martes, 14 de abril de 2015

CAPITULO 195




Lunes, 9:44 a.m.


—¡Por el amor de Dios! —se quejó Paula, enterrando la cabeza bajo la almohada.


No pudo evitar oír a Pedro riéndose de ella.


—No creerías de verdad que ibas a dormir con todo esto ¿verdad? —la cama se movió mientras él se sentaba en el borde.


—Tú eres el que me hizo empezar a trabajar en el maldito jardín —el ruido de la sierra subía y bajaba de nuevo—. ¿Qué demonios están haciendo?


—Creo que están haciendo las siluetas para poder verter cemento en los bordes del jardín.


—Hazlos parar.


—Podría, si ayer no me hubieras dado la peluca de rizos. —Le acarició la pantorrilla con la mano por encima de las mantas.


—Eres un demonio, hombre diabólico.


Lo escuchó suspirar.


—Bien. Voy a hacer que Reinaldo les ofrezca algunos bollos y café. Eso debería darte otra hora más o menos. Estaré en la oficina.


La puerta de la habitación se cerró, y un par de minutos más tarde el silbido de la sierra se detuvo. Por fin. Reajustando la almohada, se acurrucó de nuevo entre las mantas.


El móvil empezó a sonar sobre la mesita de noche. 


Gruñendo, se zafó de las mantas y lo agarró.


—Chaves—espetó.


—Paula, está aquí —le llegó la voz feliz de Visconti.


Pedro tenía razón. Ella no había pensado detenidamente en el tema de dormir, dado que le había pedido a la gente que la llamara aquella mañana. Estúpida.


—Qué bien —dijo en voz alta—. ¿Todo intacto?


—Sí. Ya he llamado al Doctor Nakuro para la nueva exposición, y está volando desde D.C. Creo que puedes haber situado al Met en la cumbre.


—Estoy encantada. Me invitará para la inauguración ¿verdad?


—Ciertamente lo haré. Adiós.


—Adiós.


Antes siquiera de que hubiera dejado el teléfono, sonó de nuevo. Esta vez miró el identificador de llamadas, de la escuela elemental J.C. Thomas. Mientras apretaba el botón,
decidió poner esta entrada en su lista-de-cosas-que-nunca-pensé-que-ocurrirían.


—¿Hola?


—¿Señorita Chaves?


Reconoció la voz.


—Señorita Barlow. Buenos días.


—Buenos días. Ni siquiera voy a preguntar como lo hizo, pero muchísimas gracias por traer a Clark de vuelta. Los niños están tan excitados. Es como… los buenos ganaron.


Guau.


—Me alegro. Estoy encantada de poder ayudar.
nuestra invitada especial.


—Veré lo que puedo hacer —contestó evasiva, aquella aterrorizadora sensación trepaba de nuevo por sus tripas—. Haga que Lau me diga cuándo es.


—Lo haré. Tenga un buen día, señorita Chaves.


Bueno, no iba a volver a dormirse ahora. Canturreando, se dirigió a la ducha y luego se puso una camiseta y unos vaqueros y encontró la chaqueta que había llevado el día
anterior. Pedro estaba trabajando con el ordenador en su oficina cuando ella llamó a la puerta entreabierta y entró.


—Estás bastante animada —comentó él.


—Viscanti me ha llamado para darme las gracias, y luego la maestra de Laura me ha llamado para agradecérmelo. Gobierno el mundo.


Él sonrió.


—Bien, Señorita dueña del Mundo ¿te gustaría tomar el desayuno antes de que los martilleos y las sierras comiencen de nuevo?


—¿International House of Pancakes?


—Déjame ponerme los zapatos.


Mientras lo esperaba, deambuló por parte del vestíbulo de su guerrero y en la biblioteca para mirar el caos que había instigado. Una docena de tipos y media de camiones de construcción estaban allí fuera, paleando con montones de suciedad del suelo para remodelar la piscina, metiendo cuidadosamente en macetas las plantas que necesitaban
trasladar para su colocación, cortando siluetas del primer cemento vertido, haciendo las cosas que hacían los hombres con los pulgares en los cinturones mientras estudiaban…


—Señorita Paula, el…


Se dio la vuelta mientras Reinaldo se caía al entrar en la habitación. Tras él, Wild Bill Toombs entró en la biblioteca y cerró la puerta tras él, asegurando una silla bajo el picaporte.


—Buenos días —dijo, haciendo una reverencia.


El corazón le dio un vuelco.


—¿Qué demonios cree que está haciendo? —le espetó ella, andando a grandes zancadas hasta Reinaldo para revisarlo. Estaba frío, pero al menos estaba respirando—. ¿Y cómo ha entrado aquí?


