Miércoles, 8:01 a.m.
Pedro hizo que el taxi le dejara en la comisaría de policía de Manhattan. Estaba acostumbrado a ser el responsable de miles de millones de dólares, a tomar decisiones que
cambiaban la vida, a comprar y vender lo que equivalía a su vida y la de los demás como norma general, pero entrar solo en una comisaría de policía le ponía un poco nervioso.
No había sido así antes de Paula, un lugar era tan bueno como campo de batalla como cualquier otro. Pero Paula había cambiado su punto de vista sobre un gran número cosas, la menor de las cuales no era su propia vulnerabilidad. Su seguridad personal, sus bienes, y sobre todo su corazón, todo podía ser obtenido de formas que nunca antes habría esperado.
La luz brilló justo a su derecha. Sólo años de familiaridad le permitieron no sobresaltarse y mantener la expresión serena y un poco aburrida en su rostro. Reporteros y fotógrafos de las malditas revistas. Se arrastraban alrededor de las áreas públicas de las comisarías de policía como cucarachas.
—¡Señor Alfonso! —gritó uno de ellos, comenzando a correr en su dirección—. ¿Por qué está aquí?
—¿Está aquí por la detención de la señorita Chaves en marzo?
—¡Pedro, mire aquí!
Hizo caso omiso de todos ellos mientras empujaba la puerta con el hombro y entraba en la comisaría. Los rostros de los policías del interior eran en general más difíciles de leer, pero entendía las miradas. Eran curiosas, suspicaces, y algunos de ellos nada contentos de verlo, un sentimiento mutuo. Cinco meses atrás los oficiales de la comisaría
arrestaron a Paula, y a pesar de que habían seguido el procedimiento, a pesar de que estaban equivocados y ella les había ayudado a evitar un robo en el Museo Metropolitano de Arte, no olvidaría como la alejaron de él en la parte trasera de un coche de policía.
Jamás.
—Tengo una cita para ver al detective Garcia esta mañana —dijo al oficial de recepción.
El oficial asintió, descolgó un teléfono y se puso una mano sobre la otra oreja contra el ruido considerable a su alrededor. Un segundo más tarde colgó de nuevo.
—Se reunirá con usted, señor Alfonso. Puede esperar aquí, o tomar asiento en uno de los bancos de más allá.
Pedro miró hacia donde le indicaba.
—Esperaré aquí, gracias. —Ya se sentía como si tuviera que revisarse los bolsillos para asegurarse de que aún tenía su billetera y su teléfono.
Un minuto o dos más tarde, Samuel Garcia se acercó a través de otra puerta.
—No esperaba que llegara a tiempo —dijo, ofreciéndole la mano—. Bienvenido de nuevo a Nueva York, señor Alfonso.
—Gracias. —Pedro le estrechó la mano, tomando nota del traje gris elegante y sobrio, y los zapatos negros de calidad con los desgastes en las puntas—. Y gracias por tomarse el tiempo para verme.
—Humm. Estaría dirigiendo el tráfico si le hubiera rechazado. ¿Mi escritorio, o en algún lugar más privado?
Pedro no estaba pidiendo nada ilegal, pero tampoco le gustaba que se escucharan y se especulara sobre sus asuntos personales, sobre todo cuando sus asuntos en esta ocasión eran también de Paula.
—Privado.
—Ya me lo imaginaba. Por aquí.
Se dirigieron a una pequeña sala de interrogatorios, donde Pedro se quitó el abrigo y lo puso sobre el respaldo de una silla. Su traje era negro con raya diplomática, usado en honor de la reunión de las nueve treinta en su oficina más que por esta pequeña conferencia. Aunque su atuendo tal vez costara cuatro o cinco veces más que el del detective, no iba a permitirse un poco de superioridad cuando se presentaba la oportunidad.
—¿Quiere café o algo? —preguntó Garcia, tomando el asiento de enfrente.
Si quería, probablemente tendría que ir él mismo.
—No, gracias.
—Está bien. ¿Qué puedo hacer por usted entonces, señor Alfonso? ¿Y cómo está la señorita C? ¿Se mantiene fuera de problemas?
Ah, la otra razón era menos cariñosa por parte de Samuel Garcia. A menos que estuviera muy equivocado, a este Samuel le gustaba su Paula, y eso a él no le gustaba ni un poquito.
—Está bien, de hecho es la razón por la que estoy aquí.
El detective esbozó una sonrisa.
—¿Por qué no me sorprende?
