miércoles, 14 de enero de 2015
CAPITULO 92
—Me estás diciendo que está mal que utilice una posible fuente de información sólo porque resulta que ésta tiene una historia con el tipo con el que me acuesto.
—Pau, lo único que te digo es que yo me quedo al margen.
—Sanchez no se molestó en disimular su sonrisa al tiempo que volvía a cotejar el mobiliario de oficina de una lista en una carpeta sujetapapeles. Una lista que no iba a mostrarle—. Estoy en Illinois, estoy muy lejos de todo ello.
—Se lo habría dicho si surgiera algo importante. Pero ella apenas vale la gasolina que gasté. —Por supuesto, Patricia seguía prácticamente a su merced siempre que tuviera la cinta de seguridad del robo del anillo. Pero cuanta más gente tuviera conocimiento de aquello, menos influencia tendría ella. Por tal motivo mantenía el pico cerrado sobre el trato con Patty—. En realidad, ni siquiera sé qué fue lo que Pedro vio en ella.
—Uf, me voy más lejos. Ahora estoy en Idaho. Y no me sigas.
Paula realizó un nuevo giro en la mullida silla verde de recepción. A pesar de las buenas noticias y de la posible pista del joyero Gugenthal, lo que principalmente ocupaba su mente era la estúpida discusión con Pedro. Por supuesto que le había cabreado que estuviera frecuentando a Patty… tanto si la mujer la estaba volviendo medio loca como si no.
Gracias a Dios que no le había ocultado lo de Leedmont.
—Sanchez, tú eres mi Yoda. Aconséjame.
—Hace tres meses te dije que era un error enrollarte con Pedro Alfonso. Después de eso todo es culpa tuya, cielo. Soy yo quien te organizó unas vacaciones pagadas en Venecia. —Examinó el número de serie de un armario archivero y lo cotejó en su carpeta.
—No vamos a encontrar a Jimmy Hoffa en uno de éstos, ¿verdad? —preguntó, dando un golpecito con los nudillos al archivero de metal.
—Si lo hacemos, tendrás que hacer tú las entrevistas para la televisión. —Sanchez tomó aire—. De acuerdo. Un pequeño consejo. Si te gusta Alfonso, y el que salgas con su ex mujer le molesta, no lo hagas.
—Jamás se pronunciaron palabras más sabias —manifestó una voz con acento sureño procedente de la puerta.
Paula dio la vuelta en la silla. Alto, atlético y rondando los cincuenta, Andres Pendleton entró por el vestíbulo.
—Señor Pendleton —dijo, poniéndose en pie.
Le tendió la mano y él la tomó, aunque en vez de estrechársela con un típico «encantado de conocerte», se llevó sus nudillos a los labios.
—Usted debe de ser Paula Chaves. Me sorprendió su llamada.
—¿Cómo es eso? —preguntó, retirando la mano.
—Las mujeres que tienen como acompañante a Pedro Alfonso normalmente no necesitan los servicios de otro caballero —respondió, saludando a Sanchez con la cabeza—. Andres Pedleton.
—Walter Barstone —respondió Sanchez, adelantándose un paso para tenderle la mano.
Andres no besó a Sanchez en los nudillos, lo que probablemente era algo bueno. Pau dio un rodeo hasta la puerta de recepción y la abrió, indicándole al señor Pendleton que le acompañara. Él así lo hizo, contemplando las paredes desnudas, la apagada pintura y la ecléctica colección de muebles.
—Este lugar perteneció a una compañía de seguros —comentó, siguiéndola hacia su despacho—. Se dice que no pudieron hacen frente al alquiler.
—Genial —gruñó Sanchez detrás de ellos.
Pendleton le dedicó una sonrisa de dientes perfectos.
—Personalmente, pensé que o bien atraían a la clientela equivocada o bien habían elegido la zona errónea de la ciudad para sus negocios. Con sus conexiones, dudo que tenga usted problema alguno.
¡Vaya! Todo el mundo sabía quién era y con quién se acostaba. Pau se preguntó qué más sabría el hombre.
—Hablando de conexiones —dijo, simulando su sosegado y firme estilo de conversación—. Resulta que esta tarde estuve en Antigüedades Gressin. Por casualidad no tendrá otros joyeros de origen flamenco disponibles, ¿verdad?
—Ah, qué sutil, señorita Chaves. Mis felicitaciones.
Ella sonrió.
—Llámeme Pau.
—Jamás me dirijo a una mujer por su nombre de pila —respondió—. Una dama se merece que la traten con más respeto. ¿Podría llamarla señorita Chaves?
—Claro. —Pedro raras veces la llamaba Pau, pero supuso que tan sólo era un alarde británico. Pero todo eso del respeto… era agradable—. ¿Joyeros?
Tomaron asiento en las sillas para invitados de su despacho, mientras Sanchez retomaba la tarea de cotejar el mobiliario. Pau podría jurar que el sillón de su escritorio había cambiado su estilo dos veces y de color en tres ocasiones.
—Joyeros —repitió Pendleton—. Sabe, una bonita selección de reproducciones de grandes maestros le conferiría a esto un refinado sentido de la elegancia.
Así que quería charlar sobre el tema. De acuerdo, podía hacerlo.
