lunes, 2 de febrero de 2015

CAPITULO 153




Tres horas más tarde, Garcia regresó a la sala de conferencias donde les habían acomodado a Pedro y a ella. 


Por lo visto, estando sir Galahad de por medio, el cuartito con barrotes en las ventanas no era lo bastante bueno. Abel Ripton se había reunido con ellos hacía más de una hora, pero en gran medida había quedado relegado a impedir que el FBI intentase identificarla como la sospechosa que les había dado una paliza a varios agentes en el museo. Puede que los multimillonarios las prefirieran rubias, pero Pau se alegraba de poder mostrar de nuevo su habitual cabello caoba.


—¿Qué tal lo lleva? —preguntó el detective, dejando una lata de CocaCola Light delante de ella. Era la tercera que le había dado; al parecer, aquélla era su forma de demostrar su gratitud.


—Lo llevaría mejor con una pizza —respondió Paula. Por agradecido que él pudiera estar, Pau se sentiría más cómoda una vez hubieran salido de la comisarían de policía.


 Le escocía la mejilla, y tanto Pedro como ella necesitaban darse una ducha. Preferiblemente juntos.


—Creo que hemos terminado. —Garcia tomó asiento junto a Ripton—. El señor Veittsreig ha salido del hospital y va de camino a las oficinas del FBI. Los otros tres alemanes y su padre ya están allí.


—¿Qué clase de declaración ha prestado Martin? —preguntó con cautela.


Ésa había sido la parte más dura de todo aquello; le habían detenido, colocado en una situación en que hacer lo correcto sería provechoso para él. Pero no podía obligarle a cooperar. Eso tenía que hacerlo por sí mismo. Y tenía que decidir cuánto deseaba contar a las autoridades acerca de su implicación en todo el asunto.


—No sé demasiado —respondió el detective—. El FBI está haciendo valer su autoridad. Pero sé que dice que trató de comunicarse con su contacto para avisarle de que habían adelantado el robo tres días, pero que Veittsreig le vigilaba muy de cerca. Que por eso acudió a usted.


De acuerdo. Podía vivir con eso. Sin embargo Pedro le apretó la mano. No se la había soltado en toda la noche. Y por independiente que se considerara, le alegraba el apoyo y el contacto. Había sido un día muy largo. Ambos tenían magulladuras que lo demostraban.


—Esa es toda la implicación de Paula, ¿verdad? —dijo.


—Por el momento, sí.


—No es suficiente.


—Todo esto llegó a mis manos tan sólo ayer, señor Alfonso. Y perdóneme, pero mi prioridad es asegurarme de que la banda que ha tratado de robar el museo de mi ciudad acabe entre rejas durante una larga temporada. Si Martin Chaves puede proporcionarme eso, entonces haré cuanto esté en mi mano para cerciorarme de que la señorita C queda fuera de todo.


—No...


—Me parece bien, por ahora —le interrumpió Paula. No tenía la menor intención de ser testigo de la acusación, pero Garcia y la INTERPOL no tenían por qué saberlo.


Pedro la miró.


—Es...


—No pasa nada —dijo con firmeza. Alfonso tomó aire y lo expulsó lentamente.


—De acuerdo.


—¿Todos contentos? —preguntó el detective.


—¿Qué hay de Boyden Locke? —insistió Paula. Había jugado un papel casi tan decisivo como Martin para enredarla en todo aquello.


—Por el momento, la fiscalía ha desestimado los cargos.
Perpleja, Paula se quedó mirándole boquiabierta.


¿Qué?


Garcia frunció el ceño.


—Es un respetado ciudadano con algunos buenos contactos.


—¡Tiene fotografías suyas con Veittsreig!


—Fotografías sin un contexto. Es su palabra contra la de él. Y usted no va a dar la cara... por motivos que puedo comprender, por supuesto.


—Maldita sea —blasfemó Pedro.


—Mírenlo desde la perspectiva del fiscal. Los dueños de los dos cuadros robados se encontraban en el almacén de los malos, con sendas pinturas. Uno de ellos aparece en unas fotografías con Veittsreig, y el otro tiene una novia cuyo padre trabajaba con el mismo. Es como jugársela a cara o cruz.


Paula dejó escapar un bufido de incredulidad. —¿Para qué me esfuerzo tanto por ser buena? —preguntó—. ¿Sabe cuánto dinero podría haber ganado hoy? 


