miércoles, 14 de enero de 2015
CAPITULO 89
Lunes, 12:53 p.m.
Pedro entregó la llave de su SLR al aparcacoches, Paula se aproximó hasta él desde la parte baja de la calle. Habría aparcado el Bentley al doblar la esquina; detestaba ceder sus llaves y la ubicación de su coche a otra persona.
Algo la preocupaba. Lo había apreciado en su voz por teléfono y ahora podía verlo en su semblante. Pedro tomó aire, avanzando los últimos pasos para encontrarse con ella.
—Estás estupenda —dijo, tomando sus manos y extendiendo sus brazos para verla mejor con su corto vestido amarillo y las sandalias que llevaba a juego.
Se había citado con alguien que esperaba esa clase de atuendo. Posiblemente podría sacar algunas conjeturas, pero significaría mucho más si ella se lo contaba. Siempre había sido un hombre paciente, pero desde que conocía a Paula, había aprendido a convertirlo en una forma de arte.
—Tú también —dijo, inclinándose para depositar un pequeño beso en sus labios mientras le alisaba las solapas de su chaqueta gris marengo.
—Eso no basta —respondió, tirando de ella y bajando la boca hasta la suya. El calor se extendió por su cuerpo ante el contacto, como siempre sucedía. Obsesión. Parecía que cuanto más refinados eran sus gustos, más primitivas eran sus necesidades. Y ella había copado el primer puesto de la lista desde que se habían conocido. Había dejado de intentar descifrarlo con lógica, porque obviamente la lógica nada tenía que ver con ello.
—De acuerdo, estás realmente estupendo —se corrigió, regalándole una sonrisa al tiempo que liberaba su boca y una de sus manos—. Invítame a unos tallarines chinos.
—No creo que sirvan tallarines chinos en el café L'Europe, pero veré qué puedo hacer. ¿Un perrito con chile, tal vez?
—Con Bratwurst.
—Si comes eso, no vendrás a casa.
El maitre les saludó con la cabeza cuando entraron en el restaurante. A pesar del pequeño gentío que aguardaba mesa en el restaurante, había una mesa reservada para ellos en el comedor principal, o debería haberla, dado que Pedro había llamado para hacer la reserva en cuanto había colgado el teléfono a Paula. Al cabo de un mero momento de disimulada búsqueda, apareció el camarero jefe para conducirlos por la fresca y poco iluminada estancia hasta un lugar frente a la enorme ventana principal.
—Gracias, Edward —dijo Pedro, estrechando la mano del camarero antes de retirar la silla a Paula.
—¿Cuánto le has dado? —murmuró Paula, tomando asiento.
El se sentó frente a ella.
—Eso es una torpeza. Mi gratitud se verá reflejada en la propina. —Apareció otro camarero y pidió un té helado para él y una Coca Cola Light para Paula.
Ella aguardó hasta que estuvieron de nuevo a solas, luego tamborileó los dedos sobre la cuchara.
—Ya has comido, ¿verdad?
—Tomé una manzana —reconoció, sin mencionar el pollo asado y el pan recién hecho, gracias a Dios que siempre llevaba caramelos de menta.
—Eres un buen tío.
El sonrió.
—No dejo de repetírtelo.
La sonrisa de Paula se unió a la de él, sus pensativos ojos verdes escudriñaron su rostro.
—¿Sabes qué es lo que quiero hacer ahora mismo?
Pedro se colocó la servilleta sobre el regazo. Debería haber pedido una mesa más resguardada.
—Cuéntamelo.
Paula cogió un palito de pan, lo examinó durante un momento, seguidamente lo lamió lentamente por entero.
—Mmm, qué salado —murmuró.
—Por Dios. Déjalo antes de que reviente la cremallera.
—Ah, entonces tendría que sentarme en tu regazo con mi corto vestido para proteger tu modestia. —Se inclinó hacia delante, mirándole con serenidad—. ¿Estás cómodo?
Él emitió un bufido, sin estar seguro de si ella se sentía de veras tan cachonda o si intentaba distraerle para que no le hiciera preguntas incómodas.
—No. Mi único consuelo es que después voy a ocuparme de que hagas todo lo que acabas de sugerir.
Paula se enderezó de nuevo y mordisqueó un pedazo de pan.
—Hasta entonces, ¿puedo compartir algo contigo?
Y allá iba ella, cambiando de nuevo de personaje.
—¿Se supone que ya soy capaz de pensar? —respondió, dividido entre la diversión y el resentimiento—. Has hecho que toda la sangre abandonara mi cerebro.
