Así que Paula había decidido utilizar a Daniel y a Patricia para ayudarse a resolver su rompecabezas. Pedro frunció el ceño mientras se sentaba al escritorio frente al fajo de documentos que acababan de llegar de Londres. Esta maldita apuesta había sido ideada para enseñarle una lección a Pau, no para proporcionarle los medios para volverle loco.
Exhaló. En el mejor de los casos, no estaba acostumbrado a sentarse a esperar que una situación se resolviera por sí sola. Cualquier otra cosa que tuviera en el plato, ayudar a Castillo y al Departamento de Policía de Palm Beach, no sería hacer trampa; simplemente sería dar buen uso a su vasta experiencia, recursos y contactos.
Si Paula pensaba que Daniel tenía información en su poder, entonces también Laura podría saber algo útil. Y, además, ella poseía un negocio inmobiliario y él había prometido ayudar a Patricia a encontrar un lugar en Palm Beach. Con una lúgubre sonrisa sacó su Palm Pilot, buscó el número telefónico de la agencia de Laura y le dejó un mensaje para que le llamara. Paula no era la única que podía poner en práctica el juego del encanto.
—¿Pedro? —Paula asomó la cabeza en la habitación a tiempo que llamaba al marco de la puerta.
—Entra —dijo, cerrando la Palm Pilot y metiéndola en el cajón de su escritorio. Contempló sus pantalones vaqueros cortos y la camiseta verde que llevaba—. ¿No vas a trabajar?
—No. Sanchez tiene una cita, y yo… sólo quería el resto de día libre.
El se puso en pie, sumamente consciente de la callada tristeza que traslucía su voz. Una ladrona con más compasión que la mayoría de los supuestos amigos e incluso la familia de Kunz. Y con papeleo o no, su trabajo se tornó de pronto en intentar animarla.
—¿Una cita? ¿Walter?
—Bueno, sí —sonrió—. Le he prestado el Bentley.
—¿Le h… ? Es tu coche.
—Y que no se te olvide, querido. —Dirigió la mirada hade su aparador—. ¿Por casualidad no tendrás un pedazo grande de papel cuadriculado?
—Imagino que sí. —Fue hasta su armario de suministros y rebuscó en él hasta que dio con una libreta a medio usar—. ¿Estás haciendo un esbozo detallado del despacho de Kunz?
—Qué buena idea. Eso haré. —Le dio un besito en la mejilla al tiempo que le quitaba el cuaderno—. Gracias.
—¿Para qué lo necesitabas antes de que yo te diera esa brillante idea?
—Para la zona de la piscina. Se me ocurrió hacer algunos bosquejos y ver algunas revistas de jardinería.
—Ya sabes que puedes contratar a un arquitecto paisajista.
Ella le lanzó una sonrisa.
—¿Estás seguro de que no quieres darme un lugar en el que no puedan verse los resultados?
—Confío en ti. Sólo decía que…
—No, me parece que hoy es un buen día para mirar flores. Todo eso de la «normalidad» de lo que hablabas. Creo que puedo plantar sin que tú estés merodeando. Puedes venir para llevarme el bolígrafo, si quieres.
Paula le estaba invitando. Aquello no sucedía muy a menudo, y Pedro contaba cada ocasión como si se tratase de una preciosa pepita de oro.
—Tengo que ponerme al habla con Tomas y, después, dalo por hecho.
—De acuerdo. Estaré junto a la piscina.
***
Pau colocó el fajo de revistas de jardinería sobre una de las mesas de hierro forjado junto a la piscina y dejó una lata helada de Coca Cola Light al lado de éstas. Tenía algunas ideas sobre lo que quería hacer, pero considerando que aquélla era su primera incursión en la jardinería y que Pedro utilizaba Solano Dorado como lugar de reunión así como atracción turística —y que cada habitación interior del ala oeste tenía vistas a la piscina—, su única intención era la de remover las malas hierbas sin contar antes con la aprobación tácita por su parte.
Sin embargo, cuando se sentó y abrió la libreta de papel cuadriculado la otra sugerencia de Pedro hizo mella en ella.
