miércoles, 28 de enero de 2015

CAPITULO 134





Durante las dos horas siguientes, Paula recopiló una lista con media docena de posibles compradores del Hogarth, y con el doble de víctimas potenciales para su robo pendiente. 


En cuanto a quién podría ser el jefe de Veittsreig, sabía que dos de esos tipos se dedicaban a obtener objetos «reubicados», pero uno de ellos se especializaba en antigüedades egipcias, y las tendencias del otro se decantaban por el arte moderno más que por los maestros británicos. Eso dejaba a cuatro, y no estaba segura de ninguno de ellos.


En innumerables aspectos, ganarse a un público así era más complicado que entrar por la ventana de un segundo piso y salir con una caja de diamantes. Trabajar cara a cara, evaluar a una víctima, reconocer una localización antes de dar el golpe... lo había hecho antes en infinidad de ocasiones, pero no cuando importaba lo que estos pensaran de ella. En los viejos tiempos iba disfrazada, en sentido literal o figurado, y quién fingía ser dependía de qué buscaba conseguir. Esta noche había ido allí como Paula Chaves, pareja de Pedro Alfonso. Y se marcharía del mismo modo, y al día siguiente seguiría siendo esa misma persona.


—Pero si es la reina del baile —escuchó la voz de Patricia proveniente del pie de las escaleras.


Paula había visto a Pedro saludar a su ex. Fueran cuales fuesen sus sentimientos personales hacia Patricia, aceptaría los consejos de él. Al fin y al cabo, Pedro había sido la parte perjudicada. No le conocía por aquel entonces, salvo como a un rostro en la portada de una revista, y como una leyenda entre los ladrones de guante blanco: el hombre que hasta esos momentos estaba a prueba de robos.


—Hola, Patty.


—Te lo voy a decir por última vez; odio que me llamen Patty —murmuró la ex, acercándose con su cabello rubio perfectamente recogido y su vestido negro y dorado de Donna Karan, sin duda exclusivo.


—Estoy esperando a que pidas una tregua antes de deponer las armas —respondió Paula—. Pedro me ha dicho que has venido sin pareja.


—¿Y qué? ¿Crees que no podría haber encontrado un acompañante si hubiera queri... ?


—Es genial —la interrumpió Paula—. La nueva Patricia. Va como le viene en gana y se marcha como le place. No necesita de los hombres.


—Sí, supongo que así es.


Paula se acercó un paso, dispuesta a exponerse a que le arrojara una copa de vino a la cara.


—Para que lo sepas. Boyden Locke lleva toda la noche buscándote. Pasó por un divorcio difícil hace unos siete años, y él tampoco tiene pareja esta noche. Ni siquiera tratándose de su propia fiesta.


—Es un poco mayor para mí, ¿no te parece?


—Tiene cuarenta y ocho. No intento emparejarte. Tan sólo constato algunos hechos.


Patricia la miró durante largo rato.


—No estoy pidiendo una tregua —dijo—, pero supongo que esto es un comienzo... siempre que no estés intentando hacer de casamentera.


—Eso significa arrejuntar, ¿no?


—¡ Americanos! —farfulló la ex—. Sí.


—Entonces, no, no intento emparejarte. —Locke no era ni mucho menos su tipo, pomposo y extravagante, pero era rico, y eso le convertía en el tipo de Patty.


Al fondo de la estancia Pedro abandonó el triángulo de poder que formaba con Trump y Locke y se dirigió hacia ella. Rico como Creso, con su esmoquin a la antigua usanza, su negro cabello rozándole el cuello, y esos azulísimos ojos suyos... no era de extrañar que la mayoría de las mujeres de la habitación le observaran. También ella lo hacía, pero no por esas razones. Sí, era guapo, pero también era condenadamente sexy, y seguramente la persona más inteligente que jamás había conocido, y tremendamente divertido, y le gustaba hacer barbacoas.