—Sigues siendo más listo que el cavernícola común. —Tomó otro bocado—. ¿Qué opinas de los hijos de Kunz?
Su cerebro comenzó a llenarse de nuevo, deshinchando su verga. Todo un profesional en ese instante.
—Eso depende.
—¿De qué?
—De si esto es relativo o no a la apuesta. Apuesta que tú propusiste, por cierto.
Paula le sacó la lengua e hizo un gesto burlesco.
—Pues muy bien. Siempre puedo colarme en su casa y averiguarlo yo sola. —Se recostó y se terminó el panecillo—. O puede que Laura necesite una nueva y mejor amiga. —Sonrió sin humor—. O puede que Daniel…
«¡Maldita sea!»
—¿Qué quieres saber?
—¿Conoces bien a Daniel?
—A Daniel. Mejor que a un simple conocido, no tan bien como a un amigo —respondió.
—¿Qué opinas de él? ¿Cómo es?
Pedro echó un vistazo alrededor, cerciorándose de que ningún otro comensal pudiera escuchar su conversación.
Uno no criticaba a sus colegas en público, sólo delante de compañía selecta que no le atribuyera a uno el rumor.
—Oficialmente, es el vicepresidente de Kunz Manufacturing Company. Extraoficialmente, dudo que haya entrado en la oficina salvo para echar un polvo con la última secretaria de su padre.
—No parece estúpido —comentó, desviando la mirada más allá de él y enderezándose—. No por lo que he visto, en cualquier caso.
No necesitó mirar para saber que el camarero se acercaba con sus bebidas. Paula pidió los fettuccini mientras que él pidió una ensalada con vinagreta. Tan pronto se marchó nuevamente el camarero, Paula empujó la cesta de colines hacia él.
—¿Ensalada de la casa? Espero que tu primer almuerzo fuera más sólido, porque vas a necesitar más energía para más tarde, querido.
Al menos esa mañana Pau no había corrido un peligro mortal en la misión para la que había necesitado llevar ese vestido amarillo tan sexy y sofisticado, o no hubiera estado tan excitada por él. Se preguntó si ella se daba cuenta de lo bien que podía calarla.
—Me las arreglaré —respondió, deseando que pudieran dejar a un lado la comida—, y no, Daniel no es estúpido. Lo que pasa es que es vago para los negocios.
—Todo el dinero procede del esfuerzo de papá, ¿verdad?
—Sí. Pero Charles y él siempre parecieron llevarse bien. Charles podría haberse sentido decepcionado por su falta de ambición, pero Daniel ha ganado algunos trofeos de tenis y regatas. Me parece que eso satisfacía a todos.
—Para haberlo calificado entre conocido y amigo, parece que conoces muy bien su carácter.
Él asintió.
—Soy observador.
—¿Qué me dices de la hija, Laura?
—Laura posee una agencia inmobiliaria —comentó, comenzando a preguntarse si se trataba de simple curiosidad por parte de Paula, o era algo más. Tal y como había dicho, había conseguido gran parte de su fortuna siendo observador—. Es la hija lista. Por lo que puedo decir, Charles parecía adorarla, incluso más que a Daniel.
—Probablemente porque ella se ganaba el dinero. ¿Y qué pasó con la madre?
—Murió de cáncer. Hace unos nueve años, creo.
—¿A quién le afecto más?
Paula no mostró compasión alguna, pero, claro, su madre la había expulsado de su vida cuando tenía cinco años.
—En realidad, lo ignoro. Daniel debía de estar todavía en el instituto. También Laura, o acababa de comenzar la universidad. Por entonces, no los conocía.
—Muy bien. —Los cubitos de hielo repicaron cuando ella meneó su vaso. Miró el refresco con el ceño fruncido—. ¿Alguna vez has estado en su casa?
—¿En Coronado? Una vez, en una fiesta del Cuatro de julio. Lo siento, pero no me fijé en la seguridad.
—No pasa nada. De todos modos, no sé lo que estoy buscando. Tengo los detalles en los planos.
—Así que «sí» se trata de la apuesta.
Paula esbozó una amplia sonrisa.
—Tal vez.
—Mmm, hum. Cambia de tema.
—De acuerdo. ¿Qué tal la mañana?
—Rechacé una oferta de venta de Leedmont y se la devolví a Tomas para que hiciera revisiones, y telefoneé a Sara a Londres para disponer que el resto de la junta directiva de Kingdom Fittings vuelen a Palm Beach a expensas mías.
—Pedro, no tienes que…
Él alzó una mano.
