jueves, 9 de abril de 2015

CAPITULO 179




Martes, 12:03 p.m.


Paula giró la esquina del Café l'Europe para poder aparcar el Bentley ella misma. El servicio de aparcacoches era genial y todo eso, pero prefería saber dónde estaban su coche y las llaves.


Catalina Gonzales llegó justo cuando se acercaba a la puerta principal del restaurante.


Por un momento se preguntó si se darían el doble beso al aire de moda en Palm Beach, pero la rubia menuda le dio un abrazo y un besito en la mejilla.


—Gracias por no tener diez o quince años ni ser un abogado —dijo con su suave acento de Texas, sonriendo—. A pesar de que todos pueden ser más o menos lo mismo.


—No voy a discutirlo —respondió Paula, asintiendo con la cabeza cuando uno de los clientes les mantuvo la puerta abierta—, pero añadiré al inglés a la lista.


—Reserva a nombre de Gonzales—dijo Catalina al maître, quien inmediatamente llamó a un camarero para que las llevara a la mesa cerca de la ventana, en la sala principal del
comedor.


Paula escuchó los susurros mientras tomaba asiento frente a la entrada, al parecer había estado junto a Pedro Alfonso el tiempo suficiente para ser una atracción turística. Aunque la mayoría de estas personas eran de allí, bronceadas, ricas y con demasiado tiempo libre. Por mucho que aún le molestaba que se la quedaran mirando, les mostró una sonrisa confiada y la actitud de que pertenecía allí.


Después de un año no era tanto el instinto de mezclarse como la idea de que mientras Pedro y ella estuvieran juntos, pertenecía allí. Diablos, probablemente tenía tanto
dinero oculto como alguna de esta gente, y tenía sus propias reservas acerca de si habían sido más honestos que ella a la hora de adquirir esa riqueza. Definitivamente había ayudado
a algunas de estas personas a expresar su lado oscuro, tanto si sabían que ella era la persona que hizo la adquisición del botín para ellos o no.


—Hola, soy Sean, y seré su camarero. ¿Puedo traerles algo de beber? —preguntó el camarero.


—Un té helado para mí —dijo Catalina, abriendo el menú.


—Una Coca-cola light para mí.


—¿Nada de vino para estas encantadoras damas? ¿Tal vez un buen Chardonnay?


—Los dos tenemos que conducir, pero gracias —comentó Cata, antes de que Paula pudiera hacerlo.


—Muy bien. Les daré unos minutos para leer detenidamente el menú.


La mirada de Paula se encontró con la de Cata y las dos se rieron.


—¿Leer detenidamente? El señor Sean piensa que está bueno.


Catalina se echó a reír.


—Es bueno para él que la comida sea tan buena.


Una vez que recibieron las bebidas y Catalina ordenara una calzone, mientras que Paula se decidió por el fettuccine con pollo, el camarero las dejó en paz. Catalina tomó un sorbo de té helado, sus ojos azul claro tomaron nota de la decoración del restaurante y de los otros comensales. 


Teniendo en cuenta que Cata era probablemente la mujer más compuesta y segura de de sí misma que conocía, los sentidos arácnidos de Paula empezaron a hormiguear. Catalina dudaba de algo. No sabía todavía si era personal, tenía algo que ver con el modelo anatómico, o con la pelea de Pedro y Yale, pero lo averiguaría.


—¿Te vas a quedar en Rawley Park para la apertura de la galería en diciembre? —empezó a decir, tomando un trozo de pan de la canasta sobre la mesa.


—Los niños están entusiasmados con eso —contestó Catalina—. Y la Navidad en Inglaterra… suena muy romántica.


—¿Pero? —incitó Paula, ocultando su abrupta irritación de que los amigos más cercanos de Pedro no fueran a aparecer para celebrar la inauguración de la galería de Devonshire. 


Pedro había dedicado toda el ala sur de su mansión ancestral para exhibir las obras de arte y antigüedades que él y sus antepasados habían adquirido, y todo el año pasado a las renovaciones y selecciones. Y lo estaba haciendo con su propio dinero, sólo porque era lo correcto.


—Es un poco tonto, supongo —dijo Catalina—, pero realmente odio volar. Me aterroriza.


Paula parpadeó. Había esperado alguna que otra pobre excusa, pero Catalina tenía las mejillas ruborizadas y la mirada baja. Estaba genuinamente avergonzada.


