—No voy a fingir que trabajo para Pedro Alfonso—declaró Sanchez, cruzándose de brazos.
—Es para ayudarme a mí, no a él —respondió Pau, aparcando el SLR plateado—. Vamos. Echaste por tierra mi vigilancia. Me lo debes.
—Deberías haberme dicho lo que hacías. No puedo creer que fueras a ver a Bobby LeBaron en vez de a mí.
—Estás retirado. Necesitaba a alguien en activo.
—Eso es. Estoy en activo.
—No, no lo estás. —Gracias a Dios que no sabía nada del allanamiento de Harkley. Esto ya era lo bastante malo—. Vamos, Sanchez, podemos discutir más tarde. Por cierto, alguien podría llamarte para vender un prototipo de Alberto Giacometti. Actúa como si estuvieras interesado.
El asintió.
—Podría estarlo, de hecho. ¿Quién, deliberadamente… ?
—Por última vez —le interrumpió—, si yo estoy retirada, tú estás retirado. Nada de trabajar con algún pringado que te lleve a la cárcel. Eres mi única familia, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo. Claro que también recuerdo que me dijiste que me asociara con otro para lo de Venecia.
—Porque sabía que no podrías dar con nadie que pudiera realizar ese trabajo.
—Claro. Y es una verdadera lástima ver perder el coraje a la mejor ladrona del mundo.
Ella le miró con el ceño fruncido.
—No he perdido nada. Corta el rollo.
Dándole una palmadita en la rodilla, Sanchez le brindó una amplia sonrisa.
—Lo que tú digas, cariño. ¿Y el Giacometti?
—Está en la finca de Kunz. Pero con la investigación por homicidio en curso, la compañía aseguradora no suelta nada. Aunque la estatua no figura en el listado de la aseguradora.
—Estupendo.
—«Estás retirado.» Bueno, ¿vas a ayudarme con esto otro o no?
El suspiró.
—¿De qué se trata?
—Sólo hay que entrar en la oficina y darles este número de matrícula —dijo, entregándole el pedazo de papel—. Diles que Pedro tuvo un accidente y que quien conducía este coche es el único testigo. Necesitamos un nombre y un número de teléfono.
—¿Y tú no puedes hacerlo porque… ?
—Porque yo no trabajo para Pedro. La gente conoce mi cara.
Sanchez cerró de golpe la puerta del pasajero.
—Demasiada gente conoce tu cara. Volveré enseguida.
Ésa era la mejor forma y la más legal que se le ocurría de obtener información acerca del conductor del BMW.
A Pedro no iba a gustarle que fueran dando su nombre por ahí, pero tal como ella había dicho, sus métodos abarcaban cualquier cosa que pudiera hacerle ganar la apuesta. Claro que ya se había gastado doscientos veinte pavos para ganar una apuesta de cien dólares, pero nunca había sido cuestión de dinero.
Sanchez regresó justo cuando estaba a punto de empezar a morderse las uñas.
—¿Lo has conseguido? —preguntó cuando él volvió a sentarse pesadamente en el coche.
—Claro, pero no va a gustarte. —Le entregó un pedazo de papel pulcramente impreso.
—¿«Juan perez»? ¿Me tomas el pelo, no?
—Por lo visto el tipo tenía un carné de identidad falso. Pero he conseguido una dirección, además del número de teléfono.
Ella le echó un vistazo.
—Es el puerto deportivo. El club Sailfish.
—¿El qué?
—La dirección. Es probable que también el teléfono.
—Lo siento, cielo. Punto muerto.
Se guardó lentamente el papel en el bolsillo.
—No lo creo. Posiblemente sea alguien que conoce el club Sailfish. Yo no lo escogería como teléfono de referencia. ¿Tú sí?
—No. Pero eso es bastante débil.
—Lo sé. Pero algo es algo. Ahora tengo que descubrir qué hacer con ello.
***
Paula sonrió. La mayoría de los magnates de negocios que conocía se involucraban activamente hasta cierto punto, pero Pedro había elevado aquello a una forma de arte.
