jueves, 15 de enero de 2015
CAPITULO 93
Cuando Pedro llegó a casa ya tenía dos mensajes en espera de Shelly en el despacho de Tomas. Le devolvió la llamada, sólo para descubrir que el Wall Street Journal había estado llamando para confirmar su adquisición de Kingdom Fittings.
—Espléndido —farfulló. No había nada como el interés de la prensa para comenzar a elevar el precio de las cosas. Ni siquiera habían aceptado un acuerdo todavía, mucho menos el precio de venta—. Dales largas hasta el viernes, al menos —ordenó—. Diles que mañana asisto a un funeral.
El teléfono volvió a sonar nada más colgarlo y lo cogió automáticamente. No mucha gente tenía el número privado de su despacho.
—Alfonso.
—Hola, Pedro—se escuchó la cultivada voz de Patricia.
Él frunció el ceño.
—Estoy ocupado en este momento, Patricia. Te llamo más tarde.
—Tan sólo me preguntaba si has hablado con Tomas. Estoy un tanto impaciente por establecerme aquí.
—¿Y eso por qué? —preguntó. Por muy a la ligera que fingiera tomarse las advertencias de Paula, no podía hacer caso omiso de ellas. Patricia raras veces hacía algo que no le beneficiara—. ¿Por qué en Palm Beach?
—Eso ya lo hemos hablado.
—Pues hablémoslo de nuevo, ¿te parece?
Ella se echó a reír, un sonido que solía encontrar atractivo.
Ahora se le asemejaba más a campanas de advertencia.
—¿Por qué no Palm Beach? Como he dicho, el tiempo es agradable, está lejos de la órbita de influencia y de las amistades de Ricardo, e incluso tiene sociedad y una temporada para la aristocracia… o lo que se considera aristocracia en América. Además, la mayor parte de los amigos que me quedan tienen casa de invierno aquí.
Claro. La maldita brigada de cotillas de Patty. Se compadecerían por ella, sin duda… o su ex no estaría tan entusiasmada por vivir allí, pero no le subvencionarían su nueva vida. Por lo visto ése era su trabajo.
—¿Y si te pido que te instales en otra parte? —sugirió—. ¿Y si me ofrezco a pagarte por ello?
Ella no pronunció palabra durante un momento.
—¿Es que tu perra americana teme un poco de competencia? —espetó finalmente, su afectación zalamera abandonó su voz.
—Paula no le teme a nada —replicó—. Intento hacerte un favor a ti. No a ella. Y no es ninguna perra, querida. —El orgullo le incitó a decirlo. Paula podría no tener un linaje con pedigrí, pero era seguramente la persona más pura que había conocido en su vida.
—Cualquier cosa que contribuya a tu vida de fantasía, querido —repuso, luego tomó aire de modo audible—. Por favor, ayúdame, Pedro. No tengo a nadie más a quien recurrir. Ricardo traicionó a todos los hombres que conozco, incluido a ti, y tú eres el único con quien todavía puedo… contar.
A pesar de que era consciente de ello, seguía sin poder evitar lo que Paula denominada su propensión a actuar como un «caballero de brillante armadura».
—Tomas está en ello. Me ocuparé de que te llame mañana.
—Oh, gracias, Pedro.
Pedro apretó el teléfono.
—Si quieres darme las gracias, Patricia, aléjate de Paula.
—Dile a la perra que se mantenga alejada de mí. No es idea mía que me vean con ella.
El teléfono comunicó y colgó el aparato.
Sorprendentemente, no estaba tan cabreado como divertido.
Al parecer su novia andaba a la busca de su ex mujer, la cual no iba a dejarle en paz. No cabía duda de que últimamente llevaba una vida extraña.
Se dio la vuelta al oír la llamada a su puerta. «Hablando del rey de Roma.»
—Hola.
Paula le observó durante largo rato antes de entrar en la habitación.
—¿Seguimos peleando?
