lunes, 19 de enero de 2015

CAPITULO 106




Paula parecía adormilada cuando sonó el teléfono. Se incorporó en la cama, reparando en la hora de la pantalla iluminada del reloj digital al tiempo que echaba mano al teléfono.


—¿Hola?


—Tengo algunas condiciones. —Era Laura.


Pedro deslizó la mano a lo largo de su espalda desnuda cuando se incorporó a su lado.


—¿Es que estás como completamente loca? —siseó Paula en voz baja—. Son las tres de la madrugada.


Lanzó un vistazo a Pedro. En un segundo su mirada se agudizó, y asintió.


—¿Quién es, Paula? —preguntó, bostezando para asegurarse.


—Se han equivocado de número —respondió—. Te llamaré en cinco minutos —susurró, y colgó.


—Laura, ¿supongo? —dijo, encendiendo la luz de la mesilla.


—Sí. Estoy segura de que ha sido una prueba para descubrir si hablaría delante de ti.


—¿Porque tu nota también le decía que yo no era más que un estirado que no sabía nada de tus viles actividades y que seguramente les denunciaría a ella y a su hermano ante las autoridades?


—¡Vaya! Pareces realmente inglés a las tres de la madrugada. —Estaba, además, verdaderamente guapo, con una barba incipiente y el pelo tremendamente despeinado de dormir—. Y no. Es más por si estoy dispuesta a dar un paseo por el lado oscuro. Tú eres el lado bueno.


—¿Luke Skywalker?


A pesar de la broma, Paula sabía que estaba preocupado. En cuanto a ella, en el instante que sonó el teléfono había estado completamente espabilada y preparada para la acción. Vivía para ese tipo de cosas.


—Más parecida al joven Obi–Wan. Soy Anakin Skywalker, supongo —frunció el ceño—. No, Han Solo. Mola más, y resultó ser un héroe.


—No puedo creer que estemos hablando de esto en este instante —farfulló—. ¿Piensas que se tragó el retraso como garantía de que eres de confianza?


—Ya veremos. —Miró el reloj—. Dos minutos más. Y recuerda, diga lo que diga, tú no estás escuchando.


—Sé jugar, querida.


«Por supuesto que sabía.»


—Lo siento. Lo que pasa es que no quiero cagarla.


—No lo harás. Tú piensa que te quiero sana y salva.


Le miró fijamente durante un largo momento; vigilantes ojos azules, extremadamente inteligentes, oscurecidos por mechones de salvaje cabello negro con el apuesto rostro de un actor; torso desnudo y músculos de deportista, rodeado por unas sábanas azul marino y almohadas de fino satén.


—En un mundo ideal, ¿qué estarías haciendo en este preciso instante?


—Exactamente lo que hago, salvo que no tendrías un teléfono en la mano.


Pau sonrió ampliamente.


—¿Y qué es lo que tendría en la mano? —preguntó astutamente, bajando la mirada hasta la sábana que le cubría las caderas.


—Mi mano —dijo sin demora—. Suele tratarse de sexo, pero no siempre. Sin embargo, siempre se trata de estar contigo.


Antes de que Paula pudiera responder a eso, aunque no es que tuviera idea de lo que decir, Pedro se había inclinado sobre ella y la había besado. Su boca era suave y tierna, una cálida caricia, consolador apoyo y… amor.


Le había dicho con anterioridad que la amaba, y había podido ver en sus ojos y en su expresión que lo decía en serio, pero esto era diferente. Lo sentía, y eso lo hacía inevitablemente real. Y lo más extraño de todo era que no la asustaba.


—Haz la llamada —la animó después de un segundo beso lánguido.


Ella se aclaró la garganta.


—De acuerdo. —«Recomponte, Pau.» Respirando hondo, sacudió los hombros y a continuación marcó el número que había guardado.


—¿Hola?


—Muy bien, ¿qué condiciones?


—Si pensara que Daniel pudiera tener problemas, no resultaría demasiado útil tener a la policía buscando al asesino y al ladrón.


Paula comprendió al instante. Formando un apretado puño con sus dedos libres, asintió.


