domingo, 1 de febrero de 2015

CAPITULO 148




Martes, 8.23 a.m.


—De acuerdo, los tengo —dijo Sanchez, gruñendo al tiempo que ella le ayudaba a pasar por el marco de la ventana del pasillo de la primera planta—. Y estoy más que harto de entrar por la ventana.


—Yo me ganaba la vida haciendo eso —replicó Paula, cerrando de nuevo la ventana y volviendo a colocar la mesa en su sitio.


—Tú eres un poco más dinámica que yo. Y unos treinta años más joven.


—Excusas, excusas —murmuró, conduciéndole hacia la biblioteca, de la que se había apropiado para disponer de su equipo—. Vamos a verlo.


—Dame primero las gracias.


—Gracias, Sanchez.


—Eso está mejor. Aunque la sofisticación es mayor de lo que te gustaría, ¿verdad?


—Mucho mayor. Espero poder descubrir cómo montarlo.


—Sobre todo porque dispondrás de unos cinco minutos en total para hacerlo. Debo decir, Pau, que en el pasado has hecho cosas que me aterrorizaron, pero esto es una auténtica locura.


Paula le brindó una sonrisa.


—Al menos, si esto no funciona, acabaré con un balazo.


—Ni se te ocurra pensarlo siquiera. —Cerró la puerta de la biblioteca después de pasar—. ¿Dónde está el inglés?


—Abajo, entreteniendo a nuestro invitado hasta que pueda mandarle a trabajar


—¿Va a ser esto una novedad? ¿Los dos con una carabina en casa?


—Ya vivimos con más personas —respondió, tendiendo la mano para tomar su mochila—. Y Solano Dorado es una casa grande. Además, Stillwell va a viajar muy a menudo.


—Tan sólo sentía curiosidad de por qué Alfonso de repente necesita un ayudante.


Pau le lanzó una mirada.


—Necesita un ayudante porque quiere poder pasar más tiempo conmigo.


—Para no quitarte el ojo de encima, quieres decir.


—No. Sí. Probablemente. Qué se yo. Intento mantener la mente abierta hasta que vea cómo va la cosa. Porque los tres sabemos que no voy a acabar atada a Pedro, por mucho que me guste estar con él. —Sacó media docena de mini controles remotos y receptores de la mochila—. Qué monada. ¿Son de Ramón?


Sanchez negó con la cabeza.


—De Douglas. Y tuve que pagárselos, así que me debes cuatro mil pavos.


Pau se sentó a la mesa de la biblioteca, con las herramientas a su alrededor, para retirar la parte trasera del primer aparato.


—Vale la pena. —Dejando a un lado la concentración previa al trabajo, palmeó la silla junto a la suya—. Es culpa mía, ¿verdad? Que tengas que pagar en efectivo.


—Tú hiciste que me retirara, así que sí, es culpa tuya. Todos estos tipos están al tanto de que no pueden hacerse trueques con alguien que no va a robar nada que me merezca la pena.


—No pienso disculparme. Esta vida es más segura para ambos.


Ssnchez dejo escapar un bufido. —Ah, ya lo veo, ya. 


Paula frunció el ceño.


—Bueno, se supone que debe serlo. —Se puso a trabajar con el soldador—. ¿Sabes?, esto marcharía mejor para Garcia y los demás si también pudiera entregar al comprador.


—Pero eso sería traspasar, con mucho, la raya. Conoces a un montón de compradores. Si empiezan a pensar que es posible que les entregues, no tienes dedos para contar los problemas que pueden causarte un montón de ricachones.


—Es una posibilidad —reflexionó—, pero la mayoría de esos hombres son muy listos. Y por eso mismo, sabrán que el primero en pasarse de la raya fue este tipejo. Robar algo en casa de un ladrón no mola nada. Eso no me deja en buen lugar.


—Pues sonsácale la información a Veittsreig antes del golpe.


—Lo intenté, pero se cree que trataría de pasarle por encima y renegociar por mi cuenta.


