jueves, 8 de enero de 2015

CAPITULO 71




Palm Beach, Florida Jueves, 4:47 p.m.


Paula forzó la cerradura de la pequeña y anodina casa a las afueras de Palm Beach y se coló dentro. Sentado a la mesa de fórmica de la cocina y removiendo una ensalada se encontraba un hombre de reluciente cabeza y piel oscura. Una hamburguesa todavía envuelta en su papel amarillo llenaba el plato que se encontraba un asiento más allá.


—Ya era hora de que llegaras, cielo —dijo Sanchez, luciendo una amplia sonrisa en su redonda cara—. Tu hamburguesa con queso con doble ración de tomate y sin cebolla se está enfriando.


—Intentaba darte una sorpresa —respondió, abalanzándose sobre él para darle un beso en la mejilla antes de lanzar la mochila al rincón y sentarse pesadamente en la silla desocupada—. ¿Cómo sabías que llegaría a tiempo para la cena?


—Revisé el contestador automático —dijo, señalando la encimera con el codo.


Ella dejó escapar un suspiro, fingiendo no sentirse aliviada porque Pedro siguiera interesado.


—¿Cuántos mensajes ha dejado?


—Tres. Respondí al primero y luego caí en la cuenta. Le tienes muy cabreado, cielo.


—Bueno, es mutuo. —«En fin, más o menos.» De hecho casi quería patearle hasta que se disculpara por ser un gilipollas y aceptara, con la mano sobre una pila de Biblias, desistir y dejarla emprender su nuevo experimento sin interferencias por su parte.


—Entonces, ¿habéis terminado?


Cuánto le encantaría aquello a Sanchez; no aprobaba su relación con uno de los tipos más prominentes y ricos del planeta más de lo que a Pedro le agradaba su amistad y confianza en un profesional de la «reubicación» de adquisiciones. Pau exhaló, procurando hacer caso omiso del modo en que se le encogía el pecho al pensar en no volver a ver a Alfonso de nuevo.


—No tengo ni repajolera idea. —Desenvolvió la hamburguesa y se puso con ella—. Se estaba interponiendo en mi camino. Y te echaba de menos.


—Yo también te echaba de menos. —Sanchez la miró durante largo rato por encima del tenedor lleno de lechuga y queso rallado, recubierto con aliño italiano bajo en calorías—. ¿Estás segura de que quieres ser honrada? Porque tengo una pedazo de oferta de Créese: un millón por una noche de trabajo en Ven…


—Cierra el pico —le interrumpió—. No me tientes.


—Pero…


—En mi último encargo, Sanchez, acabaron asesinadas tres personas. Me parece que es una señal.


—Nada de eso fue culpa tuya. Hubiera sido peor de no estar tú allí. —Y también Alfonso se hubiera convertido en un fiambre.


Aquello todavía le afectaba.


—Puede. Pero comienzo a sentirme menos como Cary Grant en Atrapa a un ladrón y más como Bruce Willis en La jungla de cristal. —Se encogió de hombros—. No es divertido tener que estar atento a la caída de partes corporales.


—¿Y qué? —la instó—. Has llevado a cabo un montón de trabajos en los que nadie se ha roto ni siquiera una uña. Además, se puede aguantar mucha mierda por un millón. 
Se trata de un Miguel Ángel perdido, Pau. Se llama La Trinidad.


—Joder, Sanchez, te he dicho que no me lo cuentes. —«Miguel Ángel.» ¡Mierda! Le encantaba Miguel Ángel—. No voy a hacerlo. Me he retirado.


—Claro, porque él lo dice.


—¿Es que todos los hombres estáis sordos? ¿Es que no me estabas escuchando?


—Sí. Y, además, oigo muy bien.


—Estupendo. Pues escucha esto: ¡He dicho que no!


—De acuerdo, está bien, pero no pienso deshacerme de mi archivo de datos. —Sanchez masticó otro bocado de ensalada—. Por si las moscas.


—Puede que sea una buena idea —reconoció—. ¿También se debe a eso que continúes viviendo en esta mierda de casa? ¿Sólo por si las moscas?


El se rió por lo bajo.


—Decir que uno está retirado y creer estarlo son dos cosas diferentes. Y llevo tanto tiempo pasado desapercibido que no estoy seguro de poder hacer algo distinto. No te imaginas los sudores que me han entrado esta mañana cuando caí en la cuenta de que le habías dado mi maldito número de teléfono a Alfonso.


Paula hizo una mueca.


—También tu dirección.


—¿Qué?


—Bueno, a veces es una mosca cojonera, pero quería que pudiera ponerse en contacto contigo si algo me ocurría. Recuerda que pasé mis primeras dos semanas en Inglaterra en el hospital con una conmoción cerebral.