—De acuerdo. Barstone se queda en la cárcel, si haces que valga la pena. Encontrar un nuevo perista es realmente complicado. ¿Eso es todo?


Laura guardó silencio durante tanto rato que Paula comenzó a preguntarse si picaría o no el anzuelo.


—Necesito la garantía de que puedo confiar en ti —respondió al fin—. Está en juego el futuro de mi hermano. Y también el mío, si es que tú y yo vamos a trabajar en equipo.


—Para mí, es una cuestión de dinero. Tu hermano me arrebató un trabajo, de modo que si te entrego, no saco nada.


—Entregar a Daniel sería una propuesta arriesgada, de todos modos —dijo Laura, la voz teñida de cínica diversión—. No recomendaría limitarle los fondos a un mimado niño rico que tiene una adicción a la cocaína de quinientos dólares al día.


—Pues probablemente debamos incluirle en esto —apuntó Paula, poniéndole una sonrisa a su voz mientras la adrenalina atravesaba violentamente su sistema. Daniel había disparado a Charles—. Yo me llevo el veinte por ciento por vender los rubíes, los cuadros y todo lo que podáis birlar de la casa sin levantar las sospechas de la compañía. Y no es negociable.


—De acuerdo. Pero ya me han seguido una vez. Si me jodes, no vivirás lo suficiente para lamentarlo.


Así que, había sido ella quien había alquilado el BMW negro.


—Oh, qué miedo me das. ¿Hacemos negocio o no?


—¿Esperas que deje un cubo de joyas en Solano Dorado? O tal vez podría enviártelas por FedEx. Estoy segura de que la policía no se daría cuenta de nada.


Laura sin duda tenía una vena cínica.


—¿Vas a asistir el lunes a ese estúpido partido de polo? —preguntó Paula, lanzando a Pedro una mirada y preguntándole sin articular sonido alguno «¿A qué hora empieza?».


Él sostuvo dos dedos en alto.


—Por supuesto. Daniel juega en uno de los equipos y asistirá todo aquel que es alguien.


—Bien. Tráete una cesta de picnic con algunas frutas y cosas de ésas. Manzanas bien rojas. Me gustan las manzanas. Me reuniré bajo la carpa de los refrescos a las dos y media.


—Allí estaré. Y no me jodas, Chaves.


—Oye, me preguntaba cómo iba a entretenerme mientras Pedro está jugando con palos y caballos.


Colgó el aparato. Le temblaban las manos por el subidón de adrenalina.


Pedro le quitó el teléfono y lo dejó sobre su mesilla de noche.


—Lo de la manzana ha sido muy inteligente. Eso sí que es improvisar sobre la marcha.


—Gracias. Sólo espero que funcione.


Le deslizó los brazos alrededor de la cintura, apretándola contra su costado.


—Yo también. Sobre todo si tengo que salir al campo a jugar con «palos y caballos» mientras que tú aceptas propiedad robada vinculada con un asesinato.


—Sólo por aparentar —dijo, esperando que ésa fuera la verdad. Iba a tener que poner a Castillo sobre aviso, o estaría quebrantando la ley.


Y él tenía razón sobre lo de «vinculada con». Los objetos robados no equivalían a un asesinato, hallar la pistola sí, pero eso significaba otro montón de problemas. Menos mal que le gustaban los problemas.


***


Pedro, no hace falta que vayas conmigo —dijo Paula, apoyando los codos sobre la isleta de la cocina mientras Hans metía refrescos en una cesta de picnic—. Soy mayorcita.


—Lo sé —respondió Pedro, terminando la concienzuda lectura del periódico dominical—. Juntos tenemos una tapadera mejor.


Ella escudriñó su expresión. Calmada, un tanto divertida y, debajo de todo eso, una obstinada determinación por, de algún modo, hacer las cosas bien. Bueno, si quería acompañarla, que así fuera. Seguramente le vendría bien el apoyo.


—De acuerdo —aceptó—. Pero yo soy la jefa.


Él alzó los brazos a modo de cómica rendición.


—Que yo sólo voy de picnic.


—Vale. Yo, también.


