Miércoles 9:44 a.m.
Pedro Alfonso se subió a la escalera y atisbó dentro del pequeño e irregular agujero de la pared de su antigua caballeriza. Tras varias renovaciones en el transcurso de doscientos años y en especial la enorme que había encargado siete años antes, que este lugar oculto hubiera permanecido intacto era como un milagro.
En lo más hondo de la esquina izquierda sus dedos tocaron algo y lo sacó.
Un antiguo soldado de plomo, con la pintura descascarillada y descolorida hasta desaparecer, apareció bajo la expertamente iluminada sala de exposición de Paula.
—¿Qué es? —preguntó ella, poniéndose de puntillas para ver.
—Un fusilero —le contestó, tendiéndoselo mientras bajaba—. Creo que George III.
Ella le ofreció una sonrisa volátil.
—Sabía que eras un experto en pintores georgianos pero no tenía ni idea de los soldaditos de plomo.
—Fui un chaval inglés ¿sabes? —Echó un vistazo a la sala abarrotada—. ¿Dónde está Armando?
—El señor Montgomery se llevó fuera tu diamante para examinarlo bajo la luz del sol. —Paula le devolvió el soldado—. Nunca he visto a un inglés tan excitado.
Pedro alzó una ceja.
—¿Disculpa?
Ella resopló.
—Bueno, no fuera de un dormitorio, en todo caso.
—Solo espero que no trate de huir con él.
—Puedo atraparlo si lo intenta —comentó ella, dirigiéndose con Pedro hacia la puerta—. Además, las joyas son su vida. Y ésta es espectacular. Aunque traiga mala suerte.
—No existe tal cosa como un objeto que provoque suerte —dijo, cogiéndola de la mano mientras abandonaban la caballeriza y se acercaban a donde Armando Montgomery estaba con el diamante en una mano y su móvil en la otra—. La reacción de la gente ante un objeto, sí —siguió—. El objeto en sí mismo, no.
—Qué lógico es usted, señor Spock —se soltó de su mano cuando Armando acabó la llamada—. Entonces ¿qué opina? —le preguntó a Montgomery.
—Es un diamante azul —contestó con el músculo bajo su ojo izquierdo brincando—. Un tallado experto.
En su carrera como comprador y vendedor de propiedades y negocios, Pedro se había vuelto muy hábil en leer a la gente. Su señor Montgomery estaba molesto por algo.
—¿Armando? ¿Qué pasa? —le preguntó.
—Yo, esto, sólo estaba devolviendo una llamada a Londres. Una cuestión sobre la autenticidad de un objeto muy destacado de la colección del museo.
—Pero la exposición abre en tres días.
—Sí, lo sé. Enviaré aquí a mi ayudante con la entrega de mañana. —Se aclaró la garganta—. Un momento inoportuno, lo siento. Y ha sido un placer trabajar con usted, señorita Chaves. Y con usted otra vez, señor Alfonso. —Abrió la puerta de su Mercedes y se deslizó en el asiento.
—Al final, lo convenceré de que me llame Pedro. Y... ¿Armando?
El ayudante del encargado del museo levantó la mirada.
—¿Sí?
—¿El diamante?
Montgomery palideció.
—¡Dios mío! —le tendió el collar—. Mis disculpas. Yo sólo, bueno, estaba un poco distraído.
Pedro retrocedió un paso desde el coche.
—No se preocupe. Que tenga un buen viaje.
Tan pronto como el Mercedes abandonó el parking de gravilla, Paula juntó las manos.
—Fantástico. Tengo al ayudante del ayudante para ayudarme a montar una exposición con un montón de joyas.
—Cariño, tú no necesitas a nadie más —le comentó, empezando a lamentar haber dejado la casa con los pies descalzos si iban a seguir pisando por la gravilla—. Sabes que Montgomery solo es puro artificio.