—Ser deshonesto ya no es lo que era.


—Qué me vas a contar. Pero quienquiera que sea el tipo, me ha cabreado, y no pienso darme por vencida.


Sanchez se quedó viéndola trabajar durante un minuto.


—¿Puedo preguntarte una cosa?


—Mmm, hum.


—¿Por qué decidiste que tenías que meter a la poli en esto?


—Porque no podíamos acudir directamente a la INTERPOL.


—No me refería a eso.


—¿Pues a qué te referías?


Sanchez posó la mano sobre la de ella, tapándole la vista del control remoto.


—Me refería a que Martin te ha incluido por la fuerza en un golpe de mucho dinero. Hasta hizo que te resultara muy difícil rechazarlo. Me refiero a que sé que se trata de un museo, y conozco tu opinión al respecto, pero aparte de eso, es...


—Es la clase de trabajo que me atraería —concluyó Paula, dejando los alicates—. ¿Me preguntas por qué no debería aprovechar la oportunidad y volver a mi vieja vida?


—Es evidente que te encanta esto. Estás impaciente porque llegue esta tarde, ¿o no?


Pau había pasado la mayor parte de la noche anterior dándole vueltas a algunas cosas.


—Es un reto. Y ya sabes qué me pasa con los retos.


—Es más que eso. Eres como una adicta que recibe una dosis después de seis meses limpia. Robar los diamantes fue igual que tomarte un chupito de tequila, y ahora te mueres por beberte una gran botella de Jack Daniels.


—Ah, pero qué bonito. Muchísimas gracias.


—Ya sabes lo que quiero decir.


Sí, lo sabía.


—¿Por qué Martin quería meterme en esto, Sanchez? ¿Alguna vez te lo has preguntado?


—Ya has deducido que no intenta traicionarte. Necesita tu ayuda para llevar a cabo el golpe.


—No, no es así. Formando equipo podemos encargarnos con más rapidez de la parte electrónica, pero no me necesita a mí para hacerlo.


Sanchez se recostó en su silla.


—De acuerdo, pues dímelo tú. ¿Por qué Martin quiere que des este golpe? Ya sabes que no es para que te pillen, porque a la INTERPOL le ha dicho que no tendrá lugar hasta el viernes.


Se retorció para volverse hacia él, sentándose sobre un pie.


—Me ha estado vigilando de cerca durante los tres últimos años, desde que supuestamente falleció. Durante todo ese tiempo ha estado yendo de puntillas, portándose bien con la INTERPOL, haciendo lo mínimo para seguir con los buenos e impedir que le metieran de nuevo en la trena.


—Ya había llegado a la misma conclusión.


—¿Cuántos otros trabajos crees que les ha complicado? Fingir que trabaja para los buenos es un nuevo timo suyo, Sanchez. Eso le proporciona plena libertad para realizar pequeños trabajitos por su cuenta. Incluso puede echarles las culpas a ellos o a quien sea a quien le tienda una trampa para la próxima operación de la INTERPOL.


Sanchez guardó silencio durante varios segundos.


—Eso lo entiendo. A Martin siempre se le ha dado bien engañar a otros para que sirvieran a sus propios propósitos.


—Lo recuerdo. Y entretanto podía alegar que les estaba enseñando una lección, o a mí. Así que, ¿y si consigue que le ayude a llevar a cabo esto? Me aleja de Pedro, porque aunque pudiera cubrirme las espaldas esta vez, no lo haría. Martin consigue la pasta, continúa en buenos términos con una banda de mucho éxito y yo me quedo sin lugar adonde ir y con un golpe muy destacado en mi haber.


—Consigue que seas su cómplice después de que le rechazaras hace seis años.


Pau cogió su CocaCola Light y la apuntó en su dirección.


—Medalla de oro para él.


—¿Por eso acudiste a la poli ¿Para no tener que volver a trabajar con Martin?


—Dame un respiro. No es que ahora mi vida sea perfecta, pero hay momentos en que soy muy, muy feliz. Estoy enamorada. Y a salvo. —Esbozó una sonrisa al ver su expresión vacilante—. Más de lo que lo estaba antes. Lo de hoy es una excepción.


