martes, 16 de diciembre de 2014
CAPITULO 10
—¿Esta pieza, entonces, señor Alfonso? —sugirió la atentísima dependienta de la tienda, arreglándoselas para volverse muy sugerente, señalar y mostrar su escote al mismo tiempo—. A juzgar por su descripción, ésta podría ser más de su gusto.
Pedro echó un vistazo a la puerta, como había hecho a cada momento durante los últimos doce minutos. Habían dado su pequeña pista en las noticias al menos una docena de veces esa mañana; si la señorita Solaro estaba cerca del televisor, lo habría visto. Si lo había visto, comprendería el mensaje que le había enviado. Y aparecería,tal como él le había pedido. Tomó aire y volvió a centrar su atención en el
ornamentado par de candelabros de vivo color de la pared, de alrededor de 1870.
—Nada que vaya fijado a la pared, por favor. Quiero algo para exponer sobre una mesa.
—Por supuesto, señor. Por aquí, entonces. Acabamos de adquirir algunas hermosas piezas del siglo XVIII de una propiedad en Estrasburgo.
Pedro la siguió después de echar otra mirada fugaz hacia la entrada. Llegaba tarde. No estaba acostumbrado a perder el tiempo sin hacer nada, y no le agradaba.
Cuando fijaba una cita con alguien, esperaba que llegase a tiempo o, mejor aún, pronto. Su tiempo era valioso.
No cabía duda de que la dependienta de la tienda se daba cuenta de eso. El cartel de la puerta que rezaba SÓLO
MEDIANTE CITA PREVIA no había impedido que hicieran negocios. No había sido óbice para que ella escribiera su número personal en el reverso de su tarjeta, y no impediría que le metiera la tarjeta en su cartera si realizaba una compra.
Tomas se quedó unos pasos por detrás, haciendo caso omiso de las delicadas porcelanas y concentrándose en cambio en los dependientes y otros clientes. El oficio de guardaespaldas parecía un trabajo extraño para un abogado de la reputación y el prestigio de Donner, pero Pedro había aprendido el valor y la rareza de la verdadera amistad. Si pisarle los talones esta tarde le proporcionaba a Tomas cierta sensación de control, Pedro no tenía ningún problema con ello… siempre y cuando el abogado no interfiriera.
—¿Cuánto cobran por estas cosas? —preguntó Gonzales, relajándose lo suficiente como para mirar atentamente un pequeño jarrón.
—La mayoría están en cinco dígitos, creo.
—¿Crees? Tú conoces el precio de todo, Pedro.
—Te dije que no las colecciono.
—Pero…
—Por eso escogí Meissen, porque la señorita Solaro sabría que no tengo ninguna en la galería.
—Tienes un montón de arte y antigüedades, Pedro. ¿Cómo se supone que ella va a saber que éstas son las únicas cosas que no coleccionas?
Mientras la dependienta le observaba esperanzadamente, Pedro fingió estar interesado en una figurita pastoral que representaba a una muchacha con una cabra.
—Ése no es el tema, y no son lo único que no colecciono. Me parece que algunos tienen un gran interés en las figuras de acción de G. I. Joe, por ejemplo. Tampoco colecciono de ésas.
—De todos modos, las más antiguas eran mejores cuando tenían cabello natural.
Pedro se quedó inmóvil, una sensación eléctrica le recorrió desde el cuero cabelludo hasta su entrepierna. Volvió la cabeza para ver a la mujer joven que observaba con detenimiento una bandeja rosa para los dulces decorada con un cisne.
No le extrañaba no haberla reconocido. Esa tarde encajaba en Worth Avenue a la perfección, ataviada con un vestido corto de algodón en tonos azul y amarillo que mostraban unas largas piernas bronceadas, unas sandalias amarillas de tacón alto y, del brazo, un bolso blanco que no necesitaba la enorme «G» marcada en la solapa para proclamar su origen.
La solícita dependienta que merodeaba justo detrás de ella aumentaba el aura de acaudalada residente de Palm Beach. Por un momento se preguntó si ella era una rica ociosa que robaba por la emoción que suponía hacerlo, pero descartó
rápidamente la idea. Su expresión era demasiado vivaz, sus ojos demasiado inquisitivos como para permitir que nadie la incluyera en el grupo de ricos solitarios y retraídos.
—¿Cómo lo hace? —preguntó Pedro en voz igualmente baja.
