miércoles, 8 de abril de 2015

CAPITULO 175





Domingo, 8:22 a.m.


Cuando Pedro se despertó por la mañana,Paula estaba durmiendo a su lado.


Durante varios minutos se quedó allí con la cabeza reposando en la curva de su brazo mirándola dormir, su cabello cobrizo medio le tapaba el rostro y tenía una mano bajo la almohada. ¿Alguna vez se había parado sólo para mirar así a Patricia? No podía recordarlo; lo más probable es que hubiera estado demasiado concentrado en la agenda del día para ni siquiera pensar en haraganear.


Si no fuera por Paula, seguramente hoy estaría haciendo lo mismo. Ella había parado en seco su mundo, enviándolo después hacia una dirección completamente distinta.


El viaje lo tenía aterrorizado pero indudablemente lo estaba disfrutando. Anoche ella salió a buscar pistas para ayudar a una niña de diez años, y con el mismo fervor con el que perseguía una antigüedad japonesa perdida valorada en cuatro millones de dólares.


¡Increíble!


En silencio salió de la cama y se vistió, luego entró en su oficina para comprobar los e-mails, los fax y llamar a Hans para asegurarse de que el desayuno sería servido en la
piscina a las nueve. Si Paula se retractaba de su charla sobre el jardín, no iba a ser porque él la hubiera olvidado e hiciera otros planes.


Cuando bajó hacia la piscina, Reinaldo estaba poniendo una de las mesas para el desayuno, así que dio un paseo por la zona del perímetro del patio de rugosa pizarra, asimilando el considerable terreno de plantas bien podadas y nativas de Florida intercaladas con cantos rodados, todo aquello aislaba la zona de la piscina de las demás áreas de la propiedad.


Hacía siete años que compró Solano Dorado, de casi noventa años y una de las propiedades de Palm Beach diseñadas por el famoso Addison Mizner. Desde entonces
había hecho algunas grandes reformas, cambios que el Architectural Digest parecía aprobar universalmente, pero aunque había repavimentado la piscina no tocó el terreno circundante.


Cuando Paula llegó y le confesó que jamás había tenido un jardín, se lo había regalado. Y nueve meses después todavía no lo había tocado. Ella había traído su ropa a la casa, sus películas de Godzilla y artículos de aseo. Aparte de eso no parecía tener más enseres personales. Antes de conocerse ella fingía ser la nieta del fallecido dueño de una casa en Pompano Beach, básicamente ocupando la propiedad hasta que la obligaron a huir.


Se había trasladado con él, aunque seguramente podría empaquetar todas sus pertenencias en diez minutos. Incluso guardaba una muda de ropa doblada debajo de la mesilla de noche para un caso de emergencia, y en el armario una mochila con efectivo, llaves maestras y demás artículos que los ladrones de guante blanco seguramente encontrarían útiles por si tenían que salir huyendo.


Pedro quería verla trabajando en el jardín, que pusiera su puñetera ropa en un cajón y deshiciera esa mochila. 


Entonces sabría que ella tenía la intención de quedarse y
entonces, tal vez dejaría de preocuparse por si ella se desvanecía en la noche donde él jamás la encontraría.


—Buenos días, cachas —dijo ella arrastrando las palabras, desde la mitad de uno de los dos tramos de escaleras que bajaban a la zona de la piscina. Llevaba los brazos repletos
de libros y blocs, y Pedro automáticamente se adelantó para cogérselos.


—Buenos días —dijo besándola—. Te acordaste de nuestra cita.


—Como si quisiera oírlo si me olvidara.


—¿Cola light, señorita Paula? —preguntó Reinaldo—. ¿Y café, señor Pedro?


—Sí, gracias —contestó él, mientras Paula le hacía el gesto con el pulgar hacia arriba al mayordomo—. ¿Qué tal por la escuela? —le preguntó tras la partida de Reinaldo.