Las preguntas no importaban mucho, especialmente cuando él sacó una espada daitu enfundada desde detrás de su espalda. Podrían enlentecerlo un poco, sin embargo, dándole tiempo para imaginarse lo que él intentaba hacer, y darle tiempo a Pedro para darse cuenta de que Toombs estaba en la casa.


—Tu puerta estaba abierta. Pareces estar haciendo algo de remodelación en el jardín.


—Sí, ya era el momento de una reforma. Y oiga, sé que la cena de anoche fue un poco aburrida, pero no fue culpa mía.


Él asintió.


—Creo que lo fue. Hablé con August e Yvette anoche, después de que os fuerais. No lo robarías para mí, así que ¿quién te convenció para que te la llevaras?


—¿Qué?


—La armadura de Minamoto Yoritomo y las espadas. El primer shogun. La ley de prescripción expiró hace tres años. El mismo tiempo que yo te descubrí.


Toombs se adentró más en la habitación, y ella se alejó de Reinaldo.


—No tengo ni idea de sobre qué está hablando.


—Por supuesto que la tienes. No me insultes. Sabes que he estado… estudiándote, porque tú seguiste mi coche. Te dejé verlo anoche.


—¿Su coche?


—Como dije, he estado estudiándote, Paula Chaves. En nuestro mundo moderno, tú eres un samurái. Eras un ronin, hasta que yo tomé las riendas. ¿Sabes siquiera cuántos objetos has robado para mí? Yo controlaba dónde estabas y qué hacías. Y ahora cuando por fin nos encontramos cara a cara, descubro que me has traicionado.


¿Por qué todos los lunáticos se veían atraídos hacia ella?


—Creo que tienes a la chica equivocada —dijo ella, manteniendo las manos separadas, haciéndole saber que se imaginaba que estaba loco—. Hace tres años yo estaba
trabajando para los Norton, haciendo trabajos de restauración. Y ahora trabajo en seguridad. Tú lo sabes, Wild Bill.


—Pude aceptar que te retiraras. Te tuve vigilada, solo por si acaso, y sabía que habías estado manteniendo el ritmo de tu guerrero.


—Wild Bill, no sé de qué vas, pero estás…


—No me mientas —siseó él—. Los samuráis no mienten. Especialmente no a sus maestros.


—Vale, entonces ¿Qué quieres que te diga?


—Quiero que me digas para quién has robado esa armadura después de que rehusaras entregármela.


—No rehusé entregarte nada, porque nunca me pediste que hiciera nada… excepto visitar tu casa para un recorrido, lo cual hice.


Sacó la daitu de su vaina y la hizo girar lentamente en el aire, dejando que el sol que atravesaba la ventana capturara la afilada hoja.


—Después de defraudar a su shogun, un samurái verdadero y virtuoso se quitaría la vida. Dado que tu crimen es la traición, asumo que tendré que ayudarte a cometer sepiku.


—Ni loca voy a matarme. Y quédate lejos de mí con eso.


Toombs arremetió. Saltando rápidamente atrás, Paula evitó la hoja. Agarró un escabel, sujetándolo frente a ella como un escudo. Él lo golpeó con la hoja, tanteando sus flaquezas. 


Maldición. En la lucha cuerpo a cuerpo e incluso en una ocasional lucha a cuchillo podría defenderse, pero en lo que al juego de espadas concernía, tenía un montón de puntos débiles.


El picaporte de la puerta giró.


—¿Paula?


—¡Pedro! ¡Toombs está aquí con una espada! —chilló, tirándose a un lado cuando él la atacó de nuevo.


El sólido roble hizo un ruido sordo y se combó, sujeto por la silla. Sonó de nuevo, más fuerte.


—Lo partiré por la mitad —le advirtió Toombs—. Esto es entre nosotros.


Paula estiró el brazo para coger un libro y tirárselo a la cabeza. Él se agachó.


Mientras estaba desequilibrado, ella le arrojó el escabel a las piernas. Toombs cayó sobre una rodilla. Inmediatamente, ella giró en redondo, golpeándole en un lado de la cara con el pie.


Él se movió también, girando la pantorrilla y lanzándola con fuerza sobre el culo.


La hoja golpeó en oblicuo, cortándole a través del muslo. 


Ella lo pateó de nuevo, retrocediendo y gateando hacia atrás. Joder, aquello dolía, pero no tenía tiempo de ver cuán
gravemente había sido herida.


La puerta y la silla estallaron en astillas hacia el interior de la habitación. Pedro soltó la maza de acero de quince kilos que había sacado de una armadura alemana expuesta y cargó dentro de la habitación, descolgando una de sus propias espadas mientras lo hacía.


