Lunes, 9:49 p.m.
—Volveré en un momento, Ruben —dijo Pedro, abriendo la puerta de la limusina Mercedes S600 tan pronto como esta se detuvo en el bordillo. Probablemente hubiera sido una buena idea llamar, pero seguía sin estar seguro de lo que iba a decir y, además, las confrontaciones directas suelen traer resultados mucho más interesantes y aclaratorios.
Unos segundos después de llamar al timbre de los Gonzales, se encendió la luz del porche y Pedro escuchó la amortiguada voz de Mateo, de quince años, preguntando quién era, seguida por la réplica más distante de Tomas.
Mejor para los Gonzales que no le dejaran de pie
esperando en ese maldito porche.
Cuando se estaba empezando a preguntar si llamar por segunda vez se podría interpretar como un síntoma de debilidad, la puerta se abrió.
—¿Qué? —preguntó Tomas, apoyado en el marco y bloqueándole la entrada en la casa.
—Coge una chaqueta —contestó Pedro en el mismo tono.
—¿Por qué?
—Vamos a salir.
Tomas se quedó mirándolo un instante y luego se estiró para coger una chaqueta vaquera de detrás de la puerta.
—Voy a salir —anunció por encima del hombro.
—No mates a nadie —oyeron decir a Catalina.
—¿Se lo has dicho? —preguntó Pedro, encabezando la marcha hacia el coche.
—Le he dicho que habíamos tenido diferencias de opinión. ¿Tú se lo has dicho a Chaves?
—Más o menos. No pensé que necesitara conocer los detalles.
—Entonces, apuesto a que está cabreada porque estás aquí.
Pedro hizo una pausa mientras abría la puerta trasera del Mercedes.
—En realidad, me ha obligado a venir —dijo, como si nada—. Por lo visto los amigos íntimos que dicen lo que piensan son raros y maravillosos y deben ser atesorados por encima de cualquier cosa. Y se supone que tengo que zurrarte el trasero, pero doy por hecho que eso es algo típicamente americano y creo que podemos obviarlo.
—Muy bien —respondió Tomas muy serio mientras subía a la limusina—. ¿Y dónde vamos entonces?
—A algún sitio donde nos podamos emborrachar sin salir en la portada del Inquirer de mañana.
—Me parece fenomenal.
—Eso he pensado. Pero no te olvides de que estoy aquí porque Paula se ha negado a tener sexo conmigo hasta que hiciéramos las paces.
Bueno, no había dicho eso exactamente, pero Pedro había captado el significado de que llevara una sudadera y cola de caballo y tuviera en el regazo un grueso libro sobre historia japonesa.
—Pensaré en eso después de unas cuantas cervezas.
—Me parece justo.
—Y si me emborracho, mañana seguramente llegaré tarde a la oficina —añadió Tomas, haciéndose a un lado para dejar sitio a Pedro.
—Cállate antes de que te pegue en el culo.
—Vas a tener que hacerme beber un montón de cerveza antes de eso.
—No lo sabes tú bien.
* * *
Mientras pasaba una página del libro que estaba curioseando, sonó el teléfono. Miró el identificador de llamadas. El número de casa de los Gonzales. A lo mejor Gonzales y Pedro ya habían hecho las paces. Supuso que era por eso por lo que Catalina no la había llamado para comer: con sus hombres mosqueados, lo normal sería que no quedaran para comer juntas. Claro que también podía ser Lau, para saber si había novedades en lo suyo.
Cogió el teléfono.
—¿Dígame?
—Hola, Paula. Soy Catalina Gonzales.
—Hola, Cata —contestó, ligeramente aliviada por no tener que decirle a la niña que todavía no había localizado al modelo anatómico—. ¿Así que Pedro ha aparecido por
ahí? No has tenido que llamar a la poli, ¿no?
Catalina se rió.
—No. Se han marchado juntos en la limusina, supongo que a beber y jugar al billar.