—Cerrada a cal y canto. Fácil de entrar para la mayoría de cacos, incluso algún ratero, pero un ratero no se llevaría un modelo anatómico y dejaría los ordenadores y cables y todo eso. Tiene que haber sido uno de los chicos.


—¿Cómo averiguarás qué chico fue?


—Tengo un par de ideas. No te preocupes; te mantendré informado. —Paula respiró hondo—. Hace bueno esta mañana —señaló, tomando asiento en la mesa—. Estaba
pensando que si estuviéramos en Inglaterra llevaríamos prendas de lana o suéteres o como los llames, en vez de manga corta y chanclas.


Él puso una pila de revistas y periódicos sobre la mesa entre ellos.


—Sí, pero en pocos meses tendríamos unas Navidades blancas en Devon. Aquí no lo verás a menos que un avión de carga vacíe un cargamento de cocaína.


Paula resopló.


—Eres tan cínico. Ese es el porqué te doy una última oportunidad de recuperar tu jardín antes de que la líe y ofenda a Jorge, Ignacio y Joe.


Pedro ni siquiera sabía que esos eran los nombres de sus jardineros.


—Me arriesgaré —le dijo—. Quiero ver lo que propones.


—Vale, tú lo pediste. —Cuando Reinaldo reapareció con las bebidas en un carrito de servir y dos platos de tortitas, ella sacó una de las revistas del montón y la abrió—. Estaba pensando en algo como esto, sólo con grandes piezas de cerámica mediterránea y falsas ruinas griegas dispersas por ahí en vez de los árboles de hoja caduca. Entonces
conjuntaría con el estilo de la casa.


Para ser algo que había pospuesto durante nueve meses, parecía completamente a gusto al fin hablando de ello. Podría ser una actuación pero al menos había estado pensando de verdad en el jardín. Con una sonrisa que no pudo evitar, Pedro se inclinó hacia delante para mirar las fotos.


—Me gusta.


—No acabas de decir eso.


—Pues no lo diría.


Ella se quedó mirándolo críticamente durante un instante.


—De acuerdo. Supongo que no. Entonces mira estos bocetos que hice. Estoy pensando en mucho follaje verde y en su mayor parte rojos y amarillos para las flores, con una pizca de blanco en concordancia con las columnas griegas.


—Asombroso. —Por fin. Ahora solo quedaban medio centenar de pasos que dar, y él tendría el cincuenta por ciento de probabilidades de que ella no huyera como alma que lleva el diablo cuando le pusiera un anillo en el dedo.




* * *


—Nada de Toombs —dijo Paula, exagerando su pronunciación mientras giraba en la más reciente de su sucesión de sillas de oficina—. Esto sería mucho más fácil si me dejaras echar un vistazo a los archivos.


—Para mí no lo sería —contestó Sanchez, con el ruido de papeles de fondo—. Echaré otro vistazo.


—Fue en marzo del dos mil tres —dijo ella, cogiendo el teléfono de su oficina en la mano—. No puedo creer que no te acuerdes.


—¿Cuál es la combinación de la caja fuerte del capitán Kirk?


Ella hizo una mueca.


—No existe. Es una leyenda urbana. Su caja fuerte tenía teclas sin números.


—Eso demuestra que eres una friki y que no deberían permitirte cuestionar la memoria de una persona normal. Te llamaré.


—¿Por qué me vas con evasivas? —le preguntó frunciendo el ceño.


—Yo no.


—Sí que vas.


—¡Vaya, Paula! No sé por qué me preocupa darte información sobre mi cliente solo porque la gente con la que vas suele ser arrestada o se muere.


Paula le frunció el ceño al teléfono.


—¿Eliges al dinero de la gente sobre mí? Somos familia.


—Sí, bueno, tal vez la familia no debería cagarla como tú lo haces.


