viernes, 23 de enero de 2015

CAPITULO 119




Miércoles, 3.32 a.m.


Una vez que la policía encerró a Pau en la parte posterior del coche y se la llevó, se acabó el ser amable.


—Yo no he denunciado ningún maldito crimen —espetó Pedro, bloqueándole el paso a Garcia de vuelta a la casa—. Quiero que su gente se largue de mi casa, y quiero que a Paula Chaves se le quiten las esposas, que se disculpen con ella, y que regrese aquí de inmediato. En ese momento, decidiré si debo demandar a su departamento por arresto improcedente y acoso.


—Escuche, señor Alfonso, su mayordomo corroboró un allanamiento, y su compañía de seguridad nos envió. Usted ya ha admitido que falta un cuadro.


—Estaba equivocado. Largúese.


—No puedo. Una vez que comprobamos que ha desaparecido algo, tenemos que investigar. Y si estos cuadros están asegurados, no son sus intereses lo que me preocupan, sino averiguar la verdad.


—Muy noble por su parte. Espero que cuando encuentre su próximo empleo como lavaplatos o taxista, sienta lo mismo.


—¿Qué le parece si acabamos con esto de la forma más rápida e indolora posible? —respondió el detective, sacando un nuevo palillo del bolsillo y colocándoselo entre los dientes—. Si es tan amable de volver a la cocina, terminaremos aquí en seguida.


—En seguida no es suficiente. Hemos terminado ya.


—Vale. Entonces supongo que tendré que obtener respuestas de la señorita Chaves.


Aquélla no era la amenaza adecuada.


—Le sugiero que se ponga manos a la obra —dijo Pedro con voz grave y apenas controlada—. Buena suerte.


Garcia hizo una mueca.


—Esto iría mejor si cooperara.


—Esto hubiera ido mejor si no hubiera detenido a Paula.


—Podría haberle arrestado a usted. No haga que cambie de opinión.


Pedro sonrió, pese a que no se sentía, ni por asomo, de humor.


—Ojalá lo hiciera. 


Silencio.


—¿No? Entonces, que tenga un buen día. Tiene dos minutos para sacar a su gente de mi propiedad. Vuelva con una orden. Si alguien desea saber por qué le he echado a patadas, dígale que es porque usted arrestó a Paula nada más verla. —Volviéndose de espaldas, Pedro regresó adentro. Agarró el teléfono y pulsó el tres en marcación rápida.


El teléfono dio tres tonos y luego retiró el auricular.


—¿Hola? —se escuchó una voz áspera.


—Tomas. Perdona por despertarte, pero necesito tu ayuda —dijo Pedro, subiendo las escaleras hacia su dormitorio.


—¿Pedro? —la voz sonó más espabilada de inmediato—. ¿Qué pasa?


—Hemos sufrido un allanamiento, y han robado uno de mis cuadros nuevos. —Cerrando de un portazo, se despojó del batín y buscó de nuevo su ropa


—¿Te encuentras bien?


—Al parecer, estaba durmiendo. —Se puso los vaqueros.


—Han robado un cuadro, ¿eh? ¿Dónde está Chaves?


—De camino a la comisaría, esposada. —Pedro no pudo impedir que su voz trasluciera la profunda ira que sentía. 


Fuera cual fuese su implicación, Paula era suya. Nadie iba a apartarla de él en contra de los deseos de Pau.


—¿Y ella estaba....?


—No te atrevas a preguntarme eso. Me voy a la comisaría. 
Necesito que llames a Abel Ripton y que le obligues a despertar a sus socios y a todos los jueces de Manhattan si es necesario para que esté libre cuando amanezca.


Pedro, son las cuatro de la...


—¿Puedes ocupar de esto? —le interrumpió Pedro—. Te pido que lo hagas porque tú conoces la historia de Paula y porque yo te la confié.


Tomas exhaló de manera audible.


—Me pongo con ello.


—Gracias. Llámame al móvil cuando tengas información.


Pedro colgó el teléfono y lo arrojó sobre la cama para ponerse una camisa y una chaqueta liviana. Durante un segundo se debatió entre llamar a Ruben para que preparara la limusina, pero una limusina en la comisaría de policía atraería una atención que no deseaba, y que Paula no necesitaba.


Se guardó la cartera y el teléfono en el bolsillo y se dirigió de nuevo a la planta baja.


—Wilder —dijo, divisando a su mayordomo, que estaba repartiendo tazas de café a los policías que se encontraban en la acera—. Me marcho. Llevo el teléfono por si necesitas contactar conmigo. No permitas que vuelvan a entrar sin una orden. —Tenía ganas de poner fin al reparto de cafés, pero supuso que Wilder tenía razón. Enemistarse con todo el Departamento de Policía de Nueva York no sería buena idea, máxime cuando tenían a Paula detenida. En esos momentos, su disputa era con el detective Garcia.


—Estaré atento, señor.


Spanolli estaba afuera bebiendo café y hablando con un par de agentes.


—Supongo que el detective Garcia se ha marchado —dijo Pedro.


—Regresó a la comisaría. ¿Necesita que... ?


—Entonces, le veré allí.


—Señor Alfonso, se supone que no debe moverse de aquí hasta que no hayamos concluido.


—Me marcho a la comisaría —respondió Pedro, casi deseando que el policía intentase impedírselo—. Si eso le supone algún problema, le ruego que me lo comunique.