—A mí tampoco me gusta mucho —admitió—, pero sobre todo porque una vez que subes, no hay salida hasta que aterrizas de nuevo.


Cata se inclinó hacia delante.


—¿Es por eso de la cosa de ladrones? —susurró—. ¿Como si el avión fuera una jaula o una prisión de algún tipo?


Así que ser ladrona era una “cosa” ahora, ¿como la psoriasis? Se estremeció.


—Creo que se trata de tener el control. Y si no puedes pasar cinco horas en un avión, Pedro lo entenderá.


—Sí, lo sé, pero quiero ir. Quiero compartir la experiencia con mis hijos. Y no quiero volverles loco sobre volar sólo porque yo lo estoy. —Suspiró—. Cuando me casé con Tomas, nunca pensé en ser madre. Tuve el peor enamoramiento con Pierce Brosnan de Remington Steele. Ostras, siempre quise ser Laura Holt.


Paula soltó un bufido.


—Eso es gracioso. Siempre me imaginé que yo era Remington Steele. —Sacudiendo la cabeza, dio un sorbo a su refresco—. Supongo que Pedro sería Laura Holt con acento. Aunque no le digas que dije eso, se cree James Bond.


—¿Piensas en niños, Paula? No me refiero a la semana que viene, pero ¿piensas en ello?


Bueno, los niños eran al parecer el tema de la semana.


—En realidad no —respondió—. Mi madre nos echó cuando yo tenía cinco años, y no he sabido nada de ella ni la he visto desde entonces. Todo lo que sé es que su nombre no
es Chaves. Supongo que no quiero estar en la posición de ser esa persona que odia a su marido y a su hijo tanto que deshacerse de ellos es la mejor solución, y sí, sé que
probablemente necesito ver al doctor Phil o algo sobre mi chiflada vida, pero qué diablos. Tuve un par de modelos terribles a seguir.


—Sí, es cierto. —Cata se recostó cuando Sean el camarero les llevó el almuerzo—. Pero no deberías juzgar tu futuro por tu pasado.


—Suenas como Pedro. Pero los errores que he cometido son del tipo que a otras personas les importa. —Ni siquiera los había considerado errores hasta que conoció a Pedro
y se dio cuenta de que los objetivos a quienes había robado eran personas de carne y hueso y no sólo dinero, obras de arte y el desafío del AM.


—Sabes, en realidad nunca hemos hablado de esto antes —dijo Catalina en un murmullo bajo y confidencial—, pero no eras una carterista, ¿verdad?


Retorciendo el fettuccine en el tenedor, Paula negó con la cabeza.


—Dependiendo de a quién le preguntes, yo era uno de los mejores dos o tres ladrones de guante blanco del mundo. —O la mejor, según Sanchez, pero eso sonaba demasiado pretencioso.


—¿Y lo dejaste por Pedro?


—Lo dejé bastante antes de conocer a Pedro, excepto por un trabajo realmente interesante aquí y allá. Sólo que tenía la sensación de que las cosas iban a pasarme factura, tarde o temprano. Pero el encuentro con Pedro definitivamente me dio un… incentivo que no tenía antes. —Bajó la mirada, sabiendo que estaba sonriendo y que no podía evitarlo.
¿Sentimental, Paula?


Pedro dijo que tu padre no tuvo muy buena opinión de tu retirada.


—¿Martin? Teniendo en cuenta que se hizo el muerto durante tres años y no se molestó en decirme que estaba vivo o que estaba trabajando con la Interpol, no me importa
mucho lo que piense. —Era mucho más complicado que eso, pero este no era el momento ni el lugar para esta conversación.


—¿Entonces no lo lamentas? Retirarte de esa vida, quiero decir.


Paula miró a su compañera de almuerzo.


—No estás trabajando en secreto para el Inquirer, ¿verdad?


—Dudo que me vayan a contratar si han oído mi opinión sobre algunos de sus artículos sobre Pedro. —Cata revolvió la pila artística de verduras al vapor de su plato y luego volvió a la calzone—. No es mi intención entrometerme. Es sólo que tu vida parece mucho más… interesante que la mía. Me paso el día pensando cuántas barras de caramelo
tiene que vender Lau para ganar su insignia brillante y si puedo asistir al almuerzo de SPERM y luego al partido de béisbol de Mateo.


