jueves, 9 de abril de 2015
CAPITULO 181
Miércoles 4:18 p.m.
—¿Está en casa? —preguntó Pedro cuando Reinaldo abrió las dobles puertas de la entrada a Solano Dorado.
—Arriba, señor Pedro, en la suite. Hans tiene hamburguesas y ensalada de patata en el menú de esta noche, si es aceptable.
—¿Elección de Paula?
Reinaldo sonrió ampliamente.
—Supone bien.
—Está bien. ¿Sobre las siete?
—Se lo diré.
Arriba en la suite principal él dejó caer su bolsa de viaje y un maletín sobre el suelo.
—Estoy en casa —llamó, luego se dio cuenta del extremo colgante de una ancha cinta roja sobre el respaldo del sofá.
Una pequeña tarjeta estaba sujeta al final. Sacándola de su sobre, la desdobló.
—Sígueme —leyó en voz alta. Era todo lo que decía.
Rodeó el sofá, la cinta se enrollaba y giraba laxa sobre un sillón, alrededor de la base de una lámpara de pie y luego se deslizaba en el dormitorio a través de la puerta medio
cerrada.
—Mejor que estés aquí —dijo con una sonrisa mientras empujaba lentamente la puerta— o voy a ponerme en ridículo.
Silencio. Pero podía sentirla en el interior, su excitación, el calor de su presencia. Su sonrisa se acentuó y Pedro entró en la habitación. Se quedó con la boca abierta.
—Guau.
Fue el único sonido que pudo emitir. Toda la sangre abandonó su cerebro y se dirigió al sur.
Paula estaba de pie, una pierna doblada y ligeramente por delante de la otra, una mano en el poste tallado de la cama y la otra en el costado. En medio no llevaba nada… nada salvo la cinta roja, que se enroscaba una vez alrededor de las caderas y otra cruzaba sus pechos cayendo de nuevo desde el hombro hasta el suelo. Si era Navidad, evidentemente había sido un chico muy bueno.
—¿Qué…? —se aclaró la garganta—. ¿Qué he hecho para merecer este regalo?
—Creo —dijo ella, la voz ronca por la excitación reprimida— que es el aniversario de la primera vez que me desenvolviste —agitó los dedos hacia la cama—. Y justo aquí, también, que yo recuerde.
Así era. Tres días después de que se hubieran conocido.
Tres muy azarosos e inolvidables días que habían sido seguidos por trescientos sesenta y cinco más. Se quitó la
chaqueta y la dejó caer al suelo. Cuando la alcanzó, deslizó las manos alrededor de su cintura desnuda y se inclinó para besar la boca levantada.
Riéndose contra los labios de él, Paula deslizó los dedos hasta el nudo de su corbata y lo deshizo.
—Pensé ponerme un tanga rosa, pero esto parecía más divertido. Sé que te gusta cuando visto de rojo.
—Definitivamente, funciona para mí.
—Puedo verlo —deslizó la mano por la parte delantera de sus pantalones, luego fue a desabrocharle los botones de la camisa. Al mismo tiempo, él deslizó la cinta por su hombro y la observó flotar con elegancia hasta el suelo.
Deslizando los dedos a través de sus pechos, escuchó con profunda satisfacción la brusca inhalación de aire. Todo lo que había logrado en Nueva York, todas las novedades
que Garcia le hubiera dado, todo podía esperar hasta más tarde. Ella había montado esto para él, esperando a que volviera a casa e iniciar esta pequeña fiesta. Podía ser agresiva, exigente y vivaz, pero cuando se refería a asuntos privados entre ellos dos, por lo general era él quien empezaba primero. Sin embargo, esta tarde no.
La empujó con delicadeza contra el poste, profundizando el beso, dejando que la sensación de la piel de ella bajo sus manos fluyera en su interior. Algunas de sus noches favoritas eran cuando trepaban juntos a la cama y simplemente caían dormidos, pero nada era mejor que el sexo con una Paula acelerada. Nada.
Una vez ella le despojó de la camisa y el cinturón, él se bajó los pantalones y se quitó los zapatos de sendas patadas.
Supuso que no parecía un semental con los calcetines
negros así que se sentó en el borde de la cama y también se los quitó.
Paula se inclinó sobre él mientras se quitaba el segundo, tumbándolo sobre la espalda y gateando encima para besarlo antes de descender para recorrerle los pezones con
la lengua. Luego se movió más abajo. Cuando le tomó el pene en su suave boca, él puso los ojos en blanco. ¡Por los clavos de Cristo!
—Ven aquí —gruñó cuando ya no pudo aguantar más su entusiasta succión, arrastrándola a lo largo de su cuerpo y girando para ponerla debajo. Le besó la boca, la mandíbula y la garganta y trazó un camino con los labios hasta sus pechos, succionando, acariciando y tratando de controlarse contra el sonido de sus gemidos de placer. Estirando el brazo, bajó una mano entre sus muslos. Separándole los pliegues, deslizó un dedo dentro de ella.
Ella se sacudió, jadeando.
—¿Por qué me haces sentir siempre así?
Pedro levantó la cabeza un segundo.
—Eso sería un secreto profesional. Del tipo James Bond.
Ella envolvió los dedos en sus cabellos mientras él volvía a prestar atención a sus pechos.
—Estás tan lleno de…
Pedro curvó el dedo presionando contra ella. Paula saltó, tirándole con fuerza del pelo.