Todo poseía un significado, y en el despacho de Kunz había habido pruebas en abundancia, independientemente de si la policía las tenía o no en consideración.
La policía. Que el escenario del homicidio estuviera abierto al público menos de una semana después del suceso y antes de que se hubiera nombrado a algún sospechoso resultaba, de por sí, algo extraño. Sabía por experiencia que el Departamento de Policía de Palm Beach estaba acostumbrado a tratar con ricos y famosos y que habitualmente se mostraban protectores y respetuosos, pero ese caso era de Castillo, y a él se le daba bien lo que hacía.
Dios, a punto había estado de «pillarla», en una ocasión.
Dibujó pausadamente lo que recordaba de la pared en cuyo interior se encontraba la caja fuerte. No había recibido ningún tipo de educación formal en arte, pero había pasado la mayor parte de su vida entre célebres obras de arte, y en numerosas ocasiones le habían dicho que poseía talento.
Aquello le hacía bastante gracia; una ladrona de arte que sabía dibujar.
Lo más valioso era su memoria casi fotográfica, y tenía más que una ligera impresión de que ése era el motivo por el que hoy estaba tan preocupada. Había visto algo, y hasta que no comprendiera de qué se trataba, aquello continuaría reconcomiéndola.
El esbozo a lápiz de la pared y el grabado del Renoir no le decían nada, de modo que pasó al escritorio y al aparador, recreando sobre la página lo que había visto en persona unas pocas horas antes. Hizo una pausa y comenzó a trabajar en la caja que contenía la figura de Giacometti.
«Aguarda un momento.»
Si en efecto aquel era un prototipo para Mujer en pie, la obra más famosa de Alberto Giacometti, probablemente valdría cerca de un millón. Con toda franqueza, a menos que alguien estuviera familiarizado con Giacometti, no parecía demasiado impresionante, pero ella lo había reconocido, y asimismo lo habría hecho un ladrón lo bastante bueno como para no dejar signo alguno de su entrada o salida. A juzgar por lo que Daniel había dicho, no estaba incluido en ninguno de los informes de la aseguradora. Eso haría que fuera mucho más sencillo traficar con ella. Además, había estado a plena vista de todos, sin ninguna alarma conectada a ella, durante el robo y el asesinato.
Sin embargo, el asesino había optado, en cambio, por tomarse el tiempo de forzar la caja fuerte y robar el dinero en metálico y las joyas bien documentadas, y los mucho más reconocibles Van Gogh y O'Keeffe. Interesante y no demasiado brillante. Considerando el desconocimiento por parte de Daniel del valor de la mujer, dejarse olvidado aquello no decía mucho en favor de su inocencia. Se preguntó si Laura tenía más conocimientos sobre arte, moderno o de otro tipo, de los que poseía su hermano.
Por primera vez comprendió que sospechaba concretamente de Daniel. Parecía que debía suponer un gran problema, pero no lo sentía realmente así; era como si hubiera sido consciente de ello en todo momento. A menos que él hubiera contratado a alguien para que matase a su padre, su ignorancia en arte tornaba lógicas las circunstancias del crimen. Casi todo el mundo conocía a Van Gogh y a O'Keeffe, y el valor de los rubíes y el dinero en metálico era obvio.
Lo que necesitaba era a alguien con algo más de entendimiento acerca de la familia Kunz. Echando un vistazo por encima del hombro para ver si Pedro se aproximaba o no, desenganchó su teléfono móvil del cinturón y marcó.
—Hola —respondió la lánguida suave voz sureña después de un tono.
—Andres, soy Paula Chaves. ¿Puedes hablar?
—Nunca nadie ha sido capaz de impedirme hacerlo antes, cariño. Pensé que estarías en el velatorio. Te he estado buscando.
—¿Sigues ahí?
—Jamás me pierdo una fiesta, sean cuales sean las circunstancias.
—Lo siento. Entonces, te llamaré más tarde.
—Espera un segundo. —Ella aguardó, escuchando el eco de voces y algún tipo de música reggae sonando de fondo.