—Excepto que la exposición pertenece a su museo y va donde él dice. Éste es mi primer gran trabajo, y sólo lo tengo porque tú posees la mitad de la campiña y el...
Pedro la agarró por la cintura, tirando de ella para un beso largo y suave.
Ojos verdes, cabello caoba, delgada y atlética, le atrajo desde el instante que posó los ojos sobre ella, y eso había sido mientras estaba en su casa de Palm Beach intentando robarle. Pero era el resto de Paula lo que le fascinaba: la manera en que podía desactivar un sistema de alarma en cinco segundos exactos pero se negaba a robar en museos, el modo en que placaría totalmente a un tipo malo armado pero odiaba matar arañas.
Obsesión, pasión, fuera cual fuera el término que eligiera para describirla, la amaba. Tanto que a veces le asustaba. Y ella pensaba que había planeado lo del diamante para que lo encontrara. Y no había salido huyendo y gritando en la
noche. Se lo había agradecido y le había besado, lo cual convertía a cierto objeto que él había ido a buscar hacía unas semanas aún más interesante.
—¿Qué me dices de salir a cenar a algún sitio esta noche? —le sugirió con cautela, encabezando el camino fuera de la gravilla y de vuelta al sendero de hierba.
—Mientras no vayamos a uno que tenga la palabra pudin en el menú. Tu gente no sabe lo que es el pudin.
—De hecho estaba pensando en ir a cenar a Petrus.
—No voy a conducir hasta Londres; las gemas y el ayudante del ayudante estarán aquí a primera hora de la mañana.
—No hay problema —le respondió—. Pediré el helicóptero.
Ella se rió metiéndose debajo del hombro de Pedro.
—Eres tan guay.
—Sí, lo sé.
Paula alzó la mirada de la mano al rostro de Pedro.
—Eso es muy raro, ¿eh?, encontrar ese collar de esa manera. Una reliquia familiar de doscientos años de antigüedad. La última persona que puso sus ojos en él seguramente fue tu tatara mismo.
—Tengo una multitud de reliquias familiares. Aunque Connoll Alfonso fue el que empezó la colección de Maestros Europeos. La leyenda familiar dice que rescató unos cuantos cuadros de París para que Bonaparte no pudiera apropiarse
de ellos y cambiarlos por munición.
—Parece tu clase de hombre. Pedro... no hablas mucho sobre tu familia.
—Tú tampoco —le señaló.
—Eso es porque no sé quién es mi madre y hasta hace tres meses pensaba que mi padre había muerto en prisión.
—Y ahora deambula por Europa y zonas más al este robando para la Interpol. Lo recuerdo. Casi consigue que te maten.
—Hum. Estás cambiando de tema, Pedro.
Él tomó una bocanada de aire.
—El helicóptero nos recogerá a las cinco y media. —Pedro comprobó su reloj—. Antes tengo que acabar de leer una proposición.
—¿Qué hay del diamante Nightshade?
Pedro bajó la mirada hacia el collar en su mano. Era “extraño”, como Paula había dicho. Se sentía raro estar sosteniendo algo tan directamente conectado con su antepasado, según se decía al que más se parecía tanto en aspecto como en carácter. Sí, poseía otros objetos que se transmitieron de aquella generación e incluso antes, pero cientos de manos los habían tocado, cientos de ojos los habían mirado desde entonces hasta ahora, pero el diamante Nightshade se sentía directamente vinculado entre él y su tatarabuelo y venía con una puñetera advertencia.
—Hola —dijo Paula, dándole un codazo en las costillas—, no tienes que resolver todo el tema del diamante en diez minutos. Entiendo que te haya dejado de piedra, puedo ser guay y comprensiva.
Él se rió entre dientes.
—Y aquí yo pensando que tú eras la cascarrabias y temperamental.
—Cascarrabias. Me gusta. —Se soltó cuando llegaron a la casa—. Voy a hacer otra comprobación de video y sensores. No puedo ser demasiado cuidadosa. Podría haber otro yo allí fuera en alguna parte esperando marcar un tanto.