—¿Ves? —murmuró él.
—Vale, vale. Lo pillo. Deja de bromear y ve a lo importante.
—Todavía no. Aún estoy con los aperitivos.
Pedro trazó una hilera de besos descendiendo por su cuerpo, besando el vientre plano y el interior de sus muslos, y luego introdujo otra vez dedos y lengua. La respiración
dificultosa, la forma en que se retorcía y los sonidos entusiastas que ella hacia lo volvían medio loco, y se deslizó sobre ella otra vez.
Le separó las rodillas con las suyas y lentamente enterró el pene dentro de ella.
Paula soltó un tembloroso suspiro que casi le hizo correrse.
Aguantando la respiración, luchó por recuperar algún control antes de empezar a moverse sobre y dentro de ella.
Ella le envolvió los hombros con los brazos, encontrando su mirada directamente mientras él impulsaba las caderas contra las suyas.
—Dios, se te siente tan bien —jadeó.
—Tú también.
—Mmm. Intenta esto.
Con un rápido y brusco giro los hizo rodar, poniéndolo de espaldas con ella encima.
—También está bien —gruñó él, mientras ella subía y bajaba sobre él, arqueando la espalda y apoyando las palmas sobre su pecho para apoyarse. Pedro aumentó la presión sobre sus caderas, empujando para encontrase con sus golpes descendentes. Sexo con una mujer que sabía lo que quería y tenía un excelente tono muscular y control. Sí, había sido
un chico muy bueno.
Paula se movió más rápido, fuerte y profundo hasta que gritó, convulsionándose. Con un último empujón él se unió a ella, atrayendo su cara para un beso mientras eyaculaba
dentro de ella.
—Santo Dios —respirando con dificultad, Paula se acomodó en su hombro, curvando el brazo sobre el pecho y enredando las piernas con las de él—. Y bienvenido a casa, en caso de que haya olvidado decírtelo —murmuró.
Así era ella, la Señorita-deslízate-en-la-noche-sin-lamentaciones, sonriendo feliz y lo bastante relajada para dormirse en el abrazo de su chico. Definitivamente los tiempos habían cambiado, y nada marcaba más aquel hecho que la forma en que ella se sentía solo tocando a este alto y fibroso ingles que comía de forma regular seres inferiores para almorzar.
—Gracias —le replicó él—. Eso es casi suficiente para convencerme de que me vaya y vuelva con más frecuencia.
—¿Casi?
—Lo único que me retendría es la comprensión de que estaría muerto después de una semana.
Ella se rió.
—Ambos.
Pedro se movió un poco, estirando la mano para entrelazar los dedos con los de ella.
—Te amo, lo sabes.
—Lo sé. Yo también te amo —durante un minuto ella vaciló sobre si contarle su pequeña disputa anterior con Gonzales, pero eso solo le estropearía el humor. Además, estaba
bastante segura de que sería la que saldría malparada por llevar a Catalina Gonzales a la escena de un allanamiento—. ¿Te gustó el edificio?
—Sí. Mi gente está preparando una oferta.
—Si no vigilas, vas a tener todo el centro de Metrópolis bajo tu control. Tendré que empezar a llamarte Lex Luthor o algo así.
—Oh, por favor. Luthor era calvo. Trump podría ser Luthor —le besó el cabello— ¿Cómo va la búsqueda del modelo anatómico?
—Hay alguien con quien quiero hablar, pero probablemente eso no ocurrirá hasta el fin de semana —con los deportes de Mateo y los deberes, era casi tan difícil de pillar como una pieza de arte que estuviera tratando de robar.
—Es bueno que tengas una pista. Por cierto, Tomas me llamó esta tarde.
Joder.
—¿Lo despediste?
—No. En realidad estaba preocupado porque podría haberte dicho algo que no debería.
Empezó a darle una respuesta frívola, pero el tono de Pedro era un poco ausente. Lo que fuera, era serio.
Levantó la cabeza para mirarlo a la cara. Al mismo tiempo repasó en su mente el asalto previo con el abogado.
Memoria casi fotográfica o no, nada le había llamado especialmente la atención en aquel momento. Excepto…
—Dejó caer algo sobre que tú me dieras algo —dijo—. Si vas a darme un regalo, fingiré que no sé nada de eso.
—Ah ¿no te importaría otro regalo?
Paula se incorporó sobre un codo
—El collar de diamantes y los pendientes eran muy hermosos. Y el jardín. Y Reinaldo flipó completamente con el Godzilla. Fue genial —se rió—. Nunca me hubiera imaginado que Reinaldo gritara como una niña. Pero no tienes que regalarme nada —continuó ella, imaginándose que él quería una respuesta seria—. Lo sabes. Estoy aquí por ti, no por el decorado.
—Muy pronto, uno de estos días voy a pedirte que te cases conmigo, Paula.
Ella se rió entre dientes.
—Oh, fanfarronadas, señor. ¿Cómo está Nueva York? ¿Has visto a alguien famoso?
Hablando relativamente, claro, dado que tú has estado en la portada del Time y casi todos los demás palidecen en comparación.
Durante un segundo él no dijo nada.
—Vi al detective Garcia, de hecho —contribuyó por fin él.
—¿Garcia? ¿Qué quería?
—En realidad yo le abordé.
—¿De verdad? ¿Y eso por qué? —se sentó para bajar la vista hacia él.
