jueves, 8 de enero de 2015
CAPITULO 72
—En serio estás preparada para gastar diez de los grandes en mobiliario de oficina —dijo Sanchez por cuarta vez con la mirada fija en la carretera.
Paula iba acomodada a su lado, los hombros combados, los pies en alto sobre el salpicadero mientras conformaba un anuncio para recepcionista.
—Somos ostentosos, ¿recuerdas? —respondió, echándole un vistazo—. Me he pasado la mayor parte de mi vida codeándome con objetivos ricos, Sanchez. Confía en mí, sé lo que esperan, y sé cómo hacer que se sientan cómodos. ¿Te parece bien que utilice tu número de fax hasta que instalen uno en la oficina?
—Claro. Pero ¿no te parece gracioso que si dejases de gastar tu fondo de jubilación de Milán para hacer que todos crean que eres rica, serías rica? Puedes codearte con ellos sin fingir, nena.
—No finjo. Estoy creando un… ambiente. Es bueno para el negocio.
—De acuerdo. Si antes no me da un infarto. —Ella se echó a reír—. Y pensar que creíamos que el robo era peligroso.
—Sanchez se rió por lo bajo—. Tu padre se cabrearía contigo, gastar tu dinero para hacerte honrada.
—Lo sé. —Paula se encogió de hombros, tachando una frase—. Yo no soy Martin.
—Ya lo veo. Dame un par de días para investigar estilos de mobiliario de oficina y toda esa mierda.
—¿Con Kim para que te aconseje?
Sanchez sonrió ampliamente.
—Ésa es una buena idea, cariño.
—De acuerdo. Yo puedo dedicarme a conseguir clientes y tú puedes darme un par de ideas sobre mobiliario.
—Por mí, perfecto. Sigue sin ser tan divertido como estar en Venecia, pero… Oh, oh.
—¿Qué? —Levantó la vista y se encontró mirando calle abajo hacia su casa. Pau se enderezó. Había un elegante Jaguar verde, que parecía completamente fuera de lugar en el viejo y degradado barrio, aparcado junto al bordillo. No se veía al conductor, pero naturalmente Pau sabía a quién pertenecía. Se había dado prisa. Mucha prisa.
—¿Quieres que dé media vuelta? —preguntó Sanchez, dubitativo.
—No. De todos modos, seguramente haya oído venir tu camioneta desde hace kilómetro y medio.
Doblaron en el camino de entrada. Sanchez se hizo el remolón, pero no podía culparle. Pedro y ella habían discutido antes, pero esta vez no era por una cosa o por un incidente; era por ellos mismos.
La puerta principal no estaba cerrada con llave, y la abrió de un empujón después de tomar aliento. Tenía preparada una réplica cortante, pero cuando lo vio sentado a la anodina mesa de fórmica de la cocina, bebiendo limonada de uno de los vasos con palmeras de Sanchez, cambió de idea.
Tampoco se molestó en expresar con palabras lo… satisfecha que le hacía sentir el verle, o cómo el corazón le latía velozmente cuando sus miradas se cruzaron.
—¿Cuánto llevas aquí? —preguntó.
Sus ojos azul cobalto miraron fugazmente hacia la pared y al reloj colgado con forma de gato y ojos movedizos de Sanchez.
—¿En Florida? Casi dos horas. En casa de Walter, unos diez minutos.
—Me has roto la cerradura —dijo Sanchez desde la entrada.
—Te compraré una nueva —respondió Pedro, poniéndose en pie—. Me tomé la libertad de meter tu mochila en el coche.
Ella frunció el ceño.
—No puedes…
Él alzó una mano.
—Me debes una puerta de garaje y cuatro neumáticos. Aunque consideraré que estamos en paz si vuelves a Solano Dorado conmigo.
—¿Soborno?
—Una transacción de negocios. Y, además, me gustaría gritarte, y detestaría tener que hacerlo aquí, delante de Walter.
—Tampoco a mí me gustaría eso —medió Sanchez, entrando en la cocina con un fajo de muestras de pintura que habían recopilado.
—De acuerdo —farfulló, no queriendo que Pedro pensara que necesitaba a Sanchez como refuerzo—. Pero no esperes que me disculpe por lo de la puerta o los neumáticos. Ni por nada.
