martes, 14 de abril de 2015
CAPITULO 196
Lunes, 10:20 a.m.
Una figura vestida con ropas de golf estaba de pie con los otros espectadores que miraban el fuego resplandeciendo sobre el tejado de la casa situada justo al final del campo
de golf. Media docena de camiones de bomberos estaban parados alrededor del perímetro, las mangueras convertían fuego y humo en vapor. Habían llegado en unos pocos minutos, pero la habitación del torreón nunca sería salvada.
—Te toca, Andres —la voz del doctor Harkleys llegó desde un poco más adentro del campo.
Andres Pendleton balanceó su cinco de acero sobre el hombro y se reincorporó al resto del cuarteto.
—Tengo el repentino deseo —dijo lentamente con una sonrisa—, de un agradable y helado vaso de limonada. ¿Les gustaría unirse a mí en el club cuando terminemos,
caballeros?
Fin
CAPITULO 195
Lunes, 9:44 a.m.
—¡Por el amor de Dios! —se quejó Paula, enterrando la cabeza bajo la almohada.
No pudo evitar oír a Pedro riéndose de ella.
—No creerías de verdad que ibas a dormir con todo esto ¿verdad? —la cama se movió mientras él se sentaba en el borde.
—Tú eres el que me hizo empezar a trabajar en el maldito jardín —el ruido de la sierra subía y bajaba de nuevo—. ¿Qué demonios están haciendo?
—Creo que están haciendo las siluetas para poder verter cemento en los bordes del jardín.
—Hazlos parar.
—Podría, si ayer no me hubieras dado la peluca de rizos. —Le acarició la pantorrilla con la mano por encima de las mantas.
—Eres un demonio, hombre diabólico.
Lo escuchó suspirar.
—Bien. Voy a hacer que Reinaldo les ofrezca algunos bollos y café. Eso debería darte otra hora más o menos. Estaré en la oficina.
La puerta de la habitación se cerró, y un par de minutos más tarde el silbido de la sierra se detuvo. Por fin. Reajustando la almohada, se acurrucó de nuevo entre las mantas.
El móvil empezó a sonar sobre la mesita de noche.
Gruñendo, se zafó de las mantas y lo agarró.
—Chaves—espetó.
—Paula, está aquí —le llegó la voz feliz de Visconti.
Pedro tenía razón. Ella no había pensado detenidamente en el tema de dormir, dado que le había pedido a la gente que la llamara aquella mañana. Estúpida.
—Qué bien —dijo en voz alta—. ¿Todo intacto?
—Sí. Ya he llamado al Doctor Nakuro para la nueva exposición, y está volando desde D.C. Creo que puedes haber situado al Met en la cumbre.
—Estoy encantada. Me invitará para la inauguración ¿verdad?
—Ciertamente lo haré. Adiós.
—Adiós.
Antes siquiera de que hubiera dejado el teléfono, sonó de nuevo. Esta vez miró el identificador de llamadas, de la escuela elemental J.C. Thomas. Mientras apretaba el botón,
decidió poner esta entrada en su lista-de-cosas-que-nunca-pensé-que-ocurrirían.
—¿Hola?
—¿Señorita Chaves?
Reconoció la voz.
—Señorita Barlow. Buenos días.
—Buenos días. Ni siquiera voy a preguntar como lo hizo, pero muchísimas gracias por traer a Clark de vuelta. Los niños están tan excitados. Es como… los buenos ganaron.
Guau.
—Me alegro. Estoy encantada de poder ayudar.
nuestra invitada especial.
—Veré lo que puedo hacer —contestó evasiva, aquella aterrorizadora sensación trepaba de nuevo por sus tripas—. Haga que Lau me diga cuándo es.
—Lo haré. Tenga un buen día, señorita Chaves.
Bueno, no iba a volver a dormirse ahora. Canturreando, se dirigió a la ducha y luego se puso una camiseta y unos vaqueros y encontró la chaqueta que había llevado el día
anterior. Pedro estaba trabajando con el ordenador en su oficina cuando ella llamó a la puerta entreabierta y entró.
—Estás bastante animada —comentó él.
—Viscanti me ha llamado para darme las gracias, y luego la maestra de Laura me ha llamado para agradecérmelo. Gobierno el mundo.
Él sonrió.
—Bien, Señorita dueña del Mundo ¿te gustaría tomar el desayuno antes de que los martilleos y las sierras comiencen de nuevo?
—¿International House of Pancakes?
—Déjame ponerme los zapatos.
Mientras lo esperaba, deambuló por parte del vestíbulo de su guerrero y en la biblioteca para mirar el caos que había instigado. Una docena de tipos y media de camiones de construcción estaban allí fuera, paleando con montones de suciedad del suelo para remodelar la piscina, metiendo cuidadosamente en macetas las plantas que necesitaban
trasladar para su colocación, cortando siluetas del primer cemento vertido, haciendo las cosas que hacían los hombres con los pulgares en los cinturones mientras estudiaban…
—Señorita Paula, el…
Se dio la vuelta mientras Reinaldo se caía al entrar en la habitación. Tras él, Wild Bill Toombs entró en la biblioteca y cerró la puerta tras él, asegurando una silla bajo el picaporte.
—Buenos días —dijo, haciendo una reverencia.
El corazón le dio un vuelco.