Garcia se aclaró la garganta.


—Discúlpenme, creo que tengo una llamada. —Se puso en pie, encaminándose hasta la puerta y manteniéndola abierta—. Largúese, señorita C. Y después de lo que acabo de escuchar, estamos en paz.


Pau se levantó y pasó por su lado, sin esperar a Pedro ni a Ripton.


—Acuérdese también usted de eso la próxima vez que necesite mi ayuda. Ya que estamos en paz, le costará una caja de latas de CocaCola. Adiós, Samuel.


—Adiós, Pau.


Pedro la alcanzó en el pasillo.


Paula le rodeó la cintura con el brazo, apoyándose en él.


—Llévame a casa, cariño.


—Después de ir al hospital.


—Estoy bien.


—Puede que sí, pero puede que yo me haya hecho un esguince en el dedo del pie.


Pau se echó a reír mientras él se agachaba para besarla en la frente.


—Mira que eres tonto.


—Por eso voy al hospital.


—Genial. Ahora somos como Abbott y Costello.


Abel Ripton les acercó hasta urgencias y luego esperó mientras a Pedro le daban cinco puntos en la frente y a ella le curaban y colocaban un aposito en la mejilla. El abogado debía de haber cobrado un buen anticipo sobre sus honorarios, le decía su parte cínica, pero suponía que tal vez se hubiera tomado la molestia simplemente porque Pedro era un buen tipo.


Aunque teniendo en cuenta que Boyden Locke había salido impune, probablemente era el dinero de Pedro el que le había impulsado. No cabía la menor duda de que el dinero mandaba más que la buena conducta. ¡Mierda! Sabía que en ocasiones Pedro estiraba las reglas. Por lo que sabía, todos los que tenían pasta lo hacían en un momento u otro. Pero lo que Locke había hecho... no sólo se trataba de dinero. Había intentado conseguir obras de arte de incalculable valor de un museo. Y se había librado solamente porque conocía a la gente adecuada.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro cuando la ayudó a subir de nuevo al asiento trasero del Mercedes de Ripton y rodeaba luego el coche para unirse a ella.


Le hacía gracia que Abel Ripton fuera abogado de los que eran obscenamente ricos y chófer al mismo tiempo.


—Estoy bien. Otra vez me han disparado.


—Ha sido un rasguño. Una vez más.


—Lo que pasa es que estás celoso porque a ti sólo te han dado una paliza en un par de ocasiones —le dio una palmadita en el muslo—. Alguien acabará por dispararte. Estoy segura.


—Mmm, hum. Posiblemente tú.


—Posiblemente.




CAPITULO 152




Martes, 4.55 p.m.


— Cuelga tú también —dijo Veittsreig, moviendo la pistola para apuntarla hacia Pedro.


—¿Pedro? ¿Está usted ahí? —preguntó Stillwell.


—Cierra el trato, Joaquin —dijo Pedro y colgó.


Estaba colérico, pero mantuvo el control. En el museo su intención había sido la de sacar a Paula de una situación de peligro. Pero en esos momentos, el hombre que había tratado de matarla contaba con su más completa atención.


—La policía viene de camino, Nicholas —le informó Paula, su voz era fría y serena.


Debajo de ella, Boyden Locke gruñó y trató de darse la vuelta.


—Suelta al señor Locke, Pau. —Veittsreig apuntó la pistola en su dirección—. Creía que era con el señor Alfonso con quien mantenías una relación.


Pau se puso en pie, y pese a que Pedro hubiera preferido que se acercara lentamente a él para así poder ofrecerle cierta protección, ella se apartó en la dirección contraria. En un sentido estratégico, resultaba lógico poner mayor distancia entre ambos; cuanto más separados estuvieran, más se vería obligado Veittsreig a dividir su atención. Sin embargo, como el único sir Galahad que había presente, aquello no le gustaba lo más mínimo.


Locke rodó y se sentó.


—Ha hecho fotos —gruñó, sujetándose la frente con una mano y señalando a Pedro con la otra—. Con su móvil.


—Entonces, lánzalo hacia aquí —le indicó Veittsreig—. Despacito y sin tonterías.


Con los dientes apretados, Pedro le lanzó el teléfono. 


Veittsreig apuntó y, con un fuerte estallido, el teléfono explotó. Al mismo tiempo que eso sucedía, Walter rodó bajo la puerta medio abierta del almacén y desapareció.