—¿Lo de los G. I. Joe? Ah, siempre pueden verse en sus tiendas de antigüedades de categoría inferior, no es que yo compre en esos sitios. —Sin mirarle aún, ella pasó a la siguiente pieza.
Pedro siguió su ritmo en el lado opuesto del expositor.
Cabello liso caoba, node un tono rojo o castaño, sino un color bronce oscuro bajo las luces de la tienda,separado a la altura de los hombros.
—En realidad, me refería a su habilidad para aparecer de la nada.
Sus labios se curvaron hacia arriba.
—Sé a qué se refería. Usted me llamó, así que, ¿qué sucede? —Alzó la mirada, dirigiéndola por encima del hombro de Pedro—. Y manténgalo lejos de mí.
—Tomas, vete a mirar algo —le ordenó, sintiendo a Gonzales pegarse a su espalda.
—Estoy mirando algo. Señorita Solaro, imagino.
—Tomas Gonzales, abogado en leyes. No me gustan los abogados.
—Y a mí no me gustan los asesinos ni los ladrones.
—Tomas, retrocede —exigió Pedro, mientras miraba la cara y delicada porcelana que les rodeaba—. Yo le pedí que se reuniera aquí con nosotros.
—Claro, y…
—Sí, lo hizo —medió ella, su mirada volvió a él, como si hubiera evaluado y olvidado a Tomas—. Y vuelvo a preguntarle, ¿porqué?
—He cambiado de opinión —dijo, rodeando la esquina del expositor para acercarse a ella.
Por primera vez, ella pareció sorprendida.
—¿Por qué?
—¿Tengo que explicar mi razonamiento?
—Sí, creo que tiene que hacerlo.
La dependienta que atendía a Pedro, sintiendo posiblemente su cambio de interés, se acercó de nuevo a él, y la señorita Solaro se alejó al siguiente expositor junto con su propia dependienta. Maldiciendo entre dientes y deseando que la mujer fuera igual de fácil de obtener que una Meissen, Pedro señaló el objeto más cercano una jarrita para servir nata sobre un pequeño pedestal.
—Por supuesto, señor Alfonso.
—Creí que la cabra y la pastora eran más de su gusto.
Pedro fingió ignorar el comentario en voz baja de la señorita Solaro.
—Tomas, encárgate de ello.
—Y un cuer…
—No voy a ir a ninguna parte. Y te contaré todo lo que hablemos —mintió—.Dame cinco malditos minutos para hablar con ella, ¿quieres?
—Después de mirarla —murmuró Gonzales—, ya veo por qué estás interesado,pero asegúrate de que estás pensando con la parte correcta de tu cuerpo.
—No eres mi guardián. —Pedro se acercó lentamente a ella mientras ésta pasaba el dedo por una de las piezas más recientes—. Anoche planteó algo muy interesante —dijo en voz baja, preguntándose si ella había logrado meterse alguna de las figuritas más pequeñas en su bolso Gucci. «Desear, adquirir, poseer.» No eran tan diferentes, y la idea le hizo ponerse duro. Acarició el brazo de ella con el dorso de la mano—. Acerca de que no fue quien trató de hacerme volar por los aires —prosiguió en voz queda—, y acerca de que su punto de vista es probablemente más útil que el
de un detective.
Pareció que ella tuvo que pensar en aquello durante un momento
—Así que se asegurará de que no me acusen de asesinato.
—Haré todo lo que pueda.
—¿Y hará las llamadas de teléfono y cualquier otra cosa permanente para sacarme de esta mierda?
—Lo que sea necesario —convino.
—Y no me entregará por robo.
—En realidad no me robó nada. —Examinó su rostro mientras ella movía nerviosamente los labios—. ¿Verdad?
—No si no lo ha notado.
Otra vez su macabro sentido del humor, aunque no le divirtiera particularmente. Estaban pidiendo mucho el uno del otro y dado que ella había asistido a su cita, Pedro imaginaba que era él quien debía dar el siguiente paso.
—Tiene que confiar en mí —propuso—, y yo necesito poder confiar en usted.Cuando esto acabe, no quiero que nada más desaparezca de mi casa. ¿Queda claro,señorita Solaro?
Por primera vez esa tarde, ella le miró a la cara, sus ojos verdes le indicaron cuánto le había costado ya esta visita al tiempo que le evaluaba tanto a él como sus palabras.
