miércoles, 31 de diciembre de 2014
CAPITULO 43
Domingo, 7:50 p.m.
Paula no lograba recordar haber estado en una casa en la que se respirara tanta paz. Si alguien se lo hubiera descrito, con su limitada experiencia lo hubiera creído mortalmente aburrido. Pero, sorprendentemente, la casa de los Gonzales
distaba mucho de eso. Acogedora, tal vez, y cómoda, pero para nada aburrida. Le agradaba, aun cuando se daba cuenta de que empezaba a albergar la esperanza de que Gonzales fuera un boyscoutt y de que sus reservas hacia él se debieran más a su carrera que a él a título personal.
—Pau, ¿puedes llevar la ensalada a la mesa? —preguntó Cata, bajando una pila de platos de un armario color amarillo limón.
—Claro.
Laura fue delante con una bandeja de aliños para la ensalada y juntas salieron a la terraza porticada. Gonzales había encendido farolillos en el perímetro del enrejado de madera, probablemente para mantener los bichos a raya.
Algunas luces habían sido dispuestas en el césped en torno al límite del enorme jardín, y con su luz iluminaban las flores y el exuberante follaje verde.
No cabía duda de que los Gonzales habían empleado gran cantidad de tiempo y esfuerzo en su casa, y eso se apreciaba.
—¿Has vivido siempre en Florida? —le preguntó a Laura, mientras la niña colocaba cuencos de aliños alrededor de la ensalada ya mezclada del centro.
—Sí. Cuando era pequeña teníamos una casa más diminuta cerca del despacho de mi padre, pero construyó ésta porque nos estábamos haciendo demasiado grandes para apretujarnos en la vieja.
Pau sonrió. No podía imaginarse vivir toda su vida a dieciséis o treinta kilómetros del lugar en que había nacido. Ni siquiera sabía dónde había nacido.
Cata apareció, cargada con dos platos repletos de pollo y pasta.
—Hay más en la encimera —dijo, dejándolos sobre la mesa.
Pedro y Gonzales ayudaron a sacar las bebidas y el queso parmesano y salieron todos juntos al patio. Habían puesto un cubierto para el hijo mediado, Mateo, pero Cata dejó su plato dentro del microondas.
Paula tocó a Cata en el brazo cuando se encontraban junto a la entrada.
Necesitaba estar segura de Gonzales en uno u otro sentido antes de poder relajarse.
—¿Dónde está el baño? —preguntó.
Cata señaló hacia la entradita al fondo de la sala de estar.
—La segunda puerta a la izquierda, justo después del despacho de Tomas.
—No me esperéis; vuelvo enseguida. —Con una sonrisa se dirigió de nuevo al interior de la casa.
Ya había decidido que la cena le proporcionaría la mejor oportunidad de investigar un poco. Después habría podido observar por toda la casa, pero si Pedro y el abogado se marchaban un rato a dedicarle un rato al trabajo, le estaría
completamente vetado cualquier lugar interesante. Dio con el baño e hizo un ruido con la puerta simulando que la cerraba para que pareciera que estaba dentro. Hecho lo cual, se escabulló dentro del despacho de Gonzales.
A buen seguro dispondría de un despacho o algo similar en su bufete, pero apostaría lo que fuera a que si estaba metido en algo poco limpio, no guardaría las pruebas en su trabajo. Su escritorio estaba ordenado, un único aparato de teléfono, un ordenador y algunos marcos de fotos desmerecían la cara superficie de madera de caoba. Tomó asiento en la silla, y abrió el cajón superior. Bolígrafos, unos pocos cuadernos de notas encolados, clips sujetapapeles y tres tabas… eso era todo.
Pau tocó las tabas con los dedos. Un juego para niños, probablemente de Laura. Levantó la vista a las fotografías del escritorio. Una de la familia al completo llenaba el marco de mayor tamaño, en el campus de Yale, a juzgar por el edificio del fondo. El mayor de los retoños de los Gonzales, Christian, obviamente había recibido los mejores genes de ambos padres… alto, rubio y con aspecto de estar seguro de sí mismo, indudablemente su padre pensaba que sería un magnífico abogado. Las otras fotos eran del hijo menor, Mateo, jugando al béisbol, y una de Laura, vestida con lo que debía de ser un disfraz de princesa hada en Halloween. Y había una de Gonzales y Pedro, ambos sonriendo abiertamente, sujetando cada uno algún tipo de pez de las profundidades del mar que evidentemente habían capturado. El de Pedro era más grande.