—Ah, no, señor.


A pesar de lo mucho que detestaba la invasión de su privacidad, Pedro supuso que congregar una multitud de viandantes y paparazzi curiosos tenía sus beneficios. La policía no iba a hacer nada arriesgado teniendo público presente. Ignorando los flashes de las cámaras, paró uno de los taxis que se habían visto obligados a reducir la velocidad a causa del embrollo. —¿Adonde?


Leyó en alto la dirección de la comisaría de policía de la tarjeta de Garcia y tomó asiento. El taxi olía ligeramente a algo que no se molestó en identificar. Aunque sólo reparó en ello de pasada. Tenía casi toda su atención centrada en lo que iba a decirle a Paula después de que la soltaran. 


Tendría que ser bueno para impedir que se marchara a alguna parte donde se sintiera a salvo... que sería algún lugar donde nadie, incluido él, pudiera encontrarla.


Si ella se hubiera llevado el cuadro, no le habría llamado a gritos. Eso lo sabía sin el menor asomo de dudas. Así que, por tanto, alguien había entrado en su casa y robado algo que le pertenecía. Algo con un valor de doce millones de dólares.


Pero lo más probable era que Pau no fuera completamente ajena a todo aquello. Se había marchado a alguna parte para reaparecer después, justo cuando la policía abarrotaba el lugar. Dadas las circunstancias, quería algunas respuestas por parte de Pau. Y, además, tenía derecho a ellas.


Pedro maldijo entre dientes. Cinco meses atrás había descubierto con la ayuda de Paula que alguien en quien confiaba había estado llevándose sus cuadros y sustituyéndolos por falsificaciones. Tres personas habían acabado en la cárcel, y otras tres más habían muerto por su causa. Esto no había comenzado de forma más prometedora.


Sí, su colección estaba asegurada; y sí, sabía lo que Garcia estaba insinuando: que muy fácilmente podría llevarse un cheque por doce millones de dólares de la aseguradora y seguir teniendo el cuadro escondido para su disfrute personal.


Lo que el detective no comprendía era que él jamás toleraría que se le colgara la reputación de que era una víctima potencial, aun cuando hubiera dispuesto todo en secreto y se lucrara del negocio. No era el dinero lo que importaba; sino el hecho de que alguien le había robado. Y en cuanto sacara a Paula de ese lío, tenía toda la intención de averiguar quién era el responsable.


Sonó su teléfono móvil.


—Alfonso al habla —respondió.


Pedro —se oyó la voz de Tomas—. He despertado a Abel y se está ocupando de que suelten a Chaves. Me ha pedido que le llames para que la firma pueda comenzar con el control de daños.


—¿Control de daños?


—Acaban de empezar las noticias de la mañana y tú eres el cebo. Ya tienen cámaras desplegadas en la comisaría. 


Pedro maldijo.


—Ni siquiera he llegado aún.


—Llama a Abel antes de que lo hagas, ¿de acuerdo? Tiene un par de ideas. No se trata tan sólo de Chaves, Pedro. Esto también puede perjudicar tu reputación.


—Eso lo sé.


—Está bien. Sé que estás rabioso. Solamente intento ser la voz de la razón.


Probablemente necesitara esa mañana. Como plan, irrumpir en prisión y rescatar a Paula parecía algo parco en detalles, y no se había ganado la amistad de Garcia, precisamente.


—Pásame el teléfono de Ripton —dijo, recordando que se había dejado su Palm Pilot en el tocador.


Colgó a Tomas y marcó el número del abogado.


—¿Phil? Soy Pedro.


Pedro. Menuda forma de despertarse, ¿no? Eso sólo es posible en Nueva York.


—¿Qué te ha contado Tomas?


—Que han arrestado a tu novia y que su padre tiene antecedentes por esta clase de robo. Es muy endeble.


—Endeble o no, la están interrogando en comisaría. Eso es inaceptable.


—¿Dónde te encuentras tú en este momento?


—En un taxi, a unos cinco minutos de la comisaría.


Durante un momento escuchó voces amortiguadas al otro lado de la línea.


Pedro, hay un Starbucks a una manzana al sur de la comisaría. Espérame allí.


—Voy a por Paula.


—Si vas allí solo, te harán corretear de un lado para otro y tratarán de cabrearte. Les encanta que los tipos ricos amenacen al departamento de policía, sobre todo cuando se presentan con las manos vacías y la prensa está esperando afuera. Hace que los polis deseen con más ganas construir un caso.


—No soy tonto —replicó Pedro. Y tuvo que admitir que ya estaba irritado y que había lanzado algunas amenazas—. Y no dejaré que Paula pase allí dentro un segundo más de lo necesario.


—Oye, voy de camino a ver al juez Penoza. Dame treinta minutos y me reuniré contigo en Starbucks. Entraremos juntos con una orden judicial y entonces la sacaremos de allí, sin evasivas ni dilación.


Era un buen plan, y cuanto mejor fueran preparados para la batalla, mejor parados saldrían. Durante un segundo comparó la lógica de la propuesta de Abel Ripton con aquello a lo que Paula se refería como sus «tendencias de caballero de brillante armadura».


—Está bien. Comprendo tus sentimientos al respecto, Pedro. Tan sólo espérame.


Podía esperar durante treinta minutos, y ni un maldito segundo más.



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