—Paula —dijo casi en un susurro—Pau. Le diré mi apellido cuando decida que puedo confiar en usted.
Pedro le tendió la mano.
—Encantado de conocerla, Paula.
Tomó aire con fuerza, alargó el brazo y le estrechó la mano.
El contacto hizo que cierto calor se extendiera por toda su columna. Fuera lo que fuese esta asociación, no era sencilla.
CAPITULO 9
Viernes, 8:27 a.m.
—¿Te entregó Dante el informe de daños? —preguntó Pedro, acomodándose nuevamente contra los cojines de piel de su limusina.
Gonzales subió después de él.
—Claro, de los objetos de los que tiene confirmación. Todavía sigue luchando con el seguro por el valor de la mayoría del material dañado. El tasador tuvo que ir a vomitar una vez.
El vehículo descendió el largo y serpenteante camino de la entrada y franqueó las verjas abiertas, todavía custodiadas por policías uniformados.
—Ya han pasado tres días. ¿Cuánto tiempo más van a quedarse ahí?
—Supongo que hasta que atrapen a quien colocó la bomba. Me resulta un poco complicado presentar una queja a la policía porque te protegen demasiado bien. Lo que me recuerda que Castillo llamó esta mañana para protestar porque hubieras abandonado, y cito textualmente, «el área protegida de tu casa, lo que te hace vulnerable a un segundo atentado por parte de un sicario», fin de la cita.
—Pues estoy advertido, no le demandes si me matan. —Pedro hizo un movimiento con los hombros—. Me voy a tus oficinas para trabajar unas horas. — Echó un vistazo a Gonzales—. Por cierto, ¿vas a cobrarme por acompañarme a casa y volver conmigo? Te dije que prefería conducir yo.
Tomas sonrió.
—Estoy en nómina, así que cobro por todo.
—En ese caso, olvidé contarte algo que pasó anoche. —Gonzales se limitó a mirarle, de modo que Pedro tomó aire. Podía guardárselo para sí; en realidad, prefería hacer eso. Por otro lado, si algo le sucedía, quería que resolvieran el crimen—Tuve un visitante. Ella se pasó a verme después de que te fueras.
—¿Ella, quién? Vas a tener que reducirlo un poco antes de que pueda adivinar,don soltero británico más deseado.
—Te dije que no volvieras a llamarme eso nunca más.
El abogado resopló.
—Lo siento. ¿Quién se dejó caer por aquí?
—La señorita Solaro.
Tomas abrió la boca, pero no salió sonido alguno.
—Tú… ella… ¿por qué demonios no dijiste algo, Pedro? ¡Maldita sea! —Agarró el móvil que llevaba colgado del cinturón—. Por esto… —esgrimió un dedo en dirección a Pedro mientras pulsaba los números con la otra mano—… por esto es por lo que necesitas seguridad privada.
—Cuelga.
—No. Tú y tu maldita flema británica. ¿Estuvo en tu casa? ¿Dónde? ¿Te amenazó…?
—No estoy siendo flemático. Y no estoy contento. —Pedro le arrebató el teléfono de los dedos a su abogado y lo cerró—. Yo pongo este teléfono, tu casa y lo suficiente para que Chris ingresara en Yale —gruñó—, no hagas que me arrepienta.
La cara de Gonzales enrojeció.
—Tú…
—Joder, confía un poco en mí, Tomas. Ella no es quien trató de matarme. Y contarle a Castillo que vino a hacerme una visita no le hará ningún bien a nadie.
—No le hará ningún bien a ella, lo que sería el propósito en cualquier parte menos aquí. —Tomas arrojó la botella de agua que había enganchado contra el asiento contrario—. ¡Maldita sea! Suposiciones aparte, ¿cómo sabes que ella no lo hizo?
—Me lo dijo. —Provocar a su abogado le parecía justo, teniendo en cuenta lo molesto que estaba. Este era su problema, y decidiría cómo hacerse cargo de él.
—Mierda. Dame el teléfono, Alfonso. Despídeme si quieres, pero no vas a hacer que te maten estando yo de guardia.
—Qué dramático, pero no es tu guardia. Es la mía. Siempre lo ha sido. Ahora cálmate y escucha, o no me molestaré en contarte nada.
Después de escupir unas cuantas maldiciones más, Tomas tomó nuevamente asiento y cruzó los brazos, aún con el color y el temperamento encendidos —Te escucho.