Al comienzo de su carrera había aprendido a confiar en sus instintos, había aprendido que podía echar un vistazo a una habitación y saber el carácter de la persona que la habitaba. Aquí se encontraba con una casa entera, diseñada y construida por Tomas Gonzalez y su familia. Lentamente volvió a cerrar el cajón mientras exhalaba y se recostó.
—¿Satisfecha? —llegó la voz queda de Pedro desde la puerta.
Ella dio un brinco. «¡Mierda!»
—Estaba…
Él se apartó del marco, y entró en la habitación.
—¿Estabas, qué?
Pau también se puso en pie, y colocó la silla en su posición original.
—Buscaba pruebas de su implicación con la tablilla y los asesinatos.
—¿Porqué?
Podría haber inventado alguna historia, pero había comenzado a comprender algo; le gustaba ser sincera con Pedro Alfonso.
—Porque te negaste a sospechar de él y quería estar segura de que no te la están jugando.
—¿Y bien? ¿Has encontrado algo?
Pau hizo una mueca.
—Por mucho que me cueste reconocerlo, Gonzales está limpio.
Pedro se detuvo junto al escritorio y alargó el brazo para tomar su mano.
Inseguro de su estado de ánimo, ella dudó, luego aferró sus dedos. Si le iba con el cuento a Gonzales, éste seguramente le pediría que se marchara de la casa. Y, por extraño que pudiera parecer, deseaba quedarse un poco más. Pedro la atrajo hacia él, inclinando su barbilla hacia arriba con la mano libre.
—Te lo dije —murmuró—, elijo a mis amigos con cuidado. Lo que significa que eres la única persona a la que le está permitido jugar conmigo.
—Yo no…
Su boca cubrió la de ella, caliente y dura, sin aliento. Luego, antes de que ella pudiera hacer más que cerrar los ojos y preguntarse cuánto tardarían los Gonzales en ir a buscarlos y hallarlos, tumbados y desnudos sobre el escritorio del abogado, él rompió el abrazo. Pedro la miró, arreglando el carmín que se le había corrido con su pulgar.
—Tan sólo recuerda —dijo, cambiando el modo en que le sujetaba la mano para tirar de ella hacia la puerta— que sé lo que haces y que mi paciencia para los juegos es finita.
Pau comprendió que en ningún momento había perdido el control. Había hecho exactamente lo que pretendía, ponerla caliente y hacerle perder la compostura, mientras él permanecía perfectamente frío. ¡Maldito fuera! Regresaron a la terraza y Cata sonrió mientras Pau tomaba asiento junto a Pedro.
—¿Ensalada?
—Sí, por favor.
Paula se reprendió mentalmente. Así que a Pedro le gustaba jugar. Ya lo sabía. Ahora debía calmarse y disfrutar de la velada, porque los Gonzales eran gente sincera y normal, y no era probable que volviera a disponer de ese tipo de oportunidad muy a menudo.
—¿Qué es, lo has cocinado tú? —preguntó Pedro.
—Yo sólo he picado —dijo—, y probado un poco. Está buenísimo.
—Huele delicioso —convino, tomando el cuenco de la ensalada de manos de Cata y pasándoselo a Pau.
Tomó aire de nuevo, y logró servirse una ración de ensalada en su cuenco con cierta cantidad de aplomo.
Había compartido comidas con su padre y con Sanchez, pero había sido pizza o pasta en su mayoría. La comida casera recién preparada con ensalada fresca y verduras al vapor era una rareza.
—¡Ya estoy en casa! —se escuchó una juvenil voz desde el interior de la casa.
Cata se levantó, acercándose a la puerta de la terraza.
—Tienes la cena en el microondas.
Un momento después apareció un muchacho con el pelo rubio ceniza, que llevaba un plato en una mano y una lata de refresco en la otra. Su serio semblante se iluminó en cuanto divisó a Pedro.
—Me pareció que era tu coche el que hay aparcado delante —dijo, sonriendo y sentándose al otro lado de Pedro.
—Dejé un regalo para ti en el salón —dijo Pedro, colocando un brazo sobre los hombros de Mateo y dándole un juguetón apretón.
—Después de que cenes —dijo Cata antes de que el chico pudiera levantarse—. Y saluda a Pau. Es una amiga de Pedro.