—Negociaremos —respondió, sacando un trozo de papel del bolsillo interior de su chaqueta—. Llegó esto para ti.
—¿Has leído mi correspondencia?
—Estaba en el fax de mi despacho en Solano Dorado.
—Pero lo has leído.
—Llegó a mi número de fax, cariño.
A Pau seguía sin gustarle lo más mínimo. Llevaba media hora en la ciudad y, a pesar de saber que ella quería que desistiera, no podía resistirse a fisgar. En silencio añadió aquello a su lista de agravios. Cogió el fax, le dio a Sanchez un beso en la mejilla de camino a la puerta de la casa.
—Te veré por la mañana.
—¿En la oficina?
—Claro.
Aquello sonaba genial, tener en efecto una oficina donde poder reunirse con la gente. Con anterioridad había sido en la mesa de su cocina, en oscuros restaurantes o mediante llamadas imposibles de rastrear.
—¿Así que te gustó la oficina que encontró Walter? —preguntó Pedro, alcanzándola en la acera.
—Sí. —Silencio—. La alquilamos hace media hora.
El abrió la puerta del acompañante del Jaguar y le ofreció la mano para ayudarla a subir. Pero Pau eludió sus dedos al instalarse en el asiento de cuero. Tocarle era importante y a él le gustaba el contacto físico entre ellos.
—¿Podría verla?
—Probablemente no.
—Mmm. —Se sentó al volante y en un instante bajaron la calle a toda velocidad—. Cuando necesité ayuda para resolver un robo, te recluté.
—No, yo te recluté a ti.
—Sí, tal vez, pero yo accedí a ello. El robo es tu campo de conocimiento. Los negocios son el mío. ¿Por qué no dejas que te ayude?
—Pedro, déjalo, o la próxima vez que haga una escapada no podrás encontrarme.
La miró brevemente antes de centrar de nuevo la atención en la carretera.
—No. Míralo del modo en que lo hago yo, Paula. Es evidente que esto es importante para ti. Si me excluyes, entonces me he perdido mucho de ti.
—¿Estás celoso de que tenga un trabajo? —preguntó con incredulidad.
—Estoy celoso de que trates de excluirme de esta parte de tu vida, la parte que se emociona al intentar algo nuevo y mirar al futuro.
Bueno, no había esperado tal explicación. Y hacía que sus argumentos parecieran egoístas, aunque era probable que ésa hubiera sido su intención. Él sabía cómo elaborar una oferta tentadora, después de todo. Dios, así era como se ganaba la vida. Pero no era ella quien había estado torpedeando su último trato.
—Suena bien, ingenioso, pero dije que no.
—Ya lo entendí. Inutilizaste mi coche para que no pudiera seguirte, por si no te acuerdas.
—No intento excluirte de saber lo que sucede conmigo, Pedro, pero no quiero que te ocupes de esto por mí. No sé por qué no lo entiendes.
—Intenta explicármelo en vez de limitarte a decirme que me aparte.
Ella suspiró.
——De acuerdo. He… Todo lo que intento se me da bien, ¿sabes?
Para su sorpresa, Pedro soltó una risita.
—Ya me he dado cuenta.
—Pero nunca he intentado esto. Y si tú haces el trabajo, entonces ya no es mío, y no significará nada. No querrá decir que lo he conseguido. —Hundió el dedo pulgar en su muslo—. ¿Tiene sentido?
Condujeron en silencio durante un momento.
—Sí. Más de lo que quisiera reconocer.
—Ya era hora, joder.
—¿Podría al menos recomendarte clientes?
—Siempre que no des por sentado que voy a lanzarme a por cada hueso. Yo también conozco gente de postín, pero sobre todo porque les he robado.
—Bien, y Dios mío, echa un vistazo a tu fax.
Pau casi lo había olvidado. Hurgó en su bolso, sacó la hoja de papel y la desplegó.
—Charles Kunz. Es un fabricante, ¿no?
—De plásticos. Su hijo Daniel y yo jugamos juntos al polo. El padre es un poco… mordaz, pero… —Se detuvo, lanzándole una mirada—. No les has robado nada, ¿verdad?
—No. —Pau esbozó una sonrisa forzada—. Ésa es una pregunta que voy a escuchar muy a menudo, ¿no?
—Probablemente. ¿Me lo dirías si realmente hubieras allanado su casa?
«Probablemente no.»