—No lo sé. ¿Seguimos?
—En cierto modo, eso espero. Alguien acaba de decirme que las dos mejores formas de hacer que un hombre olvide una pelea son la comida y el sexo.
Pedro cerró el expediente de la propuesta.
—Eso parece interesante —dijo, poniéndose en pie para acercarse a ella—. Porque estás irresistible con ese vestido.
Ella dibujó una amplia sonrisa.
—Gracias. Pero, en realidad, pensaba en la tarta de chocolate de Hans. —De espaldas, retrocedió pausadamente hasta el pasillo.
Pedro se quedó en la entrada durante un momento, observando el suave vaivén de sus caderas mientras retrocedía y sintiendo que la sangre abandonaba su cerebro para dirigirse más abajo. Así que ya no estaban discutiendo.
Nada estaba zanjado, pero tampoco pretendía pasarse la noche durmiendo solo.
—Me gusta la tarta —dijo, alcanzándola para tomarla de la mano.
—Creía que todavía estarías cabreado —remarcó, mirándole de soslayo.
—Soy mayorcito. Además, me encanta tenerte en vilo.
—Se te da bien. —Se detuvo al pie de las escaleras—. Crecí sin poder contarle a nadie cómo nos ganábamos la vida mi padre y yo —dijo de pronto—. Estoy acostumbrada a los secretos. Y con toda sinceridad, sabía que te cabrearías si descubrías que estaba hablando con Patricia. Así que mantuve el pico cerrado. No pretendía enfadarte.
Lentamente Pedro la atrajo hacia él.
—Me casé con ella. Negar eso sería una completa estupidez. Y también la quise durante un tiempo.
Ella comenzó a zafarse.
—Pedro…
—Lo sé, lo sé —sonrió—. Tan sólo quería decir que la magnitud de mi experiencia es ahora más amplia y que me gustaría pensar que soy más sabio y más cauto. —Se inclinó hacia delante, levantándole la barbilla con los dedos y besándola—. Puedes pensar que admitir ciertas cosas es mostrar debilidad, pero resulta que yo creo que es mostrar fortaleza. Y por eso he decidido que vas a tener que acostumbrarte a escucharlas. Te quiero, Paula.
—Tú…
El contuvo su protesta, o lo que fuera, con otro beso, profundo y pausado.
—Te quiero —susurró, empujándola suavemente hacia atrás hasta que sus caderas toparon con la barandilla de la galería—. Te quiero.
Ella no respondió, y Pedro no esperó que lo hiciera, pero a juzgar por el modo en que sus brazos le rodearon el cuello, sus dedos se hundieron en sus músculos mientras su boca se encontraba ávidamente con la de él, sentía algo. Más que algo. Fuera lo que fuese lo que le impedía pronunciar las palabras, comprendía la emoción.
—¿Señor Alfonso?
Con una maldición ahogada Pedro separó la suya de la boca de Paula y desvió la vista hacia el vestíbulo donde se encontraba su mayordomo.
—¿Qué sucede, Reinaldo?
—Disculpe, señor, pero la cena está preparada.
Paula le lamió la oreja.
—Mmm, y yo con esta hambre —murmuró.
«¡Dios santo!»
—Disponlo todo en el comedor y luego dales a todos el resto de la noche libre.
El cubano esbozó una fugaz sonrisa.
—Enseguida, señor.
—Vaya, qué generoso —murmuró Paula.
Pedro le recorrió la espalda con las manos, deteniéndose para tomar su trasero en ellas y acercarla a él.
—En absoluto. ¿Sabes lo mucho que te deseo?
Su gemido de respuesta hizo que se pusiera duro.
—Me hago una idea —susurró, meneando las caderas contra él.
—Bien. Ahora camina delante de mí hasta el comedor para que pueda conservar algo de dignidad.
Paula rompió a reír.
—Si no estuvieras tan generosamente dotado, no tendrías ese problema.
La soltó, colocándola de modo que le precediera al bajar las escaleras.