—Hola —dijo, las orejas se le pusieron rojas como tomates.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Hola.
—No quería llegar tarde —continuó él, lanzándole una mirada a su padre y hundiendo el tenedor en la pasta con pollo—. El entrenador nos hizo correr unas vueltas de más porque Craig y Todd comenzaron a lanzar globos de agua.
—¿Sólo Craig y Todd? —repitió Gonzales.
Mateo sonrió descaradamente.
—Sobre todo ellos. De todos modos, son a ellos a quienes han pillado. — Pensando, por lo visto, que necesitaba una vía de escape de tal afirmación, se dirigióde nuevo hacia Pedro—. ¿Es verdad que casi vuelas por los aires?
Pedro se encogió de hombros.
—No fue tan emocionante.
—Te vimos en las noticias —intervino Laura—. Parecías enfadado de verdad.
Riendo entre dientes, Pedro echó mano al aliño ranchero.
—Estaba realmente muy cabreado. Tuve que ponerme una de las camisas de tu padre.
Laura soltó una risita.
—Intentamos hacer etiquetas de colores para toda su ropa para que fuera conjuntado, pero no le gustó.
Con un suspiro, Gonzales tomó un pequeño trago de cerveza.
—Ya no tengo secretos.
Cata alargó el brazo para darle una palmadita en la mano.
—No pasa nada, Tomas. No nos importa que no sepas vestirte.
Pau apenas se acordaba de comer. El toma y daca entre los miembros de la familia Gonzales la tenía fascinada. Nadie trataba de superar a nadie, nadie decía nada más mordaz que una pulla graciosa, y nadie hablaba de lo aburrido, ignorante y taimado que era el mundo en comparación con ellos. Se alegraba de haber quedado satisfecha con respecto a la inocencia de Gonzales, porque después de eso no hubiera deseado hallar nada incriminatorio.
—Pau, ¿en qué trabajas? —preguntó Mateo mientras pasaba una cesta de pan de queso.
—En estos momentos trabajo como… autónoma para el museo Norton — respondió suavemente, deseando haber comprendido que alguien de aquella agradable, franca y honesta casa estaba abocado a formularle tal pregunta—. Cuenta con un gran donativo, así que les ayudo a comprar piezas y a adecentarlas.
—¿El tío Pedro y tú os conocisteis porque alguien robó una de sus antigüedades? —preguntó Laura.
—Sí, así fue —intervino Pedro con naturalidad.
Paula, que comenzaba a sentir cierto pánico, echó una rápida ojeada a la terraza. «Tranqui, Chaves. Lo estás haciendo bien… sólo actúa con normalidad. Sea lo que sea eso.»
—Cata —dijo, un tanto bruscamente—, ¿eso no es un Phalaenopsis?
La esposa de Gonzales sonrió.
—Claro que sí. ¡Caramba! Estoy impresionada.
Pau sintió que se le enrojecían las mejillas.
—Me gustan las flores. Me encantaría tener un jardín, pero… nunca he tenido tiempo. El tuyo es magnífico.
—¿Qué es un Phalaenopsis? —preguntó Pedro, estirando el cuello para mirar.
Cata señaló la maceta que estaba justo delante de uno de los postes del patio.
—La flor púrpura de allí. También llamada orquídea mariposa. No daba crédito cuando comenzó a florecer el mes pasado. Jamás lo había hecho.
—Yo también tengo un bonito jardín —protestó Pedro, sonriendo abiertamente—. Varios, en realidad.
—Sí, pero tú tienes del orden de setenta jardineros empleados, Alfonso. — Paseó la mirada entre Cata y Gonzales—. Me apuesto diez pavos a que Cata se ocupa ella misma de las flores, y Tomas se encarga de regar y de podar los árboles. Tú tienes un jardinero, pero sólo corta el césped.
Tomas miraba a Pedro.
—Se lo has contado tú, ¿no?
Con una carcajada, Pedro metió la mano en el bolsillo trasero de sus pantalones en busca de su cartera.
—Yo no he dicho ni una sola palabra. Paula es extremadamente observadora.
Dejó un billete de diez dólares sobre la mesa, pero Pau sacudió la cabeza y lo empujó de nuevo hacia él.
—Dos de cinco, si no te importa.
—¡Caray! —dijo, exagerando su acento al tiempo que los niños se echaban a reír. Sacó dos de cinco y volvió a guardarse el de diez y la cartera en el bolsillo.