SPERM, la Sociedad para la Protección del Entorno y Refugio de los Manatíes, una de las causas favoritas de Paula cuando oyó su acrónimo. Incluso había dado un cheque una vez en el curso de la investigación de un robo. Pero el asunto del béisbol de Mateo le dio una oportunidad.


—¿Mike entrena todos los días? ¿Parece como si siempre estuviera en un partido o entrenando?


—No, aunque a veces lo parezca —dijo Cata con una sonrisa—. Tiene toda la tarde de hoy, así que él y sus amigos van a ir, sí, a jugar béisbol. Apuesto a que nunca has ido a un partido de béisbol, ¿verdad?


—No, no he ido. —A pesar de que podría, esta tarde.


—Y yo nunca he estado en una escena del crimen.


Paula empezó a decir algo simpático sobre cómo la vida de Cata era más sana, pero un par de figuras que tomaron asiento al otro lado de la sala le llamaron la atención.


August e Yvette Picault, los coleccionistas franceses de antigüedades japonesas, al parecer les gustaba la comida italiana.


—¿Qué pasa? —le preguntó Cata, empezando a darse la vuelta.


—No mires —dijo Paula bruscamente.


Cata se congeló inmediatamente y volvió a mirar su plato.


—Por Dios. ¿Qué está pasando?


—Dos personas a las que estoy investigando acaban de aparecer aquí. Los Picault. ¿Los conoces?


—Hemos asistido a un par de eventos de caridad juntos, pero no creo que Tomas y yo seamos bastante para entrar en su círculo.


No parecía ofendida ni molesta. Paula nunca había sido excluida de cualquier evento o círculo al que eligiera asistir o participar porque se aseguraba de encajar. Estar atrapada en un lugar determinado y en una vida particular parecía extraño. Raro. Pero perfectamente normal para Gonzales.


Catalina Gonzales , quien al parecer quería un poco más de emoción en su vida.


—Nos vamos de aquí —dijo Paula, haciendo un gesto al camarero. Podría haber echado a perder la oportunidad de hablar con Mateo lejos de la casa de los Gonzales, pero la armadura samurái triunfaba sobre el modelo anatómico.


—¿Qué? Hemos…


—Los Picault están fuera de su casa. Estoy investigando algo que podrían haber adquirido ilegalmente. Tengo que echar un vistazo rápido y tal vez eliminarlos de mi lista de sospechosos. —Su lista ahora se centraba más o menos en Kwai Chang Toombs, pero aunque confiaba en sus instintos, prefería los hechos a los presentimientos.


—¿Te refieres un allanamiento? —susurró Cata, dejando su tenedor con estrépito—. ¿Nosotras?


—Necesito un hombre al volante. Alguien para vigilar. ¿Qué te parece? —Llegó el camarero, asintiendo cortésmente—. Nuestra cuenta, por favor.


—¿Hay algo que no le gusta, mademoiselle?


—Sólo una emergencia de Bill Blass —respondió ella, señalando un defecto imaginario en su blusa gris oscuro.


—Ahora mismo, entonces.


—¿Hablas en serio, ¿verdad? —continuó Catalina, su piel bronceada palideció mientras el camarero se apresuraba.


—Sí, pero no voy a arrastrarte a algo que no quieras hacer. Me las arreglaré por mí…


—Vamos a hacerlo —interrumpió ella—. Tengo que estar de vuelta a tiempo de recoger a Lau de la escuela.


Bueno, esto se estaba poniendo interesante.



* * *


—¿Lista? —le preguntó Paula, abriendo la puerta del pasajero del Lexus de Cata.


—¿Estás segura de querer confiar en mí para esto? —preguntó Catalina, su antiguo acento de Texas tembló un poco—. No soy precisamente un chófer profesional ni nada.
Siento que mi corazón va a explotar o que voy a vomitar. O las dos cosas.


Paula sonrió. El subidón de adrenalina. Definitivamente podría simpatizar con esa sensación, aunque personalmente le gustaba, ansiaba incluso, el crujido de los músculos, la sensación hiper-consciente de sentirse invencible y puesta al límite entre la respuesta de lucha y huida. Vaya, chica.


—Todo lo que tienes que hacer es vigilar si alguien se detiene en la puerta. Si lo hacen, me llamas al móvil, que está en vibración, y saldré.