—No hay otro como tú. Puedo garantizártelo.
Ella se inclinó y lo besó de nuevo.
—Gracias. Nos vemos.
—Hasta luego —le respondió asintiendo.
En el interior de la casa, Pedro subió hacia la biblioteca a por los libros antiguos de contabilidad e inventarios de la heredad. Seguramente alguien habría anotado la propiedad de un diamante de más de ciento cincuenta quilates, conocieran o no su localización. Y antes de dejar que alguien más supiera que ahora poseía un raro diamante azul, quería verificar unas cuantas cosas, incluido el valor y la calidad del mismo.
No, no creía en la mala suerte, pero Paula sí. Y había descubierto un diamante perdido durante casi doscientos años tres días antes de que Rawley Park fuera a alojar una exposición itinerante de gemas preciosas. El destino era un bicho raro y al parecer uno con sentido del humor. O así esperaba.
***
Pedro también tenía allí una casa, como si alguien pudiera llamar casa a una mansión que tenía treinta habitaciones, una piscina, dos pistas de tenis y tres hectáreas de jardín. Incluso Solano Dorado era eclipsado por la propiedad de
Rawley Park en Devonshire.
Miró otra vez hacia la carretera principal, visible descendiendo a lo lejos por la colina más allá de los muros de piedra de la propiedad. El personal de seguridad adicional ya se había encargado de las puertas, vigilaba los monitores de seguridad y caminaba por el perímetro exterior del edificio de la caballeriza. Todo estaba tan preparado como ella podía lograr, pero no podía evitar pasearse.
Le hormigueaban las puntas de los dedos y la adrenalina bombeaba a través de sus músculos. Tenía la misma sensación que en el preámbulo de un robo, sin la subyacente capa de fuerte tensión que venía cuando ponía su libertad y a veces su vida, en riesgo por un delito.
Giró los brazos, estiró los músculos y aceleró su flujo sanguíneo. Sí, estaba lista para cualquier cosa. Ahora todo lo que le hacía falta era que llegaran las furgonetas y los buenos de la película y así podría empezar.
Unas pisadas crujieron sobre la grava tras ella.
—Es temprano para ti, ¿no, amor? —dijo Pedro con su marcado acento bajo y culto, apartándole el cabello de los hombros para besarla en la nuca.
Durante un minuto se permitió hundirse en él. ¿Qué había llamado el doctor Phil un buen compañero? Un lugar blando en el que caer o algo por el estilo. Pedro había hecho posible para ella empezar una nueva vida. Significara o no jubilarse en un futuro próximo, sin él la tentación de volver a las noches cardíacas de ladrona de guante blanco habrían sido casi demasiado irresistibles.
—Estoy esperando la entrega —le contestó girándose de cara a él—. Ostras, muy a lo James Bond.
—No soy James Bond —le contestó dando su respuesta estándar.
—Esta mañana sí. Uauuuu.
Iba vestido de trabajo, con un Armani azul oscuro y una corbata azul y gris que hacía parecer sus ojos tan azules como los zafiros. Cuando sonrió su corazón se saltó un latido.
—Entonces bésame, Moneypenny —le dijo con un acento a lo Connery muy logrado, le rodeó la cintura con los brazos y la inclinó.
Con un chillido Paula se agarró de los hombros arqueando la espalda mientras la besaba con boca, dientes y lengua.
¡Cielo santo!
—Oh, James —soltó cuando él le dio un segundo para hablar—. ¿A qué se debe esto?
—Anoche estabas durmiendo cuando me fui a la cama —le contestó, lentamente balanceándola derecha de nuevo—. Y fui tan caballeroso que no te desperté para sexo.
Paula resopló.
—¿Sexo?
Él asintió.
—Sí, estás familiarizada con el sexo, creo. Si no, estudia. Estaré en casa esta noche y si esta vez estás durmiendo te despertaré.
