miércoles, 8 de abril de 2015

CAPITULO 176






Lunes, 11:59 a.m.


—¿Es ese? —preguntó Paula, señalando con un gesto de barbilla hacia las dobles puertas abiertas del restaurante Sailfish Club.


—Ese es. —Andres enderezó su elegante corbata gris, una elección conservadora tratándose de él—. ¿Así que para esta travesura vas a hacer de aficionada a las antigüedades
japonesas?


—Shhh. Sí. Y no es una travesura. Es una investigación.


Técnicamente no era ni siquiera una investigación, igual que esto era una pobre excusa para una comida. Pero Andres podía llamarla como quisiera mientras siguiera ofreciéndole su ayuda. Le hubiera gustado tener un poco más de tiempo en prepararse para conocer a Gabriel Toombs, pero lo cierto era que trabajaba al límite con la suficiente frecuencia como para encontrarse más o menos cómoda con ello. En ese momento, Toombs no era más que un objetivo potencial. 


Solo necesitaba descubrir si este objetivo en particular tenía en su poder las piezas que estaba buscando.


Gabriel Toombs vestía una chaqueta de seda negra y una corbata de cordón, buscando la pinta más Steven Seagal que había podido lograr sin contravenir el atuendo de
chaqueta y corbata requerido por el Club. Cuando se detuvo ante ellos, Andres no le ofreció la mano. En lugar de ello, mantuvo las manos pegadas a los costados e hizo una profunda reverencia, gesto que Toombs imitó.


—Wild Bill, te ruego me permitas presentarte a la extraordinariamente encantadora Paula Chaves —dijo Andres arrastrando las palabras y señalándola—. Señorita
Paula, este es Wild Bill Toombs.


Paula inclinó la cabeza en una versión más conservadora de respetuosa reverencia.


—Señor Toombs —dijo sonriendo ligeramente y bajando la cabeza solo un poquito.


Si Toombs iba de típico americano haciendo de japonés, ella se comportaría como la mujercita recatada con la que probablemente él se encontraría más cómodo.


—Por favor, llámeme Wild Bill —dijo mirándola y haciendo un gesto al maître.


Sin sonrisas, sin demostración de emociones.


Paula lo observó mientras les conducían a la mesa, situada en el centro de la gran sala. Por primera vez se preguntó si se imaginaba quién era ella… y tuvo que contener una risita porque antes de conocer a Pedro nadie sabía quién era, a no ser que ella lo quisiera así. Ahora salía en las revistas y la mencionaban en los programas de entretenimiento nocturno de la tele, la fotografiaban saliendo de los restaurantes y asistiendo a estrenos cinematográficos.


Andres apartó la silla para ella y se sentó. Notaba las miradas de otros clientes del restaurante: tanto si Wild Bill sabía que Pedro Alfonso y ella eran pareja como si no, la
mayor parte de la élite de Palm Beach ya estaba enterada.


—Muchas gracias por permitir que me sume —dijo mientras los dos hombres tomaban asiento de lado—. Cuando Andres me dijo que iba a llamarle, no pude resistirme a preguntar si podría unirme a ustedes.


—¿Y eso a qué se debe, señorita Chaves? —preguntó Toombs, mirándola directamente otra vez.


Oh, Dios Mío, está completamente convencido de que es el samurái de una peli de Akira Kurosawa, pensó Paula, manteniendo su expresión recatada y agradable.


—Usted colecciona antigüedades japonesas —aventuró, esperando no resultarle demasiado directa—. Pedro tiene algunas, pero desearía que adquiriera más. Hay algo tan
puro en el aspecto de esos guerreros con su armadura y sus espadas, algo a lo que nada más en el mundo se llega a acercar.


—Ah, un alma gemela. ¿Entonces está usted interesada en el mercado de antigüedades japonesas?


Hizo una seña al camarero y pidió un té helado. Andres pidió un margarita y Paula contuvo una mueca y se apuntó al té. Por lo visto se estaban manteniendo puros.