Con anterioridad le había dicho que disfrutaba con lo que hacía; pero ella lo hubiera sabido tan sólo por el modo en que trabajaba un contrato. Cambiar una o dos palabras podía alterar el curso de millones de dólares, y él se conocía cada truco del manual. Caramba, probablemente había sido él quien había escrito el manual.
Pedro alzó la vista hacia ella.
—¿Qué?
—Solamente pensaba que estarías muy mono con un par de esas gafas de leer de la abuelita.
—Mmm. ¿Vas a comerte el resto de las palomitas? Sólo pregunto porque has estado acaparando la fuente.
—No estás viendo la película, así que no puedes comer palomitas —respondió, indicando la enorme pantalla que había bajado de su hueco en el techo.
—Estoy viendo la película.
—Demuéstralo: ¿Cómo se llama el monstruo con alas?
Pedro dejó el papeleo a un lado.
—Ésa es una pregunta trampa. El monstruo alado de una cabeza es Rodan y el que tiene tres cabezas es Monster X.
Le entregó la fuente de las palomitas con una amplia sonrisa.
—Excelente. Tengo que hacer un recado. Volveré a las once y media.
Él se puso en pie cuando ella lo hizo.
—Iré contigo.
—No, no vendrás. No se trata de nada peligroso. Tan sólo tengo que emparejar una fotografía con una localización y, antes de que lo preguntes, debido a la iluminación y otras cosas, no puedo hacerlo durante el día.
—De acuerdo. —Sus ojos azules la estudiaron—. Pero dime al menos adonde vas.
Eso era justo. No le había hecho una sola pregunta sobre su viaje a la tienda de Bobby LeBaron.
—Un poco al norte del centro.
—A las once y media.
—Sí. —Aferró la parte delantera de su camisa con ambas manos y tiró para darle un beso—. Dime cómo acaba la película.
—Ya lo sabes.
—No es por mí. Es por ti. Es un juego de preguntas.
—Estupendo. Pau, ten cuidado —dijo, bajando las manos por sus hombros para tomar las suyas—. Me gustas enterita, tal y como estás.
—No te preocupes.
¡Uf! Que sólo iba a echar un vistazo, por el amor de Dios.
Para ser una ladrona de éxito, necesitaba poseer una confianza absoluta en sí misma y una buena dosis de precaución… y la capacidad de dejar inmediatamente lo último de lado en favor de la total imprudencia. Quizá no fuera a robar nada esa noche, pero seguían vigentes las mismas reglas. Y estaba tan impaciente que le dolía físicamente.
Se dirigió al garaje. Sanchez tenía el Bentley pero, de todos modos, esta vez quería algo menos llamativo. Se detuvo justo en la puerta del garaje.
—Corriente. De acuerdo. —No en aquel garaje. Después de un momento abrió la puerta del porta llaves y tomó el juego del Mustang del 65. Aficionado o no a la sutil sofisticación, Pedro seguía siendo un hombre. Y a los hombres les encantaban los coches potentes.
Era de color rojo cereza con la matrícula personalizada PA 65, pero nada de eso importaba demasiado en aquel instante. Abrió bruscamente la puerta del garaje y bajó rugiendo el camino de entrada ¡Como la seda!
Las verjas se abrieron a su orden y se dirigió hacia el noroeste. Sería demasiado esperar que la prostituta y el fotógrafo estuvieran trabajando esa noche pero, a pesar de eso, podía investigar un poco.
Leedmont le había dicho que se había detenido en algún punto de Lantana Road. Eso suponía una buena sección de la ciudad, lo cual tenía lógica. Ningún tipo rico querría detenerse por diversión o para realizar una buena obra si pensaba que podrían atracarle o robarle el coche. Pero un jueves a las diez en punto de la noche la zona estaba bastante desierta.
Paula se metió en el aparcamiento de un McDonald's y sacó la foto que Leedmont le había dado. El hombre no había estado seguro de la localización exacta de la calle donde la chica se había echado encima de él, pues en aquel momento no lo creyó demasiado significativo.
A juzgar por el ángulo de la foto, el fotógrafo se encontraba en un tercer piso. Había varias tiendas de dos pisos en cuyos tejados podría haber aguardado y también un puñado de pisos y edificios de apartamentos.
