miércoles, 14 de enero de 2015

CAPITULO 88




Paula entró en el pequeño establecimiento de reparación de televisores de Pompano Beach. Una mujer de aspecto preocupado transmitía información del teléfono móvil pegado a su oreja al tipo joven de cabello desaliñado que había sentado en un taburete tras del mostrador. Entre ellos se encontraba un enorme y achaparrado aparato de televisión con los cables y las tripas fuera.


—Eh, Tony —dijo, y el dependiente levantó la vista.


—Julie. Está en la trastienda.


Tras asentir con la cabeza, Paula se adentró por entre el desorden hasta la puerta situada al fondo de la tienda. Tony creía que ella era una drogadicta y que su jefe era su camello, pero a Paula eso no le preocupaba lo más mínimo.


—Bobby. ¿Qué tal te va?


El orondo hombre de cabello ralo, que estaba sentado en una silla que parecía demasiado endeble para su volumen, bajó la revista de ciclismo.


—Julie Samacco —dijo con voz sonora—. Cuánto tiempo sin verte.


Colega. Sentía vergüenza cada vez que escuchaba aquel seudónimo. A Dios gracias que Pedro no tenía conocimiento de él, o se moriría de la risa. Con todo, servía a su propósito y era fácil de recordar.


—He estado fuera de la ciudad —respondió—. Tengo una pregunta para ti. La respuesta vale cien. —Colocó cinco billetes de veinte sobre un televisor cercano.


—Tu pregunta.


Bobby LeBaron era uno de esos peristas de poca monta que compraban candelabros de bronce y tostadores. A juzgar por la diversidad de artículos de elevado valor que habían desaparecido de la propiedad de Kunz, no se había tratado de un ladrón caro contratado por un comprador particular. 


Un rufián callejero no podría haber entrado y salido sin alertar a los moradores de la casa, pero cualquier ladrón con experiencia sí podría. Y Bobby conocía a muchos tipos de ésos.


—¿Sabes algo de un ratero con un montón reciente de pasta en metálico disponible?


—No.


—De acuerdo, ¿qué me dices de rubíes o de un Van Gogh? 


—Ambas cosas estaban muy por encima de sus posibilidades, pero no estaba de más el preguntar.


—No.


—¿Te importaría hacer unas preguntas por ahí para mí? Eso vale otros cien.


Bobby se levantó con un gruñido fruto del esfuerzo.


—¿Sabes qué tipo de establecimiento es éste?


Paula frunció el ceño.


—Sí.


—De reparación de televisores. ¿Sabes lo que eso significa?


—Ilústrame, Bobby.


—Significa que tenemos un montón de televisores. Y que están puestos durante todo el día. Pillamos programas de entrevistas, culebrones, repeticiones de programas de la noche anterior. Cosas de ésas.


A Paula comenzó a erizársele el vello de la nuca.


—Me alegro por ti —respondió, tomando nota del destornillador que había a unos centímetros de su mano izquierda. Siempre había pensado en Bobby LeBaron como en un tipo grosero y un poco pintas, pero, por lo demás, inofensivo. Pero se había equivocado en muy contadas ocasiones, y no iba a hacer caso omiso de la sospecha que trepaba por su espalda.


—Sí, bien por los dos. Sobre todo me gusta Hollywood at Seven. Dan estrenos de películas, como el de la nueva película de Russell Crowe en Londres hace dos meses.


«¡Mierda!» No le importaba que algunos de sus contactos de mayor categoría supieran quién era ella, pero un despojo como Bobby la vendería a la policía. Dios, sólo le conocía porque en ocasiones Sanchez y ella solían volver a las andadas cuando ella era una niña. Claro que la policía sabía dónde vivía en ese momento, y Bobby no tenía más contra ella de lo que tenía la policía. Era el maldito abecé del asunto.


—Así que, ¿no sabes nada porque no te dije mi auténtico nombre o porque en realidad no sabes nada?


Unos ojos castaños la perforaron con una mirada furiosa.


—Mierda. He tenido a la cría de Martin Chaves corriendo mis apuestas, y Sanchez nunca me dijo nada. ¿De verdad te has vuelto honrada?


—Probablemente.


—Es una verdadera lástima. No. No he oído nada de un ladrón con un fajo de pasta ni sobre cuadros que valen millones de pavos. Y si te has reformado, de ahora en adelante concierta una cita como cualquiera de mis clientes.