—Sí, pero tendríamos otro problema distinto.
—Cierto. Prefiero éste.
Cuando llegaron a la planta baja, Pedro se movió detrás de ella, pasándole el cabello sobre los hombros para poder besarla en el cuello.
—Tal vez soy generoso —reconoció, un agradable calor se extendió bajo su piel— porque pretendo darte toda mi dotación.
Ella suspiró de modo casi silencioso y trémulo.
—Acabas de hacer que me humedezca —susurró.
Si no ponían freno a esto, Pedro jamás lograría llegar al comedor. Y más valdría que Reinaldo hubiera sacado a todos de allí.
A Dios gracias, el comedor estaba desierto, con dos servicios colocados uno frente al otro en un extremo de la larga mesa. Al parecer la cena de esa noche estaba completamente dedicada en honor a Paula y sus gustos, porque había una humeante cazuela de chile en medio de los servicios, con montones de nachos en ambos platos.
Más allá de la mesa, aguardaba una tarta de chocolate coronada con nata montada.
—Oh, sí —canturreó, tomando asiento en una de las sillas—. Hans es un genio. —Degustó un crujiente nacho, volviéndose para alzar la vista hacia él con un hilillo de queso medio fundido cayéndole por la barbilla.
Pedro se inclinó con una sonrisa en los labios para mordisquear el queso que había escapado. Mientras ella se levantaba para servirse con la cuchara chile sobre los nachos y el queso, él asió su plato y lo desplazó hasta el lugar contiguo al de ella.
—Toma —le dijo, poniendo la mano bajo una generosa cantidad de chile y nachos.
Estaba más picante de lo que Pedro esperaba, pero cuando ella se afanó en desabrocharle los botones de la camisa mientras él masticaba, no se le ocurrió realizar ningún comentario. Le dio a ella el siguiente bocado, aprovechando el momento para agacharse y quitarle a Paula las sandalias amarillas. Pedro se descalzó a continuación, y luego ella se puso en pie para que él pudiera bajarle la cremallera de
su vestido de Chanel, besando la cálida piel de sus hombros a medida que los dejaba al descubierto.
—Me parece que los nachos no son la más aromática de las comidas —le dijo, bajándole el vestido hasta los pies.
Llevaba el sujetador y las braguitas rosas con encaje en los bordes.
—Ambos estamos comiendo de ellos —respondió, arqueando la espalda cuando él la recorrió con los dedos.
Pedro la hizo volverse, besándola profundamente. Pau tenía razón; sabía a chile y a jalapeños, lo cual, en realidad, encajaba adecuadamente con ella. Centrando la atención en su cuello, Pedro deslizó las manos alrededor de ella hasta el broche de su sujetador. Todas las bromas del almuerzo y luego la pelea… en cierto sentido, Paula sabía de lo que hablaba. No era complicado canalizar toda esa frustración y convertirla en excitación.
Le retiró los tirantes del sostén de los hombros. Riendo de forma un tanto entrecortada, Paula le dio de comer otro nacho. Sin tener por el momento un mejor uso para su boca, Pedro rozó con los dedos sus pezones, disfrutando de su jadeo. Por Dios, qué caliente le ponía.
Ni siquiera pudo apartar los ojos de ella mientras daba un paso atrás para desabrocharse los pantalones y dejar caer la camisa al suelo. Paula le consumía, y tan sólo en momentos como ése, cuando estaba a punto de entrar en ella, de oírla gemir de placer y de hacer que se corriera, sentía verdaderamente que era suya. A punto estuvo de perder el control cuando ella pasó con lentitud las palmas de las manos por su abdomen y luego se inclinó para lamer su tetilla izquierda.
—¡Dios mío! —acertó a decir, estremeciéndose.
Paula rió por lo bajo, el sonido reverberó dentro de su pecho.
—Qué facilón eres.