—Pero ¿y si notan mi presencia?


Cata obviamente necesitaba un poco de tranquilidad.


—Si lo hacen, diles que tu marido te acaba de llamar para decir que ha hecho las reservas para unas vacaciones en Marruecos, y que estabas tan emocionada que tuviste que
parar antes de estrellar el coche.


—Y me verán con el teléfono y no sospecharán. Eres muy buena en esto, ¿no es así?


Paula se encogió de hombros.


—Lo intento. Pero será mejor que nos vayamos. No sé cuánto tiempo necesitarán para comerse la pasta o si van a ir a algún otro sitio después o no. Así que ¿estás lista?


Cata respiró profundamente.


—Sí. Estoy lista.


Con una última sonrisa alentadora, Paula cerró la puerta del coche. Una vez que no hubo tráfico, subió al techo del Lexus y de ahí saltó a la parte superior de la valla. No llevaba el uniforme de AM pero al menos se había puesto los pantalones. De lo contrario, habría tenido que hacer esto en tanga.


Con una voltereta bajó del muro y cayó de pie justo dentro de los jardines bien cuidados de la casa de Palm Beach de los Picault. A Pedro no le gustaría esto, porque ni siquiera podía retorcerlo lo suficiente para hacer que pareciera legal, pero ahora estaba en Nueva York. Y si Toombs no tenía la armadura, entonces la tenían los Picault. Así que allí estaba. Una oportunidad de ver las cosas de primera mano, con relativamente poco riesgo involucrado.


Ninguna cámara exterior, aparentemente los Picault vivían en la tierra de los cuentos de hadas donde nadie trataba de llevarse la mierda de otro. Si las ventanas no tenían alarma, probablemente se daría la vuelta con asco y se iría a casa.


Por lo que había sido capaz de averiguar, había tres clases de gente: los prudentes, los paranoicos decididos a conservar lo que poseían, robado o adquirido de otro modo; los estúpidos, ingenuos que pensaban que todo el mundo era tan honesto como ellos; y los arrogantes y egoístas que tomaban lo que querían y pensaban que nadie más era lo
suficientemente inteligente como para detenerlos. Ah, y el cuarto grupo, los que se movían fuera de los límites de todos los demás y hacían lo que querían.


A favor de los Picault, las ventanas y la puerta tenían alarma, nada especial, pero al menos habían dado el paso Uno. Un par de jardineros trabajaba en el otro extremo de la casa, y por una de las ventanas al lado de la puerta vio a una señora mayor vestida con un uniforme de sirvienta que llevaba sábanas dobladas. La mitad de las ventanas del piso superior estaban abiertas, probablemente para aprovechar la brisa agradable de la tarde.


—Simplón —murmuró, moviendo una silla de patio cerca de la pared. Con un movimiento fluido saltó al respaldo de la silla y luego se impulsó para agarrarse con ambas manos al alero bajo que sobresalía. Desde allí hizo palanca hacia el tejado, caminó con cuidado por los azulejos españoles, luego quitó la mosquitera de la ventana y entró en el
dormitorio principal de arriba.


La decoración era definitivamente preguerra mundial japonesa, aunque parecía abarcar cualquier cosa y todo lo anterior al siglo XX. El pasillo fuera de la habitación había
sido equipado con bastidores de ébano que contenían más de dos docenas de espadas daitu de distintas épocas y estilos, aunque no vio nada tan raro y tan antiguo como serían las espadas Minamoto.


Comprobó otras dos habitaciones. La pareja tenía un gusto muy refinado, e incluso con las diferentes épocas y estilos de la colección, todas las piezas armonizaban bien entre sí. A Pedro probablemente le gustaría ver algunos de estos objetos cuando les visitaran legalmente el domingo.


La vibración de su móvil la sobresaltó. Por lo general, entraba y salía de los sitios por su cuenta. Con una rápida inhalación se metió en un cuarto de baño y sacó el teléfono
del bolsillo. El número entrante era el de Cata. Apretó hablar.


—¿Qué? —susurró.


—Acaban de atravesar las puertas —dijo Cata con un susurro tembloroso y excitado—. ¡Sal de la casa!


—Estoy en camino —respondió lacónicamente Paula, cerrando el teléfono y metiéndoselo de nuevo en el bolsillo.