—Si yo no puedo hacerte sugerencias de trabajo, cariño, tampoco tú puedes hacérmelas a mí.
Sus ojos se entrecerraron.
—Hablando de lo cual, hay algo que posiblemente debería contarte.
—Pues cuéntamelo.
—No va a gustarte.
Pedro la miró fijamente.
—Eso nunca te ha impedido…
—¿Quién es ése? —le interrumpió, la mirada fija en algún punto más allá de su hombro.
En cierto modo contento de que el caos de sus diversos negocios le hubiera en parte preparado para la ágil mente de Paula, se movió para echar un fugaz vistazo a su espalda.
—¿Quién?
—El tipo que está con Laurs Kunz.
—¿Cómo sabes que ésa es Laurs? —Que él supiera, Paula nunca le había puesto la vista encima a la hija mayor de Kunz.
Ella le lanzó una mirada furibunda al tiempo que aparecía el camarero con su almuerzo. Mientras éste depositaba los platos sobre la mesa, Paula le tocó la mano y le sonrió.
—¿Podría ayudarme? —dijo con voz cantarina, toda ingenuos ojos verdes y descarada inocencia—. Quería expresarle mis condolencias a Laura Kunz, pero no recuerdo cómo se llama el hombre que está con ella.
El camarero, de hecho, se ruborizó.
—Yo… —Miró por encima del hombro—. Ah. Es Andres Pendleton. —El camarero se inclinó—. Es un acompañante.
—Oh, ¿de veras? —Paula enarcó una ceja—. Muchísimas gracias.
—No hay de qué, señorita Chaves.
Richard engulló su ensalada. Ignoraba por qué, pero había ocasiones, frecuentes ocasiones, en que sentía que de nuevo estaba en el colegio en lo que a Paula se refería.
Ojalá fuera tan simple, ojalá pudiera tatuarse su nombre sobre el corazón y saber que ella no estaba jugando.
Cambiar la naturaleza camaleónica de su carácter podría alterar la esencia de su persona… y no estaba seguro de querer eso.
—¿Ya te sientes mejor? —preguntó, al fin.
—Sin duda. Andres Pendleton no es nada feo.
Mientras simulaba tomar un sorbo de té helado, Pedro lanzó otro vistazo al gentío del restaurante. Alto, de cabello rubio que comenzaba a encanecer y un bronceado a lo George Hamilton, Pendleton poseía el apuesto aspecto atemporal de lo que era exactamente: un acompañante profesional. A ninguna mujer de Palm Beach le agradaba asistir sola a un evento social, de modo que los acompañantes como Pendleton estaban disponibles para realizar tareas de acompañamiento lo mismo de mujeres jóvenes que de cierta edad. Su presencia junto a Laura Kunz era un tanto sorprendente dado que, por lo que Pedro sabía, ella jamás había carecido de compañía, pero tal vez el hombre no era más que un amigo de la familia.
Paula sabía más de lo que admitía, pero aquél no era lugar para explorar tal hecho. Ambos sabían que, en lo concerniente a la apuesta, las cosas no podían continuar con los dos persiguiendo fines opuestos y con ella estirando los límites —o amenazando con hacerlo—, pero él había hecho sus deberes durante los tres últimos meses. Observar y escuchar frecuentemente le acarreaba más de una confrontación. La última vez que él había impuesto sus planes, ella se había marchado hacia el aeropuerto. Con el acuerdo con Kingdom Fittings pendiente, no disponía de tiempo para ir tras ella. «Con miel, Pedro, no con vinagre.»
Ella se detuvo y se llevó un bocado a la boca.
—No es tan guapo como tú, por supuesto.
—Gracias.
Con una risita bebió de su refresco.
—No es más que una aclaración. Y gracias por quedar conmigo para comer.
—Es un placer. —Sí, la miel era sin duda el modo de proceder.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—¿Crees que con el tiempo acabaremos matándonos el uno al otro?
Pedro sonrió de oreja a oreja.
—Probablemente.
Los dos volvieron a encender sus respetivos teléfonos móviles cuando se marcharon del restaurante. El de Paula sonó de inmediato, con el tono «gotas de lluvia» asignado a Sanchez.
—Hola —dijo por costumbre. Mezclarse era la clave, y el que la llamada proviniera del móvil de Sanchez no indicaba necesariamente que fuese él mismo quien llamara.
—Cariño, creo que he encontrado algo que podría interesarte. ¿Podemos encontrarnos en Antigüedades Gressin?