—Quería saber si la policía de Nueva York tenía alguna información útil sobre Toombs o los Picault.
De manera que estaba metiéndose otra vez en su terreno.
—Supongo que te imaginaste que necesitaba ayuda.
—Pensé que dado que estaba allí, podía preguntar. Mencionaste ponerte en contacto con él. ¿Asumo que tienes algún problema con eso?
—Sabes que tengo problemas con eso —salió de la cama y agarró su camisón—. Maldita sea Pedro, no puedes meterte y abalanzarte sobre todo lo que ves.
—En realidad, probablemente puedo —se puso de pie y se dirigió, desnudo y muy sexy, a su vestidor—. ¿Quieres saber lo que dijo?
Si decía que no, probablemente él no se lo diría. Odiaba la forma en que él manipulaba todo de manera que ahora tenía que pedirle la información que técnicamente le pertenecía a ella.
—¡Jódete! —agarró el sujetador, la camiseta verde y las braguitas de la cómoda donde las había dejado antes y se las puso.
Pillando los vaqueros al vuelo, caminó a zancadas hasta el salón de la suite principal. Metió bruscamente los pies dentro de las perneras, fue a saltos hasta la puerta del balcón y salió. Abajo, en el área de la piscina, las luces parpadeaban bañando la piscina y el patio con un suave resplandor blanco.
Fuera peligroso o no permanecer ignorante, no iba a jugar ese juego. Esta vez era él el que se había pasado de la raya.
Se sentó en una de las sillas del patio apartando la cara de
la casa y cruzó los brazos sobre el pecho. Y pensar que diez minutos antes se había sentido tan completamente satisfecha.
Un par de minutos después lo escuchó bajar las escaleras y tomar asiento a su lado.
Una lata fría de Coca-cola le tocó el codo y ella estiró la mano hacia atrás para sujetarla y abrirla.
—Gilipollas —dijo.
—Quizás debería haberlo soltado inmediatamente —dijo con su acento, por su tono más que cabreado consigo mismo—, pero tomé en consideración el hecho de que tuve que fijar una cita y estar en la comisaría a las ocho en punto de esta mañana. Creo que habrá alguna especulación sobre eso esta noche en E.T.
—¿Le dijiste a Garcia por qué le estabas preguntando? Porque no creo que el Met quiera que se extienda la noticia de que su seguridad aparentemente apesta de vez en cuando…
Se mantenía resueltamente apartada de él, la mirada en la zona que se suponía que ella iba a rediseñar. Al menos él no había vuelto a sacar el tema. Todavía.
—¿No crees que ya sé cómo hacer preguntas?
—Creo que eres un billonario cuyas conversaciones tiende a recordar y repetir la gente porque algún día van a acabar en un libro… El ingenio y la sabiduría de Pedro Alfonso.
—Lo único que le mencioné a Garcia es que su falta de colaboración conmigo podría hacer que el museo saliera perdiendo en prestigio.
No tan malo.
—Vale, ¿qué dijo?
—Primero date la vuelta y mírame. Tu espalda es adorable, pero prefiero mirarte a los ojos.
—Y tú aún tienes que estar al cargo —replicó ella, aunque hizo girar su silla para enfrentarlo. Prefería ver a la persona con la que estaba discutiendo—. ¿Feliz?
—Indescriptiblemente —Pedro alargó la mano, acariciándole los dedos cerrados alrededor de la lata—. Toombs apareció en dos listas de vigilancia después de que desaparecieran objetos en otro sitio, pero nada más que eso. Uno de esos objetos era una antigua brida de guerra samurái, por cierto.
Eso casi me sobresaltó.
Ella ignoró los comentarios en favor de los hechos.
—¿Qué era lo otro?
—Una bandera de combate shogun del siglo quince.
—Tiene sentido. Mañana tendré un ojo en bridas y banderas. ¿Qué hay sobre los Picault?
Solo porque no hubiera encontrado nada durante su irregular recorrido por el piso de arriba, no quería decir que no fueran culpables de algo. Y por lo que había estado viendo y escuchando, nadie tenía una colección más extensa de antigüedades japonesas… con la posible excepción de Toombs.
—Sufrieron un robo en su adosado de Manhattan hace unos tres años.
Aparentemente la mayoría de sus objetos japoneses están aquí y sólo desaparecieron algo de efectivo y joyas.
Unos ojos azules encontraron los suyos, una ceja se elevó, preguntando.
—¿Qué? No fui yo, si es lo que estás insinuando.
Ella no había irrumpido en ninguna de las casas de los Picault hasta ayer. Y no se había llevado nada, además.
—Solo una leve curiosidad —tomó un sorbo de la cerveza que se había traído—. ¿Preocupada de compartir lo que has conseguido?
—En realidad no —ella inspiró—. Por lo que he sido capaz de encontrar y descubrir, es Toombs. O los Picault. Palm Beach debe ser vórtice del mal, dado que están todos aquí justo ahora, de forma que no puedo pasear y echar un vistazo. ¿Pero qué se yo? Ni siquiera puedo encontrar a Sanchez.
Pedro se inclinó hacia delante.
—¿Perdona?
—Su móvil está apagado, y no hay señales suyas en su casa. Su novia tampoco sabe dónde está.
—¿Asumo que eso no es típico?
Ella negó con la cabeza.
—Incluso cuando tenemos que mantenernos ocultos, aún podemos comunicarnos. Si no me llama en un día o dos, pondré un anuncio en el New York Times para darle pistas
de que lo estoy buscando.