—Muy bien. —Cuando Paula se dio media vuelta hacia la puerta, cogió ochenta dólares del montón que había dejado—. En ese caso, pagaré las mismas tarifas que el resto de tus clientes. El cartel dice veinte pavos por consulta. Que tengas un buen día.


—Zorra.


Dejó que el hombre se quedara con la última palabra. 


Después de todo, tenía una respuesta y había recuperado ochenta pavos. La vida de cuestionable naturaleza podría resultar costosa y puede que necesitara el dinero para otra cosa.



***


—¿Cuántos trabajos tienes en perspectiva para Chaves Security?


—Uno. —Paula volvió la espalda para que Sanchez pudiera subirle la cremallera del vestido amarillo de Chanel que llevaba puesto. Había bajado la persiana de la ventana de su despacho, no tenía sentido darle un alegrón a Gonzales, pero necesitaba dar la imagen adecuada cuando recogiera a Patty para ir a almorzar.


Sanchez le subió la cremallera.


—¿El de Kunz o uno de verdad donde te pagan?


—Uno de verdad. Y con unos honorarios fijos de diez de los grandes.


—Bien, eso nos costeará la Coca Cola Light. ¿En qué casa? ¿Es uno de los amigos de Alfonso?


Paula vaciló.


—No se trata de una casa, y desde luego no es uno de los amigos de Pedro. Justo lo contrario.


—Está bien. —Dio un paso atrás cuando se dio la vuelta—. Que soy yo, Pau. El tipo que te dijo que el ratoncito Pérez era una farsa.


Los labios de Paula se contrajeron en una amplia y efímera sonrisa. Esa sí que había sido una conversación interesante.


—No es culpa mía que creyera que se trataba de un ladrón.


—¿Y quién no? —respondió—. Aclarado eso, puedes decirme qué sucede. Sé que sigues trabajando en el caso Kunz.


—Ah, ¿piensas que este nuevo cliente es una invención mía? —Meneó los dedos delante de él—. Uuuuuhhh, es invisible.


—Mientras que su dinero no sea invisible. Alguien tiene que pagar por tus servicios.


—Eso ya lo sé. Y lo hará. Pero esto es algo bastante… raro, así que voy a hablar primero con Pedro.


El la miró.


—Pero no conmigo.


—El cliente no es tu rival en los negocios. Intento ser buena, Sanchez, pero soy novata en ello.


—Y hasta ahora esto parece mucho más divertido que ganar un millón de pavos por dos días de trabajo en Venecia.


Ella cerró los ojos durante un segundo. Acabaría partida en dos, con Sanchez y Pedro tirando de ella en direcciones opuestas.


—Tal vez no sea más divertido, pero intento adquirir cierto gusto por hacer lo correcto, ¿vale?


Sanchez respiró hondo.


—De acuerdo. ¿Hay algo nuevo sobre el cliente muerto que no paga?


—Sigo intentando descubrir qué sucedió. ¿Y si fuera relevante el hecho de que muriera justo después de contratarme por cuestiones de seguridad?


—Puede que así fuera, pero eso no hace que sea culpa tuya… ni que sea problema tuyo. Tu verdadero problema es el alquiler de doce mil dólares que tienes que pagar todos los meses, y parece que tienes dificultades con eso. Claro que también parece que intentas hacerlo todo tú sola y que estás exagerando un poco.


—Los negocios son una mierda.


—Pau…


—De acuerdo, está bien. No quería decir eso. Todavía no, en cualquier caso. Dame un par de días. Entonces pondremos algunos anuncios en los periódicos y en la radio y comenzaremos a actuar como una empresa de verdad.


—Trato hecho. Por ahora. Revisaré las llamadas respondidas. Y, oye, ¿cuántos cuadros crees que necesitamos para decorar esto?


Pau dudó.


—Depende. ¿De dónde provienen los cuadros?


—Del mismo lugar que los muebles. Yo me ocuparé de ello.


—¿Otra vez alquiler por seis meses?


Sanchez esbozó una amplia sonrisa.


—Todavía no lo sé.


Paula metió la mano en su bolso, asegurándose de que tenía un par de clips y algo de cable de cobre además de las llaves. Las herramientas del oficio… de su oficio, en cualquier caso. En una ocasión Pedro la había acusado de intentar ser MacGyver, pero ¡qué demonios!, Mac podía construir un avión con simplemente unos clips. Ella tan sólo podía abrir puertas con ellos.


—¿No vas a decirme adonde vas tan peripuesta?


Alguien debía saberlo, por si las moscas.