Nada de bebidas carbónicas o con edulcorantes artificiales…


 Mierda.


—Lo intento.


—¿Nihongo ga dekimasu?


—Nihongo ga sukoshi dekimasu —contestó ella, contenta de haber sido capaz de aprobar el examen que venía incluido en el programa de la comida.


—Estoy impresionado.


—Cuando disfruto de algo, intento aprender lo máximo posible sobre el tema.


—Lo mismo que yo —asintió él.


Esa respuesta podía tener implicaciones: ¿sabía algo de ella? Sanchez siempre trataba de mantener la mayor distancia posible entre los contratistas y él; e incluso más entre el dueño del dinero y ella. Así protegía a todo el mundo y posibilitaba que ella pudiera estar comiendo hoy en el Sailfish Club, entre los compradores y sus objetivos.


Aun así, sabía que en cierta ocasión había hecho un trabajo para él y, siguiendo la lección número uno de su viejo padre, la de protegerse, que llevaba como tatuada en la frente, iba a tener que comportarse cautelosamente con ese tipo. Sobre todo si, por casualidad, sabía que Walter Barstone era su socio en los negocios. La mención del nombre de Pedro a menudo resultaba una impagable distracción. Aunque no tenía intención de preguntarle lo que opinaba de ello.


—¿Te he contado por qué le debo a Wild Bill esta carísima comida? —intervino Andres antes de que pudiera abrir la boca.


Gracias, Andres.


—No, no lo has hecho. Yo me limité a alegrarme de que me incluyeras.


—Bueno, a pesar de que estaba erróneamente convencido de lo contrario, resulta que nuestro señor Toombs, aquí presente, es muy bueno en los deportes de raqueta. Cometí
la temeridad de retarle y me machacó hasta barrer el suelo conmigo.


—Es una cuestión de disciplina y dedicación —dijo Toombs, en el mismo tono monótono e inexpresivo en que llevaba hablando desde que había entrado por la puerta.


—Sé de buena fuente que Andres es un jugador estupendo —decidió ella, inclinándose ligeramente hacia delante y rozando el dorso de la mano de Toombs—. Creo que podría añadir dotado a su lista de habilidades en juegos de raqueta, Wild Bill.


Él volvió a analizarla con sus ojos oscuros.


—Muy amable de su parte, señorita Chaves.


—Por favor, llámeme Paula. Todos mis amigos lo hacen.


Por primera vez, los labios de Toombs se curvaron… un poquito.


—Paula, entonces.


Aun sonriendo seguía teniendo aspecto de tiburón lustroso, vestido de negro desde la punta de los zapatos al cabello engominado y peinado hacia atrás. A Paula le hubiera
encantado verle compitiendo en los negocios contra Pedro. Seguramente no conservaría eseaspecto atildado al final del día. Se sabía que Pedro había conseguido que hombres hechos y derechos acabaran llorando como bebés.


—¿Qué vais a pedir? —preguntó Paula, mientras examinaba atentamente la carta, a punto de echarse a llorar ante la predominancia de repugnantes platos de marisco.


En fin. Tendría que comer pescado por una buena causa. 


Joder, hasta se tomaría un café si no podía evitarlo. No le iba a gustar, pero lo haría.


—Me parece que la langosta a la Florentina. ¿Y tú, Paula?


—Lo mismo que tú —respondió ella con otra sonrisa.


Andres alzó la mirada por encima del hombro de Pau y su rostro perfectamente bronceado empalideció. Antes de que ella pudiera preguntarle si se había atragantado con un cubito de hielo, un par de cálidas manos le rozaron los hombros para luego posarse sobre ellos. Ella dio un bote.


—¿Qué…?


—Por lo visto nos gustan las mismas cosas —Pedro habló despacio, con su culto acento británico. Besó a Paula en la mejilla, aprovechando que ella estaba inclinando la
cabeza hacia atrás para mirarle—. Mis disculpas por haberte sobresaltado.