Hans cerró la tapa de mimbre y le entregó la cesta a Pedro. Parecían dos chiflados, fingiendo ir de picnic mientras Sanchez estaba en la cárcel, y Laura y Daniel disponían de tiempo para planear vete a saber qué para el partido de polo del día siguiente. Pero no tenía que ser policía para saber que necesitaban la maldita pistola para montar el caso, y no era probable que Daniel fuera a entregársela si antes no iba acompañada de un balazo.


Pedro eligió el antiguo SLK color amarillo porque era descapotable. Tras colocar la cesta de forma prominente en el espacio detrás del asiento de Pau, condujeron rumbo a South Lake Trail. Pasaron junto a docenas de vecinos que paseaban en bicicleta, y uno de ellos estuvo a punto de estrellarse en el crecido césped cuando trató de saludarles con la mano.


Paula miró su reloj.


—Perfecto, ya te han visto suficientes admiradores como para proporcionarnos una coartada. Vayamos a Coronado House.


—¿Cómo de segura estás de que Laura y Daniel no están en casa?


—Hablé con Andres. Siempre asisten a misa los domingos.


Le dirigió una fugaz mirada cuando tomó Avenue Barton.


—No ha sido una semana precisamente normal para ellos.


—Lo sé. Pero me apuesto algo a que necesitan todo el perdón que puedan conseguir del Hombre de arriba.


—No puedo remediar pensar que es una mala idea. —Sus labios se torcieron al oírla resoplar—. Deseas esto desesperadamente, ¿verdad?


—Sí.


—¿Porque es un subidón o porque quieres encontrar la pistola para demostrar un asesinato?


—¿No puede ser por ambos?


Respiró hondo y giró a la altura de la señal de giro a la izquierda.


—Me preocupas, Paula.


Ella no pudo evitar sonreír.


—Lo sé. En serio. Lo sé. Después de esto, sólo irrumpiré en tus casas. —«Y puede que en la casa de turno para devolver los objetos que robara Patricia, y ese tipo de cosas.»


***


—Espera. —La suave voz de Paula llegó desde el interior de los altos muros de piedra que rodeaban los terrenos de Coronado House—. Espera… de acuerdo, ahora.


Pedro golpeó la pared a medio ascenso, clavó las punteras de los zapatos y se aferró a las cortas púas de hierro que la coronaban. Con otro impulso pasó por encima, aterrizando dentro, con gran dosis de dignidad, sobre el trasero.


Paula le agarró del brazo y tiró de él hasta un grupo de helechos.


—A la primera —dijo, la diversión burbujeaba en su voz—. Estoy impresionada.


—¡Ay! —susurró, negándose a frotarse la nalga.


Le dio un rápido beso en la mejilla.


—Hablo en serio —dijo, agachándose a su lado—. No era una subida fácil.


—¿Te has caído tú de culo?


—No, pero he saltado muchos más muros que tú. No rompes nada, y no te pillan. Eso cuenta.


—Está bien. —Aquello no le sirvió de mucho a su ego, pero cuando echó un vistazo atrás, al muro de tres metros de altura coronado con agujas de noventa centímetros, Pedro decidió que no tenía nada de qué avergonzarse. ¡Dios bendito!


—De acuerdo. ¿Ves ese cajetín de la luz de allí? —preguntó, apuntando con una mano enguantada—. Yo iré primero, y luego te haré una señal para que me sigas.
Cuando llegues allí, quédate atrás y mira de nuevo hacia el muro. Espera hasta que la cámara comience a apartarse de ti, luego echa a correr directamente hacia la chimenea. Y cuando digo que eches a correr, quiero decir que corras.


Pedro contempló la extensión de quince metros de césped y pequeñas flores entre el cajetín de la luz y la casa. Como propietario, hubiera pensado que era demasiado amplia para que nadie la cruzara sin ser detectado. Mirando desde la perspectiva de Paulaa, pudo ver que era el espacio abierto más corto del jardín, que las ventanas carecían de una vista directa y había un frondoso enebro entre la cámara norte y el claro.


—Preparado cuando tú lo estés —murmuró.


Lanzándole una sonrisa, Paula tornó de nuevo la atención a las cámaras.


—En realidad, te chifla esto, ¿verdad? —susurró.


Salió disparada antes de que él pudiera responder. 