—Tal vez.
—Es lo mismo, quiere concertar una cita contigo.
Ella se animó.
—¿Ves? Ni siquiera llevo veinticuatro horas en la ciudad y ya consigo clientes.
—Puedes utilizar mi despacho de Solano Dorado, si quieres.
Tanto si estaba mostrándose generoso como si no, a Pau no le agradaba.
—No vuelvas a cabrearme. Me haré con unas sillas plegables y me reuniré mañana con él en mi despacho.
Debería resultar suficiente, si Sanchez finge ser el recepcionista.
—Dudo que Sanchez y unas sillas plegables impresionen a Charles Kunz.
Le sacó la lengua.
—A juzgar por el fax, sabe que estoy instalándome —respondió, ojeando de nuevo la hoja—. Y pondré un anuncio para buscar ayudante de oficina en el periódico de mañana o de pasado mañana.
CAPITULO 71
Palm Beach, Florida Jueves, 4:47 p.m.
Paula forzó la cerradura de la pequeña y anodina casa a las afueras de Palm Beach y se coló dentro. Sentado a la mesa de fórmica de la cocina y removiendo una ensalada se encontraba un hombre de reluciente cabeza y piel oscura. Una hamburguesa todavía envuelta en su papel amarillo llenaba el plato que se encontraba un asiento más allá.
—Ya era hora de que llegaras, cielo —dijo Sanchez, luciendo una amplia sonrisa en su redonda cara—. Tu hamburguesa con queso con doble ración de tomate y sin cebolla se está enfriando.
—Intentaba darte una sorpresa —respondió, abalanzándose sobre él para darle un beso en la mejilla antes de lanzar la mochila al rincón y sentarse pesadamente en la silla desocupada—. ¿Cómo sabías que llegaría a tiempo para la cena?
—Revisé el contestador automático —dijo, señalando la encimera con el codo.
Ella dejó escapar un suspiro, fingiendo no sentirse aliviada porque Pedro siguiera interesado.
—¿Cuántos mensajes ha dejado?
—Tres. Respondí al primero y luego caí en la cuenta. Le tienes muy cabreado, cielo.
—Bueno, es mutuo. —«En fin, más o menos.» De hecho casi quería patearle hasta que se disculpara por ser un gilipollas y aceptara, con la mano sobre una pila de Biblias, desistir y dejarla emprender su nuevo experimento sin interferencias por su parte.
—Entonces, ¿habéis terminado?
Cuánto le encantaría aquello a Sanchez; no aprobaba su relación con uno de los tipos más prominentes y ricos del planeta más de lo que a Pedro le agradaba su amistad y confianza en un profesional de la «reubicación» de adquisiciones. Pau exhaló, procurando hacer caso omiso del modo en que se le encogía el pecho al pensar en no volver a ver a Alfonso de nuevo.
—No tengo ni repajolera idea. —Desenvolvió la hamburguesa y se puso con ella—. Se estaba interponiendo en mi camino. Y te echaba de menos.
—Yo también te echaba de menos. —Sanchez la miró durante largo rato por encima del tenedor lleno de lechuga y queso rallado, recubierto con aliño italiano bajo en calorías—. ¿Estás segura de que quieres ser honrada? Porque tengo una pedazo de oferta de Créese: un millón por una noche de trabajo en Ven…
—Cierra el pico —le interrumpió—. No me tientes.
—Pero…
—En mi último encargo, Sanchez, acabaron asesinadas tres personas. Me parece que es una señal.
—Nada de eso fue culpa tuya. Hubiera sido peor de no estar tú allí. —Y también Alfonso se hubiera convertido en un fiambre.
Aquello todavía le afectaba.
—Puede. Pero comienzo a sentirme menos como Cary Grant en Atrapa a un ladrón y más como Bruce Willis en La jungla de cristal. —Se encogió de hombros—. No es divertido tener que estar atento a la caída de partes corporales.
—¿Y qué? —la instó—. Has llevado a cabo un montón de trabajos en los que nadie se ha roto ni siquiera una uña. Además, se puede aguantar mucha mierda por un millón.
Se trata de un Miguel Ángel perdido, Pau. Se llama La Trinidad.
—Joder, Sanchez, te he dicho que no me lo cuentes. —«Miguel Ángel.» ¡Mierda! Le encantaba Miguel Ángel—. No voy a hacerlo. Me he retirado.