Mierda, mierda, mierda, mierda.


—Es lo que tienen las grandes mentes —aportó, devolviéndole el beso. Por muy bueno que fuera manteniendo una expresión neutra, ella le leía como un libro abierto. El marqués de Rawley estaba realmente cabreado—. Conoces a Gabriel Toombs, ¿no? Wild Bill, Pedro Alfonso.


Oyó los clics de las cámaras de los móviles que había a su alrededor al tiempo que Pedro, levantando la mano que tenía apoyada sobre su hombro derecho, estrechó la de Toombs.


—Por supuesto que conozco al señor Toombs —dijo—. ¿Y vosotros tres conocéis a los Picault? Yvette y August, permitidme presentaros al señor Gabriel Toombs, el señor
Andres Pendleton y la señorita Paula Chaves.


Detrás de Pedro se encontraba una pareja a mitad de la cincuentena quienes, aunque iban bien vestidos, se las arreglaban para tener un cierto aspecto hippie. Él llevaba el
cabello, oscuro y algo canoso, recogido en una cola de caballo, mientras que ella llevaba el pelo, incluso más oscuro que el de Pedro y muy rizado, suelto y por debajo de los hombros.


Toombs se puso en pie e hizo una reverencia.


—August —dijo—, Yvette. Creo que somos los mayores coleccionistas de antigüedades japonesas de la Costa Este.


Fenomenal. Por lo menos ahora todos lo sabían ya. Paula estaba empezando a marearse. Pero si fingía desmayarse para dejar a Pedro con el marrón, este jamás se lo creería.


—Somos…


—Le debía una comida a Wild Bill —interrumpió Andres, levantándose para estrechar manos con el señor Picault y besar la mano de la señora Picault—, y no quería dejar a la señorita Paula sola en la oficina. Eso hubiera sido muy poco caballeroso.


—Y usted siempre se comporta como un caballero —terminó August Picault con un ligero acento francés y una sonrisa.


—Desde luego que lo soy. ¿Les gustaría acompañarnos?


—No querríamos que se sintieran obligados —dijo Yvette, con un acento algo más marcado, pero más culto que el de su marido. Luego probablemente, el dinero provenía de su rama de la familia.


—No sería ninguna obligación —afirmó Wild Bill, haciendo una seña al camarero para que uniera una segunda mesa a la suya—. Paula me estaba preguntando por mi colección. Quizá entre todos podamos satisfacer su curiosidad.


—Una idea espléndida —dijo Pedro, sonriente pero apretando el hombro izquierdo de Paula con fuerza suficiente como para dejarle un cardenal—. Aunque sospecho que Paula iba a tratar de conseguir esas muñecas Hina para Lau antes que yo. 


Muñecas Hina.


—Bueno, es lo justo —aventuró ella, cruzando los dedos mentalmente para acertar siguiendo la pista que Pedro le había aportado—. Tú llevas más de diez años siendo el
favorito de la familia Gonzales. Tengo que ponerme a tu altura.


Pedro no estaba muy seguro de cómo de favorito era actualmente para, por lo menos, uno de los Gonzales, pero ya se encargaría de eso más tarde. Tomó asiento junto a
Paula, mientras que Yvette quedó frente a él y August presidiendo la mesa frente a Andres.


Un acompañante, una ladrona y los tres coleccionistas de antigüedades japonesas más ávidos de la Costa Este. Y él. 


A veces la vida era muy extraña. Y mucho más desde que
había conocido a Paula.


Llegó el camarero para tomar nota de la comida y las bebidas de los tres recién llegados, mientras Paula sonreía, charlaba y jugaba a ser la novata en presencia de
profesionales, que recibía con avidez cualquier información que ellos tuvieran la gentileza de proporcionarle. Por suerte las muñecas Hina habían surgido en la misma época que la
armadura de Minamoto Yoritomo: durante el período Heian. Esa era la razón por la que Pedro las había escogido: una maniobra indirecta destinada a conseguir la información que
buscaba. Que buscaban ambos, se corrigió mirando a Paula de soslayo.


