Así que Paula había decidido utilizar a Daniel y a Patricia para ayudarse a resolver su rompecabezas. Pedro frunció el ceño mientras se sentaba al escritorio frente al fajo de documentos que acababan de llegar de Londres. Esta maldita apuesta había sido ideada para enseñarle una lección a Pau, no para proporcionarle los medios para volverle loco.
Exhaló. En el mejor de los casos, no estaba acostumbrado a sentarse a esperar que una situación se resolviera por sí sola. Cualquier otra cosa que tuviera en el plato, ayudar a Castillo y al Departamento de Policía de Palm Beach, no sería hacer trampa; simplemente sería dar buen uso a su vasta experiencia, recursos y contactos.
Si Paula pensaba que Daniel tenía información en su poder, entonces también Laura podría saber algo útil. Y, además, ella poseía un negocio inmobiliario y él había prometido ayudar a Patricia a encontrar un lugar en Palm Beach. Con una lúgubre sonrisa sacó su Palm Pilot, buscó el número telefónico de la agencia de Laura y le dejó un mensaje para que le llamara. Paula no era la única que podía poner en práctica el juego del encanto.
—¿Pedro? —Paula asomó la cabeza en la habitación a tiempo que llamaba al marco de la puerta.
—Entra —dijo, cerrando la Palm Pilot y metiéndola en el cajón de su escritorio. Contempló sus pantalones vaqueros cortos y la camiseta verde que llevaba—. ¿No vas a trabajar?
—No. Sanchez tiene una cita, y yo… sólo quería el resto de día libre.
El se puso en pie, sumamente consciente de la callada tristeza que traslucía su voz. Una ladrona con más compasión que la mayoría de los supuestos amigos e incluso la familia de Kunz. Y con papeleo o no, su trabajo se tornó de pronto en intentar animarla.
—¿Una cita? ¿Walter?
—Bueno, sí —sonrió—. Le he prestado el Bentley.
—¿Le h… ? Es tu coche.
—Y que no se te olvide, querido. —Dirigió la mirada hade su aparador—. ¿Por casualidad no tendrás un pedazo grande de papel cuadriculado?
—Imagino que sí. —Fue hasta su armario de suministros y rebuscó en él hasta que dio con una libreta a medio usar—. ¿Estás haciendo un esbozo detallado del despacho de Kunz?
—Qué buena idea. Eso haré. —Le dio un besito en la mejilla al tiempo que le quitaba el cuaderno—. Gracias.
—¿Para qué lo necesitabas antes de que yo te diera esa brillante idea?
—Para la zona de la piscina. Se me ocurrió hacer algunos bosquejos y ver algunas revistas de jardinería.
—Ya sabes que puedes contratar a un arquitecto paisajista.
Ella le lanzó una sonrisa.
—¿Estás seguro de que no quieres darme un lugar en el que no puedan verse los resultados?
—Confío en ti. Sólo decía que…
—No, me parece que hoy es un buen día para mirar flores. Todo eso de la «normalidad» de lo que hablabas. Creo que puedo plantar sin que tú estés merodeando. Puedes venir para llevarme el bolígrafo, si quieres.
Paula le estaba invitando. Aquello no sucedía muy a menudo, y Pedro contaba cada ocasión como si se tratase de una preciosa pepita de oro.
—Tengo que ponerme al habla con Tomas y, después, dalo por hecho.
—De acuerdo. Estaré junto a la piscina.
***
Sin embargo, cuando se sentó y abrió la libreta de papel cuadriculado la otra sugerencia de Pedro hizo mella en ella.
Todo poseía un significado, y en el despacho de Kunz había habido pruebas en abundancia, independientemente de si la policía las tenía o no en consideración.
La policía. Que el escenario del homicidio estuviera abierto al público menos de una semana después del suceso y antes de que se hubiera nombrado a algún sospechoso resultaba, de por sí, algo extraño. Sabía por experiencia que el Departamento de Policía de Palm Beach estaba acostumbrado a tratar con ricos y famosos y que habitualmente se mostraban protectores y respetuosos, pero ese caso era de Castillo, y a él se le daba bien lo que hacía.
Dios, a punto había estado de «pillarla», en una ocasión.
Dibujó pausadamente lo que recordaba de la pared en cuyo interior se encontraba la caja fuerte. No había recibido ningún tipo de educación formal en arte, pero había pasado la mayor parte de su vida entre célebres obras de arte, y en numerosas ocasiones le habían dicho que poseía talento.