—Claro, porque él lo dice.
—¿Es que todos los hombres estáis sordos? ¿Es que no me estabas escuchando?
—Sí. Y, además, oigo muy bien.
—Estupendo. Pues escucha esto: ¡He dicho que no!
—De acuerdo, está bien, pero no pienso deshacerme de mi archivo de datos. —Sanchez masticó otro bocado de ensalada—. Por si las moscas.
—Puede que sea una buena idea —reconoció—. ¿También se debe a eso que continúes viviendo en esta mierda de casa? ¿Sólo por si las moscas?
El se rió por lo bajo.
—Decir que uno está retirado y creer estarlo son dos cosas diferentes. Y llevo tanto tiempo pasado desapercibido que no estoy seguro de poder hacer algo distinto. No te imaginas los sudores que me han entrado esta mañana cuando caí en la cuenta de que le habías dado mi maldito número de teléfono a Alfonso.
Paula hizo una mueca.
—También tu dirección.
—¿Qué?
—Bueno, a veces es una mosca cojonera, pero quería que pudiera ponerse en contacto contigo si algo me ocurría. Recuerda que pasé mis primeras dos semanas en Inglaterra en el hospital con una conmoción cerebral.
Sanchez le lanzó una mirada indignada.
—Me parece que aún tienes una conmoción.
Ella se aclaró la garganta. Era el momento de cambiar de tema.
—¿Cuándo puedo ver la oficina?
—Como imaginaba que estabas de camino —respondió, echando un nuevo vistazo al teléfono—, concerté una visita para dentro de media hora. Está justo en Worth Avenue, al otro lado de la calle donde se encuentran las oficinas del tal Gonzales.
Pau sonrió.
—¿De verdad? ¿Puedo tener un despacho frente al de Tomas Gonzales? Le va a sentar fatal. —Fuera éste o no amigo íntimo de Pedro, Paula no creía poder estar jamás al mismo nivel de un abogado, sobre todo de uno que era igual que un niño escultista. Aunque hacer rabiar a Gonzales… eso podía ser divertido.
—Me parece que el propósito es que querías que encontrara algo ostentoso.
—Únicamente las personas ostentosas pueden permitirse mis servicios. Nuestros servicios.
—Cierto —frunció el ceño—. Es tu trabajo, cielo. Yo ayudaré con el papeleo.
—No parece muy comprometido.
—No lo estoy. Me estás arrastrando por la fuerza a ello, ¿no te parece?
—Sí. No puedo estar contigo si continúas redistribuyendo. Y me gusta pasar tiempo contigo.
Dejando su tenedor, Sanchez le tomó la mano con su manaza.
—Eres mi niña, nena. Te he cuidado desde que tenías cinco años, cada vez que tu padre salía en busca de trabajo. Sólo espero que pienses con cuidado lo que esto significa.
—Significa que seré honrada y que no tendré que seguir volviendo la vista para ver si alguien de la Interpol ha encontrado una huella.
—No sólo eso. Todo el asunto de no llamar la atención. Te estás preparando para publicitar la dirección de una oficina. Eso conlleva que la policía de todo el mundo sepa dónde encontrarte. Y también cualquiera con quien y para quien trabajes. Y a todos les preocupará que seas mejor que ellos, o que si se cruzan con Paula Chaves, ella podría entregar evidencias sobre ellos a las autoridades.
Ya había pensado en eso, y le preocupaba inmensamente.
Con todo, era su decisión, y no iba a permitir que un puñado de ladrones, compradores de primera fila y de policías deseosos de realizar arrestos, o algún estúpido paparazzi, dirigieran su vida.
—Me gusta la presión, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo. También recuerdo que estás chiflada.
—Sí. Gracias por seguir conmigo, Sanchez.
—También te seguiría si decidieras pasar el fin de semana en Venecia, robando un Miguel Ángel.
Estaba tentada de hacerlo, maldita sea.
—Si fuera alcohólica, ¿me ofrecerías una birra?
—¿Vale esa birra un millón de pavos?
—Corta el rollo, tío.
