domingo, 25 de enero de 2015

CAPITULO 125




Jueves, 12.25 p.m.


Pedro estaba de pie, tomándose una taza de té caliente y mirando por la ventana del piso cincuenta de sus nuevas oficinas en Nueva York. Detrás de él, media docena de sus empleados discutían con otra media del personal de Hoshido sobre contratos de usufructo y prestaciones de impuestos sobre los bienes inmuebles. Tal como había sospechado, ese día las cosas no se desarrollaban de modo tan fluido; por lo visto la oposición veía el robo del Hogarth como una grieta en su armadura.


—Sabes, desde aquí el Edison Towers en la Cuarenta y siete con Broadway parece interesante —comentó—. Angel, llama a su gerente y consigúeme una cita con el propietario.


—Sí, señor. —Angel echó mano de uno de los teléfonos de la sala de conferencias.


—Le ruego me perdone —dijo uno de los abogados de Hoshido—, ¿pero no sería más lógico concluir las negociaciones con nosotros antes de echarle la vista encima a otro hotel? El Edison y el Manhattan están emplazados en ubicaciones competidoras, en cualquier caso. Pedro le brindó una sonrisa.


—Sí, así es. Y si continúa pasándome esa sandez del aparcamiento patentado, puede irse a casa y Hoshido puede competir conmigo en el Edison Towers.


—Esto es una negociación, señor Alfonso —repuso el abogado con los dientes apretados—. Nada ha sido grabado en piedra.


—Mmm, hum. Empiezo a preguntarme si son los intereses de Hoshido o los suyos en los que piensa, señor RailSmith.


—Los...


El teléfono que se encontraba a la cabecera de la mesa sonó en la línea uno.


—Disculpe. —Pedro se acercó a cogerlo—. Alfonso al habla.


—Señor, soy Sara —se escuchó la suave voz británica del otro extremo—. Los balances de beneficios para Kingdom Fittings llegaron hoy, pero Omninet y Afra van con retraso. ¿Quiere lo que tengo o espero hasta recibir los que faltan?


—Les comunicaste cuánto quiero esos informes —dijo.


—Varias veces —respondió. Pudo apreciar su indignación incluso a través del teléfono—. Por lo visto quieren oírlo de alguien que no sea su secretaria.


Sí, querrían escucharlo de sus propios labios. Algunas zalamerías, unas palmaditas en la espalda... era un maestro a la hora de conseguir lo que deseaba. Aunque últimamente no había estado tan centrado en los negocios, y la mayoría de sus accionistas parecían saberlo, así como también el nivel de su distracción.


—Yo me ocuparé —dijo—. Espera el informe Kingdom hasta mañana. ¿Querrás telefonear a Joaquin Stillwell a las oficinas de Sunrise y pedirle que me llame a este número?


—Inmediatamente, señor.


Nada había escapado a su control, todavía, pero si su vida con Paula continuaba del mismo modo, iba a tener que hacer frente a algunos hechos desagradables. El principal parecía ser que por mucho que le gustara su independencia, su habilidad para aparecer sin más dónde y cuándo una de sus empresas necesitaba un buen puntapié, algo de afinación o simplemente una inyección de moral, su vida personal había cobrado suma importancia. 


Parafraseando a Tomas Gonzales, ya no era un solista. Quizá si se hubiera sentido o pensado de ese modo tres años antes, todavía estaría casado con Patricia.


Aunque Patricia había sido un accesorio de trabajo: la esposa que llevar colgada del brazo a eventos sociales y que organizaba fiestas. Pese a no ser culpa suya, Patricia nunca le hizo dar media vuelta, le puso a mil o consiguió que se derritiera por dentro. Necesitaba a Paula para eso. Y dado que no estaba dispuesto a renunciar a ella, y tampoco a simplificar sus posesiones, necesitaba ayuda.


Su teléfono sonó de nuevo.


—Alfonso al habla.


—Señor —dijo la recepcionista—. Tengo a Joaquin Stillwell al teléfono, preguntando por usted.


—Espléndido. Retenga la llamada un momento mientras busco un despacho vacío.


—Karen Tyson no está hoy, señor.


—Bien. Pásemela allí dentro de dos minutos.