Sanchez le lanzó una mirada indignada.


—Me parece que aún tienes una conmoción.


Ella se aclaró la garganta. Era el momento de cambiar de tema.


—¿Cuándo puedo ver la oficina?


—Como imaginaba que estabas de camino —respondió, echando un nuevo vistazo al teléfono—, concerté una visita para dentro de media hora. Está justo en Worth Avenue, al otro lado de la calle donde se encuentran las oficinas del tal Gonzales.


Pau sonrió.


—¿De verdad? ¿Puedo tener un despacho frente al de Tomas Gonzales? Le va a sentar fatal. —Fuera éste o no amigo íntimo de Pedro, Paula no creía poder estar jamás al mismo nivel de un abogado, sobre todo de uno que era igual que un niño escultista. Aunque hacer rabiar a Gonzales… eso podía ser divertido.


—Me parece que el propósito es que querías que encontrara algo ostentoso.


—Únicamente las personas ostentosas pueden permitirse mis servicios. Nuestros servicios.


—Cierto —frunció el ceño—. Es tu trabajo, cielo. Yo ayudaré con el papeleo.


—No parece muy comprometido.


—No lo estoy. Me estás arrastrando por la fuerza a ello, ¿no te parece?


—Sí. No puedo estar contigo si continúas redistribuyendo. Y me gusta pasar tiempo contigo.


Dejando su tenedor, Sanchez le tomó la mano con su manaza.


—Eres mi niña, nena. Te he cuidado desde que tenías cinco años, cada vez que tu padre salía en busca de trabajo. Sólo espero que pienses con cuidado lo que esto significa.


—Significa que seré honrada y que no tendré que seguir volviendo la vista para ver si alguien de la Interpol ha encontrado una huella.


—No sólo eso. Todo el asunto de no llamar la atención. Te estás preparando para publicitar la dirección de una oficina. Eso conlleva que la policía de todo el mundo sepa dónde encontrarte. Y también cualquiera con quien y para quien trabajes. Y a todos les preocupará que seas mejor que ellos, o que si se cruzan con Paula Chaves, ella podría entregar evidencias sobre ellos a las autoridades.


Ya había pensado en eso, y le preocupaba inmensamente. 


Con todo, era su decisión, y no iba a permitir que un puñado de ladrones, compradores de primera fila y de policías deseosos de realizar arrestos, o algún estúpido paparazzi, dirigieran su vida.


—Me gusta la presión, ¿recuerdas?


—Lo recuerdo. También recuerdo que estás chiflada.


—Sí. Gracias por seguir conmigo, Sanchez.


—También te seguiría si decidieras pasar el fin de semana en Venecia, robando un Miguel Ángel.


Estaba tentada de hacerlo, maldita sea.


—Si fuera alcohólica, ¿me ofrecerías una birra?


—¿Vale esa birra un millón de pavos?


—Corta el rollo, tío.


Fueron a Worth Avenue tan pronto como terminaron de comer. Pau no pudo evitar reparar en que a su furgoneta roja, una Chevy del 93, no le vendría mal una mano de pintura y una puesta a punto, pero se guardó sus observaciones para sí misma. Después de todo, ella tenía un bonito Bentley Continental GT azul aparcado en el garaje con las dimensiones de un estadio de fútbol de la enorme propiedad de Pedro a tan sólo tres kilómetros y pico de distancia. Sanchez no estaba al corriente de que Pedro le había regalado el coche, porque sabía exactamente lo que su antiguo perista tendría que alegar sobre aquel regalo en particular. Y eso que él pensaba que Pau había estado coqueteando con el peligro antes. ¡Ja!


El edificio de Tomas Gonzales —o dicho con más propiedad, la ubicación de la sede del bufete de abogados de Gonzales, Rhodes & Chritchenson— era todo de reluciente cristal reflectante. Abarcaban asuntos corporativos, bienes inmuebles, asuntos privados y defensa criminal todos en una única, súper eficiente y súper costosa ubicación. El otro edificio menos llamativo que se encontraba al otro lado de la calle tenía dos pisos menos, pero poseía las mismas líneas de cristal y cromo.


—¿Qué piso es? —preguntó mientras aparcaban en la estructura de dos pisos junto al edificio.


—El tercero. Toda la esquina noroeste.


—Genial. —Alzando por un momento la vista hacia el edificio, trató de imaginarse no sólo con una dirección, sino con un lugar de trabajo.


—No es barato, nena. ¿Estás preparada para emplear tus fondos de jubilación de Milán en alquilar un despacho?


