miércoles, 7 de enero de 2015
CAPITULO 65
Pedro dejó caer el bate. Se hundió en el suelo, y se arrastró hasta donde Paula yacía con los ojos cerrados y el rostro macilento.
—¿Paula? —susurró, limpiándose con brusquedad lo sangre de la boca.
Tocó su cara, pero ella no se movió—. ¿Pau?
Dios, la había matado. Cuando logró ponerse en pie y vio a Wallis golpeando su cabeza una y otra vez contra las baldosas, el tiempo simplemente se había… detenido. No había nada que hiciera que aquello merecía la pena: ni el orgullo, ni el dinero, ni su propia vida.
Temblando, deslizó un dedo sobre su cuello. El pulso latía débilmente contra su mano, y tomó una bocanada de aire.
—¿Paula? ¿Cariño? Abre los ojos, Pau.
Sus pestañas se agitaron y unos ojos verde musgo le miraron con aturdimiento.
—¡Ay! —se quejó con dificultad.
—No te muevas, cariño. ¿Puedes sentir las piernas y los brazos?
—Tienes la cara llena de sangre.
—Lo sé. Mueve los dedos de los pies y de las manos. Ahora, Paula. — Pasaron unos segundos sin que su corazón latiera, luego sus dedos se movieron, primero la mano derecha y luego la izquierda—. Buena chica.
Desde detrás del escritorio llegaron hasta él los pitidos del teléfono de Harry que se encontraba en el suelo, y Pedro se apoyó sobre un costado para echarle mano.
Rápidamente llamó a una ambulancia y a la policía, luego volvió a ocuparse de Paula. Sus ojos se habían vuelto a cerrar.
—¿Paula?
—Lárgate. Tengo una conmoción cerebral.
Con una leve sonrisa, le retiró suavemente el pelo de la cara. Wallis le había arrancado un manojo, e iba a tener que ir al peluquero.
—Ahora no puedes huir, ¿verdad? —murmuró.
—No tengo piernas.
—Están aquí mismo, te lo prometo. Unidas y todo. Y son muy bonitas.
—Cállate.
—Te quiero, Paula Chaves
Sus ojos se abrieron de nuevo, y se clavaron valientemente en su cara. Pedro no esperaba que respondiera; Pau había pasado demasiado tiempo sola, durante demasiado tiempo había sido incapaz de confiar en nadie que no fuera ella misma.
Pero Pau sonrió, alzando una temblorosa mano para acariciar su cara. Él la tomó entre las suyas mientras sus ojos volvían a quedarse en blanco y perdía la conciencia
de nuevo.
Cuando Paula abrió los ojos, pensó que todavía se encontraba en medio de alguna especie de pesadilla. Oficiales uniformados y hombres y mujeres vestidos con
esas gabardinas inglesas de aspecto militar pululaban a su alrededor, hablando en un murmullo quedo de acentos londinenses. No estaba en el suelo, se percató, sino en
una camilla con una aguja en un brazo. La habían atado.
—¡Eh! —gruñó, luchando por incorporarse.
Pedro apareció por encima de su hombro con un paquete de hielo sujeto a su boca y un vendaje en forma de mariposa sobre su nariz.
—No pasa nada —dijo, bajando el paquete de hielo—. Relájate.
—Tienes un ojo morado —señaló. También tenía el labio hinchado y un oscuro y magullado moratón se le estaba formando en la mejilla.
—Tu poder de observación sigue intacto —dijo, sonriendo con una torcida mueca de dolor.
—No quiero ir al hospital.
—Qué lástima.
La camilla dio un salto y se elevó, y acto seguido se encontró rodando hacia la entrada.
—¿Pedro? —dijo, dejándose llevar de pronto por el pánico ahora que no podía verle.
—Estoy aquí. Voy contigo. Tengo la nariz rota.
—Yo gano, porque tengo la cabeza rota.
Pau escuchó su suave risilla.
—Tienes la cabeza demasiado dura como para que se rompa —respondió—.Tan sólo la tienes abollada.
—Eso es bueno.
—No realmente, cariño.
Fue levantada del suelo, luego introducida en una ambulancia. Subió un técnico y luego Pedro, que se sentó a su lado.
—¿Qué hay de Harry y Wallis? —preguntó.
Pedro se inclinó hacia delante para tomarle la mano.
—Harry va en otra ambulancia. Wallis va a desear estar muerto cuando acabe con él.
Ella le miró durante un minuto.
—No creo que Patricia supiera nada de esto —le dijo.
—La policía la trae para interrogarla —respondió, flexionando los dedos entre los de ella—, pero yo tampoco creo que lo supiera. Espero que no.
—Yo también.
—Tengo que decirte una cosa —dijo, su sonrisa se asomó de nuevo a su cara.
Él ya le había dicho algo; algo muy precioso y privado, algo que guardaría para siempre en su corazón. Pero no quería que tuviera que decírselo de nuevo sin responderle.
—No tienes que decirme nada —se apresuró a decirle—. Lo sé, y es… yo…
Su sonrisa alcanzó sus ojos.
—No es eso. Castillo llamó a Scotland Yard para recomendarles que prendieran a Harold Meridien para interrogarle en relación a una serie de robos de obras de arte.Cargaron contra la puerta unos treinta segundos después de que yo llamara a la policía.
—Francisco nos estuvo escuchando a través del cristal de la cárcel.
Sabía que había alguien allí.
Asintiendo, Pedro le apretó la mano.
—Creo que le debo una cerveza a Francisco.
El técnico se inclinó a comprobar la máscara del oxígeno, colocada en su nariz y algo que monitorizaba el ritmo de su corazón.
—Debe descansar, señorita —dijo—. Nada de hablar.
—Muy bien. Sólo una cosa más. —Levantó la mano de Pedro tanto como pudo con su brazo bajo la correa—. Quiero ir a Devon.
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