Mierda. No había eliminado por completo a los Picault, pero su seguridad y su decoración sin duda no le gritaban ladrón. 


Lanzándose por el pasillo, por delante de una discusión malhumorada en francés que subía por las escaleras sobre a quién le tocaba conducir el Mercedes, Paula se deslizó de nuevo en el dormitorio principal y salió por la ventana. 


Necesitó un solo un segundo para colocar la mosquitera en su lugar.


Una vez hecho esto, retrocedió por el tejado de estilo adobe, se balanceó sobre las manos en el aire un momento y luego se dejó caer al suelo. Rápidamente trasladó la silla del patio al lugar que pertenecía, y se agachó detrás de otra cuando uno de los jardineros giró la esquina para conectar un cable extensor. Tan pronto como desapareció por la esquina otra 
vez corrió hacia el muro, se impulsó con los pies y trepó.


El Lexus de Cata estaba aparcado a pocos metros detrás de ella. Una vez que el camino estuvo despejado saltó al suelo, se sacudió la blusa y los pantalones, y se dirigió a la puerta del pasajero, por donde se subió.


—Bien —dijo, recostándose y abrochándose el cinturón de seguridad—. ¿A qué hora salen los niños de la escuela?


—Eh… Laura a las dos y media y Mateo a las tres y cuarto.


—¿Entonces quieres un refresco, o tienes que ir al supermercado?


—Yo, eh… supermercado, creo —dijo Cata, arrancando el coche y saliendo precipitadamente a la carretera.


—Déjame en el restaurante y recogeré mi coche. —Paula miró a su conductora, que parecía estar mirando por todas partes a la vez—. Todo está bien, Cata —dijo con su tono más tranquilizador y calmado. Lo último que necesitaba era que la esposa de Gonzales provocara un accidente. Ella nunca habría podido explicarlo—. Estoy trabajando para el
Museo Metropolitano de Arte, sólo hago un poco de investigación.


—Sí, pero has hecho un allanamiento de morada, y yo te ayudé.


Genial. Al parecer, también había roto a su única amistad femenina.


—Técnicamente he sido yo la que se ha asomado para mirar por las ventanas abiertas —decidió—. No he tocado nada y no he visto nada sospechoso. Lo siento. No debería haberte pedido que hicieras esto.


—Yo no habría accedido a venir si no hubiera querido. —Se detuvieron en un semáforo en rojo y Cata la enfrentó—. Hacías esto todo el tiempo. A mí me daría un infarto, pero a ti te gusta. Lo sé. Hoy ha sido porque necesitabas pruebas, o porque… ¿querías pasar por encima de los muros de alguien?


Bastante astuta para una maruja, pensó Paula, aunque no lo dijo en voz alta.


En cambio, se encogió de hombros.


—Elegí la seguridad y la recuperación de arte como segunda carrera, supongo que para tratar de mantener lo que más me gustaba de mi primera carrera. Así que para responder a tu pregunta, podría haber pasado una semana buscando en las investigaciones legales sobre los Picault, o podría pasar veinte minutos trepando su muro, y me gusta trepar. Rápido y práctico. Y divertido.


—Bueno, divertido es una cuestión de opinión, pero creo que lo entiendo.


—Entonces si te prometo que no te llevaré a más AM, ¿no tendrás miedo de almorzar conmigo otra vez?


—Si no crees que soy demasiado aburrida para pasar tu tiempo conmigo.


Paula soltó un bufido.


—Lo que hago puede ser aterrador para ti, pero créeme, Catalina, lo que tú haces todos los días me aterroriza a mí


Cata se echó a reír, visiblemente relajada.


—Bueno, puesto que yo he ido a uno de tus AM, ahora tú tienes que venir a uno de los partidos de béisbol de Mateo. Lo justo es justo.


—Podría hacerlo. —Y antes de que Cata se diera cuenta.



* * *


Su mejor oportunidad para echar un vistazo a las cosas de Toombs era esperar a la visita guiada del jueves, pero Paula no iba a sentarse sin hacer nada hasta entonces.


Como casi le quedaba una hora hasta que Mateo Gonzales saliera del instituto Leonard, fue a casa a echar otro vistazo a la carpeta de papel manila con los folios que la señorita Barlow le había dado y a la lista de “personas sospechosas” de Lau y sus amigas.