Fueron a Worth Avenue tan pronto como terminaron de comer. Pau no pudo evitar reparar en que a su furgoneta roja, una Chevy del 93, no le vendría mal una mano de pintura y una puesta a punto, pero se guardó sus observaciones para sí misma. Después de todo, ella tenía un bonito Bentley Continental GT azul aparcado en el garaje con las dimensiones de un estadio de fútbol de la enorme propiedad de Pedro a tan sólo tres kilómetros y pico de distancia. Sanchez no estaba al corriente de que Pedro le había regalado el coche, porque sabía exactamente lo que su antiguo perista tendría que alegar sobre aquel regalo en particular. Y eso que él pensaba que Pau había estado coqueteando con el peligro antes. ¡Ja!
El edificio de Tomas Gonzales —o dicho con más propiedad, la ubicación de la sede del bufete de abogados de Gonzales, Rhodes & Chritchenson— era todo de reluciente cristal reflectante. Abarcaban asuntos corporativos, bienes inmuebles, asuntos privados y defensa criminal todos en una única, súper eficiente y súper costosa ubicación. El otro edificio menos llamativo que se encontraba al otro lado de la calle tenía dos pisos menos, pero poseía las mismas líneas de cristal y cromo.
—¿Qué piso es? —preguntó mientras aparcaban en la estructura de dos pisos junto al edificio.
—El tercero. Toda la esquina noroeste.
—Genial. —Alzando por un momento la vista hacia el edificio, trató de imaginarse no sólo con una dirección, sino con un lugar de trabajo.
—No es barato, nena. ¿Estás preparada para emplear tus fondos de jubilación de Milán en alquilar un despacho?
—Dios, ¿cuánto cuesta? —respondió dubitativa. Su fondo de jubilación de Milán, tal como Sanchez y ella lo denominaban, no era moco de pavo, pero claro, siempre había tenido planes de retirarse algún día y de emplearlo para mantenerse con sumo desahogo durante el resto de su vida. Su jubilación había llegado pronto, y aunque todavía podría permitirse económicamente Milán, si la cagaba en el mundo de los negocios, alteraría sus planes por los de retirarse en una casita en Fort Lauderdale.
—Dejaré que la agente inmobiliaria te dé las cifras. Se llama Kim.
El vestíbulo contaba con un conserje, un par de ascensores y un suelo de mármol que simulaba el color y el dibujo de la arena de la playa. Dios, tenía mucha clase… que era, precisamente, lo que le había pedido a Sanchez que buscara. Se apearon en la tercera planta, que estaba cubierta por una alfombra color marfil con motas marrones y verdes. Una serie de cuadros con motivos de estanques y jardines adornaban el camino que conducía al pasillo norte.
—Monet —advirtió de modo automático—. Grabados, pero los marcos son bonitos.
—Si fueran auténticos, te pagaría para que los sustrajeras.
Una puerta al fondo del pasillo se abrió.
—Cierra el pico —farfulló Pau, adoptando una sonrisa y colocándose el bolso Gucci bajo el brazo izquierdo cuando se aproximó una morena menuda con el pelo salpicado de gris, ataviada con una de esas ubicuas faldas de traje azul de Neiman Marcus—. Tú debes de ser Kim. Soy Paula. Gracias por reunirte con nosotros tan tarde.
La agente le dedicó una sonrisa segura de sí misma y un firme apretón de manos.
—Walter y yo hemos echado un vistazo a diecisiete oficinas distintas en esta área. Me alegra que le guste tanto ésta como para traerla para que dé su conformidad.
—Echémosle un vistazo, ¿le parece? —respondió Pau, indicándole de nuevo la puerta con un ademán—. ¿Diecisiete excursiones, Walter?
Su ex perista le dio una palmada en el culo al pasar por su lado.
—Eso basta para obtener al menos dos citas —murmuró—. No puedo evitar gustarle.
—Eh, a por ello, San… —Su voz se fue apagando cuando entró en la oficina. Lo primero en darles la bienvenida fue una enorme área de recepción, con un mostrador para la recepcionista y una puerta a cada lado que conducía a las entrañas de la oficina. Cinco despachos confortablemente espaciosos surgían de un recibidor de planta cuadrada con forma de «U», que iba de una puerta de la recepción a la otra. El despacho del rincón tenía vistas a la playa y a Lake Worth más allá de ésta —únicamente los muy acaudalados podían denominar «lago» a un bahía y lograr que todo el mundo siguiera su ejemplo— desde una ventana que ocupaba toda la pared, mientras que la otra daba a las oficinas del bufete de Gonzales, Rhodes y Chritchenson al otro lado de Worth Avenue.