Mmm, había creído que Charles era más de los que apreciaban la música clásica. Pero no mucho en el funeral o el velatorio le había parecido típico de él—. De acuerdo, señorita Paula —prosiguió un momento después—. Estoy en la biblioteca.
—¿Solo? —le urgió. Si alguien escuchaba su conversación, ella perdería cualquier ventaja que tuviera con Daniel y su libido.
—Dudo que la mayoría de invitados sepan dónde está la biblioteca. ¿Qué te preocupa?
—¿Cuál es el objeto más famoso que poseen los Kunz?
Él guardó silencio durante un momento.
—Diría que los rubíes Gugenthal. Charles tiene… tenía, un Manet en la sala de la planta de arriba, pero no lo mostraba demasiado.
—Pero a ti te lo mostró.
—Pensó que yo lo apreciaría. Y lo hice.
—¿Y cuál era el objeto de mayor valor de la familia?
—Los rubíes. ¿Tienes algún sospechoso en mente? Esto se está poniendo muy emocionante.
Ella sonrió ampliamente ante el entusiasmo que traslucía la voz del hombre. Al parecer Andres Pendleton había estado verdaderamente privado de estímulo intelectual.
Probablemente Charles no había tenido tiempo de mostrarle a su amigo sus nuevas adquisiciones. Ahora éstas le pertenecían a otra persona; a alguien más interesado en el color del dinero que en la verdad y en la belleza.
Jueves, 2:21 p.m.
Paula odiaba los funerales. En toda su vida había asistido tan sólo a tres: uno, el de la madre de Sanchez; otro, por un viejo colega de su padre que se había retirado a un país sin ley de extradición y el tercero por su propio padre, aunque aquél no había sido más que un brevísimo oficio justo fuera de la prisión donde cumplía condena, y ella había estado observado con unos prismáticos desde una colina próxima mientras algunos agentes del FBI y el capellán de la prisión formaban un círculo y cuatro prisioneros cavaban el hoyo y metían dentro el ataúd.
Éste era diferente de los otros, pero igual al mismo tiempo.
Había más de doscientos dolientes de pie bajo una carpa blanca con doseles o sentados en sillas blancas de madera, acompañados por ramos y coronas por valor de varios miles de dólares, y ataviados con trajes y vestidos por un valor de varios millones de dólares. Pero al igual que en los otros, todo estaba demasiado en silencio, y alguien como ella, que confiaba en saber qué decir y con quién hablar, se había quedado sin palabras.
—¿Te encuentras bien? —susurró Pedro, rodeándola con el brazo.
Por una vez no le importó el contacto restrictivo. Lo agradeció, de hecho, y se apretó contra su pecho.
—Sí. Es decir, apenas lo conocía.
—Seguro que lo conocías mejor que algunos de sus amigos —respondió con el mismo tono de voz quedo, señalando con la cabeza el grupo disperso de ancianos caballeros sentados a un extremo del féretro. A juzgar por lo que le había contado Andres, probablemente se trataba de los compañeros de póquer de Kunz.
La policía mantenía a la prensa a una distancia respetuosa, pero en medio del sigiloso murmullo podía escuchar el click de los obturadores. Una vez más, no le importó. Aunque reconoció a gran cantidad de los asistentes, algunos le eran desconocidos. Y lo más probable era que los rostros y nombres de al menos algunos de ellos aparecerían en los periódicos locales del día siguiente. En ese momento todos eran sospechosos, y Pau deseaba saberlo todo de ellos.
—Laura no tiene buen aspecto —comentó Pedro, cuando el grupo central de asistentes desembarcaron de sus limusinas y se dirigieron hasta el lugar por entre las elegantes lápidas y mausoleos desperdigados.
—El negro no le sienta bien —convino Pau, observando a los hermanos Kunz aproximarse cogidos del brazo.
—Eso es un pelín sarcástico, ¿no te parece?
—Ni siquiera tiene la nariz enrojecida. ¿Cómo sabes que ha tenido mejor aspecto en otras ocasiones?
El se encogió de hombros a su lado.
—En realidad, lo ignoro. Supongo que no es más que algo que se dice en los funerales.