—¡Ve a por él! —chilló Locke, poniéndose en pie con esfuerzo.


—¿Para qué? Ya tenemos lo que necesitamos. —El alemán miró fijamente a Paula—. Y lo que queremos. —Señaló de nuevo con la pistola—. Pau y Alfonso, meted los cuadros en la parte trasera del Mercedes. Ahora.


—Ya le habéis oído. —Locke empujó a Paula por detrás.


Actuando con rapidez, Pau tomó una esquina de la caja.


—¿Pedro?


Apartando la atención de Locke, Pedro la sujetó por el otro extremo.


—Debería haberlos matado cuando tuve la ocasión —farfulló.


—Tranquilízate, Pedro—le susurró Paula, disimulando su ceño.


—Va a matarte. No me digas que me tranquilice, joder.


—Va a intentar matarnos a los dos. —Tomando impulso, cargaron la caja en el asiento trasero del Mercedes—. Intentar, Pedro.


—Voy armado —le susurró al oído cuando se enderezaban—. Cuando te haga una señal, ponte a cubierto.


Veittsreig se acercó parsimoniosamente.


—Vamos a por el otro. Y nada de chachara. Podría ponerme nervioso.


Pedro presentía que una vez que Paula y él entraran en el cuarto del conserje, no saldrían de él.


—¿Sabes qué, Veittsreig? —dijo, manteniendo un tono de voz firme y desenfadado—, me llevas un paso de ventaja en estos momentos. Si me hicieras alguna exigencia económica, difícilmente estaría en situación de discutir contigo.


—Ya tengo doce millones de dólares tuyos. No soy codicioso.


—En realidad, tienes parte de doce millones. No cabe duda de que te llevarás una parte menor que la de Locke.


—Los dos estamos satisfechos con nuestro acuerdo, Alfonso —respondió Locke—. Muévete.


—No estaba hablando contigo. Si lo estuviera, te diría que ya he enviado por correo electrónico el vídeo que he grabado con el teléfono móvil en el que le confiesas a Paula que contrataste a Veittsreig. —Desvió su atención hacia el hombre armado—. Y dado que matarnos ahora te convertiría en el centro de una persecución internacional muy destacada, tal vez prefieras dinero en efectivo.


—Está mintiendo —farfulló Locke.


—Oh, ahora sí que me has convencido —dijo Paula sarcásticamente—. Locke tiene más recursos legales que tú, Nicky. ¿Quién crees que pasará más tiempo en la trena? Porque yo diría que...


Una sirena puso fin al resto de su discurso. Veittsreig intentó agarrar a Paula cuando la puerta metálica del almacén salió despedida hacia dentro, seguida por el furgón de los SWAT.
Walter...


Pedro avanzó rápidamente, aferrando la mano con la que Veittsreig sujetaba el arma y retorciéndosela con todas sus fuerzas. La pistola salió volando cuando los tres cayeron formando un revoltijo que no cesaba de retorcerse y dar patadas. Gritando, Veittsreig agarró a Paula del pelo cuando trataba de alejarse. Ella le propinó un fuerte codazo en al barbilla y el alemán la soltó.


—No dejes que Locke se haga con la pistola —le dijo Pedro con voz áspera, encajando un puñetazo en la caja torácica.


Paula ya estaba gateando en busca del arma. Al igual que Locke. El tenía el peso de su parte, pero Pau era más veloz. 


Pau dio una voltereta increíblemente grácil, golpeando a Locke en la cara al tiempo que agarraba la pistola con la mano derecha, terminando de pie con el arma apuntadando a un par de centímetros de su nariz sangrante.


—No te muevas —dijo, resollando.


Con aquello resuelto, Pedro pudo concentrarse en el hombre que había tratado de matarla. Giró a cuatro patas sobre una rodilla justo a tiempo de bloquear una patada dirigida a su cara. Agarró a Veittsreig del tobillo y empujó, golpeando al ladrón hacia atrás y abatiéndose sobre él. Pedro le sujetó fuertemente con la rodilla en el pecho, apretó el puño y golpeó.


Mientras Veittsreig gruñía, con los ojos en blanco, Pedro sacó la Glock de su bolsillo. Respirando laboriosamente, la amartilló y le metió el cañón en la boca al alemán.


—¡Pedro!


—Ibas a matarla —gruñó, con las manos temblándole. 
Nadie iba a arrebatarle a Paula. Nadie—. Levántate.