—San…


El teléfono hizo clic. Con un suspiro Paula volvió a colgar el teléfono. Tío, era un gruñón. E insoportable. La respuesta de Kirk no era tan impactante, debería haberle preguntado sobre la combinación de la caja fuerte del oro en la nueva versión de The Italian Job. Le encantaba esa película.


Le sonó el teléfono y pegó saltos sobre un pie.


—Santos infartos, Batman. —Pulsando el botón del intercomunicador, se inclinó sobre el teléfono—. ¿Qué hay, Andres?


—No tiene que acercarse tanto al teléfono, señorita Paula —contesto con su suave acento sureño—. Le distorsiona esa voz suya tan bonita. Y tiene una llamada por la línea dos.


Vale, así que no conocía la etiqueta de los manos libres.


—¿Quién es? —preguntó, volviéndose a sentar y esperando que no fuera Laura Gonzales. Tenía que investigar unas cuantas cosas más antes de dar alguna información sobre
ese tema.


—Así está mejor. Es el doctor Joseph Viscanti.


Genial.


—Gracias. —Descolgando el teléfono, pulsó la tecla roja parpadeante—. Joseph. ¿Qué puedo hacer por ti?


—¿Recibiste el paquete que te envié? —le preguntó el director del museo de Arte Metropolitano con su suave voz de bibliotecario.


—Sí, llegó el sábado por la tarde.


—Bien, bien. —Su voz se rezagó en el silencio.


—¿Qué pasa? —se aventuró ella tras unos diez segundos o así.


—¿Alguna pista?


—Un par de ideas, pero es demasiado pronto para decir nombres. —Especialmente cualquiera que ella no compartiría. Ella misma estaba demasiado cerca de ser una de los malos para empezar a soltar nombres de potenciales culpables. Tal como estaba la cosa, iba a tener que estar realmente segura antes de repetir algo a alguien.


—Muy bien. Me mantendrás informado ¿no?


Paula frunció el ceño.


—Claro. ¿Pasa algo?


—¿Algo? No, no. Solo es que, bueno, si los objetos no salen antes de finalizar el trato este miércoles no, el próximo, la exposición aceptará la propuesta del Smithsonian. Nueva York queda totalmente descartada.


—¿Entonces me estás dando diez días? ¿Después de diez años?


—Técnicamente ya has tenido dos días.


—Era fin de semana. Deberías haberme hecho saber lo pronto que el tiempo iba a expirar la primera vez que me llamaste.


—Tenía miedo de que me rechazaras si lo hacía —se aclaró la garganta—. Y la junta del museo, mi junta, de pronto se acordó después de diez años que deberíamos haber
agilizado la búsqueda de la armadura y las espadas, y ahora es culpa mía que no se hubiera hecho, aunque cuando esto pasó estaba trabajando en el Guggenheim.


—Así que no solo estás preocupado por ganar la exposición —dijo ella. Habría estado bien si hubiera mencionado que su trabajo estaba en juego antes de enviarle la información, sin mencionar la maldita fecha límite. Jesús. Se había pasado la mayor parte del sábado buscando al modelo anatómico, y ayer haciendo listas de plantas. Vale, eliminó a unos cuantos sospechosos potenciales, pero aun así.


—Nada de eso es problema tuyo, Paula —contestó Viscanti—. Solo quería saber si tú…


—Lo acabas de convertir en mi problema, Joseph. Por esto has llamado. La próxima vez, agradecería tener toda la información por adelantado.


—Paula, estás…


—Estaremos en contacto —ella colgó el teléfono—. ¡Maldita sea! —Levantándose, se dirigió a la parte de atrás de recepción. Pedro estaba tratando de ampliar el número de
sospechosos en vez de estrecharlo, Sanchez no podía o no quería venir con los archivos que ella quería y ahora tenía una fecha tope—. Andres, eres de aquí ¿no? —dijo ella,
apoyándose en el credenza1.


Giró en la silla para ponerse frente a ella.


—Sí claro, cielito.


—¿Conoces a Gabriel Toombs?