Pau volvió la cabeza para alzar la vista hacia él.
—Hablo en serio. ¿Te parece alguien que ha perdido a un padre, cuando al parecer estaban tan unidos que vivían en la misma casa? Ayer fue la primera vez que la vi.
—Qué se yo, Paula —le respondió en un susurro—. Y es una casa grande. Compartirla con un miembro de la familia no significa necesariamente que estuvieran unidos.
—Lo dices por experiencia, ¿no?
—Shhh. Podemos hurgar en mi armario personal en otro momento. Pero ya te lo he dicho, Charles adoraba a sus dos hijos.
—Claro. Lo que pasa es que no lo parece al verlos. —Escudriñó de nuevo el creciente gentío, tratando de no detenerse en el ataúd que estaba siendo cuidadosamente colocado en el mecanismo de bajada—. Algo he pasado por alto —gruñó—. Sé que es así, y no tengo idea de qué.
—Pedro, Paula. —La voz de Castillo surgió desde detrás de ellos.
—Hola, Francisco —respondió por encima del hombro—. ¿Algo nuevo?
Paula sintió un tirón en el respaldo de su silla cuando el detective se aproximó.
—Nada. Tengo algunos hombres registrando casas de empeño y peristas desde aquí a Miami. Hemos cotejado todas las huellas dactilares de la casa y todas pertenecen a la familia, personal de servicios y amigos.
—Con lo que te estás imaginando que quien lo hizo fue un familiar, alguien del personal o un amigo —respondió, omitiendo por el momento el hecho de que ella no hubiera dejado huellas de haber cometido el robo.
—Sí, bueno, siendo policía, necesito alguna prueba, y eso me deja con un montón de gente a la que investigar —apuntó Castillo—. ¿Has reparado en algo extraño aquí?
—Laura no tiene la nariz enrojecida —apostilló Pedro, intensificando la presión de su mano sobre el hombro de Pau—. ¿Podemos hacer esto en otra parte? No es correcto.
Su silla se sacudió cuando Castillo la soltó.
—Claro.
No estaba nada segura de si la reprimenda se debía al esnobismo, al sentido británico del decoro de Pedro o a otra cosa, pero la sorpresa le hizo guardar silencio.
—¿Te encuentras bien? —murmuró.
—Malos recuerdos —dijo en voz baja—. Presentemos nuestros respetos y vayámonos.
—Tengo que ir al velatorio —agregó un momento después—. Pero si no deseas ir, acompañaré a Fr…
—Voy contigo, mi amor.
Se inclinó para besarle en la mejilla, luego se acomodó de nuevo cuando la ceremonia dio comienzo. Lanzando una mirada en derredor, buscó… algo. Parecía una estupidez que pudiera aparecer alguien y ponerse a bailar claque sobre la tumba de Kunz, pero sabía que era capaz de calar a la gente, y alguien había hecho aquello. Alguien había asesinado a Charles.
Cuando sus ojos llegaron hasta Daniel Kunz, se sorprendió al ver que él la estaba mirando. Parecía cansado, más que su hermana, pero tenía asimismo los ojos secos. Tal vez en la familia no eran propensos a llorar. Él le sostuvo la mirada sin pestañear, y fue Pau la primera en apartarla.
Había visto con anterioridad aquella expresión en los ojos de los hombres, más marcadamente en los de Pedro. Daniel estaba interesado. Y eso le recordó algo que prácticamente había olvidado: Patricia. ¿Dónde estaba? ¿Estaba tan obsesionada en parecer disponible y vulnerable a juicio de Pedro que había olvidado la oportunidad de cumplir con Daniel?
Entonces divisó a Patty, sentada por la parte delantera pero tan tapada, con un sombrero negro con velo de redecilla, gafas negras y un vestido Vera Wang del mismo color, que estaba casi irreconocible. Pau era consciente de que lo compasivo y honorable por su parte sería mantener la boca cerrada sobre la presencia de la ex.
—Patricia está aquí —murmuró, indicando la dirección con un solo dedo.
—¿Me pregunto quién la ha invitado? —dijo Pedro.