Paula suspiró levemente y sonrió. Independientemente de lo que ella sintiera por Gonzales, a Pedro le gustaba tenerle cerca y, por eso, el abogado tenía que estar cerca.
—Bien.
—Así que me preguntaba si estarías libre para comer mañana.
—Claro. ¿En el Café L’Europe?
—Ah, calzone. Con queso de verdad. ¿Quieres que quedemos o prefieres que te recoja?
Catalina sonaba como si, por ella, se hubieran reunido en el acto.
—Estaré en la oficina, así que mejor quedamos directamente allí —dijo Paula sonriendo más intensamente—. ¿A qué hora te viene bien?
—¿Qué te parece a mediodía? Así después me dará tiempo de hacer la compra, antes de que los niños vuelvan a casa. Yo haré la reserva.
—Entonces te veo mañana.
Paula colgó el teléfono y se recostó en el gran sofá. De modo que mañana se iba de comida con una típica mamá ama de casa. Ostras. Eso se podía añadir a la lista de cosas
que nunca hubiera esperado hacer. Demonios, hasta que conoció a Pedro, nunca había imaginado que tendría una lista.
Estiró los pies descalzos. Sería divertido tener unas zapatillas de conejitos. Eran rosas y frívolas y alguien que vivía en la sombra, que tenía que estar preparado para salir
huyendo sin previo aviso y que guardaba todas sus posesiones esenciales en una mochila, no tenía sitio para algo así. No tenían hueco en su vida.
Paula se sacudió mentalmente. Céntrate, Chaves. Ya basta de pensar en estúpidas zapatillas de conejitos. Lo primero es lo primero. Y lo primero era la armadura de Yoritomo. Tal y como había pensado, Ron Mosley no le valía como sospechoso. Ni siquiera había comenzado a coleccionar hasta hacía unos cinco años, cuando heredó una inmensa fortuna de un tío. La otra sugerencia de Pedro no residente en Palm Beach, Pascale Hasan, se podía haber permitido la armadura, pero según tanto internet como los escasos
informantes con los que seguía en contacto, la obsesión de Hasan era por la seda y las geishas, no por los samurái.
Teniendo en cuenta que el robo tuvo lugar diez años atrás, le resultó sorprendente ser capaz de eliminar a tantas personas en solo un par de horas ante el ordenador. Los ricos tendían a publicitar mucho dónde se encontraban, sus idas y venidas quedaban bien documentadas y Paula seguía creyendo en su teoría: el comprador había visto la exposición probablemente en Nueva York y fue entonces cuando decidió adquirirla. Cualquier persona que Paula pudiera confirmar que no había visto la exhibición en ninguna de sus paradas estaba fuera de sospecha.
En lo que a ella respectaba, eso la dejaba con los hippies y Gabriel “Wild Bill” Toombs. Paula trabajó para Toombs una vez, aunque Sanchez todavía no la había vuelto a llamar para contarle los detalles. Si Toombs había tenido algo que ver con el trabajo del Met, hubo por lo menos otra persona trabajando para él, ya que Paula no robaba en museos.
Y podía haber más si el robo se había convertido en su método favorito de adquisición de antigüedades japonesas para su colección. Así que, como sus fuentes se estaban secando y además posiblemente le deseaban la muerte, necesitaba encontrar nuevos informadores.
Mentalmente añadió otro punto a su lista de rarezas y cogió el teléfono de nuevo para marcar. Dos timbrazos más tarde oyó una voz áspera y familiar.
—Castillo.
—Hola Francisco. Soy Paula Chaves.
—Paula. Había oído que estabas de vuelta en Palm Beach. ¿Es una llamada social o tengo que llamar al forense?
Ella sonrió.
—Qué pedazo de poli eres.
—Sí —el detective de homicidios se mantuvo en silencio un momento, pero Paula casi le oía pasarse el dedo por el bigote, grueso y encanecido—. ¿Qué pasa?
Ella cruzó mentalmente los dedos.
—Bueno, sé que tú eres de homicidios, pero ¿hay alguna posibilidad de que consigas información sobre un robo?