—¿Qué demonios cree que está haciendo? —le espetó ella, andando a grandes zancadas hasta Reinaldo para revisarlo. Estaba frío, pero al menos estaba respirando—. ¿Y cómo ha entrado aquí?
Las preguntas no importaban mucho, especialmente cuando él sacó una espada daitu enfundada desde detrás de su espalda. Podrían enlentecerlo un poco, sin embargo, dándole tiempo para imaginarse lo que él intentaba hacer, y darle tiempo a Pedro para darse cuenta de que Toombs estaba en la casa.
—Tu puerta estaba abierta. Pareces estar haciendo algo de remodelación en el jardín.
—Sí, ya era el momento de una reforma. Y oiga, sé que la cena de anoche fue un poco aburrida, pero no fue culpa mía.
Él asintió.
—Creo que lo fue. Hablé con August e Yvette anoche, después de que os fuerais. No lo robarías para mí, así que ¿quién te convenció para que te la llevaras?
—¿Qué?
—La armadura de Minamoto Yoritomo y las espadas. El primer shogun. La ley de prescripción expiró hace tres años. El mismo tiempo que yo te descubrí.
Toombs se adentró más en la habitación, y ella se alejó de Reinaldo.
—No tengo ni idea de sobre qué está hablando.
—Por supuesto que la tienes. No me insultes. Sabes que he estado… estudiándote, porque tú seguiste mi coche. Te dejé verlo anoche.
—¿Su coche?
—Como dije, he estado estudiándote, Paula Chaves. En nuestro mundo moderno, tú eres un samurái. Eras un ronin, hasta que yo tomé las riendas. ¿Sabes siquiera cuántos objetos has robado para mí? Yo controlaba dónde estabas y qué hacías. Y ahora cuando por fin nos encontramos cara a cara, descubro que me has traicionado.
¿Por qué todos los lunáticos se veían atraídos hacia ella?
—Creo que tienes a la chica equivocada —dijo ella, manteniendo las manos separadas, haciéndole saber que se imaginaba que estaba loco—. Hace tres años yo estaba
trabajando para los Norton, haciendo trabajos de restauración. Y ahora trabajo en seguridad. Tú lo sabes, Wild Bill.
—Pude aceptar que te retiraras. Te tuve vigilada, solo por si acaso, y sabía que habías estado manteniendo el ritmo de tu guerrero.
—Wild Bill, no sé de qué vas, pero estás…
—No me mientas —siseó él—. Los samuráis no mienten. Especialmente no a sus maestros.
—Vale, entonces ¿Qué quieres que te diga?
—Quiero que me digas para quién has robado esa armadura después de que rehusaras entregármela.
—No rehusé entregarte nada, porque nunca me pediste que hiciera nada… excepto visitar tu casa para un recorrido, lo cual hice.
Sacó la daitu de su vaina y la hizo girar lentamente en el aire, dejando que el sol que atravesaba la ventana capturara la afilada hoja.
—Después de defraudar a su shogun, un samurái verdadero y virtuoso se quitaría la vida. Dado que tu crimen es la traición, asumo que tendré que ayudarte a cometer sepiku.
—Ni loca voy a matarme. Y quédate lejos de mí con eso.
Toombs arremetió. Saltando rápidamente atrás, Paula evitó la hoja. Agarró un escabel, sujetándolo frente a ella como un escudo. Él lo golpeó con la hoja, tanteando sus flaquezas.
Maldición. En la lucha cuerpo a cuerpo e incluso en una ocasional lucha a cuchillo podría defenderse, pero en lo que al juego de espadas concernía, tenía un montón de puntos débiles.
El picaporte de la puerta giró.
—¿Paula?
—¡Pedro! ¡Toombs está aquí con una espada! —chilló, tirándose a un lado cuando él la atacó de nuevo.
El sólido roble hizo un ruido sordo y se combó, sujeto por la silla. Sonó de nuevo, más fuerte.
—Lo partiré por la mitad —le advirtió Toombs—. Esto es entre nosotros.
Paula estiró el brazo para coger un libro y tirárselo a la cabeza. Él se agachó.
Mientras estaba desequilibrado, ella le arrojó el escabel a las piernas. Toombs cayó sobre una rodilla. Inmediatamente, ella giró en redondo, golpeándole en un lado de la cara con el pie.
Él se movió también, girando la pantorrilla y lanzándola con fuerza sobre el culo.
La hoja golpeó en oblicuo, cortándole a través del muslo.
Ella lo pateó de nuevo, retrocediendo y gateando hacia atrás. Joder, aquello dolía, pero no tenía tiempo de ver cuán
gravemente había sido herida.
La puerta y la silla estallaron en astillas hacia el interior de la habitación. Pedro soltó la maza de acero de quince kilos que había sacado de una armadura alemana expuesta y cargó dentro de la habitación, descolgando una de sus propias espadas mientras lo hacía.
Reinaldo yacía medio espatarrado bajo la mesa de trabajo.
Al otro lado de la habitación, Paula cojeaba hacía la ventana, lanzándole libros a Toombs mientras retrocedía. La sangre escurría de un corte en medio de su pierna derecha.
Toombs la había herido. La furia que había estado hirviendo a fuego lento dentro de él los últimos dos días explotó. Pedro rugió.
—¡Toombs! —se deslizó hacia delante.