—¿Sabéis por qué las muñecas Hina representan siempre a miembros de la corte o de la realeza y no a samuráis? —preguntó ella.


Por supuesto, conocía las muñecas Hina. No eran tan emocionantes ni lucrativas como los diamantes o las pinturas raras, pero algunas de ellas valían cientos de miles de yenes. Completamente en su línea, como de costumbre.


—Tradicionalmente, en Japón el Día de las Niñas exponían las muñecas —dijo Yvette con familiaridad—. Supongo que los samurái estaban demasiado identificados con la guerra para semejante celebración.


Toombs negó con la cabeza.


—Lo del Día de las Niñas es una idea reciente —dijo con ese tono monocorde y absurdo a lo Kwai Chang Caine. ¿Es que ese marica no sabía que Caine era chino? Bueno,
medio chino, aunque si llegaba a admitir que conocía el argumento de Kung Fu iba a conseguir que Paula le acabara llamando cretino a la cara—. Las muñecas —continuó
Toombs— existen desde mucho antes que el festival —miró fijamente a Paula—. Tu pregunta es muy astuta y se merece ser investigada más a fondo.


Ella sonrió y bajó las pestañas.


—Eres muy amable al decir eso, Wild Bill.


—Esa pequeña que habéis mencionado no querrá un muñeco samurái, ¿no? —preguntó August Picault.


Como había sido él el que había sacado a colación a Laura Gonzales, Pedro supuso que también tendría que ser él quien contestara a esa pregunta.


—No, no lo creo. Pero es toda una coleccionista —dijo—. Creo que acabará por querer hacerse con un juego completo, incluyendo los accesorios en miniatura: altares, armarios y esas cosas.


—Yo supongo que una cosa es ser capaz de hacer réplicas en miniatura de ropa de seda y muebles —intervino Paula— y otra crear armaduras de cuero o metálicas. Puede que sea por eso por lo que nunca intentaron hacer armaduras samurái. He visto los dos conjuntos de armaduras samurái que tiene Pedro y son bastante intrincadas incluso a tamaño
natural.


—¿Dos conjuntos de armaduras? —repitió Toombs alzando una ceja—. ¿De qué período?


—Una es Muromachi y la otra a principios de Edo —respondió Pedro con una relajada sonrisa que no era sincera. Esto no iba sobre sus cosas—. Me interesa la
adquisición de armaduras y armas de todo el mundo y de diversos períodos: rusas, griegas, aztecas… el que tuviera ejércitos con tradición cultural en cada momento.


—He visto fotografías de algunas de las piezas de tu colección —afirmó Yvette sonriendo de nuevo—. Son bastante impresionantes.


—Seguro que puedo convencer a Pedro para que os muestre las suyas, si vosotros me enseñáis las vuestras —dijo Paula con un emocionado jadeo.


—Ciertamente me sentiría muy honrado —fue la respuesta de Toombs con su estúpido mote—. Si Pedro está disponible.


—Sí. Nos encantaría ver tu colección —añadió Yvette.


Pedro sonrió, apretando los dientes.


—Sería un placer.


A continuación llegó la comida y pasaron los siguientes cuarenta minutos charlando sobre los peligros y emociones del coleccionismo, y las valoraciones respectivas de las
muñecas Hina dependiendo de dónde y cuándo las hubieran fabricado. Paula se las ingenió para conseguir una invitación para ver la colección de Toombs el jueves. Los Picault decidieron celebrar una pequeña fiesta en su casa el domingo y extendieron la invitación a toda la mesa.


Todo eso estaba muy bien, pero a Pedro no le gustó la manera en que Toombs se pasó la mayor parte de la comida hablando exclusivamente para Paula, o que le confirmara la cita para la visita a su colección incluso después de que Pedro anunciara que tenía prevista una video-conferencia a esa misma hora. Se dio unas cuantas palmaditas en la espalda a sí mismo por no liarse a puñetazos en el mismísimo Sailfish Club, por más que le
hubiera gustado, no necesariamente porque le preocupara la seguridad de Paula, que también, sino porque Toombs pensara que podía birlarle la mujer a otro hombre y no
dudara en hacerlo delante de éste.