—Dios, ¿cuánto cuesta? —respondió dubitativa. Su fondo de jubilación de Milán, tal como Sanchez y ella lo denominaban, no era moco de pavo, pero claro, siempre había tenido planes de retirarse algún día y de emplearlo para mantenerse con sumo desahogo durante el resto de su vida. Su jubilación había llegado pronto, y aunque todavía podría permitirse económicamente Milán, si la cagaba en el mundo de los negocios, alteraría sus planes por los de retirarse en una casita en Fort Lauderdale.


—Dejaré que la agente inmobiliaria te dé las cifras. Se llama Kim.


El vestíbulo contaba con un conserje, un par de ascensores y un suelo de mármol que simulaba el color y el dibujo de la arena de la playa. Dios, tenía mucha clase… que era, precisamente, lo que le había pedido a Sanchez que buscara. Se apearon en la tercera planta, que estaba cubierta por una alfombra color marfil con motas marrones y verdes. Una serie de cuadros con motivos de estanques y jardines adornaban el camino que conducía al pasillo norte.


—Monet —advirtió de modo automático—. Grabados, pero los marcos son bonitos.


—Si fueran auténticos, te pagaría para que los sustrajeras.


Una puerta al fondo del pasillo se abrió.


—Cierra el pico —farfulló Pau, adoptando una sonrisa y colocándose el bolso Gucci bajo el brazo izquierdo cuando se aproximó una morena menuda con el pelo salpicado de gris, ataviada con una de esas ubicuas faldas de traje azul de Neiman Marcus—. Tú debes de ser Kim. Soy Paula. Gracias por reunirte con nosotros tan tarde.


La agente le dedicó una sonrisa segura de sí misma y un firme apretón de manos.


—Walter y yo hemos echado un vistazo a diecisiete oficinas distintas en esta área. Me alegra que le guste tanto ésta como para traerla para que dé su conformidad.


—Echémosle un vistazo, ¿le parece? —respondió Pau, indicándole de nuevo la puerta con un ademán—. ¿Diecisiete excursiones, Walter?


Su ex perista le dio una palmada en el culo al pasar por su lado.


—Eso basta para obtener al menos dos citas —murmuró—. No puedo evitar gustarle.


—Eh, a por ello, San… —Su voz se fue apagando cuando entró en la oficina. Lo primero en darles la bienvenida fue una enorme área de recepción, con un mostrador para la recepcionista y una puerta a cada lado que conducía a las entrañas de la oficina. Cinco despachos confortablemente espaciosos surgían de un recibidor de planta cuadrada con forma de «U», que iba de una puerta de la recepción a la otra. El despacho del rincón tenía vistas a la playa y a Lake Worth más allá de ésta —únicamente los muy acaudalados podían denominar «lago» a un bahía y lograr que todo el mundo siguiera su ejemplo— desde una ventana que ocupaba toda la pared, mientras que la otra daba a las oficinas del bufete de Gonzales, Rhodes y Chritchenson al otro lado de Worth Avenue.


Mientras Kim detallaba las instalaciones como aire acondicionado centralizado y baños de mármol compartidos tan sólo por otros dos grupos de oficinas, Paula miraba por la ventana. Tres meses después de conocer a Pedro Alfonso se preparaba para establecer un despacho a cuarenta y cinco metros de distancia del de su abogado corporativo. 


Gonzales iba a cagarse en los pantalones cuando lo descubriera.


—¿Tiene alguna pregunta? —inquirió Kim.


—¿Cuánto? —respondió Pau, apartándose de la ventana.


—Once mil ciento doce dólares al mes. El teléfono o la electricidad no van incluidos, pero cubre su parte del salario del conserje, seguridad del edificio, mantenimiento de ascensores, agua, seguro de responsabilidad y mantenimiento de zonas comunitarias.


—¿Cuándo podemos ocuparla?


—Tan pronto como firme los papales —dijo Kim, dando una palmadita a su maletín—. La dirección del edificio me ha informado de que hay cuatro interesados más, pero teniendo en cuenta sus contactos, convinieron en postergarlo hasta la medianoche de hoy.


Pau borró de inmediato su ceño fruncido.


—¿A qué contactos se refiere?


La sonrisa de Kim tembló.


—Walter mencionó que usted residía en Solano Dorado. Es la propiedad de Pedro Alfonso. Y siempre me mantengo al día de las noticias de sociedad. Es importante para mi trabajo. Así pues, naturalmente sé que hay una Paula Chaves que sale con el señor Alfonso. Que es usted, supongo.


Lanzándole una mirada furibunda a Sanchez,Pau tomó aire. Alfred, el mayordomo, jamás desvelaba a la gente la identidad secreta de Bruce Wayne.


—Sí, soy yo. Espero que la dirección del edificio y usted sean conscientes de que estas oficinas no formarán parte de las empresas de Pedro Alfonso.


—Por supuesto —respondió la agente, aunque, a juzgar por su expresión, no había estado al corriente de algo semejante.


—Pues firmemos esos papeles.

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