Reinaldo yacía medio espatarrado bajo la mesa de trabajo.


Al otro lado de la habitación, Paula cojeaba hacía la ventana, lanzándole libros a Toombs mientras retrocedía. La sangre escurría de un corte en medio de su pierna derecha.


Toombs la había herido. La furia que había estado hirviendo a fuego lento dentro de él los últimos dos días explotó. Pedro rugió.


—¡Toombs! —se deslizó hacia delante.


Wild Bill giró en redondo para enfrentarlo, la espada japonesa daitu chocó contra el sable ingles.


—Esto no es asunto tuyo —dijo Toombs, empujando con el hombro—. Mantente apartado.


—La has amenazado, es asunto mío —le soltó Pedro, clavándole el codo en la cara y apartándose con un giro mientras la daitu cortaba a través del aire. No se había batido con una espada desde los días de Oxford, pero eso no quería decir que esta no fuera una pelea justa.


—¡Paula, fuera de aquí! —gruñó, cortando el pecho de Toombs. Cortar, parar, golpear, dar puñetazos… cualquier cosa para alejar a Toombs de ella.


En el segundo que tuvo espacio para moverse, Paula se precipitó hacia delante y estampó un libro contra la parte de atrás de la cabeza de Wild Bill. Toombs se tambaleó y ella lo hizo de nuevo.


—Jodido enfermo —aulló ella, golpeándolo de nuevo.


—¡Retírate!


Toombs se cayó de cara. Paula golpeó de nuevo… y Toombs se retorció, levantando la espada. Sangre roja brotó del costado de Paula.


El corazón de Pedro se detuvo. El tiempo se detuvo. Todo se volvió rojo y de un frío glacial. Empujando con todas sus fuerzas, Pedro atravesó con su espada el hombro de
Toombs y la estantería detrás de éste. Con un chillido agudo, Wild Bill dejó caer la daitu y agarró la empuñadura del sable.


Pedro lo ignoró.


—Dios —murmuró él una y otra vez, cayendo de rodillas junto a Paula—.Paula no te muevas. No te muevas.


Ella lo empujó, jadeando mientras se pasaba las palmas sobre el costado empapado de sangre.


—No es mía —dijo con voz áspera—. Falló.


—Estás en shock. No…


—No —Paula le sujetó las manos que investigaban—. Estoy bien.


—Hay sangre por todas partes —con voz entrecortada.


—Mira —liberando una de sus manos manchadas de rojo, se levantó el bolsillo de la chaqueta. Un agujero la perforaba, y la sangre se filtraba a través del roto para gotear hasta el suelo.


—Es el paquete de sangre de ayer. Estoy bien Pedro, estoy bien.


Le llevó un minuto entender lo que ella le estaba diciendo. Y luego la sujetó por los hombros, atrayéndola contra él.


—Gracias a Dios —respiró, sujetándola con fuerza contra su pecho y acunándola—. Me asustaste de muerte.


—Tú también.


—¿Qué demonios estabas pensando, cargando contra un hombre que sujetaba una espada?


—Estaba pensando que podría herirte —le contestó, agarrándolo con fuerza por los hombros.


Los lloriqueos de Toombs empezaron a invadir su oído, y Pedro se puso de pie, levantando a Paula en sus brazos y dejándola sobre la mesa para mirarle la pierna.


—No es demasiado grave —dijo él, ahora el alivio hacía temblar su voz—. Necesitaras algunos puntos, creo.


—¿Cómo está Reinaldo?


—Ay —murmuró el mayordomo, dándose la vuelta y sujetándose la parte de atrás de la cabeza—. Ay, ay, ay, esto duele.


Pedro se sacó el teléfono del bolsillo y marcó el número de Francisco Castillo.


—Castillo.


—Francisco. Soy Pedro Alfonso.


—Me alegro de que me llamara. Estaba a punto de…


—Francisco, Gabriel Toombs está en mi biblioteca, clavado en una estantería con una espada. Ha intentado matar a Paula, y noqueado a uno de mi personal. Te sugiero que
envíes a alguien para recogerlo.


—Jesús —murmuró el detective de homicidios—. ¿Está vivo?


—Por ahora. Necesito una ambulancia para Paula. La apuñaló.


—Santo… ¿Está ella viva?


—Si no lo estuviera, Toombs tampoco lo estaría.


—Enviaré algunas unidades móviles. Pedro ¿dónde estaba esta mañana?


Pedro frunció el ceño.


—Paula y yo dormimos aquí. ¿Por qué?