—¿Por qué desaparecería?
Incluso aunque sabía que a Pedro no le gustaba Sanchez, pudo escuchar la auténtica preocupación en su voz… por ella, si no por el perista desaparecido.
—Puede no ser nada. Alguien al que hemos irritado en el pasado que ha aparecido, o tiene una oferta de trabajo, o…
—Está retirado.
Ella se encogió de hombros.
—Eso pensaba, pero… ¿Quién sabe? Y me advirtió que fuera con cuidado.
Él le sujetó de nuevo los dedos, esta vez apretándolos y no dejándolos ir.
—Aparecerá.
—Ahora mismo estoy más molesta que preocupada. Si no me ha llamado para el fin de semana, eso cambiará.
—¿Qué pasa con los archivos de Walter?
—No tengo ni idea de dónde los guarda.
Pedro parpadeó.
—Tú no tienes ni idea. Tú.
—Es un asunto de peristas. Tiene otros tipos con los que se compromete o le llevan cosas al perista. Al igual que de vez en cuando he pasado por otro agente. Todo el mundo protege sus propias fuentes. Hasta la poli lo hace.
—Parece que incluso después de un año todavía estoy aprendiendo cosas sobre el lado oscuro.
Ella le lanzó una sonrisa.
—Esa soy yo, Darth Pau.
—Pero no estás preocupada. De verdad.
—Aún no. En realidad.
Vale, quizás estaba un poco preocupada, pero en el mundo grande y malo en el que Sanchez y ella habitaban, o solían habitar, desvanecerse dos o tres días no era nada. Le daría
más tiempo antes de empezar a darle vueltas a las cosas… para entonces mejor que hubiera aparecido.
Reinaldo apareció por un lado del patio.
—La cena está lista —anunció.
—Gracias —Pedro se puso en pie y dio la vuelta a la mesa para apartarle la silla mientras ella se levantaba todavía sir Galahad incluso cuando se estaban peleando—. Tu principal sospechoso para el robo del samurái es definitivamente Toombs ¿verdad? —murmuró, sujetándole la mano mientras seguían a Reinaldo dentro de la casa.
—Encaja. Y es ese tipo de extraño.
—Entonces no vamos mañana a su casa.
Ella inspiró.
—Voy a ir a su casa, Pedro. Si es culpable necesito saberlo, y pronto. Si no, también necesito saberlo. Y si es inocente no quiero oír los rumores de que no me dejaste ver su colección. Nos movemos en los mismos círculos ¿recuerdas?
Él aumentó la presión.
—Andres irá contigo ¿verdad?
Ella asintió.
—Andres vendrá conmigo —después de todo necesitaba a alguien que distrajera a Toombs mientras ella fisgoneaba.
—Si no es Gabriel Toombs, ¿qué harás? —prosiguió Pedro. Siempre quería saber la respuesta a todo, lo que le hacía un buen y astuto hombre de negocios, pero podía molestar de verdad a alguien como ella, que vivía gracias a su inteligencia e instintos.
—Vigilaré a los Picault más de cerca y revisaré el disco de seguridad del Met, para ver si hay algo que me perdiera las tres primeras veces que lo revisé, aunque después de diez años no sirve para mucho más que unas risas por los estilos de peinado. Tengo cinco días o este caso se volverá a cerrar por segunda vez.
Pedro la miró durante un minuto. Ninguno de ellos lo dijo, pero ambos sabían que este era el segundo trabajo que Viscanti le había enviado. Si esta vez ella no podía encontrar la armadura y las espadas, probablemente no recibiría más trabajos del Met. O de cualquier otro museo, si tenían algo de sentido común. Y luego volvería a los sistemas de
seguridad. Pedro habría preferido eso para ella, pero ella no.
Para nada.
CAPITULO 180
Miércoles, 8:01 a.m.
Pedro hizo que el taxi le dejara en la comisaría de policía de Manhattan. Estaba acostumbrado a ser el responsable de miles de millones de dólares, a tomar decisiones que
cambiaban la vida, a comprar y vender lo que equivalía a su vida y la de los demás como norma general, pero entrar solo en una comisaría de policía le ponía un poco nervioso.
No había sido así antes de Paula, un lugar era tan bueno como campo de batalla como cualquier otro. Pero Paula había cambiado su punto de vista sobre un gran número cosas, la menor de las cuales no era su propia vulnerabilidad. Su seguridad personal, sus bienes, y sobre todo su corazón, todo podía ser obtenido de formas que nunca antes habría esperado.
La luz brilló justo a su derecha. Sólo años de familiaridad le permitieron no sobresaltarse y mantener la expresión serena y un poco aburrida en su rostro. Reporteros y fotógrafos de las malditas revistas. Se arrastraban alrededor de las áreas públicas de las comisarías de policía como cucarachas.
—¡Señor Alfonso! —gritó uno de ellos, comenzando a correr en su dirección—. ¿Por qué está aquí?
—¿Está aquí por la detención de la señorita Chaves en marzo?
—¡Pedro, mire aquí!