Manteniéndose agachada al moverse, sorteó los lechos de flores hasta el cajetín de la luz. Este no procuraba excesivo resguardo, pero, dado que la cámara sólo enfocaba en dos direcciones, quienquiera que observara las pantallas, tendría que prestar una atención extremadamente alerta para verla allí agachada. Naturalmente, Pedro era treinta centímetros más alto que ella, pero no pensaba perdérselo.


Por mucho que odiara admitirlo, le chiflaba aquello. Era excitante. Y adictivo. No era de extrañar que a Paula le costara tanto renunciar a ello.


Con un impulso apenas perceptible, Paula se irguió y corrió hacia la casa. No había bromeado acerca de la importancia de ser Veloz. Pedro no se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento hasta que lo dejó escapar, aliviado, cuando ella llegó al pequeño hueco junto a la chimenea.


Consciente de que Paula ya estaría probablemente en la casa si él no hubiera insistido en acompañarla, Pedro aguardó la señal y a continuación fue a gatas hasta el cajetín. Eso había sido bastante sencillo, aunque reprimió severamente el impulso de sonreír a Pau. 


Maldita sea, se suponía que debía disuadirla para que no hiciera esa clase de cosas, no animarla a ello. Estirando las piernas, dobló con cuidado el lateral para observar la cámara. En cuanto ésta le pasó de largo, salió a campo abierto, corriendo hacia la casa, y menos mal que todavía hacía uso del gimnasio de la planta baja de Solano Dorado.


Se deslizó entre los arbustos y se apretó junto a ella contra la pared.


—¿Qué te ha parecido? —preguntó.


—Olímpico. —Paula tenía un pequeño rasguño en una mejilla, probablemente a causa de los arbustos, pero no se esforzó en ocultar el hecho de que se lo estaba pasando en grande—. Muy bien. De acuerdo con los planos, estamos apoyados contra el cuarto de estar. El baño está cuatro ventanas más allá. Es allí adonde nos dirigimos.


Tenía sentido. Pequeño, cerrado y, dado que se encontraba en la parte principal de la casa, seguramente los empleados no lo utilizaban. No iba a preguntar cómo pensaba ella abrir la ventana, cuanto más tiempo tuviera que detenerse a dar explicaciones, mayor era la posibilidad de que les pillaran.


Continuaron pegados a la pared hasta la cuarta ventana y Pedro la alzó hasta el marco. Al cabo de unos pocos segundos escuchó un leve pop, y los fragmentos de cristal cayeron a sus pies. Paula empujó el marco hacia arriba y atravesó la ventana como pudo.


Se asomó de nuevo un segundo después.


—Espera hasta que ponga una toalla sobre el marco —susurró—. No quiero la sangre de Pedro Alfonso desparramada por ahí.


—Tengo la piel muy gruesa —le respondió en un murmullo, luego se impulsó hacia arriba sin esperarla—. Alguien se dará cuenta de que la ventana está rota —comentó mientras la cerraba.


—La atravesaré con una rama al salir.


Por primera vez, Pedro empezaba a comprender la pura suerte que había sido atraparla en la biblioteca de Rawley House hada tres semanas… o en Solano Dorado tres meses atrás. Se movía igual que una sombra, pasando en un abrir y cerrar de ojos.


—¿Y dónde estará la pistola?


Paula fue hasta la puerta del baño y la abrió una rendija.


—En algún lugar en que pueda verla de vez en cuando para recordarse que tuvo las pelotas de acabar con su padre, tan cerca que la policía casi pueda encontrarla pero que no dé con ella. También es yonqui de la adrenalina.


«También.» Igual que ella.


Una vez pasaron al interior de la casa, Pau había estado en lo cierto en lo referente a la seguridad; los sensores de movimiento estaban apagados para comodidad del servicio, y Pedro no apreciaba signo alguno de que guardias de seguridad patrullasen los pasillos. Tan sólo el distante sonido de música salsa, proveniente de la cocina, delataba el hecho de que, después de todo, había alguien allí.