Mientras Kim detallaba las instalaciones como aire acondicionado centralizado y baños de mármol compartidos tan sólo por otros dos grupos de oficinas, Paula miraba por la ventana. Tres meses después de conocer a Pedro Alfonso se preparaba para establecer un despacho a cuarenta y cinco metros de distancia del de su abogado corporativo.
Gonzales iba a cagarse en los pantalones cuando lo descubriera.
—¿Tiene alguna pregunta? —inquirió Kim.
—¿Cuánto? —respondió Pau, apartándose de la ventana.
—Once mil ciento doce dólares al mes. El teléfono o la electricidad no van incluidos, pero cubre su parte del salario del conserje, seguridad del edificio, mantenimiento de ascensores, agua, seguro de responsabilidad y mantenimiento de zonas comunitarias.
—¿Cuándo podemos ocuparla?
—Tan pronto como firme los papales —dijo Kim, dando una palmadita a su maletín—. La dirección del edificio me ha informado de que hay cuatro interesados más, pero teniendo en cuenta sus contactos, convinieron en postergarlo hasta la medianoche de hoy.
Pau borró de inmediato su ceño fruncido.
—¿A qué contactos se refiere?
La sonrisa de Kim tembló.
—Walter mencionó que usted residía en Solano Dorado. Es la propiedad de Pedro Alfonso. Y siempre me mantengo al día de las noticias de sociedad. Es importante para mi trabajo. Así pues, naturalmente sé que hay una Paula Chaves que sale con el señor Alfonso. Que es usted, supongo.
Lanzándole una mirada furibunda a Sanchez,Pau tomó aire. Alfred, el mayordomo, jamás desvelaba a la gente la identidad secreta de Bruce Wayne.
—Sí, soy yo. Espero que la dirección del edificio y usted sean conscientes de que estas oficinas no formarán parte de las empresas de Pedro Alfonso.
—Por supuesto —respondió la agente, aunque, a juzgar por su expresión, no había estado al corriente de algo semejante.
—Pues firmemos esos papeles.
CAPITULO 70
Sabía lo que él pretendía: intentar controlarla a ella y la situación. Así era como ganaba sus millones. Pero era su obra, su experimento, y si continuaban con ese tira y afloja, que iba a más, tal y como habían hecho durante las últimas semanas, uno o los dos iban a acabar en el hospital o muertos.
—¡Pau! —gritó Pedro, bajando las escaleras a toda prisa tras ella.
Había sido una ladrona toda su vida a excepción de los tres últimos meses, y algunas costumbres eran más difíciles de abandonar que otras. Entrando precipitadamente en el dormitorio, se sumergió en el vestidor y sacó su mochila. Por muchas cosas que hubiera adquirido últimamente, en aquella mochilla llevaba todo cuanto necesitaba para sobrevivir.
Prácticamente se chocó con Pedro en la entrada del dormitorio y Pau lo esquivó. Cada vez se le daba mejor seguirle la pista. Después de todo, estaba en muy buena forma incluso para tratarse de un tipo rico, y no estaba del todo convencida de ser capaz de superarle en una pelea, sobre todo habida cuenta de que sabía como pelear sucio.
Pedro le había regalado un Mini Cooper negro, en gran medida por el solo hecho de que ella lo consideraba increíblemente guay, y la noche anterior lo había dejado aparcado a un kilómetro de la casa. Pedro tenía al menos media docena de coches en Devonshire, todos, salvo uno, estacionados en el enorme antiguo establo que había transformado en garaje.
Se hizo con sus tijeras de podar de camino al exterior, desviándose por el garaje y cortando los cables de la puerta cuando salió a toda carrera por las puertas giratorias del frente. Detrás de ella Pedro se detuvo en seco justo a tiempo de evitar golpearse la cabeza, gritándole que se detuviera y dejara de hacer el capullo. «¡Ja!» No había hecho más que empezar. Ahora él tendría que salir por la entrada delantera, de modo que disponía de al menos tres minutos de ventaja sobre él. Y sabía dónde estaba estacionado su coche, y él no.