Hizo caso omiso de todos ellos mientras empujaba la puerta con el hombro y entraba en la comisaría. Los rostros de los policías del interior eran en general más difíciles de leer, pero entendía las miradas. Eran curiosas, suspicaces, y algunos de ellos nada contentos de verlo, un sentimiento mutuo. Cinco meses atrás los oficiales de la comisaría
arrestaron a Paula, y a pesar de que habían seguido el procedimiento, a pesar de que estaban equivocados y ella les había ayudado a evitar un robo en el Museo Metropolitano de Arte, no olvidaría como la alejaron de él en la parte trasera de un coche de policía.
Jamás.
—Tengo una cita para ver al detective Garcia esta mañana —dijo al oficial de recepción.
El oficial asintió, descolgó un teléfono y se puso una mano sobre la otra oreja contra el ruido considerable a su alrededor. Un segundo más tarde colgó de nuevo.
—Se reunirá con usted, señor Alfonso. Puede esperar aquí, o tomar asiento en uno de los bancos de más allá.
Pedro miró hacia donde le indicaba.
—Esperaré aquí, gracias. —Ya se sentía como si tuviera que revisarse los bolsillos para asegurarse de que aún tenía su billetera y su teléfono.
Un minuto o dos más tarde, Samuel Garcia se acercó a través de otra puerta.
—No esperaba que llegara a tiempo —dijo, ofreciéndole la mano—. Bienvenido de nuevo a Nueva York, señor Alfonso.
—Gracias. —Pedro le estrechó la mano, tomando nota del traje gris elegante y sobrio, y los zapatos negros de calidad con los desgastes en las puntas—. Y gracias por tomarse el tiempo para verme.
—Humm. Estaría dirigiendo el tráfico si le hubiera rechazado. ¿Mi escritorio, o en algún lugar más privado?
Pedro no estaba pidiendo nada ilegal, pero tampoco le gustaba que se escucharan y se especulara sobre sus asuntos personales, sobre todo cuando sus asuntos en esta ocasión eran también de Paula.
—Privado.
—Ya me lo imaginaba. Por aquí.
Se dirigieron a una pequeña sala de interrogatorios, donde Pedro se quitó el abrigo y lo puso sobre el respaldo de una silla. Su traje era negro con raya diplomática, usado en honor de la reunión de las nueve treinta en su oficina más que por esta pequeña conferencia. Aunque su atuendo tal vez costara cuatro o cinco veces más que el del detective, no iba a permitirse un poco de superioridad cuando se presentaba la oportunidad.
—¿Quiere café o algo? —preguntó Garcia, tomando el asiento de enfrente.
Si quería, probablemente tendría que ir él mismo.
—No, gracias.
—Está bien. ¿Qué puedo hacer por usted entonces, señor Alfonso? ¿Y cómo está la señorita C? ¿Se mantiene fuera de problemas?
Ah, la otra razón era menos cariñosa por parte de Samuel Garcia. A menos que estuviera muy equivocado, a este Samuel le gustaba su Paula, y eso a él no le gustaba ni un poquito.
—Está bien, de hecho es la razón por la que estoy aquí.
El detective esbozó una sonrisa.
—¿Por qué no me sorprende?
—Es completamente legal, se lo aseguro. Está investigando un antiguo robo, uno que el Met sufrió hace una década y le gustaría mantenerlo en secreto. Me preguntaba si alguna vez investigó los nombres de Gabriel Toombs o August e Yvette Picault mientras estuvo investigando cualquier robo de antigüedades o de arte de alto nivel. Artículos japoneses en particular. —El robo del Met sucedió diez años atrás, pero como Paula había señalado y demostrado, el crimen era un hábito. Si se habían extraviado una vez, probablemente lo hubieran hecho en numerosas veces. Y Garcia estaba en el negocio de la resolución de robos.
—¿Parezco Huggy Bear o algo así?
Pedro frunció el ceño.
—¿Perdón?
—Cierto. Usted es inglés.
El detective hizo que sonara como un insulto. Había algunos que encontraban su acento sexy.
—¿Y? —añadió Pedro.
—Y no soy un soplón al que ustedes dos recurren cuando necesitan información.
—Lo veo más como una oportunidad para el beneficio mutuo. Paula localiza un objeto robado, y usted tal vez consigue detener a alguien que compra bienes robados muy
caros. Ella le ha ayudado antes.
—Todavía tengo la sensación de que estaría resolviendo un montón de delitos muy caros si encerrara a la señorita C otra vez.
Gracias a una gran cantidad de auto-control, Pedro se contuvo de cerrar las manos.
—Como creo que hemos explicado, la única conexión de Paula con el robo es su padre. Y usted lo tenía en custodia.
—Sí, hasta que los federales y la Interpol se metieron.
—Dado que los dos tenemos otras cosas que hacer, dejemos lo de recordar el pasado para otro momento, ¿de acuerdo?
—Está bien para mí. Cualquier cosa dentro del reglamento del departamento que pueda hacer por usted, ¿entonces?
La gente no se negaba a Pedro muy a menudo, y no le gustaba ni un poco cuando sucedía. Tampoco hacía un hábito de aceptar una respuesta distinta a la que quería.
—Entonces debido a que la ley de prescripcición ha expirado, no está interesado. Entiendo —dijo bruscamente—. Si Paula no encuentra las cosas para el próximo
miércoles, el Met, su Met, perderá una exhibición itinerante muy prestigiosa a favor del Smithsonian. Seguro que usted lo entiende. —Se puso de pie y recogió el abrigo.
—Toombs y Picault —dijo Garcia detrás de él—. ¿Cuánto tiempo se quedará en la ciudad?