—Me encuentro a unos quince minutos de distancia. —Miró hacia Worth Avenue—. ¿Quién hay en la oficina?
—Un letrero que dice VUELVO EN CINCO MINUTOS —respondió su ex perista—. ¿Vienes?
—Enseguida voy.
Antes de que pudiera dirigirse calle abajo hasta donde había estacionado el Bentley, Pedro la asió del brazo.
—¿Qué ibas a contarme que no me agradaría?
Puede que fuera ella quien poseyera una memoria casi fotográfica, pero tampoco él se olvidaba nunca de nada.
¡Mierda! Tenía que hablarle de Leedmont, pero estaba muy segura de cómo reaccionaría él… y tenía que verse con Sanchez. Con todo, cuando más guardara silencio, peor sería cuando soltara la historia.
—Primero, una cosa. No conozco todos los detalles, pero suceda lo que suceda, tienes que fingir que no sabes nada.
—Eso es un poco vago.
Pau se cruzó de brazos.
—Lo digo en serio, Pedro. Estoy convencida de que no debería contarte nada de esto. Es cuestión de ética. De modo que tienes que prometérmelo.
Aquello no le gustaba; Pau podía verlo en su rostro. A las personas como Pedro no les agradaba que les dieran órdenes. Pero tampoco les gustaba quedarse al margen. Él asintió al cabo de un prolongado momento.
—Continuaré en la ignorancia, digas lo que digas. A menos que ponga en peligro tu integridad o la mía. Lo prometo.
Expulsando el aliento, Paula echó un último vistazo alrededor. No había nadie lo bastante cerca como para imaginarse de lo que estaban hablando, siempre y cuando no comenzaran a vociferar.
—Esta mañana he conseguido un encargo remunerado.
—No me sorprende.
—Gracias —respondió, de corazón—. En realidad, no es mi especialidad, pero el cliente no tenía a quién más recurrir y creo que le están jodiendo.
—De acuerdo.
—El cliente es Juan Leedmont.
Pedro parpadeó.
—El mismo Juan Leedmont con quien pugno por Kingdom Fittings.
—Sí.
—Comprendo. —Sus labios se tensaron, dio un par de pasos calle abajo y luego regresó hasta ella—. ¿Con qué objeto te ha contratado?
Paula sacudió la cabeza. Puede que la ética fuera un asunto complicado, pero ella sabía unas cuantas cosas al respecto.
—Eso queda entre él y yo.
—Pau…
—No, Pedro. Te lo he contado porque hacéis negocios juntos, y no quería que fueras dando palos de ciego. Pero no voy a ponerte al tanto de los detalles.
—Sabes que puedes confiar en que no traicione tus confidencias.
—Sé que puedo. Pero ése no es el tema. Si quieres pelear por esto, de acuerdo, pero preferiría no hacerlo.
—Joder —farfulló—. No espero que cotillees conmigo. Pero tampoco esperaba que tu primer cliente fuera alguien de cuya compañía intento tomar el mando. ¿Y si… ?
Ella le puso una mano sobre los labios.
—Si se presenta algún «y si», pensaré seriamente en hablar contigo.
—De acuerdo. —Con una leve sonrisa le retiró un mechón de pelo detrás de la oreja—. Gracias por contármelo.
—Oye, lo estoy intentando.
¡Vaya! Teniendo en cuenta que había estado previendo una encarnizada discusión, no había ido nada mal. Durante todo ese tiempo él había tratado de inmiscuirse en sus asuntos y ahora era ella quien aterrizaba en mitad de los suyos. Pedro mantenía muy bien el equilibrio. Eso le gustaba a Pau. Tal vez estuviera aprendiendo, después de todo.
El teléfono de Pedro sonó por cuarta vez.
—Es Gonzales —dijo.
—Ésa es mi entrada para salir de escena. Tengo que reunirme con Sanchez.
Él la tomó nuevamente de la mano antes de que pudiera emprender el camino.
—Aguarda un minuto. Hay otra cena de beneficencia mañana. Si vamos, tengo que pedir las invitaciones —dijo, alzando el teléfono—. Tomas.
Mientras Pedroescuchaba al abogado, su mano se apretó alrededor de su muñeca. Ella levantó la vista de su reloj mientras él cerraba el móvil sin siquiera despedirse, su mirada prácticamente la estaba perforando.
—¿Y ahora, qué pasa? —preguntó, soltando su brazo y dando un sutil paso atrás.
—Es Catalina Gonzales. ¿Te acuerdas de Cata?
—Por supuesto. La esposa de Tomas. ¿Se encuentra bien?