Pedro la besó otra vez. Seguía sorprendiéndola que incluso tras ocho meses él pudiera simplemente mirarla y hacer que se le doblaran las rodillas. Respecto a sus besos y el sexo:
¡Madre mía!
—Estaré despierta.
—Muy inteligente de tu parte. Llámame si me necesitas. —Le agarró los dedos y luego lentamente la soltó para dirigirse a su garaje del tamaño de un estadio—. Te quiero.
—Te quiero. —Lo observó alejarse—. ¿Por qué conduces?
Él la miró por encima del hombro.
—Me ayuda a pensar. A propósito, me llevo el Nightshade conmigo para que lo tasen.
Un pequeño escalofrío de inquietud la recorrió.
—Ve con cuidado,Pedro.
—Lo haré.
Podía ir y volver de Londres en helicóptero en el tiempo que tardaba en conducir hasta allí, pero si llevaba un diamante maldito, Paula se alegraba de que estuviera en tierra en vez de a trescientos metros de altura. Aun así, lo había visto
conducir. No se arriesgaba tanto como ella pero le gustaba ir rápido.
El Jaguar rojo E-type del 61 rugió camino abajo y salió por la entrada, luego se dirigió por la estrecha carretera hacia la intersección de la carretera principal.
Todavía estaría en sus tierras durante otros diez minutos, ya que sólo había cercado la casa de los ojos curiosos de la prensa y del público encandilado por las celebridades.
Paula sólo tuvo cinco minutos para considerar si debería estar más preocupada por que llevara el diamante o si debería dejar de preocuparse por ello.
Todavía no se había decidido cuando avistó a un trío de furgones blancos de transporte serpenteando colina arriba hacia Rawley Park. Cuando se acercaron, los cuatro coches de policía que los acompañaban se hicieron visibles.
Aquel era el mayor inconveniente de trabajar con los buenos,
confraternizabas constantemente con policías, abogados y demás gente que Paula anteriormente habría evitado como la peste.
—Hora del espectáculo —rezongó, mientras la caravana se detenía un momento ante la entrada principal y luego seguía subiendo hacia ella.
Un par de meses atrás y a pesar de las muchas veces que Pedro le había dicho que confiaba en ella, no podía imaginárselo yéndose mientras el V&A entregaba a su cuidado fruslerías por valor de varios millones de libras esterlinas. Y aun así se había ido, ahora fuera de la vista carretera abajo.
Los blindados y la policía se detuvieron en el parking de gravilla. Uau, habían enviado bobbies con M-16 sólo para demostrar lo serio que todo el mundo se tomaba la seguridad de esta pequeña exposición ambulante. Paula soltó un suspiro y cogió los papeles sujetos a su portapapeles oficial de la exposición.
—Señorita Chaves —dijo un tipo alto vestido con un traje barato color canela mientras salía del primer furgón y se le acercaba—. Soy Henry Larson, el segundo de a bordo del señor Montgomery.
Aquello sonaba mejor que el ayudante del ayudante.
—Señor Larson —contestó Paula, dándole un apretón de manos y examinando la foto de su identificación. Con el pelo rubio cortado al rape y los ojos marrones, que se pasaron más tiempo mirando al terreno pintoresco que los rodeaba que al rostro de Paula, no se ajustaba mucho a su idea de encargado de museo. Pero claro, tampoco se podía imaginar a sí misma como la señora de la casa que estaba tras ellos, si eso es lo que era—. ¿Quiere echar un vistazo a la sala antes de empezar a descargar?
—Claro que sí. —Hizo una señal y la mitad de los polis junto a una docena de empleados llevando placas identificativas se les unieron.
—Supongo que todos han visto el esquema de la distribución —dijo Paula, encabezando el camino hacia la caballeriza y notando como si necesitara ondear una bandera para una pequeña visita guiada—. Las vitrinas están situadas casi igual al diseño de Edimburgo.