Aquello le hacía bastante gracia; una ladrona de arte que sabía dibujar.
Lo más valioso era su memoria casi fotográfica, y tenía más que una ligera impresión de que ése era el motivo por el que hoy estaba tan preocupada. Había visto algo, y hasta que no comprendiera de qué se trataba, aquello continuaría reconcomiéndola.
El esbozo a lápiz de la pared y el grabado del Renoir no le decían nada, de modo que pasó al escritorio y al aparador, recreando sobre la página lo que había visto en persona unas pocas horas antes. Hizo una pausa y comenzó a trabajar en la caja que contenía la figura de Giacometti.
«Aguarda un momento.»
Si en efecto aquel era un prototipo para Mujer en pie, la obra más famosa de Alberto Giacometti, probablemente valdría cerca de un millón. Con toda franqueza, a menos que alguien estuviera familiarizado con Giacometti, no parecía demasiado impresionante, pero ella lo había reconocido, y asimismo lo habría hecho un ladrón lo bastante bueno como para no dejar signo alguno de su entrada o salida. A juzgar por lo que Daniel había dicho, no estaba incluido en ninguno de los informes de la aseguradora. Eso haría que fuera mucho más sencillo traficar con ella. Además, había estado a plena vista de todos, sin ninguna alarma conectada a ella, durante el robo y el asesinato.
Sin embargo, el asesino había optado, en cambio, por tomarse el tiempo de forzar la caja fuerte y robar el dinero en metálico y las joyas bien documentadas, y los mucho más reconocibles Van Gogh y O'Keeffe. Interesante y no demasiado brillante. Considerando el desconocimiento por parte de Daniel del valor de la mujer, dejarse olvidado aquello no decía mucho en favor de su inocencia. Se preguntó si Laura tenía más conocimientos sobre arte, moderno o de otro tipo, de los que poseía su hermano.
Por primera vez comprendió que sospechaba concretamente de Daniel. Parecía que debía suponer un gran problema, pero no lo sentía realmente así; era como si hubiera sido consciente de ello en todo momento. A menos que él hubiera contratado a alguien para que matase a su padre, su ignorancia en arte tornaba lógicas las circunstancias del crimen. Casi todo el mundo conocía a Van Gogh y a O'Keeffe, y el valor de los rubíes y el dinero en metálico era obvio.
Lo que necesitaba era a alguien con algo más de entendimiento acerca de la familia Kunz. Echando un vistazo por encima del hombro para ver si Pedro se aproximaba o no, desenganchó su teléfono móvil del cinturón y marcó.
—Hola —respondió la lánguida suave voz sureña después de un tono.
—Andres, soy Paula Chaves. ¿Puedes hablar?
—Nunca nadie ha sido capaz de impedirme hacerlo antes, cariño. Pensé que estarías en el velatorio. Te he estado buscando.
—¿Sigues ahí?
—Jamás me pierdo una fiesta, sean cuales sean las circunstancias.
—Lo siento. Entonces, te llamaré más tarde.
—Espera un segundo. —Ella aguardó, escuchando el eco de voces y algún tipo de música reggae sonando de fondo.
Mmm, había creído que Charles era más de los que apreciaban la música clásica. Pero no mucho en el funeral o el velatorio le había parecido típico de él—. De acuerdo, señorita Paula —prosiguió un momento después—. Estoy en la biblioteca.
—¿Solo? —le urgió. Si alguien escuchaba su conversación, ella perdería cualquier ventaja que tuviera con Daniel y su libido.
—Dudo que la mayoría de invitados sepan dónde está la biblioteca. ¿Qué te preocupa?
—¿Cuál es el objeto más famoso que poseen los Kunz?
Él guardó silencio durante un momento.
—Diría que los rubíes Gugenthal. Charles tiene… tenía, un Manet en la sala de la planta de arriba, pero no lo mostraba demasiado.
—Pero a ti te lo mostró.
—Pensó que yo lo apreciaría. Y lo hice.
—¿Y cuál era el objeto de mayor valor de la familia?
—Los rubíes. ¿Tienes algún sospechoso en mente? Esto se está poniendo muy emocionante.
Ella sonrió ampliamente ante el entusiasmo que traslucía la voz del hombre. Al parecer Andres Pendleton había estado verdaderamente privado de estímulo intelectual.
Probablemente Charles no había tenido tiempo de mostrarle a su amigo sus nuevas adquisiciones. Ahora éstas le pertenecían a otra persona; a alguien más interesado en el color del dinero que en la verdad y en la belleza.
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