—No han atacado a Pedro otra vez —contestó brusco—. Lo hubiera oído.
—No, esto es más bien un robo hipotético, que tuvo lugar en algún momento de los últimos siete años.
Además, el departamento de policía probablemente tampoco guardaba informes anteriores a eso.
Castillo resopló.
—¿Siete años de robos? ¿No podrías ajustar un poco el margen? Ya sabes: día de la semana, orden alfabético, cosas de esas.
Ella ignoró el exabrupto, dispuesta a aceptar las burlas mientras le ayudara.
—Puedo darte un nombre, para ver si hay alguna conexión. En realidad, tres nombres.
Él refunfuñó algo que no sonó muy bien.
—No soy tu puñetero soplón, Paula.
—Ya lo sé. Somos dos profesionales compartiendo información.
—Mmm Hum. Uno: Yo soy el profesional. Y dos: compartir significa que tú me das algo a cambio.
—¿Algo como ayudarte a resolver el asesinato de Charles Kunz, por ejemplo? O…
—Vale, vale —más allá del sonido de su suspiro, Paula oyó como abría su omnipresente libreta—. Dame los puñeteros nombres.
—Gabriel Toombs y August e Yvette Picault.
—¿Me estás tomando el puto pelo, Paula? ¿Quieres que apunte también a Trump? Estás hablando de pilares de la comunidad.
—Oye, que la gente de Sodoma y Gomorra también eran pilares de su comunidad. Los pilares no implican nada.
—Los pilares implican dinero y eso implica que es mejor no cabrearlos. Voy a tener que tener cuidado con esto. Como alguno de sus abogados se entere de algo de esto y decida que la policía de Palm Beach les está investigando, voy a acabar poniendo multas de aparcamiento en Worth Avenue.
Paula dejó escapar el aliento.
—Odio a los abogados.
—Tú sí y yo también. Te llamaré en un par de días, porque tengo crímenes reales que investigar.
—Lo necesito para el fin de semana, Francisco.
—Joder. Tú y Pedro vais a tener que comprar cubiertos para la próxima cena benéfica de la policía. Por valor de una mesa… dos mesas.
Colgó el teléfono antes de que ella tuviera tiempo de responder a lo último; obviamente creía que lo de los cubiertos estaba hecho… y lo estaba. Las cosas parecían
estar solucionándose, pero después de pasarse diez años sin hacer ni caso al puñetero caso, Viscanti y el Met podían haberle dado un poco más de tiempo para resolver el robo.
Puede que fuera Cat Woman, pero no era Superman. Ese honor era para Clark, el modelo anatómico.
Pasó la siguiente hora leyendo sobre armaduras y espadas samurái, comparando las fotos del libro con las que Viscanti le había mandado desde el Met. Si llegaba a ver las piezas en persona, necesitaba ser capaz de reconocerlas. La armadura, con su colorido rojo y naranja sería bastante fácil, pero las espadas daitu y wakizashi eran muy típicas de su
período, tan raras como cualquier cosa tan antigua podía ser. Tenían las hojas de acero curvado y las empuñaduras, hechas de madera, estaban forradas de piel de pastinaca y seda.
Las vainas estaban lacadas e incrustadas con símbolos de cobre para atraer la fe y la buena fortuna, y resultarían distintivas una vez supiera qué buscar. Lo más probable era que, una vez viera algo de todo ello, se tendría que mover rápido.
Cuando miró el reloj eran las once y media, estaba empezando Letterman y Pedro seguía por ahí estrechando lazos con el abogado. Se estiró, se puso de pie y se fue a la
cama. A lo mejor Cata le podía dar algunos consejos de jardinería antes de que tuviera que llamar a los Viveros Piskford, entonces podría comenzar un capítulo completamente nuevo en su lista de lo inesperado. Como mínimo, necesitaba saber cuándo podía acorralar a Mateo
Gonzales sin que sus amigos o sus padres se enteraran.