—Es completamente legal, se lo aseguro. Está investigando un antiguo robo, uno que el Met sufrió hace una década y le gustaría mantenerlo en secreto. Me preguntaba si alguna vez investigó los nombres de Gabriel Toombs o August e Yvette Picault mientras estuvo investigando cualquier robo de antigüedades o de arte de alto nivel. Artículos japoneses en particular. —El robo del Met sucedió diez años atrás, pero como Paula había señalado y demostrado, el crimen era un hábito. Si se habían extraviado una vez, probablemente lo hubieran hecho en numerosas veces. Y Garcia estaba en el negocio de la resolución de robos.
—¿Parezco Huggy Bear o algo así?
Pedro frunció el ceño.
—¿Perdón?
—Cierto. Usted es inglés.
El detective hizo que sonara como un insulto. Había algunos que encontraban su acento sexy.
—¿Y? —añadió Pedro.
—Y no soy un soplón al que ustedes dos recurren cuando necesitan información.
—Lo veo más como una oportunidad para el beneficio mutuo. Paula localiza un objeto robado, y usted tal vez consigue detener a alguien que compra bienes robados muy
caros. Ella le ha ayudado antes.
—Todavía tengo la sensación de que estaría resolviendo un montón de delitos muy caros si encerrara a la señorita C otra vez.
Gracias a una gran cantidad de auto-control, Pedro se contuvo de cerrar las manos.
—Como creo que hemos explicado, la única conexión de Paula con el robo es su padre. Y usted lo tenía en custodia.
—Sí, hasta que los federales y la Interpol se metieron.
—Dado que los dos tenemos otras cosas que hacer, dejemos lo de recordar el pasado para otro momento, ¿de acuerdo?
—Está bien para mí. Cualquier cosa dentro del reglamento del departamento que pueda hacer por usted, ¿entonces?
La gente no se negaba a Pedro muy a menudo, y no le gustaba ni un poco cuando sucedía. Tampoco hacía un hábito de aceptar una respuesta distinta a la que quería.
—Entonces debido a que la ley de prescripcición ha expirado, no está interesado. Entiendo —dijo bruscamente—. Si Paula no encuentra las cosas para el próximo
miércoles, el Met, su Met, perderá una exhibición itinerante muy prestigiosa a favor del Smithsonian. Seguro que usted lo entiende. —Se puso de pie y recogió el abrigo.
—Toombs y Picault —dijo Garcia detrás de él—. ¿Cuánto tiempo se quedará en la ciudad?
—Me voy a la una.
El detective suspiró pesadamente.
—Deletréemelos y lo miraré. Déme su número de móvil y le llamaré antes de que se vaya.
Pedro asintió con la cabeza. A veces era bastante fácil conseguir que la gente hiciera lo que él quería, sobre todo cuando lo que él quería era lo correcto.
—Me alegro de volverlo a ver, detective.
—Apuesto a que sí.
* * *
Frotándose la cara con una mano, se sentó. Eran casi las nueve de la mañana. Unas horas normales que todavía estaban probando ser lo más difícil a lo que ajustarse en la vida legal, en los viejos tiempos las cosas no empezaban a ponerse interesantes hasta después de la medianoche. A veces era una persona casi nocturna.
Ahora, sin embargo, tenía una oficina donde la gente esperaba poder contactar con ella durante el día, y la mayoría de la gente que la rodeaba sólo veía el principio del
programa de Leno o Letterman, y estaban profundamente dormidos al final.
Rodando para salir de la cama, se puso un chándal y bajó al gimnasio del sótano.
Hacer ejercicio era más divertido cuando Pedro también estaba allí y podía competir con él, pero se las arregló para levantar pesas y estar en la estúpida StairMaster durante casi una hora.
Cuando volvió a subir para ducharse, Reinaldo le había puesto una magdalena y una Coca-cola light fría en la mesa de café del dormitorio principal. Ah, era bueno ser la reina.
Después de ducharse y sentarse a comer, miró su teléfono móvil en busca de mensajes.
Nada.
—Maldita sea, Sanchez —murmuró y marcó el número de su móvil. El teléfono sonó una vez antes de que el contestador automático se pusiera al teléfono para decir que el teléfono que estaba marcando no estaba disponible. Esto en cuanto a estar disponible si quería llamarlo. Lo intentó de nuevo, esta vez marcando el de su casa en Pompano Beach
El teléfono sonó seis veces y luego el contestador automático con voz de mujer con acento cubano contestó.
Resoplando y murmurando, Paula llamó a su oficina.
—Chaves Security, estamos aquí para ayudar —dijo la voz suave de Andres.
—Eres mejor empleado que yo —dijo con una media sonrisa, encendiendo el televisor de plasma para ver las noticias de la mañana.
