lunes, 2 de febrero de 2015

CAPITULO 151





Cuando dejaron el vehículo, Pedro se acercó a Paula. 


Cuando lo hizo, metió la mano en su bolsillo derecho, tocando con los dedos la Glock que tenía en él. Nunca había estado tan cerca de disparar a alguien como lo había estado en el vestíbulo del museo; ver a Paula retrocediendo, sin equilibrio, de Veittsreig, un hombre que literalmente le había metido una pistola en la boca... Si hubiera creído que podría disparar una vez antes de que el cabrón reaccionase, lo habría hecho, tanto si estaba presente el FBI como si no.


Tras echar un rápido vistazo a su alrededor, Paula anduvo hasta el panel táctil junto a la puerta del almacén, flexionó los dedos dentro de sus guantes de piel y tecleó algunos números. El botón rojo de la consola se puso verde.


—Prueba y levántala —dijo, retrocediendo.


En parte Pedro había esperado que quitase la tapa de la consola táctil y la manipulara. Dejándose de reflexiones, intervino para empujar la puerta hacia arriba, cerrándola de nuevo una vez que los tres entraron.


—Si alguien se ha ido de la lengua, tendremos a la poli aquí de un momento a otro —dijo Paula, aproximándose a una mesa cubierta de planos—. Vosotros buscad los cuadros. Si se encuentran aquí, seguramente estén guardados en cajas.


—Aquí hay muchas cajas —dijo Walter, lanzándole una mirada a Pedro—. ¿Derecha o izquierda?


—Izquierda —decidió Pedro, y se encaminó al fondo del almacén.


Pedro.


Se volvió hacia Paula, capturando el viejo par de guantes usados que había cogido y se los lanzó. Claro, las huellas. 


Sólo le faltaba que alguna otra cosa convenciera a la compañía aseguradora de que él había robado el Hogarth.


Había cajas apiladas sin orden ni concierto por todo el almacén. Ignoraba el tamaño del Picasso, pero el Hogarth era bastante grande. Eso le proporcionaba un punto de partida, en cualquier caso. Ni Paula ni Walter parecían poner demasiado cuidado mientras revisaban el contenido del almacén, de modo que Pedro enganchó un destornillador y se puso manos a la obra.


—No veo más que piezas de coche y de furgoneta, Pau—dijo Walter en voz alta, cuando emergió del medio de un montón y se fue sin perder tiempo a por el siguiente—. Seguramente las compraron como tapadera para el almacén.


—Yo lo haría. —Se había rendido con la mesa, y agachado a sacar algunas cajas de cartón de debajo—. ¡Maldita sea! 


—Renegó, volcando una tercera caja—. Yo tampoco encuentro nada. Si el material no está aquí, no sé dónde puede estar. Vivían en este lugar. Todo debería estar aquí.


—A menos que los cuadros ya hayan sido vendidos —intervino Pedro, desplazándose a la hilera de catres junto a la pared y dándoles la vuelta para ver si había algo debajo. 


Deseaba recuperar su cuadro, pero si existían fotografías de Veittsreig y Paula juntos, encontrarlas era lo prioritario.


A un lado de los catres divisó una puerta con un letrero que ponía «conserje». Resultaba evidente que ningún conserje había puesto un pie en el almacén al menos en la última década. Pero delante de la puerta pudo distinguir pisadas y marcas de arañazos en la fina capa de polvo.


Accionó la manija de la puerta; estaba cerrada con llave.


—Puede que tenga algo —dijo. Su teléfono volvió a sonar en aquel preciso momento—. Maldita sea —masculló, haciendo, por lo demás, caso omiso.


—¿Qué? —preguntó Paula, dejando los montones de deshechos de los ladrones para acercarse a él.


—Han...


—Mierda. Escondeos —dijo Paula entre dientes, agachándose tras una caja a su lado, y tirando de él para que se colocara a su lado.


La puerta de entrada del almacén se movió y se abrió. Un minuto después entraba con holgura un MercedesBenz y se detenía.


—¿Qué demonios pasa? —susurró Pau.


Pedro la miró. Paula tenía los ojos entornados y una expresión decidida y sombría. Era obvio que conocía a quienquiera que ocupaba el vehículo.


Se abrió la puerta y un hombre bajo y fornido con el cabello entrecano salió de él y bajó la puerta metálica del almacén.


 Traje caro, coche caro... y de aspecto familiar.


—Es Boyden Locke —susurró Pedro.


—El muy desgraciado. —Se escabulló hacia un lado y Pedro se movió para mantener la vista puesta en ella y en Locke.


