viernes, 16 de enero de 2015
CAPITULO 96
Miércoles, 7:18 a.m.
El gran tiburón blanco emergió bruscamente sobre la superficie del agua turbia, directamente hacia ella. Los ojos de Paula se abrieron de golpe y se incorporó, un grito se alzaba en su garganta. Al escuchar la banda sonora de Tiburón sonando en la mesilla de noche, reprimió el chillido y agarró el teléfono.
—¡Joder! —farfulló, descolgándolo—. ¿Sabes qué hora es?
—¿Querías o no que hiciera algunas preguntas por ti, bizcochito?
Respondió la voz de Bobby LeBaron. Se apartó el cabello revuelto de los ojos, mirando a su alrededor en busca de Pedro aunque probablemente éste ya estuviera trabajando en su despacho.
—¿Qué has averiguado?
—Lo primero es lo primero, Chaves. Esto tiene un precio.
—Te dije que valdría cien pavos.
—Aja. El amorcito de Pedro Alfonso puede pagar mil pavos por lo que yo tengo.
Paula exhaló. Codicioso hijo de puta. Con todo, ya había jugado antes a ese juego.
—Doscientos, o ve a vendérselo a otro.
Él hombre vaciló. Pau podía prácticamente escuchar los engranajes girar en su cerebro.
—Quiero el dinero por adelantado.
Bueno, la cosa no iba a ponerse mejor.
—¿Estás en la tienda?
—Sí. Algunos trabajamos temprano.
—Y algunos trabajamos hasta tarde. Estaré allí en media hora.
—Utiliza la puerta de atrás. No abro hasta las diez.
Paula cerró el teléfono y buscó algo de ropa en el armario. Cualquiera que fuera la información, ya era hora de que algo saliera bien. Con sospechas o sin ellas, necesitaba esa dichosa prueba con la que Castillo no paraba de darle la tabarra.
Se cepilló los dientes y se recogió el pelo en una coleta, luego recorrió el pasillo hasta el despacho de Pedro.
—Buenos días —dijo, asomándose.
Él levantó la vista del ordenador.
—¿Es más tarde de lo que pienso o algo anda muy mal? —preguntó, echando un vistazo al reloj.
—No pasa nada —dijo, acercándose para darle un beso en su ondulado cabello negro—. Tengo que realizar el seguimiento de una cosa.
—¿Una pista?
—Tal vez. Seguramente también me pase por la oficina, así que te veré más tarde.
Pedro le aferró la mano cuando pasaba por su lado.
—¿Necesitas un compinche?
—No. Sólo es cuestión de conversar. —Genial. Pedro le preguntaba en vez de exigirle. El corazón le dio un divertido vuelco. Segura como estaba sobre sus sentimientos, el hecho de que hubiera comenzado a hacer concesiones a su extraño modo de vida parecía algo… bueno. Le besó de nuevo, esta vez en su sensual boca—. Llamaré para que sepas que no me he muerto.
Con una veloz sonrisa Pedro regresó a su ordenador.
—Eso estaría bien. Llévate el SLR.
Paula estacionó en una de las plazas del área de carga en la parte trasera de la zona de comercios adosados. El SLR no era el coche más discreto del mundo, pero no tenía pensado quedarse mucho tiempo.
Llamó suavemente a la blanca puerta de metal.
Considerando que Bobby tendría, de hecho, que levantarse para atender su llamada, no le sorprendió tener que esperar casi tres minutos antes de que el pomo se moviera y la abriera.
—Muy bien, ¿qué tienes? —preguntó, colándose en la trastienda y poniendo un par de pasos de distancia entre el perista y su persona.
Jadeando, éste cerró la puerta y se apoyó contra ella. A Pau le incomodó aquello; su sola corpulencia hacía de él una barricada temible. Las ventanas y la puerta de delante estaban atrancadas, pero en caso de emergencia seguramente podría arrojar un televisor y salir. Jamás la atraparía en la calle.
—¿Dónde está la pasta? —preguntó.
Sacando el fajo del bolsillo de su liviana chaqueta, lo dejó sobre un armario.
—Aquí mismo. Pero no te lo quedarás si no me gusta lo que tienes que decir.
—Ah, claro que te gustará. Estás buscando un Van Gogh auténtico, ¿no? ¿Nenúfares azules?
«El mismo.»
—¿Dónde lo has visto?
—No lo he visto. Recibí una llamada. Un tipo con una de esas voces alteradas artificialmente tipo Darth Vader buscaba nombres de peristas que pudieran manejar esa clase de mercancía.
—¿Y qué le dijiste?
Él extendió una rolliza mano.
—La pasta primero, pastelito.
Dado que había identificado el Van Gogh, su información era probablemente fidedigna. Se lo entregó con el ceño fruncido, esquivando sus dedos cuando él trató de sujetarle la mano.
—Habla, Bobby
—Ya sabes, estaba pensado. Alfonso tiene un montón de objetos de valor. Podríamos pensar en algo para recolocarlos. Sería pan comido. Y tú seguramente podrías vaciar media casa antes de que él se diera cuenta.