Al menos sabía en qué dirección de la calle se dirigía Leedmont, lo cual reducía a la mitad el número de posibles ubicaciones. La posición del alumbrado de la calle las reducía todavía más. Sería más sencillo hacerlo desde arriba mirando hacia abajo, pero en aquel punto no estaba ansiosa por colarse en tantos lugares. Dos o tres, vale, pero no diez o doce.
Dio una veloz pasada de este a oeste, luego dio la vuelta para hacerlo de nuevo a menor velocidad. Su vista de ladrona le permitió eliminar un par de tejados por ser demasiado visibles y un puñado de apartamentos con macetas de flores y gatos posados en los alféizares. No era que las personas con flores y gatos no pudieran tomar fotos para chantajes, pero sin duda ocupaban la parte más baja de la lista.
Se detuvo de nuevo, esta vez en una gasolinera e hizo un bosquejo de la parte sur de la calle hasta una extensión de cuatro bloques, luego tachó las posiciones menos plausibles y las que obviamente no encajaban con la iluminación callejera de la fotografía.
—Seis —contó en voz alta. Dos apartamentos, un piso y tres tejados.
El próximo paso era conseguir los números de los apartamentos y ver qué se le ocurría en Internet para dar con los nombres que les correspondían. Pero antes de que sus dedos pudieran acometer la tarea, necesitaba hacer algo con los pies. Aparcó y subió hasta el edificio de apartamentos. Las puertas de cristal estaban cerradas y había un telefonillo a un lado. Sólo entrada permitida.
—De acuerdo.
Sacó un clip sujetapapeles y un imán del bolsillo de sus pantalones cortos. En doce segundos había abierto la puerta y entrado en el edificio.
Se paró en el tercer piso frente a la primera de las dos posibilidades. Llamó a la puerta y esbozó una sonrisa levemente torcida para la mirilla.
—¿Rob?—llamó—. ¿Robby?
La puerta sonó y se abrió. Un hombre moreno de aspecto cansado, que rondaba los treinta y cinco años, la miró fijamente.
—Aquí no vive ningún Robby —dijo.
—¿No? Estoy segura de que es el número de apartamento que me dio —profundizando la sonrisa, se apoyó contra el marco de la puerta.
Detrás del hombre en la televisión se veía una canción cantada por los teleñecos bailarines. Cuando se arriesgó a echar un vistazo en las profundidades de la estancia principal, una versión más bajita del hombre pasó tambaleándose por delante de la puerta.
—Pues sigue sin vivir aquí ningún Robby.
—De acuerdo. Siento haberle molestado. Le llamaré.
Retrocedió y el hombre cerró la puerta. Uno menos, quedaba otro más en ese edificio. Y luego estaban el apartamento y los tejados. Contó diez puertas, se detuvo y llamó de nuevo.
—¿Hola? ¿Robby?
Nada.
Paula esperó unos segundos, a continuación volvió a llamar.
—¿Rob? ¿Estás bien? Creía que habíamos quedado en vernos esta noche, bombón. —Aquello sonaba bastante inofensivo, decidió. Si uno se tropezaba con un chiflado o un acosador, nadie en su sano juicio abriría la puerta.
El apartamento estaba completamente en silencio al otro lado de la puerta. La ventana se veía oscura desde la calle, pero eso no significaba nada necesariamente. Con todo, no podía marcharse sin echar un vistazo dentro.
—De acuerdo, Robby —dijo en voz alta—. Espero que no estés desnudo porque voy a utilizar mi llave. —O un clip sujetapapeles.
Entró en la oscura habitación familiar y cerró rápidamente la puerta. Si había alguien al acecho, no quería que se viera su silueta a contraluz desde el pasillo. Durante largo rato se quedó inmóvil, escuchando, a continuación sacó un par de guantes de piel del bolso y se los puso.