El hombre había sido cliente de Pau. Un día después de que llegaran a Nueva York, había llamado y solicitado que Paula revisase el sistema de seguridad de su casa. Luego les había invitado a ambos a una fiesta. Y había sido su Picasso el que había desaparecido al día siguiente. ¿Qué puñetas hacía en el almacén de la banda que con toda seguridad le había robado el cuadro?


—Crees que fue él quien contrató a Veittsreig, ¿verdad? —le murmuró a Paula.


Ella asintió, sin apartar los ojos de Locke mientras éste cruzaba el almacén, en dirección a ellos.


—Ahora sí. Y traté de emparejarlo con Patty, maldita sea. —Hizo una pausa—. Retrocede —susurró, rodeando las cajas para que continuaran formando una barrera entre Locke y ella.


Pedro, a unos centímetros de distancia, tan sólo pudo agacharse aún más. Era evidente que Locke no tenía ni idea de que había un ladrón —o, más bien, una ex ladrona—, escondida a menos de un metro de distancia. De haberlo sabido, no habría sacado una llave y abierto el cuarto del conserje.


Entró en la sala, y Paula se levantó, colocándose sigilosamente detrás de la puerta. Por un instante, Pedro creyó que pretendía encerrar a Locke, pero Pau se quedó donde estaba. Locke salió al cabo de un minuto, arrastrando una caja plana y rectangular.


—Boyden —dijo, y Locke se sobresaltó, volviéndose.


Paula le dio una bofetada en la cara.


Retrocediendo sin problemas cuando la caja cayó con un estruendo, levantando una polvareda de suciedad, Paula vio a Locke dar algunos pasos inseguros hacia atrás. Era un tipo grande, pero ella contaba con apoyo. 


Además, la había engañado. Al parecer, prácticamente todos aquellos a quienes había conocido en Nueva York habían intentado jugársela. Eso era lo que había logrado por tratar de reformarse: que la gente se aprovechara de ella.


—¿Qué demonios haces aquí? —espetó Locke, pasando el dorso de la mano por su labio partido.


¿Acaso creía que seguía formando parte del robo? Hum. 


Muy bien podría utilizar eso en su provecho.


—Me estoy escondiendo —replicó—. Menudo gran plan. Nos has tendido una trampa, ¿no?


—Era un plan magnífico, y no os he tendido ninguna trampa. Ayúdame a meter esto en el coche.


—Por dos millones y medio de pavos, tal vez lo haga. De lo contrario, estaremos en desacuerdo.


Pau vio moverse lentamente a Pedro a espaldas de Locke, haciéndose a un lado para colocarse entre Boyden y el Mercedes. Y no parecía más contento de lo que lo estaba ella. Pero no intervino; sin duda Pedro poseía buen instinto, y seguía pensando que hubiera sido un ladrón magnífico.


—El dinero era por el golpe del museo. Ayúdame con estos y no les diré nada a las autoridades de que Alfonso me sugirió que tal vez estarías dispuesta a robarme cuadros por el dinero del seguro.


Estaba en lo cierto; Pedro y él estaban en el almacén, y llegado el caso, ¿a quién era más probable que creyera la policía? ¿Al tipo rico, o al tipo más rico, cuya novia era sospechosa de hacer algunas cosas turbias? ¡Joder! 


Entonces se fijó en lo que Pedro tenía en la mano. No era una pistola, como había creído en un principio; se trataba de su teléfono móvil. Su móvil con cámara de fotos. Reprimió las repentinas ganas de sonreír.


—Tenías planeado el robo del museo antes de que yo llegara a la ciudad —prosiguió Pau, moviéndose hacia la caja—. ¿Qué pinta el robo del Picasso y del Hogarth?


—Fue una casualidad —respondió, limpiándose de nuevo la boca—. Pujé por el Hogarth por teléfono, pero Alfonso me superó. Eso hizo que tuviera que activar el plan B. Y entonces pensé: ya que le van a robar a él, también pueden robarme a mí. El pago del seguro por un Picasso robado ascendía a la tarifa de Nicholas y toda su banda. E invitarte a la fiesta, bueno, eso fue algo inteligente.


—Fue pensar con la cabeza —reconoció—. Pero no voy a ayudarte a arrastrar unos cuadros por la cara. —Agitó el pulgar en dirección a Pedro—. Puede que lo hiciera por él. 
Pero no por ti.


Locke se dio media vuelta.


—¿Qué...?


Pedro le brindó una sonrisa.


—Di patata —dijo, y le hizo una foto con la cámara.
Con un grito, Locke se abalanzó contra él. Pedro le lanzó el teléfono a ella, esquivando el ataque y dándole un buen puñetazo en el riñon al mismo tiempo.