—Ya hay algún Monet en el pasillo común.
—Demasiado europeo —dijo con voz lánguida, pareciendo desdeñoso—. Algo más cercano a casa. O'Keeffe, tal vez.
—¿Vida en el desierto? Difícilmente la quintaesencia de Palm Beach.
El rió entre dientes.
—Diego Rivera, pues.
Pau le miró con la cabeza ladeada.
—¿Se trata de un concurso sobre arte? Rivera es sudamericano, pero en absoluto es un artista cumbre. ¿Por qué no me seduce con algunos nativos desnudos como Gauguin?
Asintiendo, él se acomodó en la silla y cruzó los tobillos.
—Laura Kunz me dio el joyero hace dos días y me pidió que me deshiciera de él por ella. Dijo que nunca le había gustado, y que con el fideicomiso inmovilizado por el momento, no le vendría mal el efectivo para pagar al personal extra para el velatorio.
Pau se tomó un momento para escudriñar su expresión y el tono de su voz.
—No lo aprobaba —dijo finalmente.
—Charles, algunos caballeros más y yo solíamos jugar al póquer la noche de los jueves cuando estaba en la ciudad.
—Le agradaba Charles.
—Sí, así es.
—También a mí —reconoció.
Pendleton asintió.
—Y a él le gustaban sus colecciones. Me ofrecí a prestarle a Laura algunos fondos. Ella no tenía motivo para deshacerse del joyero salvo por el hecho de que podía hacerlo. No considero que sea apropiado.
—Pero hoy fue a comer con ella.
Su blanca sonrisa volvió a aparecer.
—Uno debe ganarse la vida, señorita Paula. Y hay familias a las que no se enoja si se desea seguir formando parte del círculo social de Palm Beach.
—Cotillear conmigo, o con cualquiera, no parece una buena forma de seguir siendo popular —advirtió.
—No, es vital poseer información, y saber con quién se comparte es casi igual de importante. —Extendió una elegante mano para tocar a Pau en la rodilla—. Elijo compartirla con usted.
—¿Por qué?
—Nuestras ocupaciones no se diferencian tanto, querida. En gran medida, ambos… vivimos del esfuerzo de otras personas. O usted lo hacía, más bien. Debe avisarme de lo bien que le sienta tener una ocupación legal.
Pau se echó a reír.
—Si supiera de lo que habla, sin duda le mantendría al tanto.
—Muy justo, aunque le aseguro que soy la discreción en persona. ¿Alguna cosa más?
Ella dudó durante un mero segundo. Vivir gracias a su instinto nunca antes le había fallado, y tenía la sensación de que podía confiar en Andres Pendleton.
—¿Conoce a alguien que tiende trampas a tipos ricos o turistas con una prostituta y luego saca fotos para chantajearlos?
—He escuchado rumores acerca de una estafa burda con una mujer y fotografías. Y algo sobre un apartado postal.
«¡Bingo!»
—Tengo la sensación de que no fue algo puntual. ¿Ninguna pista de quién hay detrás de ello?
Andres rió entre dientes.
—Cariño, quienquiera que sea, no forma parte del círculo social de Palm Beach. He visto cosas así antes. El beau monde preferiría pagar unos dólares que reconocer al parásito llamando a la policía y denunciándolo.
—Muy bien. Gracias.
—Ha sido un placer. En realidad es emocionante investigar un asesinato y vandalismo. Me siento como en «CSI Miami».
Paula sonrió. El hombre parecía estar disfrutando verdaderamente de aquello, y sin duda había sido franco.
Una pregunta más no haría daño.
—¿Cree que sus hijos tuvieron algo que ver con el asesinato de Kunz?
Él arqueó ambas cejas.
—Independientemente de mi recién descubierta afición por las emociones, no me relacionaría de forma intencionada con asesinos. Entre usted y yo, son unos mocosos malcriados, pero ¿asesinos? No lo creo.
¡Mierda! Vuelta a empezar… aunque no pensaba eliminarlos sólo porque alguien se lo dijera.
—Gracias de nuevo, señor Pendleton.
—Llámeme Andres, por favor. Y manténgame informado en todos los aspectos, si es tan amable. Lo encuentro fascinante.
—Trato hecho.
Andres se puso en pie, ofreciéndole una elegante reverencia a la antigua usanza.
—Llámeme siempre que lo desee, por negocios o por placer. —Sonrió de nuevo; un caballero sureño hasta la médula—. Y por cierto, según mi experiencia, hay dos modos de hacer que un hombre olvide una discusión: la comida y el sexo.
Vaya, la cosa se ponía interesante.
—¿Cuántas compañeras femeninas están al corriente de su vasto conocimiento sobre los hombres?
Le guiñó un ojo y salió por la puerta.
—Tantas como saben que he venido aquí a hablar con usted.
—Lo tendré en cuenta —dijo, con un tono de voz lo bastante elevado como para que él la oyera. Andres Pendleton tenía razón: ambos tenían algunos secretos.
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Geniales los 5 caps. Cada vez más intrigante esta historia.
ResponderEliminarMuy buenos los 5 capítulos!!!
ResponderEliminarbuenísimos los capítulos!!!
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