—Me gustaría declarar para que conste en acta —dijo lánguidamente con ese acento británico suyo—, que veros a las dos juntas sigue aterrorizándome.


—Y bien que debería —respondió Paula.


Patricia se aclaró la garganta.


—Disculpadme —dijo—. Tengo que poner... la lavadora. 


Pedro la vio adentrarse en la otra habitación. —¿Eso ha sido un chiste? —farfulló—. ¿Patricia ha contado un chiste?


—Extraño, ¿verdad? Le rodeó la cintura con el brazo.


—¿Estás lista para irnos?


—Dios mío, sí.


Sacó el móvil del bolsillo y pulsó uno de los botones de marcación rápida.


—¿Ruben? Estamos listos.


—¿De qué hablabais Trump y tú? —preguntó mientras atravesaban la multitud cada vez menor en dirección a la puerta principal.


—De esa corbata roja que siempre lleva. Le dije que aunque se pusiera una de cuadros escoceses seguiría asustando a la gente.


—Y creo que está considerando ampliar su corbatero. —Abrió la puerta y la sujetó para que ella pasara—. ¿De qué charlabais Patricia y tú?


—Del lunar tan mono que tienes en el culo.


—Mmm, hum. En serio.


Pau dejó escapar un bufido.


—Acababa de decirle que parece que a Boyden le gusta, y que él no tenía pareja esta noche.


—Estabas buscándole pareja a mi ex mujer.


—Le di cierta información. Eso es todo, colega.


Ruben abrió la puerta de la limusina junto a la acera, y Pau se subió, seguida por Pedro.


—¿A casa, señor? —preguntó el chófer.


—Sí.



***


Seguramente Pedro quería interrogarla acerca de lo que pretendía hacer para satisfacer la exigencia de Veittsreig de que robara unos diamantes, pero después de una velada mostrándose encantadora delante de la gente y de buscar secretos, lo que más le apetecía, y lo único, era estar cerca de él y no hablar en exceso durante los próximos minutos. 


Paula se recostó a su lado, y él la rodeó con el brazo de forma reconfortante, besándola en el cabello. Bien, Pedro lo había captado. Aunque siempre lo hacía.


—Has impresionado a Hoshido, lo sabes —murmuró finalmente contra su pelo.


—Viví un par de meses en Japón. Su esposa es muy graciosa, lo que significa que seguramente él también lo sea.


—Lo es, cuando no se muestra como un hotelero estirado que intentan sacarme cien millones de dólares del bolsillo.


—Ah, venga ya —musitó, riendo entre dientes—. Probablemente he rebajado el precio en diez millones yo sólita esta noche.


—Posiblemente. ¿Sabes?, crees conocer a alguien, y entonces, después de cinco meses, descubres que habla japonés.


Pau se inclinó hacia delante y se quitó los tacones. 


Meneando y flexionando los dedos de los pies para intentar recobrar el flujo sanguíneo, le dio una palmadita en la rodilla.


—Tu japonés seguramente sea mejor que el mío, inglés, así que no finjas que estás celoso.


—¿Cómo sabes que hablo japonés?


—Tengo memoria casi fotográfica, ¿recuerdas? —respondió, dándose con la mano en la cabeza—. Newsweek, 17 de mayo, 2001. «A pesar de su perspicacia para los negocios, la mayor virtud de Alfonso para negociar con las filas cada vez más numerosas de directores corporativos japoneses de California bien podría radicar en su comprensión de la lengua... literalmente» —Se aclaró la garganta—. ¿Continúo?


Pedro guardó silencio durante un instante.


—Eres verdaderamente asombrosa, Paula Chaves


—Gracias. Te dije que había leído sobre ti antes de visitarte por segunda vez. —Eso había sido cinco meses atrás, la noche en que se había dado cuenta del gran problema que Pedro Alfonso iba a ser para ella. Y no se había equivocado en eso.