Colgó y se volvió hacia la docena de abogados que contendían al fondo de la estancia.


—Damas y caballeros, pidan el almuerzo y tranquilícense un poco. El trato se hará, y todos quedaremos razonablemente felices.


En el extremo opuesto del pasillo donde se encontraba su propio despacho encontró la puerta de Karen Tyson, jefa de personal. El teléfono sonó cuando entró en la habitación.


—¿Joaquin? —preguntó.


—Lord Rawley —respondió la voz seca—. Quería decir Pedro. Buenas tardes.


—Joaquin, tengo dos balances de beneficios atrasados de empresas con base en Londres. Si puedes conseguírmelos para el domingo, tengo intención de ofrecerte el puesto de mi ayudante personal. Y no me estoy refiriendo a alguien que me traiga el té. Tus tareas serían similares a las que ahora desempeñas, pero algo más... relevantes. Además, implicaría viajar más y enterarse de excesivos detalles de mis asuntos personales. Considéralo ser mi jefe de estado mayor.


—Señor, no sé qué decir.


—He seguido tu trabajo en Sunrise, y Matumbe habla maravillas de ti. Para empezar, el sueldo sería de doscientos mil libras anuales, además de dietas. Tienes una visa vigente, ¿verdad?


—Sí. Sí, así es.


—Si estás interesado, espero verte en Nueva York el domingo.


—Gracias, lor... Pedro. Allí estar...


—Un momento, Joaquin—le interrumpió Pedro—. ¿Estás casado?


—No, señor.


—¿Sales con alguien? —No en estos momentos.


—¿Te supone algún problema pasar lo que pudiera ser gran parte de tu tiempo viajando sin que te avisen con demasiada antelación? —A fin de cuentas, estaba reclutando a un asistente para que le ayudara a manejar sus negocios para así poder ocuparse de su vida privada. No sería justo esperar que alguien renunciara a la suya a cambio. Y eso era otra reveladora idea que podría agradecerle a Paula—. Francamente, Joaquin. No me digas lo que crees que yo quiero escuchar.


—No tengo problemas en viajar, señor. Si me permite que lo diga, ésta es justo la clase de oportunidad que estaba esperando al trabajar para una de sus empresas.


Pedro esbozó una sonrisa forzada.


—La adulación no es necesaria a menos que lo solicite expresamente. Sara, de la oficina de Londres, tiene toda la información que vas a necesitar.


—Me ocuparé de ello, Pedro.


—Eso espero.


Otro asunto solucionado. O tres, en realidad. Ahora lo que tenía que hacer era impedir que los abogados de la otra parte continuaran poniendo obstáculos para que pudiera volver al trabajo. Su estómago gruñó, y Pedro le echó un vistazo al reloj sobre el escritorio. ¡Maldición! Sacó su móvil y pulsó el uno con el sistema de marcación rápida.


—Hola.


—¿Tienes hambre?


—Ya tengo una pizzería en el punto de mira —respondió la suave voz de Paula—. ¿Cuánto crees que tardarás?


—Demasiado. Creo que pediré comida.


—No te olvides de alimentar a tus acólitos. Pedro sonrió.


—Sí, amor. Ya les he dicho que vayan a buscar algunas migajas. Te veré dentro de unas horas. —Ésa era su Pau, delincuente profesional y adalid del agotado personal de oficina por doquier.


—De acuerdo —dijo e hizo una pausa—. ¿Qué tal día llevas?


—Bastante bueno. Estoy amenazando con pasar del Manhattan y comprar otro hotel en su lugar.


Pau dejó escapar una risita.


—No pienso jugar jamás al Monopoly contigo. Nos vemos esta noche.


Esta vez esperó durante un segundo. Al ver que Pau guardaba silencio, Pedro apretó la mandíbula ligeramente.


—Te quiero.


—Yo también te quiero, guapetón.


Paciencia, Pedro, se recordó a sí mismo. Acabaría sintiéndose lo suficientemente cómoda como para ser ella quien lo dijera primero, y sin necesidad de que la animara. 


La vida de ambos había cambiado drásticamente desde que se conocieron, y todavía estaban aprendiendo a ser una pareja. Y si se salía con la suya, cosa que pretendía hacer, pasarían muchísimo tiempo juntos aprendiendo.





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