Pau cogió el dinero y le entregó un billete a Laura y el otro a Mateo.
—Debería haber apostado más —musitó, riéndose de él por lo bajo.
—Desde luego que sí —intervino Laura.
Pedro sacudió la cabeza.
—No pienso apostar contigo nunca más.
—Gracias, Pau. ¿Puedo ir ahora a por mi regalo? —preguntó Mateo con el último bocado de verduras en la boca.
—Sí, puedes. Y pon en marcha la cafetera.
El chico de catorce años se levantó de la mesa de un salto mientras Pau disimulaba una mueca. «Café.» Sabía que la velada estaba yendo demasiado bien.
¡Mierda! Pero bueno, por una vez podía beber café como el resto de los mortales.
Mateo volvió un momento después, y asaltó el paquete sin la menor delicadeza de la que su hermana había hecho gala.
—¡Bien! —exclamó, arrojando el papel por encima del hombro.
—¡Mateo! —dijo su madre con aspereza, pero sonriendo.
—¡Mira! ¡Ha encontrado uno!
Gonzales frunció el ceño.
—Hum, perdona que sea un ignorante, pero ¿no tienes ya uno de esos cacharros dorados?
—Papá —dijo Mateo, poniendo en blanco sus ojos verdes de modo exagerado—, no es un «cacharro dorado». Es un C3PO.
—Claro. El robot de La guerra de las galaxias. Lo sé. Pero ¿no tenías ya uno?
—Tengo la versión de 1997, hecha por Hasbro. Este es el modelo de 1978, de General Mills Fun Group. —Mateo sostuvo en alto la caja negra, que incluía luz de estrellas y llevaba una fotografía de C3PO—. Mira. Su cintura es más gruesa, las piernas no son articuladas y los ojos son del mismo dorado que la piel… no amarillo como los de la nueva versión. Y está en la caja original.
—Así que es mejor.
—Es el original, así que es más caro. Hay que andarse con ojo, porque algunos tipos compran los nuevos y les pintan los ojos de dorado, luego sellan las articulaciones de las piernas y de los pies para que parezca el antiguo. Aunque se puede distinguir si le miras los pies. Las marcas son completamente diferentes. Pero algunos tipos lo quieren tan desesperadamente que son fáciles de engañar. Hay
falsificaciones muy buenas por todas partes.
Continuaron hablando de las cualidades del C3PO de 1978, pero Pau escuchaba sólo a medias. Algo de lo que Mateo había dicho no dejaba de rondarle en un rincón de su cabeza. Algo que no se le había ocurrido antes. Algo acerca de por qué alguien con un prestigioso trabajo fijo como Dante Partino se arriesgaría a ir a prisión… o peor.
—Paula —murmuró Pedro, acercándose a su oído—, ¿qué sucede?
—¿Hum? Ah, nada. Sólo estaba pensando.
—¿Sobre qué? —insistió.
—Te lo contaré luego.
—¿Lo prometes? —susurró, deslizando una mano a lo largo de su brazo desnudo.
—Lo prometo.
—¿Cómo es que conocías la orquídea mariposa?
Ella se encogió de hombros, estremeciéndose cuando sus dedos se entrelazaron con los de ella.
—Me gusta leer libros de jardinería.
—Quiero besarte ahora mismo —dijo entre susurros.
Puede que no fuera tan dueño de sí mismo, después de todo. «¡Genial!»
—Ya me has besado —sonrió con satisfacción, liberando su mano y contenta de no haber intentado explicar que le fascinaban los jardines, debido, en gran medida, al sentido de permanencia que representaban. Uno siempre seguía teniendo un jardín por mucho que pudiera ir de acá para allá—. Así que intenta resistirte a mí —le regañó—. Hay niños presentes, bobo.
—«Bobo» —repitió, una pausada sonrisa asomó a sus ojos—. Me parece que nunca me habían llamado eso.
Cata se aclaró la garganta.
—¿Pasamos a la sala de estar para el café? —Miró fijamente a Pedro—. O té, en tu caso. ¿Qué me dices, Pau? ¿Café, té, chocolate caliente o un refresco?
—Un refresco, por favor —respondió, agradecida—. Te ayudaré a quitar la mesa.
—No es necesario. Para eso están los niños.
—Mamá. —Laura soltó otra risita—. Que no somos esclavos.
—Claro que lo sois. Limpiad, esclavos. Limpiad.
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