Se despertó sobresaltada al notar unos pies fríos en las pantorrillas.
—Jesús, Pedro —musitó, separando las rodillas para cerrarlas sobre los pies de Pedro—. Qué bien que no vivamos en Dakota del Norte. Me congelarías.
Él soltó una risita contra el cabello de Paula.
—Si viviéramos en Dakota del Norte, llevaría calcetines.
—Bueno, algo es algo —giró la cabeza para verlo: tumbado con la cabeza apoyada en el brazo doblado—. ¿Yale y tú estáis bien? ¿Os habéis rascado la entrepierna, habéis
escupido y habéis hecho las paces?
—Creía que tenía que darle una zurra en el culo. Esto es muy complicado.
Paula se dio la vuelta para mirarle la cara.
—¿Ya estáis bien? —repitió.
—Sí, estamos bien —se inclinó y le dio un beso en la punta de la nariz—. Gracias por obligarme a hablar con él.
—De nada. —Bien. Bien por Pedro y bien por ella, a la que ya no se podía culpar de romper una amistad. Deslizó las manos por su torso desnudo y le devolvió el beso suavemente—. ¿Quieres jugar un poco?
Pedro respondió con otro beso.
—En condiciones normales, sí —murmuró, colocándole un mechón de pelo detrás de la oreja—. Pero me he tomado unas seis cervezas y algo que Tomas ha llamado
“Escorpión de Texas” y apenas puedo mantener los ojos abiertos.
—Vale. No me sentiría muy bien si te quedaras dormido a medias —recuperó su posición sobre la almohada y cerró los ojos—. Buenas noches.
—¿Te ha llegado a llamar Cata?
Luchando contra la nebulosa de sueño que seguía dominando su cabeza, Paula volvió a abrir los ojos.
—Sí que lo ha hecho. Vamos a comer mañana. Hoy. Ya es hoy, ¿no? ¿Martes?
—Hace unas cuantas horas. ¿Dónde vais a comer?
Ella frunció el ceño.
—Si te interesa tanto, ¿por qué no vienes?
—No, gracias. Era solo curiosidad.
—Bueno, pues déjalo ya. Me estás poniendo de mal humor.
—Vale.
Ella cerró los ojos de nuevo y suspiró. El hecho de que no se hubiera despertado hasta que notó los pies fríos de Pedro decía mucho acerca de lo cómoda que se había llegado a encontrar en su casa y con él. Y, por esta noche, ni siquiera se iba a recriminar por haber bajado la guardia. Pedro había arriesgado su vida y su reputación por ella en varias ocasiones. Si había un lugar en el que ella debería de ser capaz de dormir segura y a salvo, era aquí.
—¿Van los niños?
Paula abrió un ojo.
—¿Qué?
Él se acercó una pizca.
—Que si Laura y Mateo van a comer con vosotras —aclaró.
—No. Tienen colegio, bobo. A dormir.
—Me gustan los hijos de Tomas.
Con un gruñido, Paula se impulsó hacia arriba y le golpeó con la almohada en la cabeza.
—Para ser un borracho muerto de sueño estás siendo bastante molesto —espetó, no muy segura de si estaba mosqueada con él o divertida.
—Y bastante ágil también —agarró la almohada y se la lanzó a ella.
Ella paró el golpe con el brazo y se puso de rodillas para aplastarlo sobre la cama.
—¡A dormir! —exigió, riendo mientras le mantenía sujeto por los hombros.
Pedro liberó sus brazos y giró con ella, que quedó boca arriba mirándolo, a él y a sus brillantes ojos azules. Lentamente, el apoyó su peso sobre ella y la besó de nuevo.
—¿Crees que nuestros hijos serían tan guapos como los de Tomas?
—Más guapos —contestó ella, rodeándole los hombros con los brazos—. Sus dos padres serían guapos. Lau, Mateo y Christian han tenido suerte de salir parecidos a Cata y no
a Yale. No les digas que he dicho eso. Menos a Gonzales. A él si puedes decírselo.