—¿Cuántas excepciones te aguantará Alfonso?


Paula también había estado dándole vueltas a eso.


—No lo sé. Supongo que lo averiguaré cuando alcance la cifra mágica.


—¿Quieres alcanzar la cifra mágica?


—¿Quién eres tú, mi consejero?


—Creía que era tu Yoda.


—Bueno, esta mañana empiezas a ser mi C3PO, y me estás sacando de quicio. Claro que no quiero alcanzar esa cifra. Si Pedro y yo rompemos, no quiero que sea porque no tenga... las pelotas de seguir el camino que me he trazado yo misma.


Pedro llamó a la puerta.


—¿Estáis presentables? —preguntó al tiempo que abría.


—¿Se ha marchado ya Stillwell?


—Sí, le mandé para que les mantenga a raya por hoy. Es lo justo, dado que se han pasado los tres últimos días dándome largas. —Se sentó enfrente de ella—. ¿Debería preguntar cómo vas a meter todo esto en el museo? —inquirió, señalando su equipo.


—Digamos que no utilizaremos la puerta principal. No todos, en cualquier caso.


—Y explícame otra vez el plan de fuga. Quiero asegurarme de que no haya fallos respecto a eso.


La preocupación que traslucían claramente sus azules ojos hizo a Paula reconsiderar la respuesta insolente que había estado a punto de darle. Cualquier cosa en que se embarcara no era sólo asunto suyo. Eso, posiblemente, era a lo que más le costaba acostumbrarse; había otra persona que tenía un interés emocional, e incluso físico, en su vida.


—La salida es muy simple. En cuanto los buenos entren en acción, me deshago del equipo, me cuelo por la salida más próxima, recorro una manzana hasta donde tú me estarás esperando con un taxi y nos dirigimos a tu oficina para que tenga una coartada. Con el par de segundos extra que me proporcionen los chicos de Garcia, debería resultar pan comido.


—Claro —masculló Sanchez—, pan comido. Salvo por las pistolas, el ajetreo y la posibilidad de que alguien pueda intentar seguirte. O que alguien pueda reconocerte. Has salido en la tele, por si no te acuerdas.


—Ah, pero ya he pensando en eso —respondió, metió la mano en la bolsa que tenía al lado y sacó una peluca rubia.


—Espero que esa cosa sea a prueba de balas —dijo con hosquedad su ex perista.


Paula sonrió a Pedro.


—¿Es cierto, señor Alfonso? —dijo con voz cantarína, colocándose la peluca—. ¿De verdad los multimillonarios las prefieren rubias?


El dejó escapar un bufido, alargando el brazo por encima de la mesa para enroscar un mechón de cabello rubio dorado en sus dedos.


—Estás guapa con cualquier color de pelo, yanqui. Si ser rubia hará que salgas del Metropolitano sana y salva, entonces sí, hoy las prefiero rubias.


Paula se puso en pie, agachándose a besar su sensual boca.


—Buena respuesta.


Soltando su peluca, volcó de nuevo la atención en los aparatos electrónicos esparcidos por la mesa.


—Si vas a librarte de tu equipo, ¿por qué trasteas con estas cosas? —preguntó Pedro, cogiendo uno de los controles remotos y examinándolo.


—Por seguridad. Nicholas o Martin podrían examinar lo que llevo. Cuanto menos, debe parecer que voy a poner el cuerpo y el alma en esto. —Si le contaba para qué eran en realidad, probablemente la encerraría en un armario hasta el día del Juicio Final. Había cosas que era mejor que no supiera.


—¿Y cuál es el plan de fuga según tus cómplices y tú?


—Ya hemos pasado por esto.


—Pasemos de nuevo, si no te molesta.


Así era como trabajaba, pensó Paula, examinando todos los aspectos y posibilidades de una situación. Ésa era una de las facetas en que no se diferenciaban tanto.


