viernes, 2 de enero de 2015

CAPITULO 51



Sabía que aquello iba a acabar pasando. ¡Mierda, mierda, mierda! Pedro Alfonso se creía que podía controlarlo todo, incluida a ella. De haberse quedado más tiempo, le habría puesto una camisa de fuerza. Nadie utilizaba sus habilidades para luego criticarla por ello. Como si él no se excitara con lo que ella hacía joder, si no hubiera sido una ladrona, seguramente no la habría mirado dos veces. 


Hipócrita.


Estúpido hipócrita.


—¡Hipócrita! —le gritó a la casa.


Él arremetió contra ella desde uno de los laterales. Antes de poder hacer nada que no fuera lanzar el petate hacia atrás, ambos cayeron en la piscina.


El agua fría hizo que la recorriera una sacudida. Apenas tenía aire, y su primer pensamiento fue salir a la superficie. 


Cuando emergió, resollando, su segunda idea fue matar a Pedro Alfonso.


—¡Qué te jodan! —gritó, dándole un puñetazo.


Él lo esquivó, agarrándole los brazos a la espalda.


—¡Para, Paula!


—¡Suéltame!


Pedro la sumergió. Ella salió de nuevo a la superficie, tosiendo. ¡Oh, hasta ahí habíamos llegado! Pau respiró hondo y se sumergió por cuenta propia. Arqueando
la espalda, le arrastró hacia delante, desequilibrándolo, luego empujó hacia arriba desde debajo de él. Él emergió y se zambulló de nuevo, de cabeza. Los brazos de Paula
quedaron libres y se puso a dar patadas hasta el borde de la piscina.


Paula enganchó la mochila con un pie, pero su pesado estuche con un lado rígido se había deslizado hasta el fondo. Quizá pudiera sacarlo con la red de la piscina. Por furiosa que estuviera, no tenía intención de marcharse sin sus cosas.


—Paula, vuelve a entrar en la piscina —gruñó Pedro, agarrándola del pie mientras ella se encaramaba al borde.


—¿Cuántos dientes quieres perder? —le preguntó mientras se agarraba con fuerza con los brazos a las duras baldosas.


—Entra en la piscina —repitió, dando un rápido tirón.


Ella volvió a introducirse en ella, con la mano bien cerrada en un puño para zurrarle en la mandíbula. Antes de que pudiera conectar, la atrajo contra su cuerpo y la besó.


La boca caliente de Pedro sobre sus fríos labios resultaba sorprendentemente excitante, y ella se demoró contra él durante un instante antes de apartarse de un
empujón.


—No voy a besarte —espetó, retrocediendo nuevamente hacia el borde—. Estoy cabreada y me largo.


—Lo siento.


Ella le miró, ceñuda.


—¡Me has arrojado a la piscina!


—Con ello he conseguido que te detuvieras, ¿no? —Retrocedió un poco, manteniéndose a flote—. Me pareció que necesitábamos templarnos un poco.


—Gilipollas.


—Sí, señora. —Se sacudió el cabello oscuro de los ojos—. Tenías razón. Me disgusta lo que haces, pero si nos conocemos, es debido a eso. Lo siento.


Ella respiró hondo.


—Soy una ladrona, Pedro. Me criaron para serlo y, francamente, me encanta el reto que supone. Fingir que tengo un empleo de verdad no va a cambiar lo que hago.
Esto —y señaló con su mano a ambos—, es absurdo.


Pedro nadó hasta ella.


—¿Te gusta estar aquí? —preguntó, agarrándose al borde de la piscina junto a su cabeza. La expresión de sus ojos, con las pestañas llenas de gotas, era grave—. Dejando a un lado lo de los explosivos, por supuesto.


—Claro que me gusta esto. Tienes una casa preciosa.


—¿Y te gusta estar conmigo? —Ahora su voz sonaba más suave. Una fría mano acunó su mejilla, y Paula se apoyó en ella sin pensar.


—No estás mal —dijo de modo esquivo.


—Tampoco tú estás mal —respondió—. Quédate. Solucionaremos el resto después.


Pedro


Él sacudió la cabeza.


—De todos modos, no puedes irte antes de que hayamos descifrado todo este lío del robo. No solucionarlo te volvería loca, y lo sabes.


Pedro se inclinó de nuevo, y se detuvo cuando su boca se quedó a escasos centímetros de la de ella. Pau podía sentir la atracción entre ambos. Sus manos en su cuerpo, su peso sobre ella, la profunda satisfacción en sus ojos cuando se corría dentro de ella… se moría por él. Y eso la asustaba.


Tenía razón en lo que había dicho. No podía ser una ladrona y estar con él. No sabía cómo dejar de serlo, y no estaba preparada para renunciar a lo segundo. Las paredes se le echaban encina. Pau cerró los ojos. ¡Mierda! Podía posponer el tomar una decisión por hoy… durante una semana. Eso era justo. Podía hacerlo.


—¿Paula?


Lentamente, sintiendo su aliento sobre su piel, puso fin a la distancia que los separaba y le besó.


Pedro la estrechó entre sus brazos al tiempo que le mordisqueaba el labio inferior.


—Tomaré esto como un sí —murmuró, besándola de nuevo.


Sin embargo, cuando deslizó una mano por la parte trasera de sus pantalones cortos, ella abrió súbitamente los ojos.


—Las cámaras.


Él frunció el ceño.


—Mierda. Odio la vigilancia.


—Yo también —susurró, decidiendo que era justo presionarle un poco.


—Dejemos el tema —respondió, su ceño se hizo más marcado—. Me disculpo.


—También lanzaste mi maletín en el lado que cubre —le acusó Paula.


—Yo lo cogeré. —Pedro se dio la vuelta y empezó a nadar, zambulléndose para recuperar el pesado maletín. Durante un momento Pau se preguntó si sería capaz de sacarlo, pero se las arregló para ascender a la superficie de la pared del fondo—. Dios, cómo pesa —resolló.


Pau salió de la piscina, y se acercó para ayudarle a sacar la maleta y, seguidamente, para echarle una mano para salir del agua.


—Te está bien empleado —dijo, desapasionadamente—, por tirarme a la piscina. El doctor Klemm dijo que nada de bañarme durante diez días.


—Ah, y a él si le haces caso —dijo Pedro, cogiendo su petate y su empapada mochila y cargándolas él mismo hasta su habitación.


—Me cae bien. —El maletín parecía pesar dos veces más que antes, cuando se lo hubo cargado al hombro—. Colega, ahora tendré que secar todo este material. Espero que no se haya estropeado nada.


Pedro se preguntó si ella esperaba que dijera que reemplazaría todo lo que el agua hubiera estropeado. Lo haría… siempre y cuando los artículos fueran personales, y no sierras o navajas o lo que fuera que usara para entrar en las casas.



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