martes, 16 de diciembre de 2014
CAPITULO 9
Viernes, 8:27 a.m.
—¿Te entregó Dante el informe de daños? —preguntó Pedro, acomodándose nuevamente contra los cojines de piel de su limusina.
Gonzales subió después de él.
—Claro, de los objetos de los que tiene confirmación. Todavía sigue luchando con el seguro por el valor de la mayoría del material dañado. El tasador tuvo que ir a vomitar una vez.
El vehículo descendió el largo y serpenteante camino de la entrada y franqueó las verjas abiertas, todavía custodiadas por policías uniformados.
—Ya han pasado tres días. ¿Cuánto tiempo más van a quedarse ahí?
—Supongo que hasta que atrapen a quien colocó la bomba. Me resulta un poco complicado presentar una queja a la policía porque te protegen demasiado bien. Lo que me recuerda que Castillo llamó esta mañana para protestar porque hubieras abandonado, y cito textualmente, «el área protegida de tu casa, lo que te hace vulnerable a un segundo atentado por parte de un sicario», fin de la cita.
—Pues estoy advertido, no le demandes si me matan. —Pedro hizo un movimiento con los hombros—. Me voy a tus oficinas para trabajar unas horas. — Echó un vistazo a Gonzales—. Por cierto, ¿vas a cobrarme por acompañarme a casa y volver conmigo? Te dije que prefería conducir yo.
Tomas sonrió.
—Estoy en nómina, así que cobro por todo.
—En ese caso, olvidé contarte algo que pasó anoche. —Gonzales se limitó a mirarle, de modo que Pedro tomó aire. Podía guardárselo para sí; en realidad, prefería hacer eso. Por otro lado, si algo le sucedía, quería que resolvieran el crimen—Tuve un visitante. Ella se pasó a verme después de que te fueras.
—¿Ella, quién? Vas a tener que reducirlo un poco antes de que pueda adivinar,don soltero británico más deseado.
—Te dije que no volvieras a llamarme eso nunca más.
El abogado resopló.
—Lo siento. ¿Quién se dejó caer por aquí?
—La señorita Solaro.
Tomas abrió la boca, pero no salió sonido alguno.
—Tú… ella… ¿por qué demonios no dijiste algo, Pedro? ¡Maldita sea! —Agarró el móvil que llevaba colgado del cinturón—. Por esto… —esgrimió un dedo en dirección a Pedro mientras pulsaba los números con la otra mano—… por esto es por lo que necesitas seguridad privada.
—Cuelga.
—No. Tú y tu maldita flema británica. ¿Estuvo en tu casa? ¿Dónde? ¿Te amenazó…?
—No estoy siendo flemático. Y no estoy contento. —Pedro le arrebató el teléfono de los dedos a su abogado y lo cerró—. Yo pongo este teléfono, tu casa y lo suficiente para que Chris ingresara en Yale —gruñó—, no hagas que me arrepienta.
La cara de Gonzales enrojeció.
—Tú…
—Joder, confía un poco en mí, Tomas. Ella no es quien trató de matarme. Y contarle a Castillo que vino a hacerme una visita no le hará ningún bien a nadie.
—No le hará ningún bien a ella, lo que sería el propósito en cualquier parte menos aquí. —Tomas arrojó la botella de agua que había enganchado contra el asiento contrario—. ¡Maldita sea! Suposiciones aparte, ¿cómo sabes que ella no lo hizo?
—Me lo dijo. —Provocar a su abogado le parecía justo, teniendo en cuenta lo molesto que estaba. Este era su problema, y decidiría cómo hacerse cargo de él.
—Mierda. Dame el teléfono, Alfonso. Despídeme si quieres, pero no vas a hacer que te maten estando yo de guardia.
—Qué dramático, pero no es tu guardia. Es la mía. Siempre lo ha sido. Ahora cálmate y escucha, o no me molestaré en contarte nada.
Después de escupir unas cuantas maldiciones más, Tomas tomó nuevamente asiento y cruzó los brazos, aún con el color y el temperamento encendidos —Te escucho.