Por lo visto ahora era momentó de ponerse a pelear como caballeros. Pedro llevó a puñetazos al tambaleante Locke contra una pila de cajas y ambos cayeron.


Bien. Pedro llevaba días buscando pelea. A juzgar por la cantidad de improperios, se lo estaba pasando en grande.


Actuando con rapidez, Paula se coló en el cuarto del conserje. Había otra caja de mayor tamaño apoyada contra la pared y en un polvoriento estante tres sobres nuevecitos y ordenados que parecían fuera de lugar. Los cogió, abriendo el primero y más abultado. ¡Bingo! Los diamantes de la reina de las galletas. Comparado con el valor del resto de lo que Nicholas había planeado robar, aquello era insignificante, pero los Hodges se alegrarían de volver a verlos. Ella se alegraría de ver que regresaban con sus dueños. Dejó con cuidado el paquete a plena vista.


En el segundo sobre vio fotografías de Nicholas y suyas delante del edificio de Pedro, fotos de ella saliendo de casa de Locke. .. nada incriminatorio por sí solo, pero que junto con otras pruebas circunstanciales, hubieran bastado.


Se las guardó dentro de la camisa y abrió el tercer sobre. 


Este contenía instantáneas de Locke reuniéndose con Veittsreig en su mayoría, y un par de fotos de Nicholas con Martin. Respirando hondo, quitó una de las que aparecía Martin, luego volvió a colocar el sobre en el estante. Si los ladrones eran lo bastante paranoicos como para fotografiarse durante sus encuentros, podrían vivir con las consecuencias... siempre y cuando ella no tuviera que hacerlo.


El teléfono de Pedro sonó de nuevo. Frunciendo el ceño, respondió la llamada mientras salía del cuarto y silbaba a Sanchez. Tenía que conducir a la policía hasta ese lugar, y luego salir pitando.


—Hola —dijo.


—¿Señorita... Pau? —se oyó la voz de Stillwell.


—Hola, Joaquin. Pedro está ocupado en ese momento —respondió, haciéndose a un lado cuando Locke pasó tambaleándose por su lado, seguido por Pedro—. ¿Puede llamarte luego?


—Si no habla ahora mismo con Hoshido, se acabó el trato. Matsuosan piensa que Pedro está jugando con él, y se está enfadando.


—De acuerdo. Aguarda un minuto. —Tapó el auricular con una mano—.Pedro , es para ti.


—Coge el maldito mensaje —gruñó, le sangraba el labio y tenía una manga de la camisa desgarrada.


Locke trató de agarrarla y Pau retrocedió, a continuación le dio un rodillazo en la cabeza. Cayó al suelo con un gruñido.


—Es Stillwell. Dice que Matsuo piensa que estás jugando con él, y que si no te pones, perderás el hotel.


—Me da igual.


—A mí no. Atiende la llamada —le lanzó el teléfono.


—Maldita... —Lo atrapó—. ¿Qué sucede, Joaquin? —espetó, agitando su magullada mano derecha.


Sentándose sobre Locke para asegurarse de que no iba a ninguna parte, Paula sacó su móvil del bolsillo. Marcó, se llevó el aparato a la oreja e hizo una mueca de dolor cuando le rozó el arañazo de la bala.


—Maldita sea —masculló, cambiándose el móvil de oreja. Probablemente le quedaría una cicatriz.


—Garcia.


—¿Qué tal la operación?


—La operación va bien. Soy todo un héroe. Tres alemanes y un ladrón de guante blanco de talla mundial, al que se creía fallecido. Aunque ha sido un tanto complicado explicar la presencia del tipo de la calle. Y la de la chica que les dio una buena tunda a los dos agentes del FBI. Además, uno de mis hombres va de camino al hospital.


—¿Está la INTERPOL hablando con Martin?


—Sí. No puedo acercarme a ninguno de ellos, pero parece que se está llevando el mérito por encerrar a los alemanes en las galerías.


—De acuerdo. Acerqúese con algunos hombres al almacén en West End Avenue y West Fiftyninth. Es posible que encuentren un par de cuadros robados y al tipo que contrató a los alemanes.


—Ya vamos de camino. ¿Estará usted allí?


—No si tengo algo que... ¿Ha dicho tres alemanes?


—Aja.


De pronto se dio cuenta de que Pedro se había quedado en silencio al otro lado de donde ella se encontraba, y que no había sabido nada de Sanchez después de haberle silbado para que se acercara. Levantó la cabeza y se encontró con Nicholas Veittsreig de pie junto a la puerta del almacén con una pistola en la mano y con Sanchez arrodillado a sus pies.


—Cuelga el teléfono, Pau—gritó.


Paula así lo hizo.



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