—Me gusta estar aquí. Durante la temporada ni siquiera consigo ponerme en marcha hasta que cae la noche. El día es interesante.
—Sé lo que quieres decir. Estaré allí en una hora.
—No hay prisa. Daltrey llamó para decir que terminaría esta tarde, y Ortiz traerá sus notas más o menos al mismo tiempo.
—¿Algo nuevo sobre los Mallorey?
—Ni pío. Supongo que a Gwyneth le gustó lo que fuera que hiciste anoche.
—Cambié su tono de entrada por las campanas de la catedral de Westminster.
—Muy bonito.
—Me alegra ver que mi negocio funciona mejor conmigo programando las campanillas de las puertas.
—Tonterías, señorita Paula. Se supone que un negocio funciona bien incluso cuando el jefe está fuera del país. Al menos eso es lo que se supone que sucede cuando
contratas a personas que saben lo que están haciendo.
Esos empleados sabían lo que estaban haciendo sobre todo porque habían ido al trullo por ello previamente. Pero esto era entre ella y los chicos a los que contrataba para hacer las instalaciones. Y Sanchez y ella los habían aprobado primero para asegurarse de que no era su manera de volver al antiguo negocio.
—Gracias. Llevaré el almuerzo —dijo y colgó.
Dado que el trabajo no la necesitaba para nada urgente, Mateo Gonzales estaba en el colegio, y tenía hasta mañana para el tour en casa de Toombs, pasó una hora en el
ordenador mirando todo lo público o cualquier otra cosa que pudo encontrar sobre el bueno de Wild Bill. Luego se puso los zapatos y fue a recoger el Bentley. Sanchez podría no estar en casa, pero eso no le impediría visitarla y tratar de averiguar a dónde había ido. En su línea de trabajo, las personas desaparecían por una de dos razones: o bien se habían fugado o habían sido capturadas o asesinadas. Si se trataba de una tercera, quería saber cuál era.
La camioneta roja Chevy del 92 de Sanchez no estaba ni en su camino de entrada ni el garaje, lo cual se lo tomó como una buena señal. Por fuera, su casa pequeña y un poco
destartalada encajaba perfectamente en el vecindario de Pompano Beach. En el interior, desde el reloj con los ojos de gato deslizándose por la cocina hasta la radio clásica de los
cincuenta y una genuina televisión de tubo en el salón, eran Sanchez en estado puro. Su idea de antigüedades chulas era de la época de I Love Lucy.
Nunca le había dado una llave, pero ambos sabían que jamás la necesitaría. Abrió el cerrojo en unos ocho segundos y entró. Al menos tenía un contestador, pero el único mensaje en él era el que ella le había dejado anoche.
Lo cual podía significar que o todos sus otros conocidos sabían que estaba fuera de la ciudad o que Sanchez había oído sus mensajes desde otro lugar.
Refunfuñando, Paula abrió la nevera. Un par de cervezas y dos trozos de pizza, más de media lechuga y todo el aderezo de ensalada bajo en calorías conocido por el hombre. Tomates, coliflor, sandía… si no volvía pronto, su nevera iba a convertirse en una zona de materiales peligrosos.
El cepillo de dientes y sus cosas todavía estaban en el baño pero conociendo a Sanchez tendría, prolijamente guardada, una mochila de emergencia, igual que ella, con todo lo necesario para una huida rápida y limpia. Por si acaso.
No esperaba encontrar una pista; después de todo, estaban todos en el mismo negocio, y ella no habría dejado ninguna.
Pero no era su estilo esfumarse sin al menos un mensaje en clave haciéndole saber que estaba bien. Habían sido familia desde que ella podía recordar, y cuando Martin demostró ser una auténtica ruina como padre, Sanchez fue el que tomó cartas en el asunto.
Su hermano menor, Delroy, vivía en Nueva York, pero regentaba una bonita panadería y llamarlo solo le preocuparía, así que lo retrasaría todo lo posible.
—De acuerdo, Sanchez —susurró, amontonando el correo de detrás de la puerta y poniéndolo sobre la mesa de fórmica de la cocina—, este es tu curro. Pero sea lo que sea de lo que te estés intentando librar, mejor te comunicas pronto. Ya voy detrás de bastantes cosas ahora mismo sin añadirte a la lista. —Especialmente desde que se suponía que la estaba ayudando con la información de Toombs.
Cuando cerró y trabó la puerta otra vez, admitió que sin sus dos hombres más importantes allí, se sentía un poco fuera de juego. Claro que podía arreglárselas sola, y así lo hacía con frecuencia, pero Sanchez era su caja de resonancia para las ideas y teorías. En cuanto a Pedro… Bueno, él era el resto y aún algo más. Y ella estaba igual de loca por él.