—Estuve inconsciente al menos cinco minutos después de que la bomba estallara. En lugar de dejarme allí o rematarme, me arrastró escaleras abajo, arriesgándose a ser descubierta, antes de escapar. Anoche, cuando se coló por la claraboya, me lo recordó y después me recitó el final de la conversación que tú y yo mantuvimos en mi despacho, para demostrarme que también podría haberme matado entonces. Confesó haber ido detrás de la tablilla —sin éxito, por cierto— y de hecho… me pidió ayuda para asegurarse de que la policía sepa que ella no tuvo nada que ver con los explosivos.
—¿Y qué dijiste?
—Dije que no. —Y aquello, había descubierto en medio de su ducha fría, le había preocupado. No porque verla prácticamente le había provocado una erección, sino porque quería encargarse él mismo de esto, y ella había tratado de darle la oportunidad de hacerlo. Pero había sido bajo sus condiciones, de modo que la había rechazado—. Después de eso, me advirtió que tuviera cuidado y me deseó buena suerte, pues quienquiera que colocara la bomba era tan competente como ella a la hora de entrar en la casa, y había logrado entrar de nuevo.
—Y eso es todo.
—Bueno, dando rodeos se ofreció a ayudarme a averiguar quién colocó la bomba si la ayudaba a que retirasen los cargos de asesinato que pesan sobre ella. —También había dicho algunas cosas más, naturalmente, pero pretendía guardárselas para sí mismo. Se agachó a recoger la botella de agua mientras ésta rodaba de nuevo hacia ellos y se la devolvió a Gonzales—. Volviendo la vista atrás, me pregunto si no debería haber aceptado su oferta.
Tomas seguía fulminándole con la mirada, pero cuanto más pensaba en ello, más lamentaba haberla dejado que se esfumara de nuevo en la noche. Bajo su fachada de
indiferencia se la veía preocupada y, por alguna razón desconocida, descubrió que podía comprenderla. Y dudaba de que le hubiera ofrecido ayuda si no pudiera dársela. Ella no parecía funcionar de ese modo.
En cierto modo, el mundo de ella era muy similar al suyo, aunque sus oponentes llevaban traje de chaqueta y la mayor parte nadaban en aguas poco profundas a plena luz del día. Si sus circunstancias se invirtieran, habría hecho
exactamente lo que ella… acudir a la persona con mayor poder para ver si podía influir en el curso de los acontecimientos. Si Julia Poole o cualquiera de las otras
actrices y modelos con las que salía se hubieran encontrado en esta clase de aprieto, habrían agitado las pestañas y apelado a su compasión, esperando que él solucionara
las cosas. Sin embargo, la señorita Solaro no lo había hecho. Le había propuesto un trato. Al parecer detestaba ceder el control tanto como él.
—¿De verdad estás considerándolo?
—Soy un hombre de negocios, Tomas. Confío en mi juicio para evaluar personas y situaciones porque siempre me ha dado buen resultado. Sí, lo estoy considerando seriamente.
—Y si decides, hipotéticamente, formar equipo con la señorita Solaro, ¿cómo contactarías con ella?
—¿Para que puedas contárselo a Castillo? Me parece que no, querido amigo.
—Deja de ser tan británico.
Pedro enarcó una ceja.
—Como no dejas de apuntar en los últimos días, soy británico.
—Eres mi amigo. Si saltas de un avión, yo voy detrás de ti… pero me llevo el paracaídas de sobra. Mantenme al día y quedará entre nosotros. A menos que esto ponga tu vida en peligro.
—La vida es riesgo. —Con los dedos tamborileando sobre el reposabrazos, Pedro pasó algunos momentos mirando por la ventana. Con súbita brusquedad las palmeras y la playa daban paso a edificios y luces de tráfico—. ¿Cómo
encontraremos a alguien a quien no puede encontrar la policía?
—No sé por qué demonios sientes la necesidad de arriesgar esa mollera tuya que vale mil millones de dólares. —Gonzales, todavía sacudiendo la cabeza, abrió la botella de agua, bebió un trago, y la miró ceñudo como si deseara que fuese un delicioso bourbon.
En el asiento del conductor, Ruben apretó el interfono.
—Señor Alfonso, se acercan más cámaras. ¿Debo utilizar el aparcamiento?