Se puso en pie, levantando a Veittsreig de la camisa, con el arma metida aún entre sus dientes.


—La chantajeaste para que trabajara contigo y luego intentaste matarla cuando fue más lista que tú.


—¡Pedro, para!


Débilmente escuchó el sonido de más sirenas, oficiales en esta ocasión, aproximándose al almacén. Walter estaba rodeando alegremente con cinta americana las piernas y los brazos de Locke. La mirada de Pedro recayó de nuevo en Veittsreig, examinando el miedo en sus ojos casi incoloros.


—¿Conoces el dicho americano? —murmuró, sacándole el cañón de la boca y retrocediendo unos centímetros—. ¿ Cómo es? Ah, sí. «La venganza es un arma de doble filo.»
Apretó el gatillo.


Paula gritó cuando Nicholas se tambaleó hacia atrás, cayendo de bruces al suelo. ¡Santo Dios, santo Dios! 


Entonces él se puso a cuatro patas y Paula pudo recobrar el aliento. Se dobló por la mitad, agarrándose un lado de la cabeza.


—¡Me has volado la oreja!


—Sólo parte de ella —dijo Pedro, restándose importancia, y se guardó de nuevo la pistola.


Paula se quedó mirándole, boquiabierta, mientras se acercaba a ella y con cuidado le quitaba la otra arma de la mano. Por un segundo había olvidado que la tenía. Pedro vació el cargador y la bala de la recámara y acto seguido lo dejó todo sobre el capó del Mercedes.


—Creí que... —murmuró, y no pudo terminar la frase.


—Estuve a punto —respondió con la mirada todavía dura y llena de determinación.


Paula se abalanzó sobre él y le rodeó con los brazos. En todas sus peores pesadillas, era ella quien iba demasiado lejos y perdía a Pedro. Nunca era Pedro quien cometía el error. Y había estado a punto de hacerlo. ¡Dios bendito! 


Había estado a un suspiro de asesinar a un hombre porque éste había intentado hacerle daño.


Sus brazos la rodearon, fuertes y cálidos. Y seguros. Para ella, siempre seguros.


—¿Te quedas aquí? —le murmuró con la boca pegada a su cabello—. Garcia no es el único que está a punto de cruzar esa puerta.


—Tengo que hacerlo —respondió, fingiendo que no estaba temblando de pies a cabeza. Una cosa eran las armas. La INTERPOL y el FBI... le asustaban.


—No tienes por qué hacerlo.


—Sí que tengo. Ni siquiera un superhéroe como tú podría haber hecho todo esto sin ayuda. Sanchez pasó corriendo por su lado.


—Entonces, quedaos y sed los buenos. Yo me piro de aquí. Te llamaré esta noche, cielo. —Dicho esto, subió por encima de la destrozada puerta y se fue rumbo a los muelles y al río.


Al cabo de veinte segundos llegó el primer coche de policía. 


No era Garcia.


—¡Manos arriba todo el mundo! —gritó el policía, más agentes uniformados se desplegaron tras él.


Pedro la soltó, extendiendo los brazos.


—Somos nosotros quienes les hemos llamado —dijo con su perfectamente sereno y súper encantador acento británico.


—Déjeme verle las manos hasta que hayamos aclarado todo esto —se corrigió el agente.


Otros dos levantaron a Veittsreig.


—¡Me ha disparado él! —jadeó el alemán, intentado sujetarse la oreja herida mientras los polis se esforzaban con igual ahínco en cachearle.


Las pistolas volvieron a levantarse en dirección a Pedro


¡Mierda! De no haber estado despeinado, sucio y sangrando, seguramente hubiera surtido efecto su actuación de superioridad británica.


—¡Y él me robó mi cuadro! —farfulló Locke, cubierto de cinta americana, tal y como le había dejado Sanchez.


—¿Dónde está el arma, tío?


Pedro fue lo bastante inteligente como para no moverse. —En el bolsillo delantero de mi chaqueta —dijo, todavía sereno.


Se abatieron sobre él. Por un momento, Paula se percató de lo... impotente que debía de sentirse Pedro cuando había visto como la esposaban a ella. No apartó la vista de Pau mientras le daban empujones, como si ellos fueran tan insignificantes cómo los bichos y lo que más le preocupara fuera ordenarle que no cometiera ninguna estupidez.


Pau deseba hacerlo. Con toda la atención de los polis volcada en Pedro, podría haber cogido un arma, haberle metido en un coche y desaparecido con él. Concentrándose en respirar y con los puños apretados, se mantuvo al margen y observó cuando le llevaron las manos a la espalda y le pusieron las esposas.


—Señorita C.


Podría haberse desmayado de alivio al oír la familiar voz de Garcia... si hubiera sido de las que se desmayaban. Por Dios, su vida debía de haberse vuelto una locura, si es que ahora se alegraba de ver a un poli.


—Garcia, haga que suelten a Pedro, ¿quiere?


El detective entró en el almacén, flanqueado por una docena de agentes del FBI y la INTERPOL.


—Caballeros, les presento a Paula Chaves —dijo—, la mujer que me dio el soplo sobre este lugar.


—Chaves —dijo uno de los tipos de la INTERPOL, un fornido italiano—. ¿Su hija?


Precisó de todo su valor para asentir.


—Mi padre me llamó para contarme que había estado trabajando en un gran caso —improvisó—, y para decirme que creía que el cuadro de Pedro Alfonso podría encontrarse aquí. Cuando me enteré por las noticias de lo sucedido en el museo, pensé que deberíamos venir para asegurarnos de que nadie se llevaba el Hogarth.


—Yo la seguí a ella hasta aquí —dijo Locke, alzando la voz, mientras los policías sustituían la cinta americana por unas esposas—. Tan sólo quería recuperar mi Picasso y Alfonso y ella intentaron matarme, por el amor de Dios.


—Quítenles las esposas al señor Alfonso y al señor Locke —dijo Garcia, cambiándose el palillo al otro lado de la boca—. Nos los llevaremos a todos a comisaría y les tomaremos declaración.


Sorprendida, Paula apuntó a Locke con un dedo.


—¡Él lo planeó todo!


Garcia se acercó lentamente a ella, en tanto que Pedro se colocaba al otro lado.


—¿Tienes alguna prueba? —farfulló.


Pau desvió la mirada de los restos del teléfono de Pedro a su cara arañada y sangrante. Éste negó lentamente con la cabeza. ¡Maldita sea! Todo aquello de haber enviado el vídeo por correo electrónico no había sido más que un farol.


—Las fotografías —dijo de pronto, acordándose—. En ese cuarto de ahí, en un sobre. Aparece junto con ese tipo —prosiguió, señalando a Nicholas—. Él es quien ha llevado a cabo el robo del museo. De acuerdo con mi padre.


Locke continuó proclamando su inocencia mientras le sacaban del almacén. Garcia parecía satisfecho dejando que la INTERPOL detuviera a Veittsreig, pero su expresión no fue demasiado alegre cuando la miró.


—¿Qué? —farfulló—. Es un gran héroe, ¿no?


—La ha liado parda en el museo —gruñó—. Granadas de humo, alicates, agujeros de bala, el...


—No sé de qué habla, detective —interrumpió Pedro, tomando a Pau de la mano con suavidad—. Nos encontrábamos en casa hasta que vimos las noticias y recibimos la llamada del padre de Paula.


—Claro. Muy bien, ustedes dos pueden venir conmigo, pero nos vamos a comisaría, y voy a tomarles declaración.


—Le diremos lo mismo que acabo de contarle —dijo Pedro—, pero, naturalmente, estaremos encantados de cooperar con ustedes.


—Estoy impaciente por ver cómo acaba todo esto. —Garcia se sacó el palillo, lo arrojó y sustituyó por otro nuevo que extrajo de su bolsillo—. Tiene pinta de ser verdaderamente interesante.



CAPITULO 151





Cuando dejaron el vehículo, Pedro se acercó a Paula. 


Cuando lo hizo, metió la mano en su bolsillo derecho, tocando con los dedos la Glock que tenía en él. Nunca había estado tan cerca de disparar a alguien como lo había estado en el vestíbulo del museo; ver a Paula retrocediendo, sin equilibrio, de Veittsreig, un hombre que literalmente le había metido una pistola en la boca... Si hubiera creído que podría disparar una vez antes de que el cabrón reaccionase, lo habría hecho, tanto si estaba presente el FBI como si no.


Tras echar un rápido vistazo a su alrededor, Paula anduvo hasta el panel táctil junto a la puerta del almacén, flexionó los dedos dentro de sus guantes de piel y tecleó algunos números. El botón rojo de la consola se puso verde.


—Prueba y levántala —dijo, retrocediendo.


En parte Pedro había esperado que quitase la tapa de la consola táctil y la manipulara. Dejándose de reflexiones, intervino para empujar la puerta hacia arriba, cerrándola de nuevo una vez que los tres entraron.


—Si alguien se ha ido de la lengua, tendremos a la poli aquí de un momento a otro —dijo Paula, aproximándose a una mesa cubierta de planos—. Vosotros buscad los cuadros. Si se encuentran aquí, seguramente estén guardados en cajas.


—Aquí hay muchas cajas —dijo Walter, lanzándole una mirada a Pedro—. ¿Derecha o izquierda?


—Izquierda —decidió Pedro, y se encaminó al fondo del almacén.


Pedro.


Se volvió hacia Paula, capturando el viejo par de guantes usados que había cogido y se los lanzó. Claro, las huellas. 


Sólo le faltaba que alguna otra cosa convenciera a la compañía aseguradora de que él había robado el Hogarth.


Había cajas apiladas sin orden ni concierto por todo el almacén. Ignoraba el tamaño del Picasso, pero el Hogarth era bastante grande. Eso le proporcionaba un punto de partida, en cualquier caso. Ni Paula ni Walter parecían poner demasiado cuidado mientras revisaban el contenido del almacén, de modo que Pedro enganchó un destornillador y se puso manos a la obra.


—No veo más que piezas de coche y de furgoneta, Pau—dijo Walter en voz alta, cuando emergió del medio de un montón y se fue sin perder tiempo a por el siguiente—. Seguramente las compraron como tapadera para el almacén.


—Yo lo haría. —Se había rendido con la mesa, y agachado a sacar algunas cajas de cartón de debajo—. ¡Maldita sea! 


—Renegó, volcando una tercera caja—. Yo tampoco encuentro nada. Si el material no está aquí, no sé dónde puede estar. Vivían en este lugar. Todo debería estar aquí.


—A menos que los cuadros ya hayan sido vendidos —intervino Pedro, desplazándose a la hilera de catres junto a la pared y dándoles la vuelta para ver si había algo debajo. 


Deseaba recuperar su cuadro, pero si existían fotografías de Veittsreig y Paula juntos, encontrarlas era lo prioritario.


A un lado de los catres divisó una puerta con un letrero que ponía «conserje». Resultaba evidente que ningún conserje había puesto un pie en el almacén al menos en la última década. Pero delante de la puerta pudo distinguir pisadas y marcas de arañazos en la fina capa de polvo.


Accionó la manija de la puerta; estaba cerrada con llave.


—Puede que tenga algo —dijo. Su teléfono volvió a sonar en aquel preciso momento—. Maldita sea —masculló, haciendo, por lo demás, caso omiso.


—¿Qué? —preguntó Paula, dejando los montones de deshechos de los ladrones para acercarse a él.


—Han...


—Mierda. Escondeos —dijo Paula entre dientes, agachándose tras una caja a su lado, y tirando de él para que se colocara a su lado.


La puerta de entrada del almacén se movió y se abrió. Un minuto después entraba con holgura un MercedesBenz y se detenía.


—¿Qué demonios pasa? —susurró Pau.


Pedro la miró. Paula tenía los ojos entornados y una expresión decidida y sombría. Era obvio que conocía a quienquiera que ocupaba el vehículo.


Se abrió la puerta y un hombre bajo y fornido con el cabello entrecano salió de él y bajó la puerta metálica del almacén.


 Traje caro, coche caro... y de aspecto familiar.


—Es Boyden Locke —susurró Pedro.


—El muy desgraciado. —Se escabulló hacia un lado y Pedro se movió para mantener la vista puesta en ella y en Locke.


El hombre había sido cliente de Pau. Un día después de que llegaran a Nueva York, había llamado y solicitado que Paula revisase el sistema de seguridad de su casa. Luego les había invitado a ambos a una fiesta. Y había sido su Picasso el que había desaparecido al día siguiente. ¿Qué puñetas hacía en el almacén de la banda que con toda seguridad le había robado el cuadro?


—Crees que fue él quien contrató a Veittsreig, ¿verdad? —le murmuró a Paula.


Ella asintió, sin apartar los ojos de Locke mientras éste cruzaba el almacén, en dirección a ellos.


—Ahora sí. Y traté de emparejarlo con Patty, maldita sea. —Hizo una pausa—. Retrocede —susurró, rodeando las cajas para que continuaran formando una barrera entre Locke y ella.


Pedro, a unos centímetros de distancia, tan sólo pudo agacharse aún más. Era evidente que Locke no tenía ni idea de que había un ladrón —o, más bien, una ex ladrona—, escondida a menos de un metro de distancia. De haberlo sabido, no habría sacado una llave y abierto el cuarto del conserje.


Entró en la sala, y Paula se levantó, colocándose sigilosamente detrás de la puerta. Por un instante, Pedro creyó que pretendía encerrar a Locke, pero Pau se quedó donde estaba. Locke salió al cabo de un minuto, arrastrando una caja plana y rectangular.


—Boyden —dijo, y Locke se sobresaltó, volviéndose.


Paula le dio una bofetada en la cara.


Retrocediendo sin problemas cuando la caja cayó con un estruendo, levantando una polvareda de suciedad, Paula vio a Locke dar algunos pasos inseguros hacia atrás. Era un tipo grande, pero ella contaba con apoyo. 


Además, la había engañado. Al parecer, prácticamente todos aquellos a quienes había conocido en Nueva York habían intentado jugársela. Eso era lo que había logrado por tratar de reformarse: que la gente se aprovechara de ella.


—¿Qué demonios haces aquí? —espetó Locke, pasando el dorso de la mano por su labio partido.


¿Acaso creía que seguía formando parte del robo? Hum. 


Muy bien podría utilizar eso en su provecho.


—Me estoy escondiendo —replicó—. Menudo gran plan. Nos has tendido una trampa, ¿no?


—Era un plan magnífico, y no os he tendido ninguna trampa. Ayúdame a meter esto en el coche.


—Por dos millones y medio de pavos, tal vez lo haga. De lo contrario, estaremos en desacuerdo.


Pau vio moverse lentamente a Pedro a espaldas de Locke, haciéndose a un lado para colocarse entre Boyden y el Mercedes. Y no parecía más contento de lo que lo estaba ella. Pero no intervino; sin duda Pedro poseía buen instinto, y seguía pensando que hubiera sido un ladrón magnífico.


—El dinero era por el golpe del museo. Ayúdame con estos y no les diré nada a las autoridades de que Alfonso me sugirió que tal vez estarías dispuesta a robarme cuadros por el dinero del seguro.


Estaba en lo cierto; Pedro y él estaban en el almacén, y llegado el caso, ¿a quién era más probable que creyera la policía? ¿Al tipo rico, o al tipo más rico, cuya novia era sospechosa de hacer algunas cosas turbias? ¡Joder! 


Entonces se fijó en lo que Pedro tenía en la mano. No era una pistola, como había creído en un principio; se trataba de su teléfono móvil. Su móvil con cámara de fotos. Reprimió las repentinas ganas de sonreír.


—Tenías planeado el robo del museo antes de que yo llegara a la ciudad —prosiguió Pau, moviéndose hacia la caja—. ¿Qué pinta el robo del Picasso y del Hogarth?


—Fue una casualidad —respondió, limpiándose de nuevo la boca—. Pujé por el Hogarth por teléfono, pero Alfonso me superó. Eso hizo que tuviera que activar el plan B. Y entonces pensé: ya que le van a robar a él, también pueden robarme a mí. El pago del seguro por un Picasso robado ascendía a la tarifa de Nicholas y toda su banda. E invitarte a la fiesta, bueno, eso fue algo inteligente.


—Fue pensar con la cabeza —reconoció—. Pero no voy a ayudarte a arrastrar unos cuadros por la cara. —Agitó el pulgar en dirección a Pedro—. Puede que lo hiciera por él. 
Pero no por ti.


Locke se dio media vuelta.


—¿Qué...?


Pedro le brindó una sonrisa.


—Di patata —dijo, y le hizo una foto con la cámara.
Con un grito, Locke se abalanzó contra él. Pedro le lanzó el teléfono a ella, esquivando el ataque y dándole un buen puñetazo en el riñon al mismo tiempo.


Por lo visto ahora era momentó de ponerse a pelear como caballeros. Pedro llevó a puñetazos al tambaleante Locke contra una pila de cajas y ambos cayeron.


Bien. Pedro llevaba días buscando pelea. A juzgar por la cantidad de improperios, se lo estaba pasando en grande.