La lista consistía en niños de quinto y sexto, quienes todos eran al parecer malvados, excepto Lance Miller, que estaba muy bueno. Sonrió mientras se sentaba en una silla a la ancha mesa de la biblioteca. También había otra maestra en la lista, la profesora de arte que iba a la escuela dos veces por semana. Al parecer, la señorita Marina usaba faldas
muy cortas y siempre tenía a los chicos más guapos, incluido Lance Miller, ubicados delante de la clase para poder sentarse sobre el borde de la mesa de la profesora y verla
mostrar sus piernas.


La misma lógica que le decía que un delincuente adulto habría tomado los elementos más valiosos y más fáciles de revender que el modelo anatómico, también le decía que una profesora podría arriesgar su carrera por un adolescente, pero no por un pedazo de plástico y látex de género neutro aprobado por los padres. No, esto tenía las huellas dactilares de un niño o niños por todas partes.


Sacó el informe policial. El oficial James Kennedy parecía haber llegado a las mismas conclusiones, señalando que no había nada roto, no había cerraduras forzadas y no faltaban otros elementos. Su declaración final, “BROMA”, hizo eco de la suya.


Tanto Gonzales como ella se habían ofrecido a sustituir el modelo anatómico, pero entendía la lección que la señorita Barlow y el director Homer estaban tratando de dar, molestos por el robo o no: robar era malo. Comprar un nuevo modelo podría hacer más fácil la enseñanza de la anatomía, pero el asunto de las lecciones de la vida era más
complicado que eso.


—Tengo una Coca-cola light para usted, señorita Paula —dijo Reinaldo, entrando en la biblioteca con la lata sobre una bandeja y acompañada de una copa llena de hielo.


—Tú sí que sabes, Reinaldo —dijo con una sonrisa, recostándose mientras él colocaba los objetos a su lado—. Y lees la mente, ¿no?


—Lo intento —dijo, sonriendo mientras se metía la bandeja debajo del brazo y desaparecía de nuevo.


La lata estaba helada, por lo que la abrió y tomó un trago largo directamente. No vio nada más en la carpeta que pareciera útil así que se acercó al ordenador en la esquina y se conectó a Internet. Una vez que abrió Google, escribió “modelo anatómico” y el fabricante.


Un par de sitios lo ofrecían en venta, incluyendo eBay. Pero cuando lo comprobó, el vendedor estaba en Nebraska. Así que probablemente no era la señorita Barlow.


Sin embargo amplió la foto. El modelo anatómico tenía metro ochenta de altura, no tenía pajarito, pero poseía pezones masculinos y abdominales como una tabla de lavar. Su piel estaba levantada en secciones, lo que permitía exponer músculos, arterias y venas, y éstas eran flexibles para exponer órganos, huesos y el cerebro para estudiarlos y sacarlos. Si entornaba los ojos suponía que se parecía a Superman, de una manera vacua y sin expresión.


Por lo menos ahora lo reconocería si lo encontraba. 


Comprobando la hora en la esquina de la pantalla, cerró la sesión, agarró la carpeta y su refresco, y se dirigió al garaje.


Los padres de los estudiantes del instituto Leonard eran en su mayoría de clase media alta, pero un Bentley estaba más allá del alcance de la mayoría de ellos. La mayoría de los
coches de Pedro, de hecho, destacarían demasiado allí. Frunciendo los labios, se decidió por un Ford Explorer plateado del 2005, lo que Pedro llamaba su coche de “incógnito”.


Al principio conducirlo era como conducir un autobús, pero se acostumbró mientras se dirigía por el puente hacia los suburbios. Paula llegó a la escuela justo cuando sonaba el timbre del final de las clases y aparcó en una calle lateral llena de gente, desde donde tenía una muy buena vista de toda la parte frontal de la escuela.


Cata y su Lexus azul plomizo ya estaban allí, detenidos delante de la escuela primaria al otro lado de la calle. La maraña resultante de coches, en su mayoría SUVs como
el suyo, y niños, le dio una nueva apreciación de las marujas. No estaba segura de poder recoger a su propia descendencia de esta multitud, porque rebaños enteros de niños, especialmente las niñas, parecían ser clones unos de otros. Mismos estilos de cabello, ropa, mochilas, zapatos incluso.


—Caramba —murmuró, ajustando su retrovisor para mantener el Lexus de Catalina a la vista.