Por delante de ellos, a la derecha, se encontraba la torre iluminada de tres plantas que albergaba el bufete de Gonzales, Rodhes y Chritchenson en el último piso.
Situados frente a las puertas giratorias de metal y cristal del vestíbulo, una docena de reporteros y equipos de cámara se ponían en guardia como una manada de leones captando el olor de una gacela. Pensando con rapidez, Pedro le devolvió el móvil a Gonzales
—No, detente junto al bordillo.
Chófer y abogado le dirigieron la misma mirada.
—Sí, estoy seguro —dijo Pedro, enderezándose la corbata.
—Tomas, finge que estás al teléfono, luego pásamelo tan pronto como me detenga a hablar con los buitres. Cerciórate de que tengan los micrófonos apuntados hacia mí.
—De acuerdo. Tú eres el jefe.
Pedro le lanzó una amplia sonrisa.
—Sí, lo soy.
Ruben se detuvo en la acera y salió de su asiento, y con paso veloz rodeó el vehículo para abrir la puerta trasera de pasajeros. Tomas salió primero, en mayor medida porque Pedro le empujó. Dios, odiaba a la prensa. Aparte de su constante, irritante e incisiva presencia, dos años atrás habían hecho más cruento aún un divorcio ya de por sí doloroso y enviado a las hienas a hurgar en los despojos. Bien podrían trabajar hoy para él.
—Señor Alfonso, Pedro, ¿puede ponernos al día de sus lesiones?
—¿Fue un intento de asesinato o un robo?
—¿Qué se llevaron de su casa?
—¿Se considera sospechosa a su ex esposa?
Pedro cogió el teléfono que Tomas prácticamente le arrojó mientras caminaban por entre la cacofonía de voces.
—Un momento —dijo, y se llevó el teléfono al oído—. ¿Señorita… Jones? —comenzó—. Sí, a las cuatro en punto está bien. Haré que Tomas prepare el papeleo.
Gracias por la ayuda… me viene bien. La veré entonces. —Cerró el teléfono y lo devolvió mientras a su alrededor las voces ganaban volumen—. No soy libre de comentar de modo preciso qué se llevaron de mi casa —prosiguió alzando más la voz—, aunque se rompieron varias piezas antiguas de porcelana de Meissen en la explosión. Estaban entre mis predilectas y lamento su pérdida.
No podía decir más sin alertar a Castillo y al FBI, pero la señorita Solaro parecía excepcionalmente inteligente, y apostaría a que sabía con exactitud qué objetos de arte poseía y dónde los guardaba. Ahora tendría que esperar y ver si estaba en lo cierto.
—Pero ¿puede confirmar o negar que Patricia Alfonso Wallis esté…?
—Discúlpenme, tengo una reunión —interrumpió, esforzándose por no apretar los dientes. Escuchar los apellidos Alfonso y Wallis juntos seguía provocándole
deseos de pegarle un puñetazo a alguien. No obstante, una de las pocas cosas que el tribunal concedió a Patricia era el uso continuado del apellido del cual llevaba aprovechándose tres años.
El silencio del vestíbulo se desplegó a su alrededor con los fríos dedos del aire acondicionado, maravilloso tras la humedad que había llegado con el alba y la tensa envoltura vociferante de las figuras de voz cultivada de los informativos. No pudo remediar sacudirse las mangas e inspeccionarse el cuello en busca de micrófonos ocultos mientras esperaba a que Gonzales le alcanzase.
—¡Madre mía! —exclamó Tomas cuando pasó a empujones por delante de la seguridad y de la puerta giratoria—. Creo que me he dejado un brazo ahí afuera.
—¿Qué has deducido de mi charla? —preguntó Pedro, su voz resonó levemente mientras continuaban avanzando hacia Las puertas de cristal y metal del ascensor que se encontraba al fondo del vestíbulo de elevado techo.
—He pillado lo de Jones/Solaro, que era bastante obvio, y el encuentro de las cuatro en punto. Pero me despistaste con la referencia de la porcelana perdida.
—Perdida, no, de Meissen. Las figuritas antiguas de porcelana Meissen hacen verdadero furor entre algunos coleccionistas. Y resulta que la tienda que aloja la mayor colección del mundo se encuentra aquí mismo, en Worth Avenue.
—Ah. Pues espero que tu señorita Solaro sea más lista que yo.
Pedro se encogió de hombros.
—Si no, estaré comprando una Meissen a las cuatro en punto sin una buena razón.
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