Wilder les abrió la puerta principal cuando llegaron a la parte superior de la escalinata. Con los zapatos en la mano, Paula pasó por su lado y subió las escaleras. Deseaba llamar a Sanchez; conocía a más compradores que ella, y podría tener algo que corroborase sus sospechas iniciales. Naturalmente, era más que probable que sus sospechas no fueran más que eso, un simple deseo de que el malo estuviera presente y fuera fácil acceder a él.


La cama ya estaba abierta, obra de las criadas de día, y Pau se quitó el vestido y se sentó. Y sintió algo rígido bajo el muslo. Se puso en pie, con el ceño fruncido, y pasó la mano sobre la sábana de seda a medida. Debajo de ésta, sobre el colchón, había algo pequeño con forma rectangular.


—¿Qué haces? —preguntó Pedro, entrando en la habitación y cerrando la puerta al hacerlo.


Paula se arrodilló y tiró de la sábana hacia arriba.


—No lo sé.


Se trataba de un sobre. Un sobre que de haberle estado ocultando secretos a Pedro, se habría mostrado mucho más cauta a la hora de descubrirlo. Lo sacó y volvió a colocar la sábana.


—¿Qué demonios es eso? —Pedro lanzó la chaqueta del esmoquin sobre una silla y se despojó de la corbata—. ¿Y cómo sabes que es para ti?


—¿ Es que crees que es de una de tus antiguas novias ? —replicó, disimulando su acceso de pánico cuando se percató de quién podría haberlo dejado allí—. Está en mi lado de la cama —Paula lo abrió—. Es de Nicholas —dijo, dejando por el momento a un lado su consternación ante la idea de que Veittsreig hubiera estado en su dormitorio... de nuevo. Y claro que sabía qué lado de la cama era el suyo; había visto a Pedro durmiendo allí.


Maldición, debería haber dispuesto que cambiaran la instalación del sistema de seguridad nada más aterrizar en el aeropuerto. La mayoría de los ladrones no eran tan habilidosos como Martin, Nicholas o ella misma, pero obviamente eso podría suceder. O más bien había sucedido, y volvería a ocurrir de nuevo.


Pedro le quitó el papel de las manos, propinándole un manotazo cuando Paula trató de arrebatárselo.


—«Espero que esta noche disfrutaras de la fiesta» —leyó en alto con voz fría como el hielo—. «Estabas muy guapa de negro. Solamente quería recordarte que tienes trabajo pendiente, y que puedo llegar hasta ti y hasta tu novio inglés cuando me dé la gana» —Pedro la miró—. Eso es muy directo.


—¿Qué esperabas? Las amenazas de muerte y amputaciones son el pan de cada día para mí.


—Eso era antes. Tenemos que llamar a Garcia.


—No, no, no. —Para empezar, la amenaza de muerte de Nicholas no sólo estaba dirigida a ella. Si la cagaba, también Pedro estaría en peligro—. Tú ni siquiera sabes nada de esto. Es imposible que sepas algo porque yo no te he contado nada, ¿recuerdas? —Le quitó la nota—. No me sorprende en absoluto. Míralo desde su punto de vista.


—Por favor, ilústrame.


—Está bien. Veamos: vivo con un tipo rico, estoy en una posición cómoda, y él está intentando que haga algo que podría causarme muchos problemas. Tiene que amenazarme; de lo contrario, ¿qué me iba a impulsar a hacerlo?


—Me alegra que puedas mostrarte tan circunspecta en este asunto —gruñó, quitándose bruscamente el chaleco y la camisa.


Tenía que serlo, o Pedro se alteraría más de lo que ya lo estaba.


—Nada ha cambiado. Nos ceñimos al plan hasta que descubramos lo que quiere.


Pedro se sentó a su lado en la cama.


—¿Y qué plan tienes para esta noche?


—Un trabajito. ¿Tú qué crees?


La agarró del codo.