—Estuve inconsciente al menos cinco minutos después de que la bomba estallara. En lugar de dejarme allí o rematarme, me arrastró escaleras abajo, arriesgándose a ser descubierta, antes de escapar. Anoche, cuando se coló por la claraboya, me lo recordó y después me recitó el final de la conversación que tú y yo mantuvimos en mi despacho, para demostrarme que también podría haberme matado entonces. Confesó haber ido detrás de la tablilla —sin éxito, por cierto— y de hecho… me pidió ayuda para asegurarse de que la policía sepa que ella no tuvo nada que ver con los explosivos.
—¿Y qué dijiste?
—Dije que no. —Y aquello, había descubierto en medio de su ducha fría, le había preocupado. No porque verla prácticamente le había provocado una erección, sino porque quería encargarse él mismo de esto, y ella había tratado de darle la oportunidad de hacerlo. Pero había sido bajo sus condiciones, de modo que la había rechazado—. Después de eso, me advirtió que tuviera cuidado y me deseó buena suerte, pues quienquiera que colocara la bomba era tan competente como ella a la hora de entrar en la casa, y había logrado entrar de nuevo.
—Y eso es todo.
—Bueno, dando rodeos se ofreció a ayudarme a averiguar quién colocó la bomba si la ayudaba a que retirasen los cargos de asesinato que pesan sobre ella. —También había dicho algunas cosas más, naturalmente, pero pretendía guardárselas para sí mismo. Se agachó a recoger la botella de agua mientras ésta rodaba de nuevo hacia ellos y se la devolvió a Gonzales—. Volviendo la vista atrás, me pregunto si no debería haber aceptado su oferta.
Tomas seguía fulminándole con la mirada, pero cuanto más pensaba en ello, más lamentaba haberla dejado que se esfumara de nuevo en la noche. Bajo su fachada de
indiferencia se la veía preocupada y, por alguna razón desconocida, descubrió que podía comprenderla. Y dudaba de que le hubiera ofrecido ayuda si no pudiera dársela. Ella no parecía funcionar de ese modo.
En cierto modo, el mundo de ella era muy similar al suyo, aunque sus oponentes llevaban traje de chaqueta y la mayor parte nadaban en aguas poco profundas a plena luz del día. Si sus circunstancias se invirtieran, habría hecho
exactamente lo que ella… acudir a la persona con mayor poder para ver si podía influir en el curso de los acontecimientos. Si Julia Poole o cualquiera de las otras
actrices y modelos con las que salía se hubieran encontrado en esta clase de aprieto, habrían agitado las pestañas y apelado a su compasión, esperando que él solucionara
las cosas. Sin embargo, la señorita Solaro no lo había hecho. Le había propuesto un trato. Al parecer detestaba ceder el control tanto como él.
—¿De verdad estás considerándolo?
—Soy un hombre de negocios, Tomas. Confío en mi juicio para evaluar personas y situaciones porque siempre me ha dado buen resultado. Sí, lo estoy considerando seriamente.
—Y si decides, hipotéticamente, formar equipo con la señorita Solaro, ¿cómo contactarías con ella?
—¿Para que puedas contárselo a Castillo? Me parece que no, querido amigo.
—Deja de ser tan británico.
Pedro enarcó una ceja.
—Como no dejas de apuntar en los últimos días, soy británico.
—Eres mi amigo. Si saltas de un avión, yo voy detrás de ti… pero me llevo el paracaídas de sobra. Mantenme al día y quedará entre nosotros. A menos que esto ponga tu vida en peligro.
—La vida es riesgo. —Con los dedos tamborileando sobre el reposabrazos, Pedro pasó algunos momentos mirando por la ventana. Con súbita brusquedad las palmeras y la playa daban paso a edificios y luces de tráfico—. ¿Cómo
encontraremos a alguien a quien no puede encontrar la policía?
—No sé por qué demonios sientes la necesidad de arriesgar esa mollera tuya que vale mil millones de dólares. —Gonzales, todavía sacudiendo la cabeza, abrió la botella de agua, bebió un trago, y la miró ceñudo como si deseara que fuese un delicioso bourbon.
En el asiento del conductor, Ruben apretó el interfono.
—Señor Alfonso, se acercan más cámaras. ¿Debo utilizar el aparcamiento?
Por delante de ellos, a la derecha, se encontraba la torre iluminada de tres plantas que albergaba el bufete de Gonzales, Rodhes y Chritchenson en el último piso.