—Me voy a la una.
El detective suspiró pesadamente.
—Deletréemelos y lo miraré. Déme su número de móvil y le llamaré antes de que se vaya.
Pedro asintió con la cabeza. A veces era bastante fácil conseguir que la gente hiciera lo que él quería, sobre todo cuando lo que él quería era lo correcto.
—Me alegro de volverlo a ver, detective.
—Apuesto a que sí.
* * *
Frotándose la cara con una mano, se sentó. Eran casi las nueve de la mañana. Unas horas normales que todavía estaban probando ser lo más difícil a lo que ajustarse en la vida legal, en los viejos tiempos las cosas no empezaban a ponerse interesantes hasta después de la medianoche. A veces era una persona casi nocturna.
Ahora, sin embargo, tenía una oficina donde la gente esperaba poder contactar con ella durante el día, y la mayoría de la gente que la rodeaba sólo veía el principio del
programa de Leno o Letterman, y estaban profundamente dormidos al final.
Rodando para salir de la cama, se puso un chándal y bajó al gimnasio del sótano.
Hacer ejercicio era más divertido cuando Pedro también estaba allí y podía competir con él, pero se las arregló para levantar pesas y estar en la estúpida StairMaster durante casi una hora.
Cuando volvió a subir para ducharse, Reinaldo le había puesto una magdalena y una Coca-cola light fría en la mesa de café del dormitorio principal. Ah, era bueno ser la reina.
Después de ducharse y sentarse a comer, miró su teléfono móvil en busca de mensajes.
Nada.
—Maldita sea, Sanchez —murmuró y marcó el número de su móvil. El teléfono sonó una vez antes de que el contestador automático se pusiera al teléfono para decir que el teléfono que estaba marcando no estaba disponible. Esto en cuanto a estar disponible si quería llamarlo. Lo intentó de nuevo, esta vez marcando el de su casa en Pompano Beach
El teléfono sonó seis veces y luego el contestador automático con voz de mujer con acento cubano contestó.
Resoplando y murmurando, Paula llamó a su oficina.
—Chaves Security, estamos aquí para ayudar —dijo la voz suave de Andres.
—Eres mejor empleado que yo —dijo con una media sonrisa, encendiendo el televisor de plasma para ver las noticias de la mañana.
—Me gusta estar aquí. Durante la temporada ni siquiera consigo ponerme en marcha hasta que cae la noche. El día es interesante.
—Sé lo que quieres decir. Estaré allí en una hora.
—No hay prisa. Daltrey llamó para decir que terminaría esta tarde, y Ortiz traerá sus notas más o menos al mismo tiempo.
—¿Algo nuevo sobre los Mallorey?
—Ni pío. Supongo que a Gwyneth le gustó lo que fuera que hiciste anoche.
—Cambié su tono de entrada por las campanas de la catedral de Westminster.
—Muy bonito.
—Me alegra ver que mi negocio funciona mejor conmigo programando las campanillas de las puertas.
—Tonterías, señorita Paula. Se supone que un negocio funciona bien incluso cuando el jefe está fuera del país. Al menos eso es lo que se supone que sucede cuando
contratas a personas que saben lo que están haciendo.
Esos empleados sabían lo que estaban haciendo sobre todo porque habían ido al trullo por ello previamente. Pero esto era entre ella y los chicos a los que contrataba para hacer las instalaciones. Y Sanchez y ella los habían aprobado primero para asegurarse de que no era su manera de volver al antiguo negocio.
—Gracias. Llevaré el almuerzo —dijo y colgó.
Dado que el trabajo no la necesitaba para nada urgente, Mateo Gonzales estaba en el colegio, y tenía hasta mañana para el tour en casa de Toombs, pasó una hora en el
ordenador mirando todo lo público o cualquier otra cosa que pudo encontrar sobre el bueno de Wild Bill. Luego se puso los zapatos y fue a recoger el Bentley. Sanchez podría no estar en casa, pero eso no le impediría visitarla y tratar de averiguar a dónde había ido. En su línea de trabajo, las personas desaparecían por una de dos razones: o bien se habían fugado o habían sido capturadas o asesinadas. Si se trataba de una tercera, quería saber cuál era.
La camioneta roja Chevy del 92 de Sanchez no estaba ni en su camino de entrada ni el garaje, lo cual se lo tomó como una buena señal. Por fuera, su casa pequeña y un poco
destartalada encajaba perfectamente en el vecindario de Pompano Beach. En el interior, desde el reloj con los ojos de gato deslizándose por la cocina hasta la radio clásica de los
cincuenta y una genuina televisión de tubo en el salón, eran Sanchez en estado puro. Su idea de antigüedades chulas era de la época de I Love Lucy.
Nunca le había dado una llave, pero ambos sabían que jamás la necesitaría. Abrió el cerrojo en unos ocho segundos y entró. Al menos tenía un contestador, pero el único mensaje en él era el que ella le había dejado anoche.
Lo cual podía significar que o todos sus otros conocidos sabían que estaba fuera de la ciudad o que Sanchez había oído sus mensajes desde otro lugar.
Refunfuñando, Paula abrió la nevera. Un par de cervezas y dos trozos de pizza, más de media lechuga y todo el aderezo de ensalada bajo en calorías conocido por el hombre. Tomates, coliflor, sandía… si no volvía pronto, su nevera iba a convertirse en una zona de materiales peligrosos.