Pedro pagó la comida, pese a las protestas perfectamente coreografiadas de Andres Pendleton. Mientras se separaban hacia sus respectivos lugares en el aparcamiento, tomó a
Paula por el codo.


—Andres, ¿te importaría llevarte el Bentley de vuelta a la oficina? —preguntó fríamente.


Pendleton miró a Paula.


—¿A qué caballero concederás el honor de escoltarte, señorita Paula? —dijo.


Si Pendleton tenía ganas de pelea, Pedro estaría encantado de hacerle el favor. Por otra parte, tenía que agradecerle al tipo que se preocupara del bienestar de Paula. Para
él, un caballero siempre era merecedor de respeto, aun cuando se le estuviera enfrentando.


—Está bien, Andres —dijo Paula, caminando hacia la puerta del copiloto del Barracuda, que Pedro abrió para ella—. Te veré en la oficina en un ratito.


Con una inclinación de cabeza, el acompañante se deslizó al volante del Bentley y se marchó. Chico listo.


—¿Nos vamos? —Pedro le indicó a Paula que subiera al coche con un gesto y luego cerró la puerta tras ella.


—Me gustaría que no hicieras eso —refunfuñó Paula poniéndose el cinturón mientras él se ponía al volante.


—¿Hacer qué? —preguntó él arrancando el coche—. ¿Abrirte la puerta?


—Ya sé que eso no puedes evitarlo, Galahad —replicó—. No, quiero decir que ojalá no actuaras como si fueras mi padre y me hubieras pillado rompiendo el toque de queda o algo así. Porque estoy bastante segura de que jamás tuve toque de queda.


—No tengo ningún deseo de ser Martin Chaves —musitó mientras el coche rugía hacia la calle. Hasta donde podía pensar, su padre era la última persona que desearía que
volviera a la vida de Paula—. No hacía falta que me mintieras acerca de con quién ibas a comer.


Ella cruzó los brazos sobre sus firmes pechos.


—¿Y cuando decidiste tú comer con los Picault, Don Hipócrita?


—Cuando salí hecho una furia del despacho de Tomas y tú dijiste que te ibas a celebrar el día del Jefe. Pensé que a lo mejor podía echar una mano.


Paula dejó caer los brazos de nuevo.


—Cuidado con ese autobús, inglés. ¿Qué hiciste qué?


Pedro soltó aire. Mierda.


—Estamos hablando de la comida.


—Tú estás hablando de la comida. Yo estoy hablando de por qué saliste hecho una furia del despacho de Gonzales —insistió—. ¿Sobre qué discutíais? Sobre mí, ¿no? Creía que
últimamente estaba teniendo un comportamiento bastante normal y aburrido.


—Tú nunca eres aburrida —replicó él, tratando de encontrar una excusa para haber discutido con Tomas que no incluyera sus dudas acerca de lo acertado de haberle comprado un anillo de compromiso—. Y era por negocios. Creo que se siente un poco amenazado desde que he contratado a Joaquin Stillwell para ayudarle a llevar mis asuntos.


—Bueno, pues entonces es que Gonzales es tonto. Sabe lo leal que eres a tus amigos y que tienes trabajo más que suficiente como para mantener ocupados a diez Gonzales…
aunque la idea de tener más de uno me aterroriza.


—¿Múltiples Tomas? —Pedro siguió el juego, aunque no tenía nada que ver con Paula y su insistencia en ponerse a sí misma en potencial peligro para ganarse la vida.


Le daba la excusa que necesitaba para tapar la discusión con Tomas, que era lo que necesitaba.


Ella hizo como que sufría un estremecimiento exagerado.