—Éste es hoy el lugar en el que hay que estar. Pero ella está en los asientos buenos.
Comenzaron los testimonios, conducidos por una serie de colegas de póquer de Charles y de socios del club Everglades. Se preguntó por qué no habían efectuado aquello en una iglesia, pero los elegantes atuendos y el pelotón de medios de comunicación respondía a aquello.
Alguien deseaba publicidad, o, al menos, figurar en la foto.
Lo que venía a significar que se trataba de algún miembro de la familia, puesto que habían sido ellos quienes se encargaron de los preparativos. Por otra parte, a toda la sociedad de Palm Beach le encantaba la publicidad. Eso no convertía a nadie en un asesino, pero todo tenía su significado.
Laura se desplazó finalmente al frente y habló por espacio de unos minutos sobre las contribuciones de su padre a la comunidad, y luego acerca de cómo la había apoyado en su decisión de entrar en el negocio inmobiliario y de lo orgulloso que había estado de sus logros y de los de Daniel, incluido el trofeo de regatas que éste había ganado el año anterior. Seguidamente el párroco avanzó de nuevo para dar la bendición final y recordar que el velatorio tendría lugar en Coronado House. Daniel no pronunció palabra alguna.
Pedro se puso en pie cuando los asistentes comenzaron a dispersarse.
—Ha sido un bonito servicio —dijo, ayudándola a ponerse en pie a su lado.
—Ha sido triste.
Con una leve sonrisa, Pedro posó ambas manos sobre sus hombros y la besó en la frente.
—Charles es afortunado por haber hablado contigo aquella noche.
Ella le devolvió el beso pero en los labios.
—¿Por qué lo dices?
—Porque ahora puede estar seguro de que, de un modo u otro, alguien descubrirá lo que sucedió. —Cuando Pau se asió de su brazo, Pedro emprendió camino hacia el Mercedes–Benz S600.
—¿Significa esto que ahora estás de mi parte?
—Quiero que quien mató a Charles vaya a prisión. Mantengo mi opinión de que la policía puede arreglárselas sin tu ayuda y que resolverán esto antes que tú. Y deseo que limites tu participación a charlar con Francisco.
—Francisco y yo intercambiamos información. —Sabía por qué Pedro había aceptado la apuesta y por qué se mantenía en sus trece, pero no podía quedarse cruzada de brazos sin hacer nada. Ella no era así. Y a él le encantaba su particular modo de ser—. Sinceramente, ¿qué dirías si hiciera lo que deseas? ¿Si mantuviera las manos lejos del bote de las galletas? ¿Si jamás volviera a coger galletas?
—Diría: «Gracias a Dios, puedo descansar un poco mejor porque sé que está a salvo» —respondió sin demora.
—Claro. Y podría emplear mi tiempo libre en tejerte jerséis de cuello vuelto y en aprender a tocar el piano. ¡Sería la alegría de la huerta! Probablemente tú te jubilarías para no perderte un segundo de mi excitante compañía.
Él la miró fijamente durante largo rato.
—Creo que deberías intentar llevar una vida normal antes de descartarlo como algo mundano.
«Mundano.» Eso era algo que nunca quería ser. Y era lo que Pedro no comprendía, que si renunciaba totalmente a su antigua vida, la cambiaría por completo a ella y todo lo que había entre los dos. Simplemente sería otra de las mujeres de su vida, nada especial, nada extraordinario. Mundana.
—No estoy segura de saber qué es normal —dijo, porque él esperaba que respondiera con una evasiva. Era él mismo quien necesitaba imaginarla llevando una vida normal antes de intentar imponérselo.
Se unieron en silencio a la serie de vehículos, conducidos en su mayoría por chóferes, que entraban y salían por las verjas de Coronado House en un círculo interminable.
—No tenemos por qué quedarnos mucho tiempo —dijo ella, tomando aire laboriosamente mientras Pedro le daba unas palmaditas en la rodilla. No había nada fuera de lo común. Tan sólo era la vieja y nada mundana Pau—. Solamente quiero echar un vistazo y ver quién habla con quién.