El cepillo de dientes y sus cosas todavía estaban en el baño pero conociendo a Sanchez tendría, prolijamente guardada, una mochila de emergencia, igual que ella, con todo lo necesario para una huida rápida y limpia. Por si acaso.
No esperaba encontrar una pista; después de todo, estaban todos en el mismo negocio, y ella no habría dejado ninguna.
Pero no era su estilo esfumarse sin al menos un mensaje en clave haciéndole saber que estaba bien. Habían sido familia desde que ella podía recordar, y cuando Martin demostró ser una auténtica ruina como padre, Sanchez fue el que tomó cartas en el asunto.
Su hermano menor, Delroy, vivía en Nueva York, pero regentaba una bonita panadería y llamarlo solo le preocuparía, así que lo retrasaría todo lo posible.
—De acuerdo, Sanchez —susurró, amontonando el correo de detrás de la puerta y poniéndolo sobre la mesa de fórmica de la cocina—, este es tu curro. Pero sea lo que sea de lo que te estés intentando librar, mejor te comunicas pronto. Ya voy detrás de bastantes cosas ahora mismo sin añadirte a la lista. —Especialmente desde que se suponía que la estaba ayudando con la información de Toombs.
Cuando cerró y trabó la puerta otra vez, admitió que sin sus dos hombres más importantes allí, se sentía un poco fuera de juego. Claro que podía arreglárselas sola, y así lo hacía con frecuencia, pero Sanchez era su caja de resonancia para las ideas y teorías. En cuanto a Pedro… Bueno, él era el resto y aún algo más. Y ella estaba igual de loca por él.
Una vez la casa estuvo cerrada de nuevo, caminó la media manzana donde había aparcado el Bentley. Cuando empezó a alejarse del bordillo, un volvo 740 azul metálico la pasó dirigiéndose en dirección contraria. El coche le parecía vagamente familiar y cuando aparcó en el camino de entrada de la casa de Sanchez y salió la morenita vestida con un
impresionante traje de negocios, ella frunció el ceño. Kim Stacey, una extraordinaria agente de bienes raíces, y Sanchez eran novietes desde hacía un par de meses.
Lentamente dio marcha atrás en el Bentley hasta estar a una casa de distancia de la de Sanchez. Cuando bajó la ventana del acompañante pudo oír a Kim golpeando en la puerta
principal y gritando.
—¡Walter! ¿Estás ahí? Walter, si puedes oírme y tienes un golpe o algo y no puedes hablar, golpea dos veces en el suelo y llamaré al 911.
Genial. Entonces Sanchez ni siquiera le había contado a la chica con la que más o menos salía adónde había ido. La Paula amable y conservadora, con un socio desaparecido de su negocio de seguridad y nada que esconder habría vuelto a salir del coche para poder compadecer a la novia y llamar juntas a la poli.
Ella no era conservadora. Paula puso el coche en marcha y se fue, cogiendo el primer giro a la derecha y así salir del campo de visión de la casa. Luego marcó de nuevo el móvil de Sanchez. Todavía nada, ni siquiera la opción de dejar un mensaje, seguramente porque el tonto para la tecnología no sabía cómo abrir una cuenta.
Si los polis iban a entrar a la fuerza no encontrarían nada excepto un prolijo montón de correo, el cual seguramente los haría pensar que uno de sus vecinos estaba vigilando la
casa por él. Ella no podía dejar otro mensaje en el contestador de su casa aparte del que le dejó ayer, en el cual adrede no había nada extraño.
Mierda. El día había empezado bien, pero ahora definitivamente iba de capa caída.
No cambió de opinión cuando entró en la oficina.
—Hola —saludó a Andres, poniendo un sándwich club de pavo y patatas delante de él—. Y un té helado —acabó, sacándolo del recipiente y tendiéndole una pajita.
Él abrió la tapa de plástico y miró dentro.
—Hasta has añadido una rodaja de limón, querida.
—Sé lo que les gusta a mis hombres. ¿Alguna cosa excitante?
—Llamó Tomas Gonzales. No dejó mensaje, pero pidió si podías llamarle lo más pronto que te fuera posible.
Ella se detuvo justo al pasar la puerta de recepción.
—¿En serio dijo tan pronto como me fuera posible, o lo estás retocando?
—Bueno, la frase real fue “cuando meta el culo en la oficina”, pero un caballero no repetiría tales cosas a menos que se lo pidieran específicamente.
Paula se rió por lo bajo.
—Te pillé.
Una vez se sentó en su oficina y sacó la ensalada china de pollo y llamó a la oficina de Gonzales.
—Gonzales, Rhodes and Chritchenson —dijo la vivaracha recepcionista de acento sureño tras un tono.
—Con Gonzales, por favor. Soy Chaves, devolviendo su llamada.
—Un momento, señorita Chaves.
El Eine kleine Nachtmusik de Mozart sonaba a través de la línea hasta que se volvió a abrir.
—¿Estás en tu oficina?
—Sí. —Frunció el ceño. Eso era incluso menos amable de lo normal—. Pasa al…
La línea se murió y regresó el tono de marcar.
—No va a recibir un regalo de Navidad, si sigue así —refunfuñó, colgando el teléfono. Y si Pedro le había pedido a Gonzales que la llamara para tenerla vigilada, no iba a
obtener un regalo esta noche cuando volviera de Nueva York. Lo cual era una verdadera pena, porque en serio quería que lo tuviera: a ella nada más que con un lazo encima.