—Martin y yo desactivamos los sensores y las alarmas —dijo, evitando que la impaciencia se manifestase en su voz—, y mientras los guías y los guardias del museo se disponen a vaciar las salas de exhibición, empezamos a arrancar las cosas de la pared. El pánico se desata y lanzamos algunas bengalas y granadas de humo, luego nos vamos a por las piezas que queremos y las guardamos en bolsas.


—Como si fueran provisiones.


—Igualito. Interfiriendo aún los monitores, salimos echando leches por la puerta principal y nos subimos al furgón de UPS camuflado como una unidad del SWAT que nos está esperando. Con las luces y sirenas encendidas, nos largamos del museo, cambiamos el furgón por una furgoneta y volvemos al almacén. Entonces dejamos nuestro botín y nos separamos.


—Pero aunque las alarmas estén apagadas, seguirá habiendo guardias armados en el lugar.


—Con suerte estarán muy ocupados con los civiles y las obras de arte que desperdigaremos por todo el lugar.


—Según Veittsreig, ¿supongo? —insistió Pedro—. Disparó a un guardia de seguridad en París. Lo hará de nuevo. Espero que te des cuenta de eso.


—No soy imbécil, Pedro —replicó, ya comenzaba a sentir el arrebatador estímulo de la adrenalina—. La policía sabe de lo que es capaz. Estarán preparados. Esa es la razón de que hablara con Garcia, ¿recuerdas? —El continuaba pareciendo escéptico, y por eso, lanzándole su mejor mirada de «no te metas conmigo», se apartó de la mesa—. Necesito otra CocaCola —espetó, y salió de la habitación.


En cuando lo hizo, Pedro se inclinó hacia delante.


—¿Cuándo crees que la llamarán?


—En las próximas dos horas, supongo. De ese modo tendrán tiempo para hacer los retoques de última hora sin que exista la posibilidad de que alguien se vaya de la lengua.


—¿No hay honor entre ladrones?


—No con estos tipos. Tío, tengo un mal presentimiento.


—No eres el único. —Pedro bajó la voz un poco más—. En cuanto se marche, tú y yo tomaremos algunas medidas. 


Walter arrugó la frente.


—¿Qué tipo de medidas?


—Medidas para asegurarnos de que nuestra chica sigue con vida. ¿Estás conmigo?


El ex perista le tendió la mano. —Ah, sí que lo estoy. A tope. 


Pedro se la estrechó. —Bien.


De igual forma que Paula haría lo que tenía que hacer, también lo haría él.


Como coleccionista de arte, la idea de que alguien lanzara inestimables piezas con el objeto de originar una distracción le provocaba náuseas. Pero sus sentimientos por los métodos de la banda de Veittsreig no importaban. Una vez que las autoridades comenzaran a materializarse por todo el museo, sus colegas se darían cuenta de que les habían tendido una trampa. Culparían a Martin, a Paula, o a ambos. Por lo que a él respectaba, Martin estaba solo.


Pero nadie en el FBI o la INTERPOL se inmutaría si alguno de los ladrones acababa muerto, y con independencia de lo que pudiera esperar Garcia, sus hombres no estarían, ni remotamente, al mando. Lo cual les dejaba a Walter y a él. 


Y después de lo que había escuchado por casualidad de la conversación entre Walter y Paula de hacía unos minutos, nada —absolutamente nada—, iba a sucederle a Paula, si es que él tenía algo que decir en todo aquello. Por tanto, tomaría medidas para cerciorarse de que tenía el uso de la palabra.


Cuando Paula regresó a la biblioteca, refresco en mano, Walter se puso en pie.


—Si no os importa, me voy a ver si veo las noticias. Y a asegurarme de que ninguna de las cadenas locales organiza «Un día en el Museo Metropolitano» ni nada parecido.


—Gallina —dijo Paula, dejando su bebida y poniéndose de nuevo con la media docena de artilugios que le había llevado Sanchez.


—¿Vas a decirme para qué son? —preguntó Pedro al cabo de un momento, observándola.