—A juzgar por lo que me contaste sobre el otro día, puede que no seas bienvenida, Paula.
—Lo seré si estás tú aquí, cariño.
—Estupendo. Ahora soy tu salvoconducto para el latrocinio.
Paula salió pausadamente del vestíbulo y de la zona en que se ubicaba el salón y se dirigió hacia el patio en el centro de Coronado House. En su opinión, no existía mucha diferencia entre un velatorio de la alta sociedad y una fiesta
propiamente dicha, y éste no era una excepción.
No veía a Pedro, que se encontraba en algún lugar a su espalda, pero podía cuidarse sola. Dios, él se ganaba la vida codeándose con la gente. Ella les birlaba sus posesiones… o, más bien, solía hacerlo. Hoy hubiera sido una tarea sencilla de realizar.
El patio descubierto estaba casi tan concurrido como el interior, pero le proporcionaba una vista a través de la ventana del despacho de Charles sin tener que irrumpir en la habitación. Se apoyó contra una palmera para echar un buen vistazo. Ninguna de las ventanas estaban rotas o resquebrajadas, lo cual no le sorprendió, pero las diminutas líneas de las molduras eran todas regulares y estaban levemente descoloridas en igual grado por el sol.
Quienquiera que hubiera entrado en el despacho no lo había hecho a través de aquellas ventanas.
Una mano le rozó su hombro desnudo.
—Hola.
Ella se sobresaltó, inclinándose por un lado de la palmera.
«¡Mierda!»
—Daniel, hola. Fue un bonito servicio.
—Gracias, supongo que sí. Me alegra que estés aquí.
—¿De veras?
Daniel asintió. Se había despojado de la chaqueta, pero con su camisa azul oscuro, corbata y pantalones de pinzas de color gris seguía teniendo el aspecto de un modelo que acabara de salir de la revista Hunk.
—Laura fue un poco dura contigo ayer —dijo con una cautivadora sonrisa—. Está pasando un mal momento con todo esto.
—Bueno, en cualquier caso, habéis encontrado un servicio de catering —respondió, señalando una fuente que pasaba, repleta de galletitas saladas y de paté.
—Por suerte, tiene muchos contactos gracias a su negocio.
—Daniel alargó el brazo y le retiró un mechón de pelo detrás de la oreja—. De modo que quería disculparme.
—No es necesario. —«Como si disculparse fuera lo que estaba haciendo»—. Ambos tenéis mucho en qué pensar.
—Sí, así es. —Acercándose lentamente, la asió del brazo—. Oye, te gusta el arte y las antigüedades, ¿no es cierto?
—Claro.
—Ven a echarle un vistazo a esto.
Durante un breve instante sopesó mantenerse apartada de Daniel como le sugería su instinto con lo que podría descubrir si le acompañaba. La oportunidad era demasiado buena para dejarla pasar.
Él no la tomó de la mano, pero que con ella la guiara ponía de manifiesto que estaban juntos. La presunta posesión la molestó, a pesar de que el mismo gesto proveniente de Pedro le provocaba, en la mayoría de las ocasiones, unos cálidos y confusos sentimientos que la llevaban a todo tipo de preocupaciones sobre su futuro e independencia.
Para su sorpresa, no fueron a una caseta solitaria junto a la piscina ni nada por el estilo, sino directamente al despacho de Charles. De acuerdo, o bien se trataba de buena suerte por su arte, o de algo extraño por parte de él. Bajo ninguna circunstancia consideraría colarse en el despacho de alguien al que harían enterrado una hora antes.
—¿Qué te parece? —preguntó Daniel, señalando hacia una pequeña caja de cristal colocada sobre un largo aparador de madera de caoba.
Ella se relajó un tanto. En cualquier caso, Daniel no iba a realizar un asalto frontal. Sacudiéndose mentalmente para salir le sus cavilaciones, se aproximó para echar un vistazo más de cerca, reparando en el enorme Renoir sobre la pared a su derecha. Un falso Renoir, decidió tras un segundo. Normalmente habría tardado más en llegar a aquella conclusión, pero la enorme pintura, junto con la gruesa división entre el despacho y el baño del otro lado, decían a gritos «caja fuerte». Nadie con un poco de gusto pondría un cuadro auténtico en un lugar en qué tendría que ser colgado y descolgado de la pared o ubicado en un panel con bisagras. El aceite de la piel, huellas dactilares y el ajetreo en general eran terribles para los valores de reventa.