—¿A Wild Bill? Sí, lo conozco.


¿Wild Bill? Evidentemente esto iba a llevar unos minutos. 


Saltó para sentarse en el credenza de roble. La semana pasada los muebles eran de Masonite negro.


—De acuerdo ¿Wild Bill?


—De Toombs. Tombstone. Wild Bill Hickok.


—¿Es algo así como los seis niveles de Kevin Bacon? ¿En serio se hace llamar Wild Bill?


—Él empezó, e insistió en que el resto también lo hiciéramos. —Se sacó el auricular del teléfono—. ¿Se puede preguntar por qué de pronto haces preguntas sobre Wild Bill
Toombs?


Paula se quedó mirándolo durante un minuto. Normalmente se hacía una idea de la gente bastante rápido y Andres le caía bien, confiaba en él tanto como en cualquier otro. Conocía a la flor y nata de los residentes de Palm Beach mucho más que ella y desde más tiempo. Aun así, parecía casi tan cínico sobre esta gente como Paula, quizás porque
ambos habían estado en la posición de trabajar para ellos y estar entre ellos como iguales.


—¿Has visto alguna vez su colección de objetos japoneses? —le preguntó Paula.


—Le encanta enseñarlos. Se rumorea que tiene una armadura samurái hecha amedida y espadas.


Hum. ¿Hecha a medida o robada?


—¿Se la pone? —preguntó en voz alta.


—En el baile anual de máscaras durante los dos últimos años. En privado, no lo sé.


Lo cual pondría su debut justo cuando la ley de prescripción de la armadura de Morimoto expiró. ¿En serio un coleccionista se pondría una armadura de novecientos años?


Quizás uno que se hiciera llamar por todo el mundo Wild Bill Toombs lo haría.


—¿Si te enseño una foto de una armadura, me podrías decir si se parece?


—¿Nos embarcamos en una travesura? —preguntó Andres con una sonrisa y sentándose hacia delante.


—Tal vez.


Juntó las manos.


—Me encantan tus travesuras, señorita Paula.


A ella también le gustaban, lo cual se suponía formaba parte de lo que ponía nervioso a Pedro, excepto que de algún modo le daba morbo lo del peligro al igual que a ella. Al menos la dejó sola en el caso de la escuela.


—Voy a por las fotos.


Cuando volvió de su oficina a recepción, Andres había despejado todos los mensajes y correos electrónicos de la mesa y sacó una magnífica lupa de un cajón.


—Estoy listo —dijo.


—Chico, no haces nada a medias —señaló Paula, sonriendo mientras daba golpecitos con un dedo a la lupa redondeada—. ¿Dónde la conseguiste, del kit de investigación de Sherlock Holmes?


—Te haré saber que en ocasiones algunos de los regalos que recibo de mis amigas se ven mucho mejor a través de unas lentes de aumento. Aunque recientemente he
adquirido un par de prismáticos de visión nocturna y una máscara negra de esquí, por si acaso. Un caballero debe intentar estar preparado.


Lo siguiente que querría sería acompañarla en un AM.


—Aquí tienes —dijo Paula, desplegando media docena de fotos provistas por Viscanti—. ¿Te suenan?


Miró cada foto, luego puso la lupa encima y las volvió a examinar. Paula se resistió al impulso de dar golpecitos con el pie; al menos Andres se lo estaba tomando en serio.


Por fin se enderezó.


—No estoy seguro —dijo lentamente, marcando su acento sureño—. Los colores son los mismos pero no he visto la de Wild Bill en persona desde la fiesta de enero.


—Pero los colores son los mismos.


—Creo que sí. Aunque francamente, no podría jurarlo señorita Paula.


¡Maldita sea!


—De acuerdo. Gracias por mirar.


—Siento no poder ser de más ayuda —frunció los labios—. Sabes, tal vez hay algo que pueda hacer por ti. —Recogió su auricular y marcó en el teléfono.


—¿Andres, qué tal…?