Wild Bill giró en redondo para enfrentarlo, la espada japonesa daitu chocó contra el sable ingles.
—Esto no es asunto tuyo —dijo Toombs, empujando con el hombro—. Mantente apartado.
—La has amenazado, es asunto mío —le soltó Pedro, clavándole el codo en la cara y apartándose con un giro mientras la daitu cortaba a través del aire. No se había batido con una espada desde los días de Oxford, pero eso no quería decir que esta no fuera una pelea justa.
—¡Paula, fuera de aquí! —gruñó, cortando el pecho de Toombs. Cortar, parar, golpear, dar puñetazos… cualquier cosa para alejar a Toombs de ella.
En el segundo que tuvo espacio para moverse, Paula se precipitó hacia delante y estampó un libro contra la parte de atrás de la cabeza de Wild Bill. Toombs se tambaleó y ella lo hizo de nuevo.
—Jodido enfermo —aulló ella, golpeándolo de nuevo.
—¡Retírate!
Toombs se cayó de cara. Paula golpeó de nuevo… y Toombs se retorció, levantando la espada. Sangre roja brotó del costado de Paula.
El corazón de Pedro se detuvo. El tiempo se detuvo. Todo se volvió rojo y de un frío glacial. Empujando con todas sus fuerzas, Pedro atravesó con su espada el hombro de
Toombs y la estantería detrás de éste. Con un chillido agudo, Wild Bill dejó caer la daitu y agarró la empuñadura del sable.
Pedro lo ignoró.
—Dios —murmuró él una y otra vez, cayendo de rodillas junto a Paula—.Paula no te muevas. No te muevas.
Ella lo empujó, jadeando mientras se pasaba las palmas sobre el costado empapado de sangre.
—No es mía —dijo con voz áspera—. Falló.
—Estás en shock. No…
—No —Paula le sujetó las manos que investigaban—. Estoy bien.
—Hay sangre por todas partes —con voz entrecortada.
—Mira —liberando una de sus manos manchadas de rojo, se levantó el bolsillo de la chaqueta. Un agujero la perforaba, y la sangre se filtraba a través del roto para gotear hasta el suelo.
—Es el paquete de sangre de ayer. Estoy bien Pedro, estoy bien.
Le llevó un minuto entender lo que ella le estaba diciendo. Y luego la sujetó por los hombros, atrayéndola contra él.
—Gracias a Dios —respiró, sujetándola con fuerza contra su pecho y acunándola—. Me asustaste de muerte.
—Tú también.
—¿Qué demonios estabas pensando, cargando contra un hombre que sujetaba una espada?
—Estaba pensando que podría herirte —le contestó, agarrándolo con fuerza por los hombros.
Los lloriqueos de Toombs empezaron a invadir su oído, y Pedro se puso de pie, levantando a Paula en sus brazos y dejándola sobre la mesa para mirarle la pierna.
—No es demasiado grave —dijo él, ahora el alivio hacía temblar su voz—. Necesitaras algunos puntos, creo.
—¿Cómo está Reinaldo?
—Ay —murmuró el mayordomo, dándose la vuelta y sujetándose la parte de atrás de la cabeza—. Ay, ay, ay, esto duele.
Pedro se sacó el teléfono del bolsillo y marcó el número de Francisco Castillo.
—Castillo.
—Francisco. Soy Pedro Alfonso.
—Me alegro de que me llamara. Estaba a punto de…
—Francisco, Gabriel Toombs está en mi biblioteca, clavado en una estantería con una espada. Ha intentado matar a Paula, y noqueado a uno de mi personal. Te sugiero que
envíes a alguien para recogerlo.
—Jesús —murmuró el detective de homicidios—. ¿Está vivo?
—Por ahora. Necesito una ambulancia para Paula. La apuñaló.
—Santo… ¿Está ella viva?
—Si no lo estuviera, Toombs tampoco lo estaría.
—Enviaré algunas unidades móviles. Pedro ¿dónde estaba esta mañana?
Pedro frunció el ceño.
—Paula y yo dormimos aquí. ¿Por qué?
—Porque he estado escuchando algunas llamadas. El departamento de incendios está en casa de Gabriel Toombs justo ahora. Algo sobre una habitación del primer piso
explotando. Ya que Paula y tú estabais tan interesados en él, no puedo dejar de preguntarme si sabéis algo.
Pedro le echó un vistazo a Paula, pero ella había estado en la cama más tiempo que él.
—No puedo decir que sienta oír eso, pero no tenemos nada que ver.
—No, usted es más del tipo de espadas y balas. No mate a nadie hasta que yo llegue.
—Dése prisa.
* * *
Luego llamó a seguridad por el intercomunicador. Un minuto después dos guardas llegaban a la biblioteca, mirando desde la puerta a Toombs entre los restos de la habitación. Sobre
dónde demonios estaban antes ya se preocuparía más tarde.
—Vigílenlo —dijo, y levantó de nuevo a Paula
—Puedo andar —protestó ella mientras abandonaban la biblioteca.
—Lo sé. Me siento galante —la llevó a uno de los salones del piso de arriba y la depositó sobre un sofá. Luego se despojó de la camisa y la enrolló alrededor de su pierna—.
¿Mejor?