Una vez la casa estuvo cerrada de nuevo, caminó la media manzana donde había aparcado el Bentley. Cuando empezó a alejarse del bordillo, un volvo 740 azul metálico la pasó dirigiéndose en dirección contraria. El coche le parecía vagamente familiar y cuando aparcó en el camino de entrada de la casa de Sanchez y salió la morenita vestida con un
impresionante traje de negocios, ella frunció el ceño. Kim Stacey, una extraordinaria agente de bienes raíces, y Sanchez eran novietes desde hacía un par de meses.
Lentamente dio marcha atrás en el Bentley hasta estar a una casa de distancia de la de Sanchez. Cuando bajó la ventana del acompañante pudo oír a Kim golpeando en la puerta
principal y gritando.
—¡Walter! ¿Estás ahí? Walter, si puedes oírme y tienes un golpe o algo y no puedes hablar, golpea dos veces en el suelo y llamaré al 911.
Genial. Entonces Sanchez ni siquiera le había contado a la chica con la que más o menos salía adónde había ido. La Paula amable y conservadora, con un socio desaparecido de su negocio de seguridad y nada que esconder habría vuelto a salir del coche para poder compadecer a la novia y llamar juntas a la poli.
Ella no era conservadora. Paula puso el coche en marcha y se fue, cogiendo el primer giro a la derecha y así salir del campo de visión de la casa. Luego marcó de nuevo el móvil de Sanchez. Todavía nada, ni siquiera la opción de dejar un mensaje, seguramente porque el tonto para la tecnología no sabía cómo abrir una cuenta.
Si los polis iban a entrar a la fuerza no encontrarían nada excepto un prolijo montón de correo, el cual seguramente los haría pensar que uno de sus vecinos estaba vigilando la
casa por él. Ella no podía dejar otro mensaje en el contestador de su casa aparte del que le dejó ayer, en el cual adrede no había nada extraño.
Mierda. El día había empezado bien, pero ahora definitivamente iba de capa caída.
No cambió de opinión cuando entró en la oficina.
—Hola —saludó a Andres, poniendo un sándwich club de pavo y patatas delante de él—. Y un té helado —acabó, sacándolo del recipiente y tendiéndole una pajita.
Él abrió la tapa de plástico y miró dentro.
—Hasta has añadido una rodaja de limón, querida.
—Sé lo que les gusta a mis hombres. ¿Alguna cosa excitante?
—Llamó Tomas Gonzales. No dejó mensaje, pero pidió si podías llamarle lo más pronto que te fuera posible.
Ella se detuvo justo al pasar la puerta de recepción.
—¿En serio dijo tan pronto como me fuera posible, o lo estás retocando?
—Bueno, la frase real fue “cuando meta el culo en la oficina”, pero un caballero no repetiría tales cosas a menos que se lo pidieran específicamente.
Paula se rió por lo bajo.
—Te pillé.
Una vez se sentó en su oficina y sacó la ensalada china de pollo y llamó a la oficina de Gonzales.
—Gonzales, Rhodes and Chritchenson —dijo la vivaracha recepcionista de acento sureño tras un tono.
—Con Gonzales, por favor. Soy Chaves, devolviendo su llamada.
—Un momento, señorita Chaves.
El Eine kleine Nachtmusik de Mozart sonaba a través de la línea hasta que se volvió a abrir.
—¿Estás en tu oficina?
—Sí. —Frunció el ceño. Eso era incluso menos amable de lo normal—. Pasa al…
La línea se murió y regresó el tono de marcar.
—No va a recibir un regalo de Navidad, si sigue así —refunfuñó, colgando el teléfono. Y si Pedro le había pedido a Gonzales que la llamara para tenerla vigilada, no iba a
obtener un regalo esta noche cuando volviera de Nueva York. Lo cual era una verdadera pena, porque en serio quería que lo tuviera: a ella nada más que con un lazo encima.
Seis bocados de ensalada después, oyó abrirse la puerta exterior de la oficina, seguida por la voz de Andres y luego la más grave de Gonzales. Se irguió cuando apareció en
la puerta de su oficina.
—Sabía que alquilé esta oficina demasiado cerca de la tuya —dijo ella, acabando su bocado pero con el tenedor de plástico en la mano. No era exactamente letal pero seguro
que haría mucho daño.
Él alargó la mano detrás de él para cerrar la puerta de un portazo justo cuando llegaba Andres.
—¿Ayer te llevaste o no a mi mujer a un robo? —le gruñó con todo su más de metro ochenta de ex tejano intentando intimidarla.