Ella se inclinó para mirar la caja de cuatro caras que Daniel le había indicado.
—Es bonita —dijo un momento después, contemplando la esbelta y alargada mujer de bronce sin rasgos encerrada en su interior.
—¿Sabes qué es? —preguntó, inclinándose para mirarla a través del ángulo derecho del cristal.
—¿Y tú?
Él se enderezó al tiempo que ella lo hacía.
—Ni idea. No he podido encontrarla en ningún inventario o listado de la aseguradora.
—¿Lleva mucho tiempo aquí?
—No había reparado en ella hasta la semana pasada. Papá acababa de regresar de Alemania, así que pensé que tal vez la había comprado allí. Él siempre hace, hacía, eso.
Así que el hijo no compartía el amor de Charles por el arte.
—Bueno —dijo, inclinándose brevemente para mirarlo de nuevo y pensando que probablemente él la agarraría del culo si se demoraba en tal posición—, no es una antigüedad, y en realidad no proviene de ningún medio que conozca.
—Mierda. Así que no sabes qué…
—Pero aventuraría que posiblemente se trate de un Giacometti, quizá un prototipo para una de sus obras a tamaño natural.
El se acercó un paso, acariciándole la línea de su muñeca con el pulgar.
—¿Cuánto vale algo como eso?
Así que Daniel imaginaba que debía flirtear para obtener información. Normalmente, tres meses antes, hubiera dudado si seguir el mismo plan. Pero ahora tenía a un inglés muy celoso en la otra estancia y a la ex mujer de éste merodeando en las proximidades. Pau se encogió de hombros.
—Hace un par de años, una de sus esculturas de tamaño natural estaba en torno a los tres millones.
—¡Vaya!
—Hay muchas falsificaciones y reproducciones por ahí.
—Papá no las hubiera comprado. —Daniel la tomó de la barbilla, alzándole el rostro hacia el suyo—. ¿Estás segura de que ese lord inglés no es demasiado aburrido para ti?
Ella sonrió.
—Me parece que tú ya tienes una dama inglesa.
—¿Patricia? Detesto limitar mis opciones. —Se inclinó y le rozó los labios con los suyos.
Paula podría haberlo detenido, tirarlo al suelo si así lo deseaba, pero a menos que estuviera terriblemente equivocada, Daniel tenía algo que ver con la verdadera historia de Coronado House. Pero tampoco hizo intento alguno de devolverle el beso.
—Eso ha sido un tanto presuntuoso, ¿no te parece?
El ladeó la cabeza, su cabello castaño dorado le cayó sobre un ojo.
—Eso depende de lo que hagas a continuación. —Aguardó un momento, luego sonrió—. No pensé que echarías a correr. —Hurgando en su bolsillo, sacó una tarjeta de visita—. El número de mi móvil está en el reverso. Es privado.
—¿Haces que te las preparen de antemano? —preguntó, dándole la vuelta a la tarjeta para ver la serie de números escritos a mano.
—Esperaba que vinieras. —Tocó de nuevo su mejilla—. Soy un tipo generoso, Pau. Comparto lo que tengo. Ten eso en cuenta.
Ella sonrió con cautela.
—¿Intentas sobornarme?
Daniel negó con la cabeza.
—Intento seducirte.
—Estás aquí, Paula. —La voz de Pedro llegó desde la puerta antes de que ella pudiera responder con algo atrevido aunque evasivo—. Tengo esa conferencia telefónica… Ah, Daniel. —Se aproximó a él, luciendo aún esa amistosa expresión insípida que generalmente adoptaba para las grandes reuniones. Y Paula no pensó ni por un instante que él no hubiera visto la caricia—. Mis condolencias.
—Gracias, Pedro. Acabo de preguntarle a Pau si sabe qué es eso —respondió Daniel, apuntando un dedo hacia la caja.