—Solo querías una excusa para dejarme ver tu pecho desnudo otra vez —replicó ella, sonando tan serena como siempre… excepto por la mano que mantenía cerrada sobre
el brazo de Pedro.
—Francisco dijo que estaba a punto de llamarnos —le dijo, besándole la frente—. En este mismo momento Toombs está sufriendo un incendio en el primer piso de su casa.
—¿Qué?
—Mmm hum.
Muy poca gente sabía lo que cubría las paredes de la habitación del torreón, lo que estrecha la lista de sospechosos a cuatro. Paula y él estaban justificados, lo que dejaba a Andres o a Walter.
—¿Walter? —dijo él en voz alta.
—No es su estilo, pero estaba bastante cabreado con lo de que me siguieran —descansó la cabeza sobre su hombro—. Guau. Wild Bill va a perder un montón de objetos realmente bonitos.
—No me pillarás llorando por eso —le replicó. Esta era Paula, sin embargo, simpatizando con los tesoros en los que pasaba tanto tiempo estudiando y pasando de dueño en dueño—. ¿Descubrió que nosotros entramos en su casa?
—No. Está aquí porque aparentemente rehusé robar la armadura de Yoritomo para él pero lo hice para alguien más. Soy su samurái y lo traicioné.
—Creo que cuando Francisco llegue aquí, solo vamos a salir con la historia de que está-más-loco-que-una-cabra —decidió Pedro.
—Se acerca bastante a la verdad.
Él se recostó en el sofá, acomodándola contra su costado.
La noche anterior había pensado que habían salido de esto bastante ilesos. Las pasiones que Paula suscitaba en
la gente continuaban sorprendiéndole. Y no podía soportar la idea de dejarla alejarse de él.
Su corazón se aceleró otra vez y respiró hondo.
—Tengo una pregunta para ti —dijo en voz baja.
—No provoqué el fuego. Estaba bastante ocupada siendo cortada a cachitos.
Pedro sonrió un poco.
—Una pregunta diferente.
—Vale.
—También es una declaración, supongo. —Basta de evasivas Pedro—. Creo que me enamoré de ti en el momento en que te dejaste caer desde mi claraboya el año pasado. Pero era sobre todo físico. Ahora es… todo. Encajamos. Nuestros defectos y nuestras virtudes, lo que sea, te amo. Toda tú. Y siempre lo haré. De manera que, ahora viene la parte de la pregunta —se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó la caja de Harry Winston, luego abrió lentamente la tapa. El diamante azul del centro capturó la luz de la ventana, astillándola en un arco iris y bailando a través de los pequeños diamantes incrustados en la banda de platino—. ¿Quieres casarte conmigo Paula Chaves?
Ella no contestó. Él inclinó la cabeza para ver más de cerca su expresión, y una lágrima bajó por la mejilla de ella. Por un momento sintió el crudo terror y la devastación de saber que había cometido un error, que había cerrado de golpe la puerta de su propia felicidad. Debería haber dejado las cosas como estaban. Ahora lo había arruinado, porque ella no se quedaría después de rechazarlo.
—Sí —susurró Paula.
A Pedro se le paró el corazón.
—¿Sí? —repitió con voz temblorosa.
—Sí, Pedro Alfonso. Solo… solo espero que sepas en lo que te estás metiendo.
—Eso es lo divertido —dijo él de manera insegura, deslizándole el anillo en el dedo y luego besándola suavemente, una y otra vez—. El no saber.
CAPITULO 194
Domingo, 5:33 p.m.
—¿Como lo hiciste? —preguntó Pedro con media docena de mangueras sobre el hombro mientras seguía a Andres y a Paula dentro del comedor de los Picault—. Nos hiciste entrar más rápido de lo que puedes abrir un cerrojo.
—Puedo abrir una cerradura mucho más rápido que eso —respondió Paula en voz baja, utilizando todavía el ligero acento cubano que había adoptado por la tarde.
Sonaba increíblemente como Reinaldo, pero era donde probablemente lo había pillado—.Solo hice lo habitual. Llamó Sanchez aquí quince minutos antes y les dijo que estábamos en camino, corriendo por delante del horario, luego amenazó con ir al próximo trabajo si no nos dejaban. Después de todo estamos trabajando un condenado domingo para conseguir un trabajo.
—El salón al otro lado del vestíbulo —dijo la agotada gobernanta, señalando—. Y prometieron estar fuera de aquí a las siete. Tenemos que arreglar la sala para la celebración
de una cena.
—Sin problema, ma’am —respondió Andres con un gruñido más reservado del que generalmente utilizaba—. Instalaremos las secadoras mientras hacemos el salón.
—Gracias. Simplemente dense prisa.
—Pobrecita —murmuró Paula, siguiendo a la mujer hasta la puerta y cerrándola tras ella—. Este no va a ser un buen día para ella.
Pedro le echó un vistazo a Paula mientras sacaba el pequeño aspirador del gran bote y enchufándolo. La gobernanta probablemente perdería su empleo, y Paula
sabía aquello tanto como él. Podría no gustarle matar bichos, pero algunas de las cosas que a ella le resultaban cómodas lo ponían incómodo
—¿Listo? —articuló, mirando de Andres a él.