—Creo que me lo guardaré para otro momento —se quitó de encima de ella y la atrajo entre sus brazos, pegando el torso a la espalda de ella—. ¿Alguna vez piensas en ello?
—Por favor, esto es para gritar —musitó, cerrando fuertemente los ojos—. ¿Pensar en qué?
—En cómo serían nuestros niños. Cuántos tendríamos, cuántos niños, cuántas niñas. Cosas de esas.
—No lo sé. Algunas veces me lo pregunto, supongo —se tapó con las sábanas hasta la barbilla—. Pensar en bebés y en mí da miedo. Si ni siquiera he hecho de canguro.
Él entrelazó los dedos de ambos.
—Estás trabajando con Lau. Parece que os lleváis a las mil maravillas.
—Es una chica interesante. Cree que es realmente sabia, pero es tan… inocente. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Sé lo que quieres decir. A lo mejor deberíamos pedir prestado un bebé.
—Si quieres llamamos a Angelina Jolie. Seguro que tiene alguno de sobra.
—Te quiero, yanqui.
Por fin sonaba soñoliento.
—Te quiero, inglés.
Pedro notó como Paula se relajaba entre sus brazos y se deslizaba de vuelta al sueño. Había sido más fácil de lo que esperaba. Pensar en bebés, en tener sus propios bebés,
temía aterrorizarla a muerte. Por lo menos, la idea ya se le había pasado por la cabeza.
Por lo menos no se había reído de él ni había rechazado el planteamiento.
Pedro se reprendió a sí mismo. Se estaba anticipando considerablemente. Ni siquiera habían terminado el anillo todavía. Y si se declaraba y ella le rechazaba, no tenía ni
idea de lo que iba a ocurrir. No iba a perderla: eso seguro.
Se dedicaba a convencer a personas para que hicieran cosas, así que seguro que podría convencerla de que sería una buena idea que se casaran. Una muy buena idea. La única idea que él quería contemplar.
Se despertó oyendo “Raindrops Keep Falling on My Head” que sonaba en el móvil de Paula.
—¿Pau?
—¡Lo siento! —gritó ella desde el cuarto de baño, por encima del ruido de la ducha—. ¿Puedes cogerlo?
Pedro se estiró hacia el lado de Paula en la cama y, tratando de ignorar el constante martilleo que sentía en la cabeza, cogió el teléfono y descolgó.
—Hola, Walter —dijo.
—Oh. Hola, Pedro —dijo el antiguo perista—. ¿Ahora contestas al teléfono de Paula?
Pedro entrecerró los ojos.
—Está en la ducha.
—Aun así. ¿Sabe que estás atendiendo sus llamadas priv…?
—Sí —interrumpió Pedro con brusquedad—. ¿Puedo hacer algo por ti?
—Solo quería decirle que hoy no iré a la oficina. Tengo un par de asuntos que atender. Si necesita localizarme, puede hacerlo en el móvil.
Con una mirada a la puerta medio abierta del baño, Pedro se deslizó hasta el borde de la cama.
—Walter, sin acritud: ¿todo va bien?
—Sí, sí. Todo va bien.
—¿Tienes algún mensaje en clave que pueda transmitir a Paula para convencerla de que no estoy mintiendo? —insistió.
Barstone carraspeó.
—Dile solo que los guisantes están hirviendo y que la llamaré mañana. Y… dile que tenga cuidado.
La línea murió. Pedro cerró el móvil despacio. Algo iba mal… olía mal, como diría Paulaa, pero no sabía de qué se trataba exactamente. Walter Barstone solía viajar, pero según Paula, ni de lejos tan frecuentemente como cuando estaba en el negocio. ¿Estaría trabajando otra vez, haciendo de perista para alguien que no era Paula?
Dios, esperaba que no. Porque ella necesitaba a Walter en su vida y si el antiguo perista había vuelto al negocio, tendrían que separarse. Lo que le convertiría a él en el malo
de la película, suponía, por preocuparse por los intereses de Paula. Y los suyos, por supuesto.