—Te vio.
Ella frunció el ceño.
—Entonces debería haberme saludado.
—Conducías el Bentley. En realidad, estabas aparcada junto a la verja de Coronado House.
«¡Mierda!» Casi había olvidado aquella estupidez.
—No deseaba tener que explicártelo —dijo pausadamente, dando otro paso atrás. «Que no te pillen. Que nunca te pillen.» Aquélla era la principal de las tres lecciones sobre latrocinio que le había enseñado su padre.
—¿Qué diablos hacías con Patricia… y en Coronado House? Lo de antes no era sólo curiosidad, ¿no es así? Entraste.
Y ésa era la causa de que prefiriera tanto armonizar como el anonimato. Ahora la conocía demasiada gente.
—De acuerdo. Patricia conoce a Daniel, y yo quería hallar un modo de entrar en la casa que no pareciera del todo falso. Pero no funcionó, porque al parecer papá Kunz me investigó un poco y sus hijos están al corriente del legado Chaves. Me largué y te llamé para ir a comer. Punto y final.
—Así que utilizaste a mi ex esposa para obtener acceso ilegal a la casa.
—No hubo nada ilegal en ello.
—Y me mentiste acerca de que conocías a Daniel y a Laura.
Ella frunció el ceño.
—De acuerdo, mentí. Intento ganar la apuesta.
—Una apuesta que comienzo a lamentar haber aceptado. —Sus ojos azules continuaron fulminándola—. ¿Cómo sabías que Patricia conocía a Daniel?
—Los vi pasear juntos —mintió. El asunto del anillo y todo lo que le rodeaba seguía siendo un secreto entre Patty y ella. Le había dado su palabra al respecto y, con sus evidentes sospechas, no había modo de que confesara haberse colado en una casa, aunque hubiera sido para reponer un objeto en vez de para llevárselo.
—De modo que la llamaste, le pediste que te llevara a Coronado House y ella accedió —dijo con su grave voz tensa debido al sarcasmo.
—Así es. Me parece que sigue intentando formarse una opinión sobre nuestra relación. La tuya y la mía. Buscar pistas y esas cosas. De modo que yo la utilicé a ella y ella me utilizó a mí. Y todos contentos.
—Todos salvo yo, por lo visto. ¿No se te ha ocurrido que preferiría que no te compincharas con mi ex mujer o simplemente no te importa?
—Puede que no sólo se trate de ti —repuso cuando el aparcacoches llegó con el SLR plateado—. Por si no te acuerdas —prosiguió, mientras Pedro se subía al asiento del conductor—, tú no me preguntaste si aprobaba que ayudases a Patty con sus problemillas, pero yo no te monté una pataleta.
Paula le dejó en el SLR y comenzó a bajar la calle en dirección contraria hacia el Bentley. Maldita sea, nadie se le había metido tan dentro como él.
El SLR dio marcha atrás, asomándose a su visión lateral cuando él dobló la esquina, adaptándose a su paso.
—¡Paula!
—Estoy ocupada —espetó, incrementando su paso y sabiendo que ambos seguramente proyectaban la imagen de dos completos chiflados. Pero, maldita sea, había estado haciendo concesiones, tratando al menos de mantenerle al tanto de lo que investigaba, aunque no de cómo lo hacía.
El coche continuó retrocediendo marcha atrás a su lado.
—No voy a dejar de discutir sólo porque tú te alejes —dijo un momento después.
Ella se detuvo, inclinándose por la ventana abierta del pasajero.
—Bien —farfulló, mirándole a los ojos y retrocediendo de nuevo a continuación—. Pero más vale que tengas una buena razón para luchar. Patty no lo es. Te veré luego. Tengo que reunirme con Sanchez.
Paula continuó andando, fingiendo no escuchar mientras subía la ventanilla, cambiaba de marcha y el motor aceleraba cuando Pedro se incorporó de nuevo a la carretera. El coche valía sin duda el medio millón que había pagado por él el mes pasado. Pero de pronto la asaltó la preocupación de que llegara un momento en que Pedro no se molestase en discutir, en que se diera cuenta que cada vez que cedía, en realidad ganaba. O peor aún, en que decidiera que su supuesto estilo de vida no merecía el riesgo que suponía para él o para su compañía.
Pero, por Dios bendito, hasta el momento le encantaba jugar con fuego… siempre y cuando no bajase la vista. En cierto modo, aquello hacía que toda su vida resultara un subidón de adrenalina. Si se mareaba y caía, entonces sería culpa suya.
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