Él asintió, y ella se volvió al aspirador. Para algo tan pequeño era sorprendentemente ruidoso, pero él suponía que ese era el punto. Ella había decidido que la armadura estaba en el bajo del invernadero o en el sótano donde se imaginaba que dejaron el resto de las piezas más grandes, aunque no tenía ni idea de cómo había eliminado el resto
de la casa. Un asunto de ladrones, más probablemente. Incluso si tenía una buena idea de dónde estaba la armadura, no obstante localizarla era otro asunto.
—Vale —dijo ella, moviéndolos más cerca—. Chicos mantened algún tipo de conversación. Fútbol o algo. Volveré en un minuto.
—Incluso si lo encuentras, ¿cómo vas a recuperar treinta kilos y dos espadas? —preguntó Pedro.
—Pieza a pieza —con una rápida sonrisa se volvió a la puerta, abrió una rendija, se deslizó por ella y cerró otra vez.
—Sorprendente —dijo Andres, empujando el aspirador alrededor. De acuerdo con Paula, las huellas que dejaba el aspirador servían para hacer que la gente pensara que
estabas haciendo lo que decías que ibas a hacer.
Ella era malditamente audaz. Y él estaba dentro del comedor de alguien, limpiando.
Tenía gente que hacía aquello por él en su propia casa, y aún así estaba allí, limpiando cortinas.
—¿Quién juega esta noche?
—Esto… Oakland y alguien. Los Bills, quizá.
—Así que tú tampoco sigues los deportes.
—Lo he intentado —Pendleton sonrió—. Pensarías que un tipo como yo disfrutaría observando a tipos sudorosos chocando unos contra otros y dándose palmadas en los
fondillos.
—No necesariamente —murmuró Pedro, la mayor parte de su atención atenta a cualquier sonido más allá de la puerta… como si pudiera oír algo por encima del condenado aspirador.
—¿No?
—Resulta que creo que no eres precisamente lo que insinúas que eres.
La puerta crujió al abrirse.
—No hay forma de que los Raiders puedan confiar en sus carreras —contribuyó Pendleton, arrastrando una silla para impresionar.
La gobernanta asomó la cabeza.
—¿Dónde está la otra, Alice?
—En el camión —respondió Pedro con el acento sureño que había estado practicando.
La puerta se cerró de nuevo.
—Hablando de no ser lo que decimos que somos, Charles, deberías abrir el contenedor grande —dijo Andres.
—Correcto —se reprendió mentalmente. Sólo porque estuviera nervioso por la mujer que se había desvanecido en algún lugar dentro de una casa extraña posiblemente
propiedad de ladrones, no quería decir que él necesitara empezar una discusión sobre pretensiones y motivaciones. Andres también estaba jugándose hoy el cuello y por menos
razones de las que tenían Paula o él—. Gracias Paul.
—Un placer.
Conocía la rutina; cualquier cosa más que estuvieran siguiendo, necesitaban mantener la pretensión con la que habían empezado. Así que él tenía que permanecer
exactamente allí. Maldita fuera, él quería estar donde Paula, para cuidarle las espaldas si nada más.
La puerta se abrió de nuevo.
—¿Cómo lo hace Madden para entrenar sin un monitor para garabatear? —aventuró él.
—Buen punto, ricitos —dijo Paula, deslizándose de nuevo en el comedor y cerrando una vez más la puerta.
—¿Lo encontraste?
Su sonrisa podría iluminar toda la oscuridad.
—Oh, sí —dijo ella en voz baja—. Pero podría aprovechar tu ayuda.
¿Por qué parecía que vivía para escucharle decir cosas como aquella?
—¿Dónde?
—Paul, ¿puedes apañártelas aquí un minuto? El horario de Charles para mañana es un desastre, y el despacho quiere aclararlo con él.
—Está bien, Alice. Está habitación está sorprendentemente poco limpia.
—Lo mejor para nosotros.
Pedro cerró filas tras ella mientras se escabullía de la habitación hacia el vestíbulo. Poniéndose una mano sobre los labios, señaló hacia la escalera, donde podía escuchar una conversación femenina sobre un episodio de Anatomía de Grey. Continuaron hacia la parte trasera de la casa, luego a través de una puerta y bajaron unas escaleras estrechas y desvencijadas. La parte de los antiguos sirvientes de la casa, sin duda.
Al pie de las escaleras ella lo detuvo de nuevo y escuchó durante un minuto con el oído contra una sencilla puerta blanca.
Luego giró el cerrojo y la empujó.
—Tachaaan —dijo en voz baja.
Siete piezas completas de armaduras de samurái llamaban la atención frente a él, montadas en marcos de metal en varias posiciones de combate. Todas eran magnificas,
incluso a sus ojos hastiados y experimentados.
—¿Esto estaba simplemente colocado aquí?
—Bueno, si llamas solo colocado aquí a algo que está con doble candado y asegurado con una alarma en una habitación con la temperatura controlada, entonces sí.
Y ella había atravesado todo aquello en sólo cinco minutos.
—¿Cómo supiste que estaban aquí? No puedes haber pasado mucho tiempo buscando.
—Vamos. ¿Cuántas puertas ligeras y viejas al final de unas escaleras con la escayola rota tienen doble candado y alarma?
Se estaba saltando algo, pero no tenían tiempo para debatir sus considerables habilidades en aquel momento. Le llevó solo una breve mirada alrededor antes de aproximarse a la armadura del centro. Parecía exactamente como las fotografías que Paula había obtenido de Viscanti.