—¿Cuánta gente tendrá acceso al código de la puerta? —preguntó Larson, saludando al par de guardias de la propiedad de pie a cada lado de la puerta.
Ella se giró de espaldas al personal y tecleó una serie de números.
—Sólo usted y yo —le contestó dándole la cara de nuevo—. Se cambia a diario y usted lo obtendrá de mí o del ordenador del sótano, donde tengo instalado todo el equipo de vigilancia.
—Excelente —le contestó echándole una ojeada al teclado y a la pesada puerta antes de entrar.
Paula ya había encendido la luz del techo, imaginando que el grupo que montaría las vitrinas agradecería la buena iluminación sobre la luz etérea.
—La puerta de salida hacia la tienda de regalos está instalada de la misma manera y tendré guardias en cada puerta cuando abramos.
—¿Cuántas cámaras? —preguntó el señor Larson trazando un lento círculo.
Evidentemente él y su jefe no tenían muy buena comunicación.
—Doce incluyendo las cuatro de fuera que cubren los muros exteriores y las entradas.
—Vistas solapadas, ya veo —comentó, luego se inclinó para mirar dentro de la vitrina más próxima—. ¿Sensores de presión en el cristal?
—Y sensores de peso y movimiento dentro de las vitrinas, ahora mismo está todo desactivado.
—Me gustaría hacer un simulacro antes de traer las gemas.
—De acuerdo. —Paula sacó su walkie-talkie del bolsillo—. Craigson, conéctalos —le ordenó—. ¡A todo el personal, esto es un simulacro! —Lo último que necesitaba era a los guardias de la propiedad entrando y placando a Larson.
—Luz verde, Paula —la voz de Craigson sonó un instante después.
Se giró hacia el señor Larson de nuevo.
—Fuerce lo que se le antoje —dijo ella saliendo del paso y tapándose las orejas.
Ignorando las muchas señales de “No toquen las vitrinas” pegadas en las paredes, Larson agarró ambos lados de una de las vitrinas más pequeñas y tiró hacia arriba. La tapa siguió en su sitio, en el techo se encendieron los focos rojos
secundarios de alarma, las puertas se cerraron y el agudo ulular pitó desde los altavoces escondidos en las paredes.
Destapándose una de las orejas, Paula se puso delante de la cámara más cercana y se pasó los dedos cruzando el cuello. La sirena se apagó, las luces y las puertas volvieron a su posición en estado de espera.
Larson asintió.
—¿Hay control de incendios?
—Sí. Si el sensor de fuego suena, las puertas se abren y los rociadores se ponen en marcha o podemos hacerlo desde la sala de control. Tenemos sensores hasta en el piso de arriba; cuando lleguen los invitados los apagaré para que un
empujoncito o un toque en el cristal no active la alarma antiincendios.
—Bien hecho, señorita Chaves. ¿Y qué hay de los detectores de metal?
—Salen de los marcos de las puertas con un segundo insertado para las etiquetas de los regalos en la salida de la puerta de la tienda de recuerdos. Estaban apagadas —comentó señalando a los polis con sus M-16.
El ayudante del ayudante aplaudió.
—Muy bien. Entonces empecemos, ¿os parece? McCauley, organiza a tu gente.
Paula ocultó un ceño cuando una joven flacucha de brillante cabello rojo muy corto asintió, reuniendo a los empleados del museo para algunas instrucciones rápidas y luego los hizo salir por la puerta. Tenía sentido, supuso Paula; la gente del V&A había estado de gira con las gemas durante cuatro meses y seguramente podían hacer el montaje con los ojos cerrados. Henry Larson era el capitán suplente.
—Mientras traen las cajas de seguridad, ¿me enseñaría el centro de control? —le preguntó como coletilla a sus pensamientos.
—Claro. Por aquí.