—¿Wild Bill? ¡Hola!, señor. Soy Andres. ¿Por casualidad no estarías disponible para comer? Todavía te debo una comida en el Sailfish Club. ¿Te recojo? —otra pausa, luego le ofreció a Paula una enorme sonrisa y los pulgares hacia arriba—. ¿A mediodía? ¿Te importa si llevo a una amiga? —otra pausa—. Sí, una mujer y definitivamente agradable a la vista.


Paula soltó el aliento. En las presentes circunstancias ella habría preferido irrumpir en la casa de Toombs a comer con él, pero Pedro quería que lo hiciera por lo legal y eso conllevaba esta clase de requisitos. Y tal vez pudiera averiguar lo bastante para llevar a cabo un AM con más eficiencia, o en el mejor de los casos tal vez esto lo absolvería. Con ocho días para resolverlo, cuantos menos sospechosos mejor.


Andres cortó la llamada y se giró hacia ella de nuevo.


—Ya estamos en ello, señorita Paula. Le gustan las damas, así que tal vez ese Halston color melocotón, si puedo sugerirlo. Espera, en qué diablos estoy pensando. No
puedes llevar el de color melocotón en el Sailfish Club en octubre. ¿Y el Vera Wang amatista de gasa?


—Se supone que no conoces mi guardarropa mejor que yo —se burló ella, saltando al suelo—. ¿Vas a conducir?


—¿Me dejarás conducir el Bentley?


—Claro.


—Entonces vuelve sobre las once y media. Llamaré para reservar.


—Es una cita, Andres. Gracias.


—Cualquier cosa por ti, señorita Paula.


Ella volvió a su oficina para recuperar el bolso y el resto de la carpeta del Met, luego se dirigió hacia el ascensor y bajó hasta el garaje. Cuando se montó en el Bentley, le sonó el teléfono con el tema de James Bond. Paula sonrió mientras lo descolgaba.


—Hola, Bond.


—Sabes, pensé que una vez estrenada la del Bond rubio pararías de llamarme así —contestó Pedro en tono divertido.


—Imposible. Tú eres más Bond que Bond.


—¿Qué se supone que significa esto?


—Ya sabes, los coches chulos, la ropa sofisticada, las mujeres adulando todo lo tuyo, los…


—Las mujeres no adulan todo lo mío.


—¿Entonces todas tus fotos y tu web de fans? Y estoy yo, por supuesto. ¡Ei! ¿Y no fuiste el soltero británico más sexy de hace dos años?


—¿Quién diablos te lo ha contado? Se supone que nadie más me lo mencionará otra vez.


Paula se rió.


—Pedí una edición de la revista en eBay.


—¡Por todos los santos!


—Me costó dieciocho dólares. ¿Qué pasa? —le preguntó arrancando el coche.


—Estoy en la oficina de Tomas. Solo quería que supieras que seguramente Cata va a llamarte e invitarte a comer.


¡Maldición!


—¿Hoy?


—Sí. ¿Pasa algo?


Ahora tenía que hacer un rápido debate consigo misma y decidir cuánto quería que supiera Pedro sobre lo que estaba haciendo. En la superficie no había nada de malo en comer con nadie, pero él sabía que ella sospechaba de Toombs, pensaría lo peor e intentaría auto invitarse, eso sería incómodo.


—Hoy Andres me saca a comer —dijo como si fuera un compromiso—. Es el día del jefe o algo así.


—Eso es la semana que viene.


¡Guau! ¿En serio hay un día del jefe?


—Entonces tal vez consiga que él y Sanchez me saquen dos veces —contestó—. Si Cata me llama miraré de programar una comida para mañana o así.


—De acuerdo. Gracias.


—¿Gracias? —repitió ella—. ¿Por qué me das las gracias? ¿Por ir a comer con Catalina Gonzales?