—Porque he estado escuchando algunas llamadas. El departamento de incendios está en casa de Gabriel Toombs justo ahora. Algo sobre una habitación del primer piso
explotando. Ya que Paula y tú estabais tan interesados en él, no puedo dejar de preguntarme si sabéis algo.


Pedro le echó un vistazo a Paula, pero ella había estado en la cama más tiempo que él.


—No puedo decir que sienta oír eso, pero no tenemos nada que ver.


—No, usted es más del tipo de espadas y balas. No mate a nadie hasta que yo llegue.


—Dése prisa.



* * *


Reinaldo se puso en pie tambaleándose y Pedro lo ayudo a sentarse en una silla.


Luego llamó a seguridad por el intercomunicador. Un minuto después dos guardas llegaban a la biblioteca, mirando desde la puerta a Toombs entre los restos de la habitación. Sobre
dónde demonios estaban antes ya se preocuparía más tarde.


—Vigílenlo —dijo, y levantó de nuevo a Paula


—Puedo andar —protestó ella mientras abandonaban la biblioteca.


—Lo sé. Me siento galante —la llevó a uno de los salones del piso de arriba y la depositó sobre un sofá. Luego se despojó de la camisa y la enrolló alrededor de su pierna—.
¿Mejor?


—Solo querías una excusa para dejarme ver tu pecho desnudo otra vez —replicó ella, sonando tan serena como siempre… excepto por la mano que mantenía cerrada sobre
el brazo de Pedro.


—Francisco dijo que estaba a punto de llamarnos —le dijo, besándole la frente—. En este mismo momento Toombs está sufriendo un incendio en el primer piso de su casa.


—¿Qué?


—Mmm hum.


Muy poca gente sabía lo que cubría las paredes de la habitación del torreón, lo que estrecha la lista de sospechosos a cuatro. Paula y él estaban justificados, lo que dejaba a Andres o a Walter.


—¿Walter? —dijo él en voz alta.


—No es su estilo, pero estaba bastante cabreado con lo de que me siguieran —descansó la cabeza sobre su hombro—. Guau. Wild Bill va a perder un montón de objetos realmente bonitos.


—No me pillarás llorando por eso —le replicó. Esta era Paula, sin embargo, simpatizando con los tesoros en los que pasaba tanto tiempo estudiando y pasando de dueño en dueño—. ¿Descubrió que nosotros entramos en su casa?


—No. Está aquí porque aparentemente rehusé robar la armadura de Yoritomo para él pero lo hice para alguien más. Soy su samurái y lo traicioné.


—Creo que cuando Francisco llegue aquí, solo vamos a salir con la historia de que está-más-loco-que-una-cabra —decidió Pedro.


—Se acerca bastante a la verdad.


Él se recostó en el sofá, acomodándola contra su costado. 


La noche anterior había pensado que habían salido de esto bastante ilesos. Las pasiones que Paula suscitaba en
la gente continuaban sorprendiéndole. Y no podía soportar la idea de dejarla alejarse de él.


Su corazón se aceleró otra vez y respiró hondo.


—Tengo una pregunta para ti —dijo en voz baja.


—No provoqué el fuego. Estaba bastante ocupada siendo cortada a cachitos.


Pedro sonrió un poco.


—Una pregunta diferente.


—Vale.


—También es una declaración, supongo. —Basta de evasivas Pedro—. Creo que me enamoré de ti en el momento en que te dejaste caer desde mi claraboya el año pasado. Pero era sobre todo físico. Ahora es… todo. Encajamos. Nuestros defectos y nuestras virtudes, lo que sea, te amo. Toda tú. Y siempre lo haré. De manera que, ahora viene la parte de la pregunta —se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó la caja de Harry Winston, luego abrió lentamente la tapa. El diamante azul del centro capturó la luz de la ventana, astillándola en un arco iris y bailando a través de los pequeños diamantes incrustados en la banda de platino—. ¿Quieres casarte conmigo Paula Chaves?


Ella no contestó. Él inclinó la cabeza para ver más de cerca su expresión, y una lágrima bajó por la mejilla de ella. Por un momento sintió el crudo terror y la devastación de saber que había cometido un error, que había cerrado de golpe la puerta de su propia felicidad. Debería haber dejado las cosas como estaban. Ahora lo había arruinado, porque ella no se quedaría después de rechazarlo.


—Sí —susurró Paula.


Pedro se le paró el corazón.


—¿Sí? —repitió con voz temblorosa.


—Sí, Pedro Alfonso. Solo… solo espero que sepas en lo que te estás metiendo.


—Eso es lo divertido —dijo él de manera insegura, deslizándole el anillo en el dedo y luego besándola suavemente, una y otra vez—. El no saber.








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