—Buff. Eso me va a provocar pesadillas. ¿Pero por qué estabas cabreado? Según has dicho fuiste tú el que salió hecho una furia.


A veces, la inteligencia y agudeza extraordinarias de Paula podían ser un coñazo.


—Por sus suposiciones, me imagino. Ahora toca Toombs. La próxima vez que decidas irte a comer con un hombre potencialmente peligroso, ¿me avisarás con antelación,
por favor?


—Andres estaba conmigo.


—¿Y qué hubiera hecho Andres si las cosas se hubieran puesto feas de verdad? ¿Matarle a anécdotas?


—Muy bien. Intentaré acordarme de avisarte antes de hacer nada —concedió ella, claramente a desgana—. Siempre y cuando sea lo mismo por tu parte.


—Hecho.


Él sentía su mirada mientras conducía. Trató de ignorarla, pero ignorar a Paula era como ignorar la luz del sol.


—¿Qué? —preguntó finalmente.


—Tienes que ir a darle una patada en el culo a Gonzales o a hacer lo que sea que hagáis los tíos para hacer las paces.


—De mis amigos ya me encargo yo, muchas gracias. Y ni siquiera te gusta Tomas. Deberías estar contenta de que tengamos diferencias de opinión.


—Yo también lo hubiera creído —respondió ella con lentitud—, pero no lo estoy.Aparte de Sanchez, nunca había tenido amigos hasta que te conocí. Me gusta que seas mi amigo. Los amigos molan y son importantes. Y me imagino que los mejores amigos, esos que te dicen cosas que nadie más te diría, son bastante escasos.


Aprovechando que se detenían en un semáforo en rojo, Pedro se inclinó hacia ella y la besó.


—Tomas es un muy buen amigo —murmuró—. Tú eres mi mejor amiga. Y una mujer fascinante y muy poco convencional, Paula Chaves.


Ella le devolvió el beso con una sonrisa.


—No se te ocurra olvidarlo. Además, estoy trabajando para Laura y si Tomas y tú andáis peleándoos, no voy a poder verla.


—¿Estás segura de que eso es malo? Con lo que te preocupa tu reputación, se supone que no deberías querer que se corriera la voz de que estás ayudando a una niña de
diez años a encontrar un modelo anatómico.


—A Clark, el modelo anatómico.


Pedro alzó una ceja.


—¿Tiene nombre?


—Por lo visto la profesora de Lau, la señorita Barlow, cree que se parece a Clark Kent.


—Me parece fascinante.


—Si lo encuentro, lo traeré y te lo presentaré. Vosotros, los superhéroes, tendríais que conoceros unos a otros.


—Hablando de eso —dijo Pedro, incapaz de contener una rápida sonrisa—. Encargué a Joaquin Stillwell que me localizara una pieza durante su viaje a Los Ángeles.


—¿Un frasco de Botox?


—Está detrás de tu asiento. Otro regalo de aniversario, supongo.


—Vale —dijo Paula lentamente y se desabrochó el cinturón de seguridad para inclinarse por detrás de su asiento—. Oh… Dios… Mío —soltó con una risita.


Seguía riéndose mientras abría la caja, que tenía la parte frontal de plástico transparente.


—Ruge y anda por control remoto.


Paula se colocó el más de medio metro de Godzilla embalado en el regazo y se volvió a abrochar el cinturón.


—¿Ruge?


—Lleva unos cuantos mini habitantes de Tokio aterrorizados pegados en el interior de la caja. Y el fondo se convierte en un rascacielos para que lo derribe.


—Me has conseguido un Godzilla, tú, guapísimo demonio —se estiró para darle un sonoro beso en la mejilla—. ¡Gracias!


—Un placer —se rió él mientras ella sacaba el monstruo de la caja y le hacía rugir, camino de vuelta hacia Worth Avenue. Probablemente se podría haber ahorrado el vale
regalo de cien mil dólares para el vivero y ella hubiera estado igual de contenta. O más, porque Godzilla podía viajar y el jardín, no.






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