A lo largo de la pared trasera una colección pequeña pero del período adecuado de espadas, zapatos, cuchillos, bridas y sillas estaban agrupadas detrás de cada samurái.
—Guau —dijo tranquilamente.
—Sí, estas personas saben cómo disponer sus ganancias ilícitas —Paula estaba de acuerdo—. Me pregunto si todo esto es robado.
—¿Importa?
Ella se encogió de hombros.
—No, sólo es curiosidad.
Probablemente no le importaba a ella, toda su vida había visto la cara oscura de la riqueza y lo que podía comprar. Él era probablemente una de las pocas personas que ella sabía que no robaba objetos para realzar su colección o su ego.
—¿Qué necesitas que haga?
—La coraza Keiko está asegurada. Puedo abrirla, pero es bastante delicada. Si puedes sujetarla para que no se desprenda del marco, entonces podemos volver arriba.
La armadura de Minamoto Yoritomo era sorprendente. Las escamas de sana que formaban el blindaje eran de cuero endurecido, cubierto de laca naranja y amarilla, los colores todavía brillaban incluso después de cientos de años. Agarró cuidadosamente la coraza, manteniéndola en su sitio mientras Paula deshacía los cierres de cuero del lado
derecho de la armadura.
—¿Listo?
—Listo
Desató el último lazo y la coraza quedó libre del armazón. Veinte kilos de metal y cuero acomodados en sus brazos. Mientras ajustaba la sujeción, siendo tan cuidadoso como
podía, Paula sacó el yelmo, el ikabashi kabuto y el gorro estilo eboshi subyacente del estante.
—Volveré a por los protectores de piernas y las espadas —susurró, retrocediendo a la puerta.
Si los pillaban ahora, no podrían reclamar que solo se habían perdido en la casa.
Ahora eran los limpiadores de alfombras que habían atravesado la puerta sin disparar las alarmas. El corazón le latía rápidamente, se mantuvo cerca de ella mientras volvían
escaleras arriba y se deslizaban por la parte principal de la casa.
Con una fiesta a solo unas pocas horas, el personal se estaría moviendo en cualquier momento para prepararla. El retraso que ella había creado al pretender limpiar el comedor
no se alargaría mucho más. Y tampoco su suerte duraría mucho más.
Volvieron al comedor. Tan pronto como se cerró la puerta, Pendleton soltó un silbido bajo, apenas audible sobre el ruido del aspirador.
—Asombrosa.
—Abre el contenedor. ¿Puedes? —instruyó Paula, ahora en modo trabajo.
Él lo hizo, sacando los paños que habían metido allí y ayudó a Pedro a envolverlos cuidadosamente alrededor de la coraza antes de colocarla en el interior del contenedor de metal, el yelmo envuelto fue tras ella.
Pedro comprobó su reloj.
—Deberíamos movernos al salón —dijo—. Odio tener que quedarme y limpiar esto una vez tenemos lo que hemos venido a buscar.
—Chicos, llevad el contenedor. No hagáis que parezca más pesado de lo que era antes.
Paula levantó las mangueras sobre el hombro, tomó los tres tubos de metal en las manos y esperó mientras Pedro abría la puerta con la mano libre.
Mientras él lo hacía, la gobernanta apareció delante de él, tan cerca de la puerta que casi lo hizo saltar.
—¿Falta mucho más? —preguntó ella con brusquedad.
—Dénos unos diez minutos más en el comedor y luego es todo suyo —dijo Pendleton.
Diez minutos. Eso quería decir diez minutos hasta que el personal empezara a llevar sus utensilios y platos y aparte llenara el vestíbulo frente al salón. Diez minutos para que
Samantha terminara de sacar la armadura de Yoritomo y el equipo desde el sótano y los llevara escaleras arriba.
—Bien —la gobernanta caminó de vuelta a la parte delantera de la casa.
—Podrías habernos dado más de diez minutos —espetó Pedro, manteniendo la voz baja.
—Lo siento —respondió Pendleton, frunciendo el ceño—. Solo pensaba que estábamos acercándonos demasiado al atardecer.
Pedro miró por la ventana. Andres estaba en lo cierto. No solo estaban luchando contra el personal de la casa. Los Picault paseaban hasta el atardecer. Diez minutos podrían
incluso ser demasiado. Hizo un tenso asentimiento.
Rápidamente colocaron otra vez todo en el salón, y Paula se encaminó a la puerta.
—Voy contigo —decidió Pedro de repente.
—No, te quedas…
—Será más rápido.
Por su mirada, ella quería discutirlo, pero sabía tan bien como él que no tenían tiempo para discutir
—Entonces vámonos, Chuck —espetó ella.
Ignorando el apodo, la siguió al vestíbulo y bajaron las estrechas escaleras. En este momento no estaba seguro de si esta casa y la de Toombs estaban solo mal protegidas o si
Paula era tan buena que lo hacía parecer de aquella forma.
No era de extrañar que los sistemas de seguridad corrientes la aburrieran. De vuelta al sótano, separaron las protecciones de muslos y espinillas, y Paula sacó las espadas de tanto y daitu de los soportes. Reverentemente medio sacó la hoja de la larga espada daitu de su funda y la examinó.
—Es sorprendente —respiró—. Unas treinta y dos capas de acero, y menos de un milímetro en el filo. La empuñadura es de piel de pastinaca.