—Voy a almorzar con Patricia. Va a llevarme a casa de Kunz.


Sanchez se detuvo en seco.


—¿Que vas a hacer qué?


—Ella conoce al hijo. Daniel. Dije que iría a ayudar a distribuir mesas y con la decoración para el velatorio.


—Ay, por Dios bendito —dijo en voz baja, agarrándola del brazo—. Tan sólo recuerda dos cosas, Paula Chaves.



—Una: puedes acercarte todo lo que quieras a esta gente, pero no se te ocurra olvidar que has robado a la mitad de ellos. No son tus amigos. Son tus víctimas.


—Clientes —le corrigió—. Ahora son mis clientes. Posibles clientes, en cualquier caso. ¿Cuál es la segunda?


—Número dos: sea cual sea mi opinión acerca de que finjas echar raíces con Pedro Alfonso, él no es bueno para ti. Es una mala idea que vayas por ahí con su ex. Muy mala idea.
Ella no estaba tan segura de estar fingiendo nada.


—Estoy recabando información sobre Kunz. Eso es todo.


—Claro que sí.


«Claro que lo era.»


Patricia estaba esperando a un lado del área de acceso porticada del Breakers. Se había puesto un bonito vestido en tonos pastel verde y amarillo con cuentas metálicas en torno a la cintura y al bajo. Debía ser un Donna Karan o un Marc Jacobs. Paulaa contuvo la sonrisa cuando desconectó el seguro de la puerta del pasajero. Previamente se había cerciorado de saber qué diseñadores estaban más en boga porque tenía que mezclarse con víctimas que gastaban gran parte de sus ingresos en ir a la moda. Ahora, teniendo a Pedro como pareja, se había convertido en miembro de la élite de la moda.


Patricia llevaba, además, un ondulante pañuelo blanco sobre el pelo y se había colocado un par de gafas de sol. 


Resultaba evidente que no quería que nadie la reconociera y se percatara de con quién se paseaba por la ciudad.


—Bonito pañuelo —dijo Paula mientras abandonaba la entrada y ponía rumbo a North Ocean Boulevard.


—Fue un regalo —dijo Patricia con hosquedad.


—¿De Daniel?


—Eso no es asunto tuyo.


Paula sonrió de nuevo.


—Únicamente intentaba entablar una conversación. Las gafas de sol descendieron durante un instante mientras unos ojos azules la miraban fijamente por encima de ellas.


—No me gustas.


—Tampoco yo soy tu mayor admiradora, Patty. Lo que le hiciste a Pedro fue…


—No fue peor que lo que él me hizo a mí.


—¿De qué narices me estás hablando?


—Me ignoró. Ah, cuando le era conveniente o necesitaba una acompañante me llevaba a cenar, a comer, o a fiestas, pero eso era todo. El resto del tiempo lo pasaba que si en una reunión en Tokio, que si en una firma de contrato en Milán… La mitad del tiempo no sabía dónde estaba. Y después de un tiempo dejó de importarme.


—Me dijo que no te gustaba viajar.


—Existe una diferencia entre viajar y lo que él hacía. ¿A quién le agrada volar hasta Tokio para que la dejen tres días metida en un hotel? Me harté después de pasar los tres primeros meses en un avión sin saber siquiera dónde aterrizaríamos. Ya lo entenderás.


Paula miró de reojo a la pasajera. Pedro se había esforzado por estar junto a ella tanto como le era posible, pero todo aquello era demasiado precioso y nuevo como para utilizarlo a fin de presumir delante de Patty. Y, en cualquier caso, no tenía ninguna garantía de que la ex no estuviera describiendo su propio futuro. Pero ella se habría marchado muchísimo antes de estar tan desesperada como Patty.


—Eh, yo sólo me quedo porque tiene dos cocineros personales —dijo, en cambio.


Patricia agitó la mano con desdén.


—Cualquiera puede tener un cocinero personal —respondió—. Ricardo y yo teníamos uno. Tuve que despedirlo cuando Ricardo fue arrestado. Malditos honorarios legales. Ahora sólo tengo una mujer que viene a cocinar y a limpiar.


—Así que todavía tienes la casa de Londres —dijo Paula, subiendo hacia las verjas de hierro forjado de la propiedad de Kunz. Cononado House tenía algunos acres y unos cuantos miles de metros cuadrados menos que Solano Dorado, pero eso pasaba con casi todas las propiedades que no eran Mar–a–Lago de Donald Trump.