—Porque volvimos hace tres semanas a Palm Beach y ella te cae bien. Y es la mujer de mi mejor amigo. Así que gracias por hacer un esfuerzo para conocerla mejor.


—Mientras Gonzales no se nos una, no tengo ningún problema con Cata. Ella es agradable. Y tal vez tenga una teoría sobre el modelo anatómico.


—Te llamaré más tarde —dijo Pedro—. Pásatelo bien en la comida, jefa.


—Tú también.


La oficina de Tomas Gonzales estaba justo al cruzar la calle, y tuvo que dominarse para no saludar por la ventana del Bentley mientras conducía. Aunque parecía que Pedro siempre la tenía al menos medio vigilada en todo momento, seguramente estaba demasiado ocupado con su mega imperio para llevarlo a cabo. Y suponía que no podía culparlo por seguirle la pista, al menos ella le importaba lo suficiente para molestarla con su preocupación.


Estaba de acuerdo con la sugerencia de Andres en llevar el vestido de Vera Wang.


Mezclarse era la clave cuando trabajaba, sin destacar cuando estudiaba el terreno en una casa o una fiesta. No podía llevar vaqueros en el Sailfish Club y esperar mezclarse. Aunque la ropa era la parte fácil. Ella tenía que averiguar cómo acercarse a Gabriel “Wild Bill” Toombs y cómo sacar partido de este pequeño encuentro.


Quizás debería llevar un kimono; sería una buena manera de empezar una conversación sobre cosas japonesas. Podría pedir sushi, suponía, aunque el pescado crudo era algo por lo que jamás había desarrollado cariño.


Técnicamente podía preguntarle a bocajarro a Toombs si tenía la armadura y las espadas y él podía enseñárselas, porque la ley de prescripción había finalizado. Podría dar
una fiesta para Joseph Viscanti, llevar la armadura y nadie podría hacer nada al respecto.


Por eso ella no iba a preguntar por la devolución de la armadura de Minamoto. Él no tenía ningún incentivo para regalársela. Y por otra parte, si desapareciera de su casa,
sería un idiota si llamara a la poli y dejara que todo el mundo supiera que le habían birlado su propiedad robada. Todo lo que necesitaba era la confirmación de que él tenía los objetos del Met. Después, tenía hasta el próximo miércoles para averiguar cómo devolvérselos a Viscanti.



* * *


—¿Así ella no sospecha nada?


Pedro volvió a su asiento frente a la mesa de Tomas Gonzales.


—No. Y no quiero que lo sepa, así que vigila la boca.


—Vale, no me dispares, ¿pero lo estás guardando tan en secreto porque tienes miedo de que se espante, o porque tal vez te vuelva el sentido común y cambies de idea?


—Que te jodan, Tomas.


—Eso no es una respuesta.


No, no lo era, y no iba a seguirle la gracia con una.


—Todo lo que voy a decir es que tú eres el uno por ciento detrás de mi petición a Patricia a que se casara conmigo y todos sabemos como acabó —dijo con rigidez, recogiendo la copia del contrato que estaban revisando y girando la página.


—Y aun así tus posibilidades eran mejores entonces. ¿Qué dice eso?


Pedro dejó caer el contrato sobre la mesa de nuevo y se levantó.


—Te recuerdo —le espetó—, que fuiste incluido en este asunto solo después de estar de acuerdo en guardarte tu puñetera opinión para ti. Mándame por e-mail tus
recomendaciones para la cláusula de adquisición y el valor de la tasación de la propiedad para Ridgemont. —Refrenando su genio deshilachado tan bien como pudo, Pedro fue hacia la puerta y la abrió—. De otra manera no me molestes.


Aunque cada tenso músculo de su cuerpo quería dar un portazo lo bastante fuerte como para hacer temblar las ventanas, la cerró sin hacer ruido.