Pedro aminoró el paso en el exterior de la puerta del despacho de Charles, pero ella continuó en dirección a las escaleras traseras. En la segunda planta comenzó a echar un vistazo a las entradas de las habitaciones. Pedro la alcanzó y se dirigió al fondo del pasillo. Sobre una estantería, nada más atravesar la tercera puerta, divisó un trofeo náutico.


—Paula.


Se reunió con él ante la puerta, luego entró y la cerró con ellos dentro.


—Tienes talento natural para esto —dijo—. Registra el armario y yo me ocuparé del escritorio y la cómoda.


Pedro se alegraba de haberse acordado de llevar guantes. 


Probablemente Daniel tenía su propio despacho en la casa, pero Pedro estaba de acuerdo con Paula en que era más lógico registrar primero el dormitorio de Daniel. Yonqui de la adrenalina o no, Daniel querría estar lo bastante cómodo con el entorno como para suponer que podría ocultar el arma a la policía. Con la vista fija en el armario, Pedro encendió la luz y comenzó a hurgar detrás de la ropa. Cuando Paula farfulló su nombre unos minutos más tarde, se reunió con ella delante del escritorio.


—Daniel tiene un montón de camisas de polo —comentó.
Paula le lanzó una fugaz sonrisa.


—¿No te parece corto esto? —preguntó, abriendo el último cajón de abajo de la mesa.


—¿Cómo… ? —De pronto comprendió a qué se refería ella.


El escritorio en sí tenía unos sesenta centímetros de fondo, pero el cajón parecía unos quince centímetros más corto.


—¿Puedes levantarlo?


Pau se arrodilló y extrajo el cajón de madera de caoba, inclinándolo hacia arriba el último par de centímetros para liberarlo del carril. Hecho eso, se puso en cuclillas para echar una ojeada por la abertura.


—¡Bingo!


Paula metió la mano en el escritorio y sacó una pequeña caja de metal. Poniéndose en pie, la dejó sobre la suave superficie de caoba.


Pedro tomó cartas en el asunto, abriendo la cerradura y levantando la tapa. Una pistola del calibre 45 yacía en un flojo envoltorio de tela.


—Lo hizo él. Mató a su propio padre. —Se estremeció visiblemente—. Y nos aseguraremos de que no nos dispare con esta cosa.


—Pero no podemos moverla sin comprometer la investigación policial.


Cogió el mechero, metido en un rincón de la caja.


—Que travieso este Daniel, metiéndose coca en casa de papá —dijo, lanzándoselo a él y cerrando la caja de nuevo.


Pedro lo atrapó, observando mientras ella desenrollaba un alambre supuestamente de cobre de su muñeca y enderezaba los últimos centímetros. A su seña, Pedro encendió el mechero, y Pau sostuvo el alambre sobre la llama hasta que éste comenzó a ponerse al rojo vivo. Luego lo introdujo en el pestillo y lo retorció hasta que el cable se partió. Repitieron el proceso varias veces, hasta que trocitos de soldadura endurecida del cable atascaron bisagras y cerradura tan sólidamente que seguramente se precisaría de una sierra metálica para abrir esa cosa.


—Qué bonito, MacGyver. ¿Bastará con eso? —preguntó.


—Gracias. Es un tanto improvisado, pero creo que sí. Un minuto para que se enfríe y lo colocaremos de nuevo en su sitio y saldremos pitando de aquí.


—La policía sabrá que ha sido manipulado.


—Sí, pero aun así tendrán una pistola con las huellas de Daniel, y encajarán con las pruebas de balística del arma que mató a Charles. Y no podrán demostrar que hemos estado cerca de ella.


—Eres asombrosa —le dijo, besándola en la mejilla.


—Sí, soy la mejor de la profesión atascando las cosas —dijo, devolviendo la caja a su lugar y quitándose de en medio mientras él volvía a colocar el cajón—. Salgamos de aquí. Deberíamos irnos de picnic de verdad, aunque sólo sea para cubrir nuestras huellas. —Paula le devolvió el beso, pero en la boca—. Y de repente me he puesto muy cachonda.


—¿De repente? No estoy seguro de poder salir de nuevo por la ventana.


—Mmm. No bromees conmigo, tío. Espero que conozcas una buena playa privada.




No hay comentarios:

Publicar un comentario