La mirada de Pedro no se apartó del rostro de Daniel.
—Ella es una experta en arte. —Tendió con lentitud la mano hacia ella. Cuando Paula la asió, ésta temblaba ligeramente—. Discúlpame, pero tengo que…
—Sin problemas.
—Gracias de nuevo, Pau.
—No hay de qué.
Mientras se dirigían hacia la puerta principal, Pedro sacó su teléfono móvil y llamó a Ruben , su chófer, para que se reuniera con ellos en la entrada. Paula se guardó la tarjeta de Daniel en el bolso y mantuvo la boca cerrada.
Pedro se desplazó al borde del asiento una vez estuvieron dentro de la limusina.
—Ruben, necesitamos un poco de privacidad, por favor.
—Sí, señor.
La mampara divisoria entre el asiento trasero y el delantero se alzó en silencio. Dado que ignoraba por completo cómo reaccionaría él a su encuentro con Daniel, Paula decidió contraatacar primero.
—Pedro…
—Calla. Necesito pensar.
—Oye, que yo no le besé a él.
Pedro la miró fijamente durante un momento.
—Me he dado cuenta. ¿Por qué pensó que besarte sería buena idea? Aparte de por tu atractivo general, claro está.
«Bueno, nada de gritos.»
—Creo que supuso que tenía que darme algo a cambio de la información sobre la escultura.
—¿Y no llevaba un cuarto de dólar en el bolsillo?
—Yo que sé. No le registré los bolsillos.
—¿Algún descubrimiento más? Si no pone en peligro la apuesta, por supuesto.
—Qué más quisiera. Voy tan adelantada que ni siquiera puedo ver a Castillo —mintió.
—Pues desabrocha.
Ella parpadeó.
—¡Colega! ¿Estás cachondo, eh?
—¿Qué? No. Quiero decir que desembuches, yanqui.
—Deberías haber dicho eso desde un principio.
—Lo hice. Déjate de rodeos.
—Está bien. Creo que lo más importante de su vida para él es él mismo —respondió, relajándose junto a Pedro. Si de verdad desconfiaba de ella, estaba consiguiendo ocultarlo bien—. No le importa la disponibilidad o los intereses de nadie que no sean los suyos propios. Y no le di una patada en los huevos porque algo ocurre en esa casa. Sé que es así, Pedro. Y creo que él sabe de qué se trata.
Con un suspiro la rodeó con los brazos, acercándola contra sí.
—¿Existe alguna razón por la que no debería reducir sus negocios a cenizas?
Muy bien. Aquello si era típico de Pedro.
—Porque hasta la semana pasada eran los negocios de su padre, y porque ahora mismo no es más que un pelota y un egoísta. Puedes arruinarle si tiene algo que ver con el asesinato de Charles. —Le besó en el cuello—. Pensé que estarías más cabreado.
—Hay veces en que me sorprendo a mí mismo. Estaba dispuesto. De haber sido otra persona, lo habría estado. Mis seres queridos no tienen precisamente un buen historial de fidelidad en lo que a mí respecta.
Dios, ni siquiera había pensado en eso. Se había encontrado a Patricia revolcándose con su antiguo compañero de cuarto en a universidad y aquello no había acabado bien para ninguno.
—Ni siquiera me gusta —declaró.
—Lo sé. Y, francamente, estás tan condenadamente buena que no puedo resistirme a ti. —La besó, profunda y suavemente.
—Bueno, doy gracias a Dios por eso —dijo, fingiendo que prácticamente no acabara de provocarle un orgasmo.
—¿Y ahora, qué?
—Tengo que hablar otra vez con Castillo. —Y seguramente iba a tener que realizar una llamada telefónica, después de descubrir un modo de mantener a Daniel Kunz interesado pero a una distancia segura.
—¿Eso no es hacer trampa?
—«A mi modo» abarca todos y cada uno de los medios de obtener información, colega. Tan sólo tengo que unir las piezas antes que lo hagan los policías.
—No esperes que te desee buena suerte.
—La suerte es para los tontos.