Él la contempló un minuto ¿Era por aquello por lo que había querido bajar aquí sola… para disfrutar de lo que se estaba llevando? Él sabía que había estudiado la procedencia de cada objeto para el que había sido contratada.
—Tenemos que irnos —dijo en voz baja.
Paula suspiró.
—Lo sé.
—Al menos esto volverá a Japón para ser expuesto. Puedes verlo de nuevo.
—Pero no tocarlo —ella se sacudió—. Vale, me lo llevo. Nada de jugar con los objetos de inestimable valor. Vamos.
Fuera de la puerta le llevó un minuto cerrar los candados y reiniciar los sensores de la puerta, y luego volvieron al piso principal.
Una vez arriba, acomodaron el resto de la armadura en el contenedor, y Paula envolvió cuidadosamente las espadas y las metió en los tubos metálicos del aspirador.
Ayudaron a Pendleton a limpiar las cortinas y el resto del suelo, luego se encaminaron fuera justo cuando el personal empezaba a decorar el comedor.
—Gracias por permitirnos dejar esto hecho hoy —dijo Paula, ofreciendo la orden de trabajo para que la firmara la doncella—. No puedo creer que estemos tan retrasados en esta época del año. Estaremos el martes antes de las diez para hacer el resto de la casa.
Cargaron el contenedor, las mangueras y los tubos de vuelta en la furgoneta, y se dirigieron a la calle. Y exactamente así, lo hicieron.
* * *
—¿Hola?
—¿Doctor Viscanti? —respondió—. Soy Paula Ch…
—Chaves —terminó Viscanti agudizando la voz—. ¿Tiene noticias para mí?
—Las tengo. Arréglelo para estar en el trabajo mañana por la mañana a las diez, y tendré la entrega en un cajón de embalaje para usted.
—Oh, gracias a Dios. Gracias a Dios —murmuró el director—. Usted no sabe…
—Creo que lo sé —interrumpió ella, incomoda con aquello y poco acostumbrada a la gratitud de un cliente o una calificación. Cuando devolvía algo era siempre una
transacción monetaria. Y además, Sanchez era usualmente el único que trataba con el contratante. La mitad del tiempo ella no sabía para quién estaba trabajando, aunque después
de que hubiera visto la casa de Toombs, aquello había sido claramente un error.
—Los honorarios de mis dedos por este trabajo son de sesenta de los grandes.
—Tendré un cheque para usted tan pronto como vea la armadura mañana por la mañana.
—Me gusta hacer negocios con usted, Joseph —le dijo sentándose.
Viscanti se rió, vértigo y alivio en el sonido.
—Oh, usted hará negocios conmigo de nuevo,Paula. Y no solo conmigo. Los directores somos pocos en número, pero se sorprendería de cuánta gente trata de liberar objetos de los museos.
En realidad no.
—De acuerdo —dijo en voz alta y sonriendo ampliamente—. Llámeme cuando esté allí ¿lo hará? Me siento protectora con el viejo shogun.
—Usted y yo. Muchísimas gracias, Paula.
—De nada. Hablaremos el lunes.
Ella cerró el teléfono de un golpe, soltando el aire. Este era el resultado que necesitaba, el que ponía en marcha su recuperación de arte. Lo había hecho.
—¿Se siente bien ser una buena chica? —preguntó Pedro desde la entrada.
Llevaba unos pantalones grises y una camisa gris brillante, la corbata gris y rosa colgaba suelta alrededor del cuello.
—Sí, lo hace —respondió ella con sinceridad, levantándose y rodeando la mesa hacia él—. Ser malo se paga mejor, pero creo que puedo acostumbrarme a esto.
—Hablando en nombre de los propietarios de objetos del mundo, me alegra oírte decir eso —alargó la mano—. Ven aquí.
Sonriendo, Paula caminó hasta él, saboreando la forma en que él retorcía el puño en su camisa y la atraía contra él, la pasión de su beso y la forma en que hacía que se le curvaran los dedos de los pies.
—¿Sabes? —murmuró ella, cuando él le dio un segundo para respirar—. Creo que tienes madera de adicto a la adrenalina. Tienes un pequeño problema encima desde nuestro trabajito ¿verdad?
Pedro sacudió la cabeza.
—Tengo un gran problema. Y sé exactamente cómo solucionarlo —besándola de nuevo, relajó el puño para deslizar las manos bajo su blusa y luego bajo el sujetador para acariciarle los pechos—. Te sientes bien.
—También tú. —Cerró los ojos disfrutando de la sensación de sus muy capaces manos sobre la piel desnuda—. Pedro, para.
—No.
—Sí, para —le empujó las manos—. Tenemos una cita para cenar a la que no podemos llegar tarde.
—Oh sí, eso —la besó de nuevo, bajando la boca por su garganta.
Jesús.
—¿Lo arreglaste para que Sanchez venga aquí a recoger la armadura?
—Sí, lo hice. Louie y Reinaldo saben que vendrá. Incluso lo alimentarán si quiere comer. Y avisé a mi piloto que llevará un cajón a Nueva York. Todos los detalles están arreglados.
—Genial.
—¿Podemos juguetear ahora?
Ella resopló, empujándolo de nuevo por los hombros.