Tanto como deseaba ver las joyas siendo colocadas en sus moradas temporales, alejarse era seguramente la mejor prueba a su carácter. E incluso aunque ella y Montgomery se hubieran pasado la mayor parte del último mes revisando la seguridad, considerando los problemas e intentando encontrar un equilibrio, no pudo culpar a Larson por querer cubrirse el culo y ver el sistema por sí mismo.
—Oí que pronto abrirá su propia exposición —dijo él dándole conversación mientras atravesaban el jardín.
—Hum. Toda el ala sur de la casa está siendo remodelada para exponer las pinturas y antigüedades que ha coleccionado Pedro. Esperamos la apertura en diciembre. La exposición del V&A ha resultado ser genial para ayudarme a
responder algunos de los asuntos de seguridad que tenía para la casa principal.
—Hablando del señor Alfonso, ¿está en la residencia?
Anda, otro fan del rico y famoso.
—En este momento no —contestó de modo evasivo. Como su viejo padre solía decir antes de que rompieran la asociación y fuera arrestado, solo da información cuando sea en tu propio beneficio. Hablar sobre la casa le daba
referencias adicionales y de todos modos era de conocimiento público. Hablar de Pedro, eso era asunto de Pedro.
—¿Sabe? —siguió Larson, siguiéndola a través de lo que solía ser la entrada de servicio y yendo por el estrecho pasillo de la parte posterior de la casa—, he estado haciendo un poco de investigación y usted tiene un currículum bastante interesante.
Paula lo miró de reojo pero la atención de él al parecer estaba en la puerta del sótano al que se acercaban.
—¿Ah sí? Pensaba que sólo algo de seguridad corriente y un poco de restauración en arte.
—Qué va. Hace dos meses ayudó a frustrar un robo en el Museo Metropolitano de Arte en Nueva York.
—Hice una llamada de teléfono —respondió ella. De todos modos, aquella era la historia pública—. Mi padre frustró el robo.
—Sí, el famoso Martin Chaves. Me quedé bastante sorprendido al leer que no estaba muerto, como se había informado extensamente.
Paula se encogió de hombros, manteniendo una postura relajada aunque su sentido arácnido estaba empezando a hormiguear. Si este tipo era un encargado del museo de bajo nivel ella era la Mujer Maravillas.
—Martin solía ser un ladrón de guante blanco; el sigilo era su MO.modus operandi
—Claro. Usted también resolvió un misterio en el que estaban implicados unos cuadros robados del señor Alfonso y algo sobre un robo y un asesinato en Florida que también resolvió.
—Qué puedo decir. Soy buena en mi trabajo.
—A un nivel bastante milagroso.
Paula se detuvo, bloqueándole el paso al bajar los últimos escalones hasta el sótano.
—Sabe, ahora que lo pienso, sí que tengo un currículum interesante. Mi proyecto con Pedro es ponerme en contacto con los conservadores de la mayor parte de los más renombrados museos de Europa. ¿Y sabe algo más?
—Yo...
—Casi tengo memoria fotográfica. Si veo un rostro u oigo un nombre, prácticamente lo recuerdo. Pero es bastante raro que no recuerde haber oído su nombre antes de que me lo diera esta mañana.
Él frunció el ceño.
—Eso es...
—Así que a mi parecer eso significa que o está estafándome a mí y al V&A, lo cual me desagrada un poco, o es un poli. ¿Cuál es, Henry Larson?
—Poli —contestó con rigidez e intensificando el ceño.
—¿La placa? —le contestó tendiendo la mano.
Alargando la mano hacia el bolsillo interior de la chaqueta, la sacó y se la tendió.
—Scotland Yard —dijo ella tranquilamente, como si hubiera esperado eso exactamente. Fantástico—. Entonces, inspector Larson, ¿qué está haciendo fingiendo ser un conservador de museo?
—Deberíamos sentarnos —le dijo, todavía con aspecto abatido porque lo hubiera descubierto—. Y tomar un té, esto puede llevar un rato.
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