domingo, 1 de febrero de 2015
CAPITULO 150
Martes, 5.33 p.m.
«Paula se arrojó a un lado cuando Nicholas apretó el gatillo.
En ese preciso segundo, una enorme figura envuelta en humo salió de entre las sombras y golpeó a Veittsreig en mitad de la cabeza con algo grande y pesado. Pedro.
Sintió un dolor ardiente en su mejilla izquierda al tiempo que el sonido de disparos retumbaba en el vestíbulo. Paula rodó, poniéndose en pie como pudo. El ruido tan próximo a sus oídos hizo que le pitaran.
Veittsreig se desplomó, Pedro estaba de pie a su lado sujetando un cuenco de bronce romano en la mano. Por un momento dio la impresión de que no había terminado con Nicholas.
—¿Pedro? —dijo Pau, temblando.
Se volvió hacia ella. Por primera vez se percató de que llevaba unas largas patillas y un bigote falsos.
—Vamos —dijo, agarrándola del brazo y tirando el cuenco en una maceta.
—Pero...
—Vamos —repitió—. No había tiempo para pelear como caballeros. No pueden verte aquí.
Llevándola prácticamente en volandas, se dirigió a la salida.
En cuanto recordó que la llevaba, Paula se sacó la pistola de la cinturilla y la tiró al suelo. Nada de armas. Jamás. Un tipo con el uniforme del Departamento de Policía de Nueva York les miró fijamente, y Paula agitó el pulgar en dirección a Veittsreig. Asintiendo, el hombre se puso en marcha. Por lo menos Garcia había cumplido con su palabra.
Pedro sacó un pañuelo y se lo apretó ligeramente sobre la mejilla mientras cruzaban las abarrotadas puertas de salida.
—Apártense —dijo con un ligero acento sureño que tan sólo guardaba un levísimo deje británico—. Mi esposa se ha cortado con un cristal.
Tratando de quitarse la mayoría de las telarañas de la cabeza, Paula se apartó un poco de él.
—Tú tampoco puedes estar aquí —farfulló.
Pedro se pasó un dedo por el bigote.
—No estoy aquí. Es chulo, ¿a que sí?
—¿De dónde se supone que has salido? ¿De los setenta?
Pedro la asió nuevamente del brazo y ambos se dirigieron hacia la calle junto con el resto de los refugiados del museo.
La cacofonía de sirenas, cláxones y emisoras de policía comenzaron a metérsele en su dolorida cabeza. Parecía que se hubiera desatado el Armagedón en la Quinta Avenida.
Todavía ayudada por Pedro para caminar recto, se desplazaron hacia el margen de la agitada multitud en estado de pánico. En la masa de gente se sentía algo más protegida, pero Pedro no se detuvo. Por el contrario, sacó su móvil y llamó.
—Vamos —dijo sin preámbulos, y colgó de nuevo.
Un furgón del SWAT, con las sirenas encendidas, aparcó en la acera delante de ellos. ¡ Dios santo! Era Wulf. Sin darse por enterado de que estuviera tirando de él, Pedro la hizo subir los dos peldaños del furgón.
—¡Pedro, no! No...
—No pasa nada, cariño.
Levantó la mirada hacia el conductor del furgón. Quien le devolvió la mirada fue Sanchez, sentado y con una sonrisa un tanto forzada.
—Entra, nena. El taxímetro corre.
—Pero...
Cuando Pedro pasó por su lado, el vehículo se puso en marcha. Mientras observaba, sujetándose con una mano al techo para no perder el equilibrio, Pedro abrió una de las puertas traseras y arrojó de una patada a la calle un enorme bulto cubierto con un lienzo.
—Era Wulf, ¿no? —preguntó, al tiempo que él cerraba nuevamente la puerta.
—¿Así se llamaba? No me lo dijo.
Paula se sentó pesadamente en el suelo del furgón mientras bajaban a toda prisa la calle.
—¿Qué demonios sucede? ¿Estoy inconsciente? ¿O muerta?
—Nada de eso. —Pedro se sentó a su lado—. ¿De verdad creías que iba a quedarme a esperarte sentado en un taxi a una manzana de distancia?
—Aceptaste hacerlo.
—Por supuesto que lo hice. —Acercándose lentamente, le quitó el pañuelo de la mejilla—. Ha estado muy cerca, Paula —dijo con voz trémula—. Casi no llego a tiempo.
Pau se llevó los dedos a la mejilla. Era superficial, más una quemadura que otra cosa. Joder, le escocía.
—Dadas las circunstancias, no me quejaré.
—¿Por qué narices no huíste cuando comenzó el robo?
—Quería asegurarme de que no se salían con la suya. Tuve que accionar de una en una las puertas antiincendios de las galerías. Nicholas se coló por debajo de la última.
—Walter, dirígete hacia el hospital más próximo —ordenó Pedro.
—Ya vamos de camino.
—No, no, no. Ve hacia el río, Sanchez.
—¿Aún seguimos huyendo?
—Ahí es donde se encuentra el almacén de Veittsreig. Se suponía que debíamos depositar los objetos allí. El Hogarth y el Picasso podrían continuar dentro.
—Después —dijo Pedro, volviéndole a colocar con cuidado el pañuelo en su lugar.
—¡Ay! Si esperamos, puede que alguien de la banda les dé la localización a los polis.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—Quiero asegurarme de que todo está allí, y que no hay ninguna fotografía de vigilancia de Nicholas y mía por ahí tirada.
Y seguía queriendo saber quién era el comprador. Si los problemas la perseguían, deseaba saber quién se los causaba.
Haciendo una mueca de dolor, Pedro se arrancó el bigote y las patillas. A Paula no le habían causado gran impresión, pero suponía que habían servido a su propósito y que nadie le había reconocido.
—De acuerdo —dijo de mala gana—. Primero al almacén.
Deseaba haber dispuesto de más tiempo para darle una paliza a Veittsreig; el tal Wulf no le había supuesto ningún reto. Claro está que, tal y como había señalado Walter, había estado verdaderamente cabreado y puede que le hubiera golpeado con mayor fuerza de la estrictamente necesaria.
Sonó su teléfono. Lo sacó y respondió de manera automática:
—Alfonso al habla.
—Pedro, soy Joaquin Stillwell.
—Joaquin. ¿Puedo llamarte dentro de una hora más o menos? Estoy un tanto oc...
—Gira a la izquierda, Sanchez —dijo Paula—. Dos bloques a la derecha.
—Pedro, tengo a Matsuo Hoshido por la otra línea. Dice que si puede hablar contigo, esta noche cerrará el acuerdo.
—¿Y qué hay del Concejo?
—Dice que tiene una especie de plan para tratar con ellos.
Paula se inclinó hacia delante.
—Sanchez, para.
—¿Qué sucede, cielo?
Pedro frunció el ceño.
—Te volveré a llamar, Joaquin.
—Pero...
Colgó el teléfono y se lo guardó de nuevo en el bolsillo. —¿Qué ocurre?
—No pasa nada —respondió Paula, levantándose y acercándose a los escalones—. Vamos en un enorme furgón que parece pertenecer al SWAT. Preferiría no detenerme delante del almacén montada en él, independientemente de que quien haya allí pueda o no pensar que se trata de Nicholas.
—Está bien. —Con expresión un tanto disgustada, Walter aparcó en una calle lateral.
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Noooooo!!!! Carmelina no lo podes dejar ahí... aaaahhhhhhhhh
ResponderEliminarWowwwwwwwwwww, qué intensos, cuánta adrenalina x favor!!!!!!!!!!!
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