—Después. Tengo que vestirme.
La besó una vez más.
—Voy a hacer que lo cumplas. Tres AM en dos días y nada de sexo. Podría estar dañado.
De repente se dio cuenta de lo que él estaba haciendo.
—Estoy de acuerdo en cenar con Toombs, lo sabes —dijo ella, tomando los extremos de la corbata y anudándola por él—. No tienes que distraerme. Ya soy mayorcita.
—Quizás esté distrayéndome yo mismo —comentó él, deslizando un dedo por su brazo—. Joaquin Stilwell volverá al final de la semana. Voy a ponerlo a trabajar haciendo una
pequeña búsqueda.
—Tu asistente haciendo una búsqueda. ¿Podría ser sobre los negocios de Toombs? Sabes, podría tener conexiones con la Mafia.
—Lo que sé es que no va a tomar más fotos tuyas —su voz descendió, temblando un poco al final—. Tienes tus cosas de las que ocuparte y yo tengo las mías.
—Pedro…
—Date prisa —dijo, retrocediendo hacia la entrada y comprobando el reloj—. Tenemos que salir en veinte minutos.
Ella lo dejó pasar de momento. Sinceramente, la idea de que Toombs continuara acechándola no le sentaba bien.
Especialmente cuando había estado haciéndolo a intervalos
durante casi un año, y solo se había dado cuenta en las pasadas una o dos semanas. Hacer que Pedro lo destruyera porque había hecho fotos de ella… tenía que pensar sobre aquello.
Decidió llevar pantalones, solo por si alguien los reconocía y tenían que correr, aquello sería indigno para Pedro y Andres.
Si ella había calculado bien, la gobernanta no estaría empleada allí mucho más, y era la única que les había echado una buena mirada.
Duro para la gobernanta, sí, pero le estaría bien por dejar entrar a extraños en una casa que no le pertenecía sin ninguna verificación externa de que ellos tenían negocios de verdad allí.
Pedro conducía el Jáguar. No debía parecer tan tranquila como pretendía, porque en aquel momento él se estiró para tomarla de la mano el resto del camino. No le habría hecho
caso, salvo que era un tipo de simpatía.
Cuando llegaron a casa de los Picault y salieron del coche, Paula lo tomó del brazo.
—Solo recuerda que nunca has estado aquí antes —murmuró, notando que Andres y Toombs, conduciendo su condenado Miata negro, ya habían llegado. Sonrió mientras
Yvette abría ella misma la puerta delantera. Nada de gobernanta, aparentemente.
—Buenas tardes Pedro, Paula —dijo ella.
—Buenas tardes —respondió Pedro—. ¿Cómo fue tu paseo en bicicleta?
—Muy agradable. Gracias por preguntar. Por favor, entrar. Me temo que estamos un poco confusos esta noche; August ha despedido a la gobernanta.
Sííí, sabían que la armadura había desaparecido.
—Siento escuchar eso —replicó ella, mientras atravesaban el vestíbulo y bajaban el pasillo hasta el salón—. Parece que mucha gente viene aquí por el sol y no hacen el trabajo para el que fueron contratados.
—Sí, exactamente.
Andres y Wild Bill se pusieron de pie cuando ellos entraron en el salón.
—Hola caballeros —dijo Pedro, moviéndose entre Toombs y ella para estrecharles la mano, mientras ella se tranquilizaba y saludaba con la cabeza.
Con un comportamiento claramente agitado, August e Yvette dirigieron una visita por la casa, mostrando su colección de antigüedades japonesas. Para entonces, Paula ya había visto la mayoría, pero nadie sabía que ella había estado en el segundo piso excepto Catalina Gonzales… y ninguna de ellas iba a contar nada.
Fingió estar interesada en las muñecas Hina, y pretendía no darse cuenta de cada vez que Toombs la observaba, lo que parecía ser al menos dos veces por minuto.
Pedro nunca abandonó su costado, y con Andres guardando la retaguardia ella se sentía como alguna clase de Fort Knox.
Bastante asombroso, el sótano no fue parte de la visita, lo cual la hizo pensar que los otros seis juegos de armaduras que estaban allí también eran ilegales. Sin embargo, no eran su problema a menos que alguna otra institución la
contratara para recuperarlas.
Excepto por el escalofriante Toombs y Pedro casi sofocándola, la velada fue… sosa.
Aburrida. Normal. Sí, los Picault estaban obviamente agotados, pero habían dicho que era porque habían tenido que despedir a la gobernanta, y nadie del resto los iba a contradecir.
Así que todos ellos mantuvieron una charla social y se comieron la cena y dijeron cosas admirables sobre la colección, y pasaron la noche.
—Nunca pensé que los ladrones serían tan aburridos —dijo Pedro una vez de vuelta en el Jag y dirigiéndose a casa—. Especialmente después de conocerte.
—Sí, bueno, me conociste primero y simplemente te he arruinado para todo lo demás. Es como tener eclairs Claim Jumper. Nadie más está a la altura después de que hayas tenido uno.
—Eres un pájaro extraño, Paula.
Ella sonrió ampliamente.
—Bueno, este pájaro extraño estará durmiendo mañana. He terminado por esta semana.
—Después del sexo, puedes dormir. No estaba bromeando sobre eso.
—El sexo contigo es mi eclair. No voy a desperdiciarlo.
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