A esas alturas de su carrera había desarrollado un don para palpar sus alrededores y su instinto le decía que no había nadie en la casa. Con las luces apagadas sorteó el sillón y la mesita de café, deteniéndose para ojear la pila de correo que había sobre ésta y reparando sutilmente en el nombre del destinatario, Al Sandretti, antes de encaminarse hasta la ventana.
Si aquélla hubiera sido su casa, habría puesto una docena de macetas con plantas, probablemente unos helechos y algunas orquídeas, en el ancho alféizar. Pero Al Sandretti lo había dejado vacío. Bueno, no del todo vacío, se percató cuando giró la manivela para abrir las persianas de madera algunos centímetros. La luz de la calle se filtró para revelar una cámara colocada en un extremo del alféizar.
En vez de cogerla, tocó las persianas con los dedos y miró hacia la calle. Una pausada emoción le recorrió los huesos. El ángulo encajaba a la perfección con la fotografía de Leedmont.
—¡Bingo! —susurró.
Paula cogió la cámara. Era de película de 35 milímetros en vez de digital y eso le sorprendió. Pero probablemente carecía de importancia la facilidad con la que el fotógrafo podría publicar fotografías digitales en Internet, si tan sólo le preocupaba conseguir un cheque. Por supuesto, el tipo podía tener fobia a la tecnología, pero los motivos para ello no venían al caso.
Lo único relevante en ese momento era que la película significaba un número finito de copias y un juego de negativos. Dejó la cámara y se dispuso a registrar.
Era un espacio bastante reducido y la búsqueda tan sólo le llevó unos minutos. Hiciera lo que hiciese el tipo para ganarse la vida durante el día, mantenía organizado el material para su trabajo nocturno. El armario archivero de dos cajones del dormitorio estaba cerrado, pero no tardó más que un segundo en abrirlo. Unos cincuenta archivos, pulcramente ordenados alfabéticamente, cada uno de ellos con un número diferente de fotografías y negativos, llenaban ambos cajones.
Obviamente el fotógrafo acudía a una tienda de revelado en una hora y hacía copias dobles o triples. Leedmont había estado en lo cierto: algunos de los archivos contenían anotaciones de tres, cuatro e incluso cinco pagos distintos.
Por lo visto Al Sandretti se limitaba a enviar demandas regulares hasta que una víctima se cansaba de pagar.
Ignoraba si la esposa de la víctima entraba o no en el juego después de eso.
Aunque no le suponía ningún problema que un tipo fuera estafado por engañar a su ser amado, al menos la mitad de las fotografías que veía fácilmente podrían haber sido un montaje como la de Leedmont. Y tanto si Sandretti llevaba a cabo sus amenazas como si no, sería prácticamente imposible para la víctima negar haber tonteado con una prostituta y que alguien le creyera.
Pau frunció los labios.
—¡Qué demonios! —decidió, y comenzó a vaciar todos los archivos en uno. Ahora ella era uno de los tipos buenos. Y, además, aquello era simplemente rastrero.
Concluido aquello, cerró de nuevo el cajón con llave, tomó la abultada carpeta que había sacado y se encaminó hacia la puerta. Pau dio un pequeño paso atrás, esbozando una sonrisa cuando salió del ascensor un alto y bronceado aspirante a Schwarzenegger.
—Hola, nena —farfulló, fijándose en su pecho al pasar por su lado.
—Hola —respondió tímidamente, desviándose a un lado hacia el ascensor para resguardar parcialmente la carpeta de la vista del hombre. A menos que todos sus instintos estuvieran equivocados, aquél era Al Sandretti. ¡Uy! ¿Quién iba a pensar que el Increíble Hulk era real?
Normalmente no se tropezaba con sus víctimas al salir de sus casas. El encuentro hizo que su adrenalina se disparara mientras corría de nuevo hacia el Mustang.
Todo el trabajo había resultado demasiado fácil. Había previsto tener que vigilar el apartado postal de correos y realizar algo más de trabajo detectivesco para encontrar el archivo de fotos en formato bmp o el negativo.
Dejó la carpeta en el asiento del pasajero a su lado y arrancó el coche. Leedmont iba a ponerse contento; y ella acababa de ganar diez de los grandes.
No estaba mal para una noche de trabajo, según su opinión.
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