Paula se levantó. Sería de metro sesenta y cinco pero no se intimidaba y no le gustaba que le gritaran en su territorio.
—No.
—De acuerdo, no robaste nada. Ya sabes lo que quiero decir, maldita sea.
—Y si estás tan seguro de saber la respuesta, ¿por qué me lo preguntas? —le soltó en respuesta.
Su puerta traqueteó.
—¿Necesita ayuda, señorita Paula?
—Estoy bien, Andres. ¿Por dónde ibas?
La mirada de Gonzales no abandonó su rostro.
—Te he hecho una pregunta.
—Y yo la he respondido.
—¿Vamos a estar dando rodeos todo el día?
—Tú eres el abogado. Hazme hablar.
—Comisteis juntas. ¿Qué coche cogisteis después?
—¿Sabes lo que pienso, señor abogado? Creo que no sabes nada pero tienes una extraña corazonada que estás intentando confirmar con lo que quieres oír. Y no estoy
diciendo nada ni de un modo ni de otro. Saca tus propias conclusiones. No soy una soplona.
—No eres una soplona. Eres una ladrona, pero ambos especimenes están en mi lista.
—Ooh, muy bonito. Me apuesto a que has estado trabajando en eso durante un rato. Pero siendo desagradable no vas a lograr que suelte nada.
—Entonces admites que hay algo que soltar.
—Admito que tú piensas que hay algo que soltar.
—¡Maldita seas! Chaves, debería patearte el culo.
—Deberías intentarlo.
—¿Por qué no me contestas?
Ella cruzó los brazos.
—Porque no quiero.
Imprecando por lo bajo, fue enfadado hacia la ventana y abrió las persianas. El resplandeciente edificio de su oficina estaba justo cruzando la Worth Avenue y la miró furioso durante un largo instante.
—Vamos a intentarlo de nuevo. ¿Qué hicisteis tú y Catalina ayer?
—Eso está mejor. Bien, no me estás acusando de nada. Cuéntame por qué quieres saberlo, y tal vez, tal vez, te lo diré.
Gonzales murmuró algo para sí y luego la encaró.
—Cata y yo tenemos tres hijos. Christian tiene veinte años, por el amor de Dios. —Su rostro bronceado se enrojeció—. Supongo que el asunto es que hemos… hemos intimado
durante muchos años.
—Sí. ¿Y me estás contando esto por?
—Porque anoche ella… —se aclaró la garganta—. No puedo creer que te esté contando esto.
Ella estaba empezando a sospechar lo que estaba a punto de contarle y tampoco podía creérselo.
—Entonces no lo hagas.
—Anoche fue la noche más loca y salvaje que jamás hemos tenido —balbuceó soltándolo de un tirón—. Ella… ella sacudió mi mundo, Chaves.
Paula no podría haber detenido su sonrisa ni por un millón de pavos.
—¿Y tienes algún problema con eso?
—Depende. Pedro dijo que la cosa de tus robos es una clase de acicate para él. Un aliciente sexual.
—¿En serio te lo contó? —preguntó Paula alzando ambas cejas.
—No exactamente con estas palabras, pero sí.
Genial. Ahora ella estaba avergonzada.
—¿Así que te imaginaste que porque tu mujer estaba más por ti de lo normal, debía haber pasado algo? Eso es poco convincente, incluso para un boy scout como tú.
Él negó con la cabeza.
—No vas a contármelo, ¿verdad? Ella no diría nada tampoco. Pero sé que estáis tramando algo. Solo… ¿ayer estuvo en peligro? ¿En más peligro del normal por conducir
por Pal Beach?
—No. Yo no lo diría y espero que a estas alturas lo sepas.
—No te entiendo, Chaves. Pedro está dando rodeos como si fueras a romperte cuando te regale… —Gonzales tragó saliva—. Pero tú resistes ante mí como si tuvieras pelotas de granito.
Ella ladeó la cabeza.
—Me han disparado, Gonzales. Que un boy scout de Yale me chille no me hace temblar. Así que hiciéramos lo que hiciéramos ayer Cata y yo es asunto nuestro, dos chicas
en la ciudad.
—Mierda.
—Pero si quieres otra noche como la de ayer, dile que yo te dije que tendríamos que volver a hacerlo de nuevo. Y de nada.
—Uno de estos días, Chaves, vas a darme una respuesta directa.
—Lo dudo —contestó, yendo hacia la puerta y abriéndola para él—. Porque eres demasiado estirado para enfrentarte a alguien tan torcido como yo. Que tengas un buen día.
Una vez Gonzales se fue ella volvió a su mesa y se sentó de nuevo. Y entonces empujó la silla hacia atrás y se carcajeó.
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