Seis bocados de ensalada después, oyó abrirse la puerta exterior de la oficina, seguida por la voz de Andres y luego la más grave de Gonzales. Se irguió cuando apareció en
la puerta de su oficina.
—Sabía que alquilé esta oficina demasiado cerca de la tuya —dijo ella, acabando su bocado pero con el tenedor de plástico en la mano. No era exactamente letal pero seguro
que haría mucho daño.
Él alargó la mano detrás de él para cerrar la puerta de un portazo justo cuando llegaba Andres.
—¿Ayer te llevaste o no a mi mujer a un robo? —le gruñó con todo su más de metro ochenta de ex tejano intentando intimidarla.
Paula se levantó. Sería de metro sesenta y cinco pero no se intimidaba y no le gustaba que le gritaran en su territorio.
—No.
—De acuerdo, no robaste nada. Ya sabes lo que quiero decir, maldita sea.
—Y si estás tan seguro de saber la respuesta, ¿por qué me lo preguntas? —le soltó en respuesta.
Su puerta traqueteó.
—¿Necesita ayuda, señorita Paula?
—Estoy bien, Andres. ¿Por dónde ibas?
La mirada de Gonzales no abandonó su rostro.
—Te he hecho una pregunta.
—Y yo la he respondido.
—¿Vamos a estar dando rodeos todo el día?
—Tú eres el abogado. Hazme hablar.
—Comisteis juntas. ¿Qué coche cogisteis después?
—¿Sabes lo que pienso, señor abogado? Creo que no sabes nada pero tienes una extraña corazonada que estás intentando confirmar con lo que quieres oír. Y no estoy
diciendo nada ni de un modo ni de otro. Saca tus propias conclusiones. No soy una soplona.
—No eres una soplona. Eres una ladrona, pero ambos especimenes están en mi lista.
—Ooh, muy bonito. Me apuesto a que has estado trabajando en eso durante un rato. Pero siendo desagradable no vas a lograr que suelte nada.
—Entonces admites que hay algo que soltar.
—Admito que tú piensas que hay algo que soltar.
—¡Maldita seas! Chaves, debería patearte el culo.
—Deberías intentarlo.
—¿Por qué no me contestas?
Ella cruzó los brazos.
—Porque no quiero.
Imprecando por lo bajo, fue enfadado hacia la ventana y abrió las persianas. El resplandeciente edificio de su oficina estaba justo cruzando la Worth Avenue y la miró furioso durante un largo instante.
—Vamos a intentarlo de nuevo. ¿Qué hicisteis tú y Catalina ayer?
—Eso está mejor. Bien, no me estás acusando de nada. Cuéntame por qué quieres saberlo, y tal vez, tal vez, te lo diré.
Gonzales murmuró algo para sí y luego la encaró.
—Cata y yo tenemos tres hijos. Christian tiene veinte años, por el amor de Dios. —Su rostro bronceado se enrojeció—. Supongo que el asunto es que hemos… hemos intimado
durante muchos años.
—Sí. ¿Y me estás contando esto por?
—Porque anoche ella… —se aclaró la garganta—. No puedo creer que te esté contando esto.
Ella estaba empezando a sospechar lo que estaba a punto de contarle y tampoco podía creérselo.
—Entonces no lo hagas.
—Anoche fue la noche más loca y salvaje que jamás hemos tenido —balbuceó soltándolo de un tirón—. Ella… ella sacudió mi mundo, Chaves.
Paula no podría haber detenido su sonrisa ni por un millón de pavos.
—¿Y tienes algún problema con eso?
—Depende. Pedro dijo que la cosa de tus robos es una clase de acicate para él. Un aliciente sexual.
—¿En serio te lo contó? —preguntó Paula alzando ambas cejas.
—No exactamente con estas palabras, pero sí.
Genial. Ahora ella estaba avergonzada.
—¿Así que te imaginaste que porque tu mujer estaba más por ti de lo normal, debía haber pasado algo? Eso es poco convincente, incluso para un boy scout como tú.
Él negó con la cabeza.
—No vas a contármelo, ¿verdad? Ella no diría nada tampoco. Pero sé que estáis tramando algo. Solo… ¿ayer estuvo en peligro? ¿En más peligro del normal por conducir
por Pal Beach?
—No. Yo no lo diría y espero que a estas alturas lo sepas.
—No te entiendo, Chaves. Pedro está dando rodeos como si fueras a romperte cuando te regale… —Gonzales tragó saliva—. Pero tú resistes ante mí como si tuvieras pelotas de granito.
Ella ladeó la cabeza.
—Me han disparado, Gonzales. Que un boy scout de Yale me chille no me hace temblar. Así que hiciéramos lo que hiciéramos ayer Cata y yo es asunto nuestro, dos chicas
en la ciudad.
—Mierda.
—Pero si quieres otra noche como la de ayer, dile que yo te dije que tendríamos que volver a hacerlo de nuevo. Y de nada.
—Uno de estos días, Chaves, vas a darme una respuesta directa.
—Lo dudo —contestó, yendo hacia la puerta y abriéndola para él—. Porque eres demasiado estirado para enfrentarte a alguien tan torcido como yo. Que tengas un buen día.
Una vez Gonzales se fue ella volvió a su mesa y se sentó de nuevo. Y entonces empujó la silla hacia atrás y se carcajeó.
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