Situados frente a las puertas giratorias de metal y cristal del vestíbulo, una docena de reporteros y equipos de cámara se ponían en guardia como una manada de leones captando el olor de una gacela. Pensando con rapidez, Pedro le devolvió el móvil a Gonzales
—No, detente junto al bordillo.
Chófer y abogado le dirigieron la misma mirada.
—Sí, estoy seguro —dijo Pedro, enderezándose la corbata.
—Tomas, finge que estás al teléfono, luego pásamelo tan pronto como me detenga a hablar con los buitres. Cerciórate de que tengan los micrófonos apuntados hacia mí.
—De acuerdo. Tú eres el jefe.
Pedro le lanzó una amplia sonrisa.
—Sí, lo soy.
Ruben se detuvo en la acera y salió de su asiento, y con paso veloz rodeó el vehículo para abrir la puerta trasera de pasajeros. Tomas salió primero, en mayor medida porque Pedro le empujó. Dios, odiaba a la prensa. Aparte de su constante, irritante e incisiva presencia, dos años atrás habían hecho más cruento aún un divorcio ya de por sí doloroso y enviado a las hienas a hurgar en los despojos. Bien podrían trabajar hoy para él.
—Señor Alfonso, Pedro, ¿puede ponernos al día de sus lesiones?
—¿Fue un intento de asesinato o un robo?
—¿Qué se llevaron de su casa?
—¿Se considera sospechosa a su ex esposa?
Pedro cogió el teléfono que Tomas prácticamente le arrojó mientras caminaban por entre la cacofonía de voces.
—Un momento —dijo, y se llevó el teléfono al oído—. ¿Señorita… Jones? —comenzó—. Sí, a las cuatro en punto está bien. Haré que Tomas prepare el papeleo.
Gracias por la ayuda… me viene bien. La veré entonces. —Cerró el teléfono y lo devolvió mientras a su alrededor las voces ganaban volumen—. No soy libre de comentar de modo preciso qué se llevaron de mi casa —prosiguió alzando más la voz—, aunque se rompieron varias piezas antiguas de porcelana de Meissen en la explosión. Estaban entre mis predilectas y lamento su pérdida.
No podía decir más sin alertar a Castillo y al FBI, pero la señorita Solaro parecía excepcionalmente inteligente, y apostaría a que sabía con exactitud qué objetos de arte poseía y dónde los guardaba. Ahora tendría que esperar y ver si estaba en lo cierto.
—Pero ¿puede confirmar o negar que Patricia Alfonso Wallis esté…?
—Discúlpenme, tengo una reunión —interrumpió, esforzándose por no apretar los dientes. Escuchar los apellidos Alfonso y Wallis juntos seguía provocándole
deseos de pegarle un puñetazo a alguien. No obstante, una de las pocas cosas que el tribunal concedió a Patricia era el uso continuado del apellido del cual llevaba aprovechándose tres años.
El silencio del vestíbulo se desplegó a su alrededor con los fríos dedos del aire acondicionado, maravilloso tras la humedad que había llegado con el alba y la tensa envoltura vociferante de las figuras de voz cultivada de los informativos. No pudo remediar sacudirse las mangas e inspeccionarse el cuello en busca de micrófonos ocultos mientras esperaba a que Gonzales le alcanzase.
—¡Madre mía! —exclamó Tomas cuando pasó a empujones por delante de la seguridad y de la puerta giratoria—. Creo que me he dejado un brazo ahí afuera.
—¿Qué has deducido de mi charla? —preguntó Pedro, su voz resonó levemente mientras continuaban avanzando hacia Las puertas de cristal y metal del ascensor que se encontraba al fondo del vestíbulo de elevado techo.
—He pillado lo de Jones/Solaro, que era bastante obvio, y el encuentro de las cuatro en punto. Pero me despistaste con la referencia de la porcelana perdida.
—Perdida, no, de Meissen. Las figuritas antiguas de porcelana Meissen hacen verdadero furor entre algunos coleccionistas. Y resulta que la tienda que aloja la mayor colección del mundo se encuentra aquí mismo, en Worth Avenue.
—Ah. Pues espero que tu señorita Solaro sea más lista que yo.
Pedro se encogió de hombros.
—Si no, estaré comprando una Meissen a las cuatro en punto sin una buena razón.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario