lunes, 2 de febrero de 2015
CAPITULO 152
Martes, 4.55 p.m.
— Cuelga tú también —dijo Veittsreig, moviendo la pistola para apuntarla hacia Pedro.
—¿Pedro? ¿Está usted ahí? —preguntó Stillwell.
—Cierra el trato, Joaquin —dijo Pedro y colgó.
Estaba colérico, pero mantuvo el control. En el museo su intención había sido la de sacar a Paula de una situación de peligro. Pero en esos momentos, el hombre que había tratado de matarla contaba con su más completa atención.
—La policía viene de camino, Nicholas —le informó Paula, su voz era fría y serena.
Debajo de ella, Boyden Locke gruñó y trató de darse la vuelta.
—Suelta al señor Locke, Pau. —Veittsreig apuntó la pistola en su dirección—. Creía que era con el señor Alfonso con quien mantenías una relación.
Pau se puso en pie, y pese a que Pedro hubiera preferido que se acercara lentamente a él para así poder ofrecerle cierta protección, ella se apartó en la dirección contraria. En un sentido estratégico, resultaba lógico poner mayor distancia entre ambos; cuanto más separados estuvieran, más se vería obligado Veittsreig a dividir su atención. Sin embargo, como el único sir Galahad que había presente, aquello no le gustaba lo más mínimo.
Locke rodó y se sentó.
—Ha hecho fotos —gruñó, sujetándose la frente con una mano y señalando a Pedro con la otra—. Con su móvil.
—Entonces, lánzalo hacia aquí —le indicó Veittsreig—. Despacito y sin tonterías.
Con los dientes apretados, Pedro le lanzó el teléfono.
Veittsreig apuntó y, con un fuerte estallido, el teléfono explotó. Al mismo tiempo que eso sucedía, Walter rodó bajo la puerta medio abierta del almacén y desapareció.
—¡Ve a por él! —chilló Locke, poniéndose en pie con esfuerzo.
—¿Para qué? Ya tenemos lo que necesitamos. —El alemán miró fijamente a Paula—. Y lo que queremos. —Señaló de nuevo con la pistola—. Pau y Alfonso, meted los cuadros en la parte trasera del Mercedes. Ahora.
—Ya le habéis oído. —Locke empujó a Paula por detrás.
Actuando con rapidez, Pau tomó una esquina de la caja.
—¿Pedro?
Apartando la atención de Locke, Pedro la sujetó por el otro extremo.
—Debería haberlos matado cuando tuve la ocasión —farfulló.
—Tranquilízate, Pedro—le susurró Paula, disimulando su ceño.
—Va a matarte. No me digas que me tranquilice, joder.
—Va a intentar matarnos a los dos. —Tomando impulso, cargaron la caja en el asiento trasero del Mercedes—. Intentar, Pedro.
—Voy armado —le susurró al oído cuando se enderezaban—. Cuando te haga una señal, ponte a cubierto.
Veittsreig se acercó parsimoniosamente.
—Vamos a por el otro. Y nada de chachara. Podría ponerme nervioso.
Pedro presentía que una vez que Paula y él entraran en el cuarto del conserje, no saldrían de él.
—¿Sabes qué, Veittsreig? —dijo, manteniendo un tono de voz firme y desenfadado—, me llevas un paso de ventaja en estos momentos. Si me hicieras alguna exigencia económica, difícilmente estaría en situación de discutir contigo.
—Ya tengo doce millones de dólares tuyos. No soy codicioso.
—En realidad, tienes parte de doce millones. No cabe duda de que te llevarás una parte menor que la de Locke.
—Los dos estamos satisfechos con nuestro acuerdo, Alfonso —respondió Locke—. Muévete.
—No estaba hablando contigo. Si lo estuviera, te diría que ya he enviado por correo electrónico el vídeo que he grabado con el teléfono móvil en el que le confiesas a Paula que contrataste a Veittsreig. —Desvió su atención hacia el hombre armado—. Y dado que matarnos ahora te convertiría en el centro de una persecución internacional muy destacada, tal vez prefieras dinero en efectivo.
—Está mintiendo —farfulló Locke.
—Oh, ahora sí que me has convencido —dijo Paula sarcásticamente—. Locke tiene más recursos legales que tú, Nicky. ¿Quién crees que pasará más tiempo en la trena? Porque yo diría que...
Una sirena puso fin al resto de su discurso. Veittsreig intentó agarrar a Paula cuando la puerta metálica del almacén salió despedida hacia dentro, seguida por el furgón de los SWAT.
Walter...
Pedro avanzó rápidamente, aferrando la mano con la que Veittsreig sujetaba el arma y retorciéndosela con todas sus fuerzas. La pistola salió volando cuando los tres cayeron formando un revoltijo que no cesaba de retorcerse y dar patadas. Gritando, Veittsreig agarró a Paula del pelo cuando trataba de alejarse. Ella le propinó un fuerte codazo en al barbilla y el alemán la soltó.
—No dejes que Locke se haga con la pistola —le dijo Pedro con voz áspera, encajando un puñetazo en la caja torácica.
Paula ya estaba gateando en busca del arma. Al igual que Locke. El tenía el peso de su parte, pero Pau era más veloz.
Pau dio una voltereta increíblemente grácil, golpeando a Locke en la cara al tiempo que agarraba la pistola con la mano derecha, terminando de pie con el arma apuntadando a un par de centímetros de su nariz sangrante.
—No te muevas —dijo, resollando.
Con aquello resuelto, Pedro pudo concentrarse en el hombre que había tratado de matarla. Giró a cuatro patas sobre una rodilla justo a tiempo de bloquear una patada dirigida a su cara. Agarró a Veittsreig del tobillo y empujó, golpeando al ladrón hacia atrás y abatiéndose sobre él. Pedro le sujetó fuertemente con la rodilla en el pecho, apretó el puño y golpeó.
Mientras Veittsreig gruñía, con los ojos en blanco, Pedro sacó la Glock de su bolsillo. Respirando laboriosamente, la amartilló y le metió el cañón en la boca al alemán.
—¡Pedro!
—Ibas a matarla —gruñó, con las manos temblándole.
Nadie iba a arrebatarle a Paula. Nadie—. Levántate.
Se puso en pie, levantando a Veittsreig de la camisa, con el arma metida aún entre sus dientes.
—La chantajeaste para que trabajara contigo y luego intentaste matarla cuando fue más lista que tú.
—¡Pedro, para!
Débilmente escuchó el sonido de más sirenas, oficiales en esta ocasión, aproximándose al almacén. Walter estaba rodeando alegremente con cinta americana las piernas y los brazos de Locke. La mirada de Pedro recayó de nuevo en Veittsreig, examinando el miedo en sus ojos casi incoloros.
—¿Conoces el dicho americano? —murmuró, sacándole el cañón de la boca y retrocediendo unos centímetros—. ¿ Cómo es? Ah, sí. «La venganza es un arma de doble filo.»
Apretó el gatillo.
Paula gritó cuando Nicholas se tambaleó hacia atrás, cayendo de bruces al suelo. ¡Santo Dios, santo Dios!
Entonces él se puso a cuatro patas y Paula pudo recobrar el aliento. Se dobló por la mitad, agarrándose un lado de la cabeza.
—¡Me has volado la oreja!
—Sólo parte de ella —dijo Pedro, restándose importancia, y se guardó de nuevo la pistola.
Paula se quedó mirándole, boquiabierta, mientras se acercaba a ella y con cuidado le quitaba la otra arma de la mano. Por un segundo había olvidado que la tenía. Pedro vació el cargador y la bala de la recámara y acto seguido lo dejó todo sobre el capó del Mercedes.
—Creí que... —murmuró, y no pudo terminar la frase.
—Estuve a punto —respondió con la mirada todavía dura y llena de determinación.
Paula se abalanzó sobre él y le rodeó con los brazos. En todas sus peores pesadillas, era ella quien iba demasiado lejos y perdía a Pedro. Nunca era Pedro quien cometía el error. Y había estado a punto de hacerlo. ¡Dios bendito!
Había estado a un suspiro de asesinar a un hombre porque éste había intentado hacerle daño.
Sus brazos la rodearon, fuertes y cálidos. Y seguros. Para ella, siempre seguros.
—¿Te quedas aquí? —le murmuró con la boca pegada a su cabello—. Garcia no es el único que está a punto de cruzar esa puerta.
—Tengo que hacerlo —respondió, fingiendo que no estaba temblando de pies a cabeza. Una cosa eran las armas. La INTERPOL y el FBI... le asustaban.
—No tienes por qué hacerlo.
—Sí que tengo. Ni siquiera un superhéroe como tú podría haber hecho todo esto sin ayuda. Sanchez pasó corriendo por su lado.
—Entonces, quedaos y sed los buenos. Yo me piro de aquí. Te llamaré esta noche, cielo. —Dicho esto, subió por encima de la destrozada puerta y se fue rumbo a los muelles y al río.
Al cabo de veinte segundos llegó el primer coche de policía.
No era Garcia.
—¡Manos arriba todo el mundo! —gritó el policía, más agentes uniformados se desplegaron tras él.
Pedro la soltó, extendiendo los brazos.
—Somos nosotros quienes les hemos llamado —dijo con su perfectamente sereno y súper encantador acento británico.