—Era Sanchez, ¿no? -preguntó ella, que entró en la habitación llevando solo una toalla en la cabeza—. ¿Ha dado con esa estúpida información que le encargué?
Santo Cielo.
—No lo ha dicho.
Ella se inclinó y se quitó la toalla del pelo.
—¿Y entonces qué ha dicho?
—Que hoy estará fuera de la oficina, ocupándose de algunos asuntos.
Paula se irguió de nuevo, en actitud completamente alerta.
—¿Qué tipo de asuntos?
—No lo ha dicho —Pedro levantó una mano antes de que ella le interrumpiera con otra pregunta—. Por lo visto tengo que decirte que los guisantes están hirviendo. Y espero que tú me cuentes qué demonios significa eso.
—Significa que necesitan sal —dijo ausente, cogiendo su albornoz azul del respaldo de una silla y envolviéndose en él—. Liberarse. Está tratando de quitarse algo de encima.
En fin, eso sonaba mejor que a Barstone aceptando y redistribuyendo propiedad robada otra vez.
—¿De qué se está intentando liberar?
—No lo sé. Le pedí que mirase sus archivos sobre Toombs y parece que me está eludiendo desde entonces.
—Ha dicho que, si le necesitabas, podías localizarlo en el móvil —apuntó Pedro.
—Ni que fuera una inútil. Maldita sea.
—Y también ha dicho que deberías tener cuidado.
Paula se quedó inmóvil un instante.
—Eso no suena bien. Ni para él ni para mí.
—Creo que Walter puede cuidar de sí mismo, mi amor —dijo Pedro, que trataba de desenredar su pie izquierdo de entre las sábanas—. Me preocupas más tú. ¿Por qué no
vienes aquí y me das un beso?
Ella arrugó la nariz.
—Estoy limpia como una patena y me acabo de lavar los dientes. Tú eres el tío de la media docena de cervezas, a la mañana siguiente.
—Mensaje recibido —respondió él con una sonrisa, poniéndose en pie—. Ducha y pasta de dientes. ¿Te quedas a desayunar?
Paula se quedó mirándolo un buen rato.
—Claro.
Él ladeó la cabeza.
—¿Qué pasa?
—Solo estaba tratando de asimilarte —contestó Paula, con una temblorosa sonrisa—. Estás muy bien con ese pelo tan sexy de recién levantado y sin afeitar. ¿Te parece que haga
ya un año que nos conocemos?
Pedro sacudió la cabeza, notaba el latido de su propio corazón por todo el cuerpo hasta la punta de los dedos.
—A veces parece que fue ayer. Ese primer día. Eléctrico.
—Sí. Eléctrico. Seguimos conservando la chispa, ¿no?
Y las montañas reviven con el sonido de la música.2
—Somos toda una tormenta eléctrica.
Nada como saber que la mujer que uno ama le ama a uno, para conseguir que un tipo se sienta completamente orgulloso y satisfecho. Y pensar que cuando se vieron por
primera vez ella ni siquiera confió en él lo suficiente como para decirle su apellido. Si hubiera sido un hombre menos paciente, la frustración le hubiera hecho dejarlo por imposible meses atrás.
Pero él supo lo que quería inmediatamente y, afortunadamente, la cabezonería de Paula la había guiado en la misma dirección.
Cuando bajó, veinte minutos más tarde, iba tarareando Rule Britannia. Su diversión se interrumpió al oír el timbre de la puerta principal. Se detuvo en el descansillo cuando
Reinaldo apareció para abrir la puerta.
—Buenos días, detective —dijo el mayordomo, haciéndose a un lado.
El detective de homicidios Francisco Castillo, de la policía de Palm Beach, entró en el recibidor, levantó la vista al ver a Pedro y saludó:
—Buenos días, Pedro. ¿Está Paula?
Esa era otra cosa en la que se había convertido su vida desde que había conocido a Paula Chaves: un hervidero de sorpresas.
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