—No vas a robarle nada a nadie.


—No eres mi dueño.


—Hablo muy en serio, joder, Paula. Ya te lo he dicho, no utilizarás mi casa como refugio mientras le robas a la gente. Bajo ningún concepto.


Pau le miró durante largo rato. Dado que había examinado sus opciones un centenar de veces, había pensado que esta parte sería algo más fácil de lo que estaba resultando ser.


—De acuerdo —dijo serenamente.


—¿De acuerdo, qué?


—Está bien, no utilizaré tu casa como base de operaciones.


Pedro cerró los ojos.


—Joder —murmuró, abriéndolos de nuevo—. ¿Te marcharías, así, sin más?


—Eres tú quien ha lanzado el ultimátum. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Dejar que maten a Martin? ¿Qué te maten a ti? Por no decir a mí. Y no me vengas con que debería acudir a la poli, porque sabes lo que pasará si lo hago. Una vez que tenga algo con qué negociar, algo aparte de dimes y diretes de un par de tipos que le mentirían a su propia madre, entonces podremos reconsiderarlo. Pero para llegar a ese punto con Nicholas y su banda, tengo que pasar por el aro.


—¿Y bien? ¿A quién tienes pensado robar?


—Estaba pensando en esa pareja de ancianitos que tienen la receta secreta de las galletas. Los Hodges. Viven en la Sesenta y seis Oeste en Columbus. Y tienen un perro pequinés llamado Puffy.


—Pasaste media hora charlando con los propietarios de Las Famosas Galletas de la Señora Hodges, y ahora vas a entrar en su casa. ¿Cómo puedes?


—Porque soy una ladrona. Y esta es la mejor razón que jamás he tenido para realizar un trabajo. Acuérdate que solía hacer esto por dinero.


Pedro no dijo palabra, simplemente se la quedó mirando. 


Dado que tampoco había retirado su ultimátum, Pau fingió que sus músculos no temblaban a causa de la tensión y la preocupación, y en su lugar se levantó para sacar su mochila. El arrugado bulto gris de aspecto inofensivo la acompañaba a todas partes; en su interior guardaba todo lo que necesitaba para su vida cotidiana. Teniéndola no necesitaría ninguna otra cosa de la casa, o de él.


En cuanto al equipo necesario para el robo, encontraría lo que precisaba en casa de Delroy para ese trabajo tan sencillo. Colgándose la mochila al hombro, recogió su ropa y se encaminó hacia la puerta del dormitorio. Se cambiaría abajo, donde no tendría que sentir su furiosa mirada furibunda clavada en su persona. Tenía trabajo que hacer, y si quería tener éxito, debía concentrarse.


Escuchó cómo Pedro se ponía en pie cuando abrió la puerta. Pero si se daba la vuelta, se echaría a llorar, y no consentiría que él lo viera. De ningún modo. Maldita sea, ella era Paula Chaves, una ladrona. Y Pedro podría pensar lo que le viniera en gana sobre ella, porque, por lo que a ella le concernía, lo que estaba haciendo era para protegerle a él tanto como para proteger a Martin y a sí misma.


Le quitó la mochila del hombro con la suficiente fuerza como para hacer que se tambaleara.


—¡Oye! —espetó, girándose como un rayo.


Pedro estaba justo delante de ella, con la mandíbula apretada y sus azules ojos entrecerrados y ardiendo de ira. 


La mano que sujetaba su mochila le temblaba ligeramente, tenía los nudillos blancos a causa de la fuerza empleada. 


Se quedó inmóvil en esa posición durante un segundo. 


Luego arrojó la mochila al armario.


—Voy contigo —espetó con voz grave y furiosa—. Y ni se te ocurra... intentar convencerme de lo contrario.


Paula sopesó lo que tenía que hacer contra lo que deseaba tener. Esa decisión debería haberle resultado aún más difícil, pero no lo fue.


—Está bien.




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