Después de un par de minutos divisó la rubia cabeza de Mateo y a los mismos dos amigos con los que estuvo el sábado. Los chicos corrieron al coche de Catalina y se apilaron dentro. Una vez que el Lexus se incorporó al tráfico, Paula se movió dos coches detrás de ellos. Podría haber sido más sencillo si hubiera sabido dónde jugaría Mateo, pero aún no había podido encontrar una razón lógica para preguntarlo.


El coche se detuvo en un parque a unos dos kilómetros de la casa de los Gonzales y los muchachos bajaron. Después de sacar una bolsa que parecía que contenía bates y guantes del maletero, Mateo se despidió de Cata y ella se alejó. 


Paula aparcó el Explorer y apagó el motor. El truco consistiría en hablar con Mateo sin hacerle parecer un
soplón en frente de sus amigos, si realmente sabía algo y ese tic nervioso que le había visto no era sólo una cosa de adolescentes.


Una vez que el Lexus giró la esquina, Mateo y sus amigos levantaron sus mochilas y la bolsa de los bates y se dirigieron al otro lado del parque, lejos del diamante de béisbol.


Humm. Paula arrancó de nuevo el SUV y mantuvo el paso de los chicos por la cale.


Dos niños más de la misma edad les esperaban en el extremo más alejado del parque. Los cinco hablaron entre ellos y, obviamente a toda prisa, trotaron por la calle en
dirección a un centro comercial rodeado por restaurantes de comida rápida con una ferretería y un par de edificios de almacenes vacíos detrás.


Bueno, esto se ponía interesante. No parecía que los chicos fueran a un restaurante de hamburguesas, pero era evidente que tenían algo en mente. Aparcó el SUV delante de una tintorería en el extremo más cercano al centro comercial, esperando para ver a dónde iban.


Su teléfono móvil vibró, haciéndola saltar.


—Jesús —murmuró, sacándolo del bolsillo y abriéndolo de un tirón. El número de la oficina—.Chaves —dijo, con la mirada aún en los chicos.


—Señorita Paula —dijo Andres—, tengo a Gwyneth Mallorey en la otra línea. Dice que quiere que quiten todo su sistema de alarma porque no puede soportar el sonido de la campanilla de la puerta de entrada.


Los chicos desaparecieron por la parte trasera del segundo almacén.


—Maldita sea. ¿No sabe que puede programar el timbre con cualquier sonido que desee?


—Parece que no. Traté de decírselo, pero ella no quiere escucharlo de mí.


Todavía maldiciendo en voz baja, Paula salió del Explorer.


—Dile que me pasaré por su casa en quince, no, veinte minutos, y le enseñaré cómo programar todos los tonos.


—Lo haré. —Hizo una pausa—. ¿He interrumpido algo?


—No. Sólo estaba investigando un poco. —Cerró el teléfono y se lo guardó en el bolsillo. Antes de ir a ninguna parte, tenía que asegurarse de que Mateo no estaba reuniéndose con traficantes de drogas ni nada parecido. Vaya. Ella, sintiéndose protectora de los chicos de otra gente. 


Sacudiéndose la sensación de que esto era muy extraño, se
detuvo en la esquina de la tintorería para ver como los chicos pasaban por su lado.


—Esta vez tú tienes la videocámara —estaba comentando Mateo al chico flaco a su lado.


—Tengo la videocámara. Y tiene este zoom de ojo de pez que podemos probar.


—Vaya, eso va a ser genial —intervino un tercer chico, mientras bajaban por el callejón.


—Especialmente contigo en la cámara, Evan.


—¡Oh, cállate!


—¡Cállate tú!


—No, ¡cállate tú!


Con una media sonrisa que se hizo eco de su risa, Paula se retiró al coche otra vez. Ella prácticamente leía las caras y las voces de la gente para vivir, y estos chicos no estaban nerviosos o preocupados por nada. Y a pesar de que no había averiguado a dónde iban, no había sido un desperdicio de tiempo. Ahora sabía que Mateo Gonzales mentía. Había
mentido a su madre sobre sus planes y su paradero, y tal vez estaba guardando también otro par de secretos.


Se dirigió de nuevo al Explorer y dejó el centro comercial. 


Regresó a su otro trabajo. Estaba trabajando en tantos que se estaba haciendo difícil distinguirlos.








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