Valoraba la amistad de Tomas. Muchísimo. Y al estar en una posición donde todo el mundo estaba de acuerdo con todo lo que decías y hacías, tener a alguien con el que podías contar y te diera una opinión honesta era vital. Pero sin importar lo que hubiera pasado entre él y Paula, iba a ser por Pedro Alfonso y Paula Chaves, no porque otro se
entrometiera en medio del sarao y lo jodiera.


En el ascensor sacó su Black Berry y revisó la agenda. Por el aniversario con Paula tenía la intención de aligerar la semana, aunque ahora estaba empezando a lamentarlo.


Tenía que llamar a Joaquin Stillwell a Los Ángeles y a su secretaria de la oficina central de Londres. La reunión en Tokio no era hasta dentro de dos semanas y media, pero antes tenía varios informes por repasar.


Hizo una pausa cuando la puerta del ascensor se abrió en el vestíbulo. Tokio.


Indistintamente de cómo se sintiera en privado por el asunto de Paula trabajando para el Met, con cuantos menos riesgos ella pudiera concluir la empresa, mejor. Pedro hojeó su lista de teléfonos locales. Gabriel Toombs no estaba allí pero sí los Picault.


Antes de tener tiempo a reconsiderarlo, marcó el número.


—¿August? —preguntó cuando una profunda voz masculina respondió al teléfono—. Soy Pedro Alfonso.


—¡Ei, Pedro. Bonjour!


—Bonjour, August. ¿Comment allez vous?


—Bien, bien. ¿Qué puedo hacer por ti?


—Estoy buscando un buen par de muñecas Hina para la hija de un amigo —improvisó. Laura Gonzales coleccionaba muñecas, así que la historia tenía sentido—.
Preferentemente las fabricadas durante los años veinte. Me estaba preguntando si tú e Yvette querríais comer conmigo y contarme lo que sabéis del mercado.


—Espera un momento.


Mientras esperaba, Pedro accedió a la lista de la Black Berry sobre los teléfonos de restaurantes locales. No había uno donde no pudiera conseguir una mesa con poca antelación, pero sabía que Yvette Picault tenía debilidad por el marisco.


—¿Pedro, cual tienes en mente?


—¿Qué te parece el Sailfish Club?


Esperó mientras August repetía la información.


—A Yvette y a mí nos encantaría. ¿A qué hora nos encontramos?


—¿Te va bien a mediodía?


—¿Podría ser a la una y media?


—Claro. Nos vemos allí.


Tan pronto como colgó el teléfono volvió a marcar, esta vez al Sailfish Club. En dos minutos tenía una mesa con vistas al lago Worth preparada para las doce y media en punto.


Eso había sido bastante fácil. Ahora lo que tenía que hacer era encontrar un modo razonable de mencionar la armadura del samurái y a Minamoto Yoritomo. Tal vez podría decir que
iba a dar una cena benéfica con el tema del antiguo Japón.


A Paula no le gustaría mucho si de pronto aparecía con la idea de una fiesta para ella, pero seguramente estaría de acuerdo. Además, una fiesta podría ser un buen sitio para hacer público cierto anuncio.


De pronto tenía las manos sudadas, soltó el aliento mientras iba hacía el parking a por su Barracuda. Toda la escenificación no debería haber sido difícil; amaba a Paula,
quería pasar el resto de su vida con ella y quería darle la seguridad de saber todo eso, y que supiera que él siempre la respaldaría, por así decirlo.


Pero al ser el marqués de Rawley, un miembro de la aristocracia británica, los asuntos empezaban a complicarse un poco más. Las normas heredadas eran rígidas, y la
aprobación de un matrimonio tenía que venir de los lugares tradicionales y requería decretos oficiales. Si ella solo confiara en él lo suficiente para decir sí, él se ocuparía del
resto.


No tenía miedo de arriesgarse; algunos de sus tratos más lucrativos habían surgido de la pura fanfarronada. Sin embargo, el pensar en cometer un error y por ello perder a
Paula, lo asustaba de muerte. Seguramente porque, a diferencia de un trato de negocios, esto le importaba.






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