Paula cruzó los brazos a la altura del pecho.
—Sabes, el dinero era por la información, pero patearte el culo es gratis.
—Vale, de acuerdo. Le dije que posiblemente podría ayudarle si se pasaba por aquí antes de las nueve.
Echó un vistazo a su reloj. Eran casi las ocho en punto.
—Muy bien. No te importa que me quede por aquí, ¿no?
—Claro que sí. No eres buena para el negocio, Chaves. Los tipos con los que me muevo saben que te has reformado. Escóndete donde quieras, siempre que nadie te vea. No quiero que te vean.
—De acuerdo. ¿Va a venir por la puerta trasera o por la principal?
El se encogió de hombros.
—Yo qué sé. Piérdete.
—Quítate de en medio.
Con un gruñido divertido Bobby se hizo pesadamente a un lado. Pau agarró el pomo de la puerta y la abrió antes de que éste pudiera cambiar de opinión.
—Resulta extraño, ¿no? —dijo Bobby a sus espaldas.
—¿El qué?
—Que ahora no te quiera la escoria con la que antes no te relacionabas por ser demasiado buena para ella.
Ella se dio la vuelta para mirarlo a la cara.
—Tú has aceptado mi dinero, Bobby. Si me delatas a este tipo, no vas a estar muy contento conmigo.
El SLR no podía quedarse, pero no estaba segura de dónde podía aparcarlo para que siguiera allí cuando fuera a por él.
La próxima vez que saliera en busca de los malos se llevaría un maldito coche menos llamativo y mucho menos valioso.
Finalmente optó por aparcarlo detrás de la gasolinera de la esquina. Era un lugar menos idóneo para seguir de cerca a alguien, pero no contaba con demasiado tiempo para planearlo.
A las ocho y cuarto escaló por la tubería junto a la puerta trasera de Bobby y se afianzó sobre el plano tejado. Allí arriba hacía calor aun a tan temprana hora de un día de primeros de enero y se quitó la chaqueta, utilizándola para apoyar los codos en ella. Alcanzaba a oler los bollos recién hechos de la cafetería que había a un extremo del centro comercial y el estómago le gruñó a modo de respuesta. Pero, habida cuenta de que las indicaciones de Bobby habían sido «antes de las nueve», tenía que quedarse donde estaba.
A las ocho y veinte pasadas, un Chevy del 84 se detuvo delante de la parte trasera de la tienda. No reconoció al tipo que se bajó, pero Pau se relajó de nuevo cuando éste alargó la mano al asiento de atrás y sacó un televisor. Por lo visto Bobby realizaba la mayoría de sus actividades como perista antes de su horario normal de trabajo. Estupendo. Siempre y cuando la policía no apareciera y la encontrara
vigilando en el tejado, le traía sin cuidado lo que él hiciera.
El tipo del televisor se marchó escasos minutos después sin el aparato y Pau se volvió a acomodar.
Eran pasadas las nueve menos veinte cuando otro coche entró en el área de carga. Paula se inclinó sobre el borde del tejado para echar un vistazo. Un reluciente BMW negro.
Muy bien, eso era interesante. El coche no encajaba más de lo que lo hacía el suyo.
El vehículo redujo la marcha, luego pasó por delante de la tienda de televisores y dio la vuelta hasta la parte delantera.
Alguien estaba nervioso. Arrastrándose a cuatro patas, se acercó poco a poco hacia la parte de delante del tejado. El BMW llevaba las ventanillas tintadas y Pau pudo únicamente distinguir que había una sola persona en el asiento delantero.
Al cabo de dos minutos, la puerta del conductor se abrió unos centímetros, luego un poco más. Pau contuvo el aliento. Aquél era el tipo. Quienquiera que se apeara del coche era quien había acabado con la vida de Charles Kunz.
De su cintura comenzó a sonar Raindrops Keep Falling on My Head. A todo volumen.
«¡Mierda, mierda, mierda!» Agarró el teléfono y lo apagó.
Cuando lo hizo la puerta de abajo se cerró de nuevo de golpe. El BMW arrancó y dio marcha atrás. Acababa de joderla.
Consiguiendo ponerse en pie con dificultad, se balanceó sobre la angosta cornisa y saltó al suelo. Echó a correr hacia su coche, pero el BMW había desaparecido rumbo oeste por el bulevar. Había cogido el maldito número de la matrícula, pero también había visto la pegatina de la empresa de alquiler del parachoques. Quienquiera que tuviera el Van Gogh sabía algo sobre cómo protegerse.
—¡Joder! —gruñó, arrojando el teléfono móvil al asiento del pasajero. Por eso mismo no llevaba teléfono cuando estaba trabajando.
Ahora tenía que decidir si le pasaba o no el número de matrícula a Francisco, lo cual sería una decisión difícil de tomar teniendo en cuenta que, a menos que delatara a Bobby LeBaron, no había nada ilegal o sospechoso en que alguien condujera hasta una tienda de reparación de televisores. Entretanto, ahora tenía que colarse en la oficina de una empresa, a menos que se le ocurriera algo más efectivo. Todo aquello se ponía cada vez mejor.
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