Pedro deslizó una mano dentro de sus coquetas braguitas, moviendo los dedos hacia arriba para sentir la caliente humedad en su interior.
—No soy el único.
—Muy bien, se acabaron las provocaciones, colega —gimió, retorciéndose contra él—. Quiero el plato principal.
—No he terminado con el aperitivo —respondió, levantándola hasta el borde de la mesa y bajándole las bragas en un mismo movimiento. Las arrojó por encima de su hombro a algún lugar.
—¡Oye! Ya he perdido la cuenta de los pares de bragas que he extraviado desde que te conozco —protestó con la voz ronca por la pasión y la diversión.
—Te compraré una tienda entera. —Pedro ocupó la silla vacía y se inclinó para besar la parte interna de sus muslos.
Paula retiró los platos a un lado y se tumbó.
Colocándose en posición, lamió sus suaves pliegues. Ella se estremeció de pronto, incorporándose para aferrarle del pelo y apartar su rostro de ella.
—¡Dios mío!
El parpadeó.
—¿Qué? ¿He hecho algo que… ?
—Cómo pican esos jalapeños, tío —jadeó, riendo sin resuello—. Hazlo otra vez.
Así que la comida picante y el sexo tenían una ventaja añadida. Pedro se puso de nuevo manos a la obra con los dedos y la boca, despiadado e implacable, mientras ella se retorcía debajo de él.
—De acuerdo, basta, basta —suplicó al fin—. Ven aquí y fóllame, Pedro.
Deseaba hacerlo; la espera le estaba matando. Pero aún no había terminado de torturarla. Era el momento de la venganza.
—Todavía no he tomado el postre —murmuró, alargando el brazo para enganchar la tarta y acercarla.
Dos bocaditos de nata montada cayeron pesadamente sobre sus pechos y él se inclinó sobre su cuerpo para lamerlos con un dedo todavía introducido en su interior. Pau se sacudió y se corrió, gritando su nombre. Aquello casi acabó con él. «Todavía no», le ordenó a su verga, respirando profundamente varias veces y esforzándose por controlarse.
Paula golpeó la superficie de la mesa con los puños y resolló en busca de aire.
—Me estás matando, cabrón inglés.
El sonrió de oreja a oreja.
—Pero menudo modo de morir.
Incorporándose, le besó, lamiendo la nata de su barbilla.
—No creo en el juego limpio, ya lo sabes —murmuró, hundiendo la mano en la tarta.
Pedro la observó con cautela.
—Paula, puedo recordarte que…
Ella aferró su dura verga, extendiendo chocolate y nata montada por toda su longitud.
—Oh, oh. Ahora tendremos que limpiarlo.
«¡Ay, Dios bendito!» Empujándolo de nuevo contra la silla, se bajó de la mesa y se arrodilló entre sus muslos. Pedro perdió el habla cuando su boca caliente se cerró a su alrededor. Lo único que pudo hacer fue enroscar las manos en su cabello e intentar esforzarse por respirar y no eyacular hasta que estuviera preparado para hacerlo. Y eso significaba no hacerlo hasta estar dentro de ella.
Su inquieta y acariciante boca recorriendo su longitud era más de lo que podía soportar.
—Para, para —gruñó cuando no pudo aguantar la tortura por más tiempo, apartándola. Agarró una servilleta para limpiarse los restos de chocolate y seguidamente se arrodilló para mirarla de frente. La desequilibró, empujándola hacia atrás sobre el suelo de mármol, cayó sobre ella, capturando su boca y posicionándose para introducirse en su interior.
Sin tiempo para sutilezas, se limitó a sujetarla contra el suelo y embestir salvajemente hasta que se corrió con urgencia. Se desplomó sobre ella, pronunciando su nombre con los dientes apretados.
Paula le abrazó fuertemente y luego se relajó poco a poco.
—Te dije que seguramente acabaríamos matándonos el uno al otro —jadeó.
Él la besó otra vez, con más pausa y delicadeza en esta ocasión.
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