—Son para que pueda conectar o desconectar una alarma a corta distancia —dijo, etiquetándolas de la «a» a la «f» con trochos de cinta adhesiva y rotulador permanente—. De ese modo puedo controlarlas cuando el resto del museo sepa que algo pasa —le lanzó su impredecible sonrisa—. Con algo de suerte.


—Sigue en pie mi oferta de llevarte a las Bahamas, ya lo sabes —comentó—. Puedes llevarte la peluca. —La había visto escalar muros y atravesar ventanas, pero pese a saber que contaba con experiencia técnica, verlo con sus propios ojos era algo nuevo. Y fascinante.


—Lo sé. Dejaré que me lleves de vuelta a Palm Beach cuando esto acabe. ¿Qué tal eso?


Para poder volver al negocio de la consultoría de seguridad que no le gustaba especialmente.


—Me parece muy bien —dijo de todos modos.




Cuando terminó de hacer lo que estuviera haciendo con los controles remotos y los receptores, Pedro la ayudó a meter todo lo que necesitaba en su mochila. Y pensar que unos meses atrás jamás hubiera creído que ayudar a una mujer —a su mujer—, a prepararse para trabajar incluiría guardar alicates, un mini soplete, veinte metros de cable de cobre, un divisor electrónico y unos prismáticos de infrarrojos, entre otras cosas.


Podía verlo en su expresión, apreciarlo en el temblor emocionado de su voz, cómo se sentía por el inminente golpe. Aquello le aterraba, pero al mismo tiempo podía comprenderlo sin el menor esfuerzo.


—¿Quieres también un sandwich de mantequilla de cacahuete para llevar? —preguntó, señalando la mochila.


—Los otros ladrones se burlarían de mí.


—Eso no podemos consentirlo.


Pedro deseaba tocarla, arrastrarla hasta el dormitorio y desnudarla, recordarle que podía excitarla del mismo modo en que lo hacía un buen golpe. Pero él habría detestado tal distracción, tal amenaza a su concentración, justo
antes del momento de concluir un trato de negocios. Y dado que en el caso de Paula la concentración bien podría ser lo único que la mantuviera con vida, no iba a hacer nada para arriesgarse a socavarla.


—¿Y ahora, qué? —preguntó.


—Me paseo de un lado a otro y me mosqueo hasta que llegue el momento del encuentro.


—¿Cuántas probabilidades hay de que Veittsreig altere sus planes en el último momento?


—No he trabajado con él previamente, pero todo esto se basa tanto en la experiencia, que no estoy segura de qué podría cambiar sin que por ello todo se vaya al garete. El plan básico se mantiene, al menos.


—¿Y si...?


El teléfono de Pau sonó, con el tono que le resultaba familiar pero que no lograba ubicar. Pedro frunció el ceño mientras ella sacaba el móvil de bolsillo.


Paula levantó la vista hacia él, sonriendo ampliamente.
—Es de la banda sonora de Terminator —dijo, y abrió la solapa—. Hola —escuchó durante un minuto, con el rostro desprovisto de expresión—. Lo haré —dijo finalmente, y colgó.


—¿Y bien?


—Es la señal. Tengo que irme ya.


Ahora que había llegado el momento, deseaba cambiar de opinión. Su ego masculino y su deseo de poseer le advertían que no la dejara marchar, que retuviera a su lado aquello que le era querido. Inspiró profundamente.


—Ten cuidado —dijo, tomándole la mano y atrayéndola contra su cuerpo.


Paula se puso de puntillas y le besó de forma tierna, preocupada y excitada a un mismo tiempo.


—Estate allí cuando vaya a por ti.


—Lo estaré. Cuenta con ello.


Tras guiñarle el ojo, se cargó la mochila al hombro y se encaminó hacia las escaleras.


—Te quiero, inglés.


Con ésa iban dos veces que se lo había dicho aquel día sin tener que animarla. Y tampoco sería la última.


—Te quiero, yanqui. Nos vemos pronto.




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