Su reluciente BMW azul estilo James Bond estaba aparcado en el camino, sin duda aguardando para llevarla de improviso a algún picnic, una elegante comida u otra cosa, como parecía hacer con alarmante regularidad. A primera vista, tres meses atrás, no le había considerado un romántico, pero parecía tener un innato sentido de lo que a ella le gustaba y de lo que siempre había deseado hacer.
Pero, a la mierda con eso. Se negaba a darle ningún punto por tratar de ser simpático ese día. Sosteniendo la tijeras de podar a modo de navaja, las clavó en el neumático delantero derecho del BMW. Las extrajo cuando escuchó el aire escapar y se afanó con los otros tres restantes. Era una verdadera lástima inutilizar un coche tan precioso como aquel, pero no iba a permitir que tuviera ocasión de perseguirla. Le había dicho que se marchaba, y lo había dicho en serio, maldita sea.
Dejó clavadas las tijeras en el último neumático, luego echó a correr por el largo y empinado camino de entrada. Su propiedad tenía una obscena extensión de acres, pero los paparazzis y el público le habían forzado a erigir un muro alrededor de la propia mansión. Era ahí dónde había mayor seguridad, y el punto en que se había concentrado para proteger a Pedro y la colección de obras de arte que había estadoreubicando, anticipándose a la apertura del ala de la galería. Sin embargo, esa mañana le traía más bien sin cuidado disparar las alarmas o ser sigilosa. Las cerraduras de la verja principal estarían conectadas, de modo que se limitó a escalarlas, saltando al suelo adoquinado del camino de entrada del otro lado. Hecho aquello, ascendió a pie la angosta carretera hasta el desvío del lago.
Pau no pudo evitar echar un vistazo por encima del hombro mientras abría el coche y arrojaba la mochila al asiento del pasajero. No había señal de Pedro, pero no podía estar lejos. Y no estaría contento.
Aunque puso el coche en marcha y bajó el camino como una exhalación hacia la carretera principal, parte de ella disfrutaba del momento. Un pequeño chute de adrenalina, por el motivo que fuera, todavía ayudaba a satisfacer la profunda ansia que había en su interior, el ansia que últimamente no había satisfecho con la suficiente frecuencia. Aquella ansia que él quería aprisionar detrás de un escritorio, probablemente en un despacho que no contara siquiera con una ventana.
Abrió la capota de su móvil y telefoneó a British Airways.
Haciendo uso del número que había memorizado de una de las tarjetas de crédito de Pedro, reservó asiento en el siguiente vuelo abierto para Miami, y luego concertó otra conexión hasta Palm Beach. ¡Las tarjetas de crédito eran la leche! Debería hacerse con una a no tardar. En cuanto a devolverle el dinero a Pedro, le enviaría un giro con el maldito efectivo tan pronto llegara a Florida. No quería deberle nada.
Pau miró por la diminuta ventanilla mientras el avión despegaba. No había señal de Pedro en la terminal. Por primera vez se preguntó si tal vez hubiera decidido no ir tras ella.
Se recostó y se encogió de hombros. ¿Y qué si no volvía a verle nunca más? No era mucho mejor que ella, pero sí muchísimo más arrogante. Definitivamente, aquello no era algo que necesitara en ese momento.
Al abrir la revista People que había cogido en el aeropuerto, se encontró con él, con los dos, en el estreno de una película a la que habían asistido el mes pasado. Él estaba magnífico con su traje negro, mientras que daba la sensación de estar intentando evitar encogerse de vergüenza ante la marea de flashes de las cámaras y escandalosos adoradores de famosos. A buen seguro que no echaría de menos aquello. Y no le echaría de menos a él. De acuerdo. Tal vez sí le echaría de menos, pero daba igual. Después de pasar tres meses seguidos en Inglaterra, partía hacia un lugar que durante los tres últimos años casi había comenzado a considerar su hogar. Salvo que en ese mismo instante, para su mente «hogar» tenía la alarmante tendencia a estar allá dondequiera que estuviera Pedro.
Se sacudió mentalmente. No le necesitaba; simplemente le gustaba estar cerca de él. Y le gustaba el sexo. Mucho. Aun así, la promesa que había realizado de enmendarse no había sido tanto por él como por sí misma. Pedro no tenía que llevarse el mérito, y no iba a realizar parte del esfuerzo. Era asunto suyo. Su vida y el rumbo que ésta tomase habían sido asunto suyo en todo momento.
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