Actuando con rapidez, Paula se coló en el cuarto del conserje. Había otra caja de mayor tamaño apoyada contra la pared y en un polvoriento estante tres sobres nuevecitos y ordenados que parecían fuera de lugar. Los cogió, abriendo el primero y más abultado. ¡Bingo! Los diamantes de la reina de las galletas. Comparado con el valor del resto de lo que Nicholas había planeado robar, aquello era insignificante, pero los Hodges se alegrarían de volver a verlos. Ella se alegraría de ver que regresaban con sus dueños. Dejó con cuidado el paquete a plena vista.


En el segundo sobre vio fotografías de Nicholas y suyas delante del edificio de Pedro, fotos de ella saliendo de casa de Locke. .. nada incriminatorio por sí solo, pero que junto con otras pruebas circunstanciales, hubieran bastado.


Se las guardó dentro de la camisa y abrió el tercer sobre. 


Este contenía instantáneas de Locke reuniéndose con Veittsreig en su mayoría, y un par de fotos de Nicholas con Martin. Respirando hondo, quitó una de las que aparecía Martin, luego volvió a colocar el sobre en el estante. Si los ladrones eran lo bastante paranoicos como para fotografiarse durante sus encuentros, podrían vivir con las consecuencias... siempre y cuando ella no tuviera que hacerlo.


El teléfono de Pedro sonó de nuevo. Frunciendo el ceño, respondió la llamada mientras salía del cuarto y silbaba a Sanchez. Tenía que conducir a la policía hasta ese lugar, y luego salir pitando.


—Hola —dijo.


—¿Señorita... Pau? —se oyó la voz de Stillwell.


—Hola, Joaquin. Pedro está ocupado en ese momento —respondió, haciéndose a un lado cuando Locke pasó tambaleándose por su lado, seguido por Pedro—. ¿Puede llamarte luego?


—Si no habla ahora mismo con Hoshido, se acabó el trato. Matsuosan piensa que Pedro está jugando con él, y se está enfadando.


—De acuerdo. Aguarda un minuto. —Tapó el auricular con una mano—.Pedro , es para ti.


—Coge el maldito mensaje —gruñó, le sangraba el labio y tenía una manga de la camisa desgarrada.


Locke trató de agarrarla y Pau retrocedió, a continuación le dio un rodillazo en la cabeza. Cayó al suelo con un gruñido.


—Es Stillwell. Dice que Matsuo piensa que estás jugando con él, y que si no te pones, perderás el hotel.


—Me da igual.


—A mí no. Atiende la llamada —le lanzó el teléfono.


—Maldita... —Lo atrapó—. ¿Qué sucede, Joaquin? —espetó, agitando su magullada mano derecha.


Sentándose sobre Locke para asegurarse de que no iba a ninguna parte, Paula sacó su móvil del bolsillo. Marcó, se llevó el aparato a la oreja e hizo una mueca de dolor cuando le rozó el arañazo de la bala.


—Maldita sea —masculló, cambiándose el móvil de oreja. Probablemente le quedaría una cicatriz.


—Garcia.


—¿Qué tal la operación?


—La operación va bien. Soy todo un héroe. Tres alemanes y un ladrón de guante blanco de talla mundial, al que se creía fallecido. Aunque ha sido un tanto complicado explicar la presencia del tipo de la calle. Y la de la chica que les dio una buena tunda a los dos agentes del FBI. Además, uno de mis hombres va de camino al hospital.


—¿Está la INTERPOL hablando con Martin?


—Sí. No puedo acercarme a ninguno de ellos, pero parece que se está llevando el mérito por encerrar a los alemanes en las galerías.


—De acuerdo. Acerqúese con algunos hombres al almacén en West End Avenue y West Fiftyninth. Es posible que encuentren un par de cuadros robados y al tipo que contrató a los alemanes.


—Ya vamos de camino. ¿Estará usted allí?


—No si tengo algo que... ¿Ha dicho tres alemanes?


—Aja.


De pronto se dio cuenta de que Pedro se había quedado en silencio al otro lado de donde ella se encontraba, y que no había sabido nada de Sanchez después de haberle silbado para que se acercara. Levantó la cabeza y se encontró con Nicholas Veittsreig de pie junto a la puerta del almacén con una pistola en la mano y con Sanchez arrodillado a sus pies.


—Cuelga el teléfono, Pau—gritó.


Paula así lo hizo.