—Mi abogado la pondrá en el mercado el día menos pensado. Por desgracia, los abogados de Ricardo ya han antepuesto un embargo preventivo.


—¿Más honorarios legales? —Bajando la ventanilla, Pau presionó el interfono.


—Para cuando hayan concluido el juicio y las apelaciones, estaré en la absoluta pobreza. Ricardo es muy egoísta al hacerme esto. Podría haber admitido todo e ido a prisión. Entonces me habría quedado algo al menos a mí.


—¿Quién llama? —dijo la voz del interfono.


Más valía no confundir a nadie hasta estar dentro, decidió Pau.


—Patricia Alfonso–Wallis, para ver a Daniel.


—¿Y quién eres tú? —exigió la voz.


—Ah, por el amor de Dios —farfulló Patricia, inclinándose sobre Paula—. Es una amiga. No pienso quedarme aquí fuera para que me interroguen.


La verja se abrió.


—Qué bonito —la halagó Paula.


—No tiene nada que ver contigo —replicó Patricia—. No es correcto que la vean a una esperando aquí fuera.


Coronado House contaba con tan sólo dos plantas, y la expansión del edificio no era tan pronunciada como en Solano Dorado. La arquitectura de ambas pertenecía al mismo estilo mediterráneo, al igual que la mayoría de las grandes propiedades de Palm Beach; por aquellos lares prácticamente se adoraba al arquitecto Alfonso Mizner como si de un Dios se tratase. Todo cuanto era digno de tener en cuenta debía estar construido a semejanza de sus gustos.


Había visto los planos, pero éstos no describían la decoración. Sorprendentemente, el tributo de Coronado House al antiguo estilo español concluyó en cuanto un mayordomo, de semblante severo con un crespón negro alrededor del brazo, les hizo entrar en el vestíbulo. El vestíbulo era, más bien, un atrio, una bóveda de acero y cristal en forma de telaraña que se abría a la luz del cielo de Florida. Plantas tropicales pendían de la telaraña en cestas de alambre, mientras que enormes palmeras suavizaban las líneas de la escalera y las entradas en forma de arcos sin puerta que comunicaban con otras dependencias de la casa. Mientras que en la casa de Pedro todo reflejaba una antigüedad y sofisticación atemporal, Coronado hablaba de naturaleza manipulada.


—Es bonito —dijo Paula, moviéndose lentamente en círculo, sin sorprenderse de preferir el control sutil y el sentido de la elegancia de Pedro.


—Mmm —murmuró Patricia—. Siempre tuve la sensación de necesitar un aerosol antibichos.


—¿Siempre? —repitió Pau—. ¿Cuántas veces has estado aquí?


—Patricia —dijo una voz de mujer por encima de ellas. Pau se dio la vuelta para ver como una esbelta morena, vestida con unos holgados pantalones negros de Versace ajustados a las caderas y una camisa blanca, bajaba la curvada escalera con elegancia. Ahora que conocía el rostro de Daniel, fue sencillo reconocer a otro Kunz de edad similar. 


La mujer debía de ser Laura, la hija. La difunta esposa de Kunz debió de ser Miss América para superar la falta de estatura y protuberantes apéndices de su esposo en su descendencia.


—Muchas gracias por venir a ayudarme con esto —prosiguió Laura mientras descendía—. Todo es tan… abrumador. Es evidente que a quienquiera que se le ocurriera la idea de dar una fiesta cuando alguien muere no tuvo que hacerlo él mismo.


—Celebro poder ayudar —dijo Patricia cariñosamente, adelantándose a saludar a Laura y darle dos falsos besos en las mejillas al pie de las escaleras.


—Con todos los eventos ya programados para la temporada, ha sido casi imposible contratar un servicio de catering. —Laura devolvió los besos y luego se colocó de cara a Paula—. Tú eres Paula Chaves—dijo.


—Patricia dijo que podrías necesitar algo de ayuda —declaró Pau, sin acercarse ni ofrecerle la mano o las mejillas. «¡Vaya!» Reconocía la hostilidad cuando la veía.


—¿Estás segura de que no has venido para robar algo?


Las alarmas comenzaron a dispararse en la cabeza de Paula.


—Perdón, ¿cómo dices? —respondió, decidiéndose por un tono de desdeñosa incredulidad y declinando señalar que, a juzgar por sus observaciones, era más plausible que el velatorio de Kunz fuera el blanco de hastiadas damas de sociedad que de ella. Se negó a continuar sorprendiéndose por el número de personas que conocían su identidad secreta.


—Ignoro por qué quería contratarla mi padre —prosiguió Laura, describiendo un lento círculo en torno a Paula—, pero encontré el expediente que estaba preparando sobre ti.


—¿Un expediente? —dijo Patricia, volviendo a la vida—. ¿Qué tipo de expediente?


—Recortes de periódicos de sus apariciones con tu ex marido, unos pocos artículos de archivo de Internet sobre su padre… murió en prisión, ¿no lo sabías? Y algunas notas sobre robos cuya autoría mi padre creía probablemente suya.


«Genial. Una emboscada.»


—Pensar es fácil —respondió Paula—. Demostrarlo es complicado. Mi padre hizo algunas cosas malas. Pagó por ellas —y por algunas de las suyas—. Pero no somos en absoluto como nuestros padres, ¿verdad, Laura?


—No sabía que ibas a traer a una amiga, Patricia —dijo la suave voz de Daniel desde la entrada de la izquierda.


Se había puesto unos vaqueros y un polo holgado, la quintaesencia del niño de papá y holgazán de playa Florida con sus chanclas negras. Su mirada, al igual que esa mañana, más centrada en Paula que en Patricia.


—Ah, no es una amiga —dijo Patricia, pasando por al lado de Paula para llegar hasta Daniel—. No conoce a nadie en Palm Beach y me compadecí de ella.


Aquello se ponía cada vez más interesante. Por mucho que Paula quisiera ver el resto de la casa, la información que estaba obteniendo justo allí, en el vestíbulo, era probablemente más útil que la visita. Ya conocía la distribución por los planos.


Pero la hostilidad comenzaba a interferir con la tarea que la ocupaba. Tenía que analizar todo aquello, pero no mientras esas personas intentaban acusarla de cosas.


—Conozco algunas personas en Palm Beach —remarcó, fijando su atención en Daniel. Supuso que era el instinto lo que siempre la llevaba a buscar una grieta, un punto débil, un modo de conseguir lo que deseaba. Y tenía la sensación de que era más probable que lo obtuviera de él que de Laura—. Únicamente estoy aquí porque me agradaba tu padre. Que tengas suerte en encontrar el catering.


No deseando que regresara el mayordomo y le abriera la puerta, se encaminó de nuevo hacia el pasillo de entrada donde estaba el Bentley. No le preocupaba Patricia; la mujer, a pesar de su manifiesta ineptitud en algunos aspectos, tenía un verdadero don para conseguir lo que deseaba. Con una excepción.


Una vez que estuvo de nuevo en la calle, Pau sacó su móvil y llamó a Pedro por marcación rápida. Su padre le había enseñado que la persona en que debía pensar y preocuparse ante todo era ella misma. Eso había cambiado durante los últimos meses, y esa debilidad seguramente era el motivo principal por el que había decidido retirarse de la vida del crimen. Enfadada o no con él, frustrada por el modo en que continuaba intentando manipular su vida y convertirla en lo que él deseaba, la imagen de Pedro era la primera que le venía a la mente por la mañana y la última que invocaba cada noche. Y si algo le conocía, era probable que para entonces hubiera descubierto algunas pistas por sí mismo.


—Estaba pensando en ti —llegó su voz, sin preámbulos.


Ella sonrió.


—¿De veras? ¿Qué he hecho esta vez?


—Nada. Decidí tomarme una Coca Cola Light.


Paula se echó a reír.


—Genial. Me asocias con una bebida sin alcohol.


—Es algo así como tu rúbrica, ¿no te parece?


—Supongo que podría ser peor.


El guardó silencio durante un momento.


—¿Qué sucede?


Dios, Pedro siempre lo sabía. Pero podía utilizar aquello en beneficio propio.


—No demasiado. Se ha cancelado mi cita para comer.


—Pues es una suerte que estuviese a punto de salir para comer en el café L'Europe a comer.


—Ah, ¿sí, verdad? ¿La Coca Cola era sólo para abrir el apetito?


—Tenía sed. ¿Estás lo bastante cerca para reunirte conmigo?


—Claro. ¿En veinte minutos?


—Te veo allí.


Parafraseando a Sherlock Holmes: algo sucedía. El cosquilleo de su sentido arácnido le decía que no había nada ordinario ni accidental en la muerte de Charles Kunz. Como mínimo, algunas de las respuestas seguían estando en Coronado House. A menos que estuviera equivocada, ya había visto algunas de las pistas. Y tal vez Pedro tuviera algunas más para ella, si se lo pedía del modo adecuado.




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