar colgada del brazo a eventos sociales y que organizaba fiestas. Pese a no ser culpa suya, Patricia nunca le hizo dar media vuelta, le puso a mil o consiguió que se derritiera por dentro. Necesitaba a Paula para eso. Y dado que no estaba dispuesto a renunciar a ella, y tampoco a simplificar sus posesiones, necesitaba ayuda.


Su teléfono sonó de nuevo.


—Alfonso al habla.


—Señor —dijo la recepcionista—. Tengo a Joaquin Stillwell al teléfono, preguntando por usted.


—Espléndido. Retenga la llamada un momento mientras busco un despacho vacío.


—Karen Tyson no está hoy, señor.


—Bien. Pásemela allí dentro de dos minutos.


Colgó y se volvió hacia la docena de abogados que contendían al fondo de la estancia.


—Damas y caballeros, pidan el almuerzo y tranquilícense un poco. El trato se hará, y todos quedaremos razonablemente felices.


En el extremo opuesto del pasillo donde se encontraba su propio despacho encontró la puerta de Karen Tyson, jefa de personal. El teléfono sonó cuando entró en la habitación.


—¿Joaquin? —preguntó.


—Lord Rawley —respondió la voz seca—. Quería decir Pedro. Buenas tardes.


—Joaquin, tengo dos balances de beneficios atrasados de empresas con base en Londres. Si puedes conseguírmelos para el domingo, tengo intención de ofrecerte el puesto de mi ayudante personal. Y no me estoy refiriendo a alguien que me traiga el té. Tus tareas serían similares a las que ahora desempeñas, pero algo más... relevantes. Además, implicaría viajar más y enterarse de excesivos detalles de mis asuntos personales. Considéralo ser mi jefe de estado mayor.


—Señor, no sé qué decir.


—He seguido tu trabajo en Sunrise, y Matumbe habla maravillas de ti. Para empezar, el sueldo sería de doscientos mil libras anuales, además de dietas. Tienes una visa vigente, ¿verdad?


—Sí. Sí, así es.


—Si estás interesado, espero verte en Nueva York el domingo.


—Gracias, lor... Pedro. Allí estar...


—Un momento, Joaquin—le interrumpió Pedro—. ¿Estás casado?


—No, señor.


—¿Sales con alguien? —No en estos momentos.


—¿Te supone algún problema pasar lo que pudiera ser gran parte de tu tiempo viajando sin que te avisen con demasiada antelación? —A fin de cuentas, estaba reclutando a un asistente para que le ayudara a manejar sus negocios para así poder ocuparse de su vida privada. No sería justo esperar que alguien renunciara a la suya a cambio. Y eso era otra reveladora idea que podría agradecerle a Paula—. Francamente, Joaquin. No me digas lo que crees que yo quiero escuchar.


—No tengo problemas en viajar, señor. Si me permite que lo diga, ésta es justo la clase de oportunidad que estaba esperando al trabajar para una de sus empresas.


Pedro esbozó una sonrisa forzada.


—La adulación no es necesaria a menos que lo solicite expresamente. Sara, de la oficina de Londres, tiene toda la información que vas a necesitar.


—Me ocuparé de ello, Pedro.


—Eso espero.


Otro asunto solucionado. O tres, en realidad. Ahora lo que tenía que hacer era impedir que los abogados de la otra parte continuaran poniendo obstáculos para que pudiera volver al trabajo. Su estómago gruñó, y Pedro le echó un vistazo al reloj sobre el escritorio. ¡Maldición! Sacó su móvil y pulsó el uno con el sistema de marcación rápida.


—Hola.


—¿Tienes hambre?


—Ya tengo una pizzería en el punto de mira —respondió la suave voz de Paula—. ¿Cuánto crees que tardarás?


—Demasiado. Creo que pediré comida.


—No te olvides de alimentar a tus acólitos. Pedro sonrió.


—Sí, amor. Ya les he dicho que vayan a buscar algunas migajas. Te veré dentro de unas horas. —Ésa era su Pau, delincuente profesional y adalid del agotado personal de oficina por doquier.


—De acuerdo —dijo e hizo una pausa—. ¿Qué tal día llevas?


—Bastante bueno. Estoy amenazando con pasar del Manhattan y comprar otro hotel en su lugar.


Pau dejó escapar una risita.


—No pienso jugar jamás al Monopoly contigo. Nos vemos esta noche.


Esta vez esperó durante un segundo. Al ver que Pau guardaba silencio, Pedro apretó la mandíbula ligeramente.


—Te quiero.


—Yo también te quiero, guapetón.


Paciencia, Pedro, se recordó a sí mismo. Acabaría sintiéndose lo suficientemente cómoda como para ser ella quien lo dijera primero, y sin necesidad de que la animara. 


La vida de ambos había cambiado drásticamente desde que se conocieron, y todavía estaban aprendiendo a ser una pareja. Y si se salía con la suya, cosa que pretendía hacer, pasarían muchísimo tiempo juntos aprendiendo.