—Déjeme verle las manos hasta que hayamos aclarado todo esto —se corrigió el agente.
Otros dos levantaron a Veittsreig.
—¡Me ha disparado él! —jadeó el alemán, intentado sujetarse la oreja herida mientras los polis se esforzaban con igual ahínco en cachearle.
Las pistolas volvieron a levantarse en dirección a Pedro.
¡Mierda! De no haber estado despeinado, sucio y sangrando, seguramente hubiera surtido efecto su actuación de superioridad británica.
—¡Y él me robó mi cuadro! —farfulló Locke, cubierto de cinta americana, tal y como le había dejado Sanchez.
—¿Dónde está el arma, tío?
Pedro fue lo bastante inteligente como para no moverse. —En el bolsillo delantero de mi chaqueta —dijo, todavía sereno.
Se abatieron sobre él. Por un momento, Paula se percató de lo... impotente que debía de sentirse Pedro cuando había visto como la esposaban a ella. No apartó la vista de Pau mientras le daban empujones, como si ellos fueran tan insignificantes cómo los bichos y lo que más le preocupara fuera ordenarle que no cometiera ninguna estupidez.
Pau deseba hacerlo. Con toda la atención de los polis volcada en Pedro, podría haber cogido un arma, haberle metido en un coche y desaparecido con él. Concentrándose en respirar y con los puños apretados, se mantuvo al margen y observó cuando le llevaron las manos a la espalda y le pusieron las esposas.
—Señorita C.
Podría haberse desmayado de alivio al oír la familiar voz de Garcia... si hubiera sido de las que se desmayaban. Por Dios, su vida debía de haberse vuelto una locura, si es que ahora se alegraba de ver a un poli.
—Garcia, haga que suelten a Pedro, ¿quiere?
El detective entró en el almacén, flanqueado por una docena de agentes del FBI y la INTERPOL.
—Caballeros, les presento a Paula Chaves —dijo—, la mujer que me dio el soplo sobre este lugar.
—Chaves —dijo uno de los tipos de la INTERPOL, un fornido italiano—. ¿Su hija?
Precisó de todo su valor para asentir.
—Mi padre me llamó para contarme que había estado trabajando en un gran caso —improvisó—, y para decirme que creía que el cuadro de Pedro Alfonso podría encontrarse aquí. Cuando me enteré por las noticias de lo sucedido en el museo, pensé que deberíamos venir para asegurarnos de que nadie se llevaba el Hogarth.
—Yo la seguí a ella hasta aquí —dijo Locke, alzando la voz, mientras los policías sustituían la cinta americana por unas esposas—. Tan sólo quería recuperar mi Picasso y Alfonso y ella intentaron matarme, por el amor de Dios.
—Quítenles las esposas al señor Alfonso y al señor Locke —dijo Garcia, cambiándose el palillo al otro lado de la boca—. Nos los llevaremos a todos a comisaría y les tomaremos declaración.
Sorprendida, Paula apuntó a Locke con un dedo.
—¡Él lo planeó todo!
Garcia se acercó lentamente a ella, en tanto que Pedro se colocaba al otro lado.
—¿Tienes alguna prueba? —farfulló.
Pau desvió la mirada de los restos del teléfono de Pedro a su cara arañada y sangrante. Éste negó lentamente con la cabeza. ¡Maldita sea! Todo aquello de haber enviado el vídeo por correo electrónico no había sido más que un farol.
—Las fotografías —dijo de pronto, acordándose—. En ese cuarto de ahí, en un sobre. Aparece junto con ese tipo —prosiguió, señalando a Nicholas—. Él es quien ha llevado a cabo el robo del museo. De acuerdo con mi padre.
Locke continuó proclamando su inocencia mientras le sacaban del almacén. Garcia parecía satisfecho dejando que la INTERPOL detuviera a Veittsreig, pero su expresión no fue demasiado alegre cuando la miró.
—¿Qué? —farfulló—. Es un gran héroe, ¿no?
—La ha liado parda en el museo —gruñó—. Granadas de humo, alicates, agujeros de bala, el...
—No sé de qué habla, detective —interrumpió Pedro, tomando a Pau de la mano con suavidad—. Nos encontrábamos en casa hasta que vimos las noticias y recibimos la llamada del padre de Paula.
—Claro. Muy bien, ustedes dos pueden venir conmigo, pero nos vamos a comisaría, y voy a tomarles declaración.
—Le diremos lo mismo que acabo de contarle —dijo Pedro—, pero, naturalmente, estaremos encantados de cooperar con ustedes.
—Estoy impaciente por ver cómo acaba todo esto. —Garcia se sacó el palillo, lo arrojó y sustituyó por otro nuevo que extrajo de su bolsillo—. Tiene pinta de ser verdaderamente interesante.
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