lunes, 12 de enero de 2015
CAPITULO 82
—No —dijo Pedro al teléfono de su escritorio, reflejando que tal y como Paula le había informado en diversas ocasiones, quizá estaba demasiado acostumbrado a conseguir lo que quería—. Eso no es necesario. Bastará con que avise al detective Castillo de que he llamado. Sí, sabe cómo ponerse en contacto conmigo. Gracias.
Podría llamar al jefe de policía para presionarle y sacarle más información sobre la muerte de Kunz, pero en cuanto se involucrara de modo activo en el asunto, la atención también se volcaría en Paula. Y si había algo que no deseaba, era que sus acciones supusieran una amenaza para ella. Por sencillo que pudiera resultar, no podía imponerse en esto. Por lo visto precisaba una herramienta más sutil.
Su interfono sonó.
—¿Señor Alfonso?
Apretó el botón del aparato.
—¿Qué sucede, Reinaldo?
—Tiene una visita. La señora Wallis.
«¡Maldita sea!»
—¿Dónde está?
—La conduje a la terraza del ala este.
—Enseguida bajo.
Maldiciendo de nuevo, dejó el interfono. Cuando solicitó el divorcio, lidiar con Patricia, con sus cosas y su pandilla de amigos había sido exasperante. Ahora suponía una molestia, pero también algo más que eso. Ella era su gran fracaso, y para ser del todo franco, hubiera sido mucho más feliz si ella se largaba. Era evidente que su ex tenía otra idea.
La encontró en la terraza interior de la planta baja, mirando el cuadro de Manet que había sobre la chimenea.
—Patricia.
—Recuerdo cuando compraste éste. En esa subasta de Christie's —dijo, volviéndose hacia él—. Pasamos la noche en el palacio de Buckingham, invitados por la Reina.
Pedro asintió, apretando la mandíbula.
—Lo recuerdo. ¿Qué quieres? Te dije que hablaría con Tomas.
—Me he disculpado, Pedro. Un millón de veces. —Se acercó lentamente, descarada y perfecta con su blusa azul de Ralph Lauren y sus pantalones de pinzas color tostado—. Y he cambiado.
—Sólo de lugar. Tengo trabajo pendiente, así que, dime qué es lo que quieres o te pido que te marches.
—¿Qué pasaría si robara a la gente? —dijo súbitamente, acercándose un pasito más.
El se quedó paralizado por un instante, luego siguió su camino hasta la ventana.
—¿Qué?
—¿Y si me meto en las casas de la gente y en sus habitaciones y robo sus objetos de valor? Podríamos estar en una fiesta, y mientras tú distraes al anfitrión yo podría escabullirme en otro cuarto y coger un diamante, o lo que sea, y nadie sabría quién lo ha hecho. Nadie salvo tú y yo.
Pedro la miró fijamente. De modo que Paula había estado en lo cierto; Patricia quería que volviese con ella. Por el amor de Dios, en menudo embrollo se había convertido todo.
—¿Piensas que convertirte en una especie de ladrona de guante blanco volvería a unirnos? —preguntó con sosiego, muy consciente de que tenía que tratar el tema con tacto.
Por lo visto Patricia sabía o había conjeturado mucho más sobre Paula de lo que había imaginado.
—Parece ser que en nuestro mundo está de moda robar y matar como medio de ganarse la vida. ¿Y quién encaja mejor en nuestro mundo que nosotros? ¿Te excitaría eso, Pedro, saber que estamos en una casa ajena para robarles, mientras que ellos nos sirven champán y caviar?
—No podrías parecerte a Paula aunque quisieras —dijo taxativamente—. Si piensas que es eso lo que estás intentado, te sugiero que lo dejes. Si tuvieras idea de lo que me excita de ella, no te molestarías con este… patético intento de «a ver quién es el mejor»… o lo que creas que estás haciendo.
—Pero es una ladrona. ¿Qué otra cosa si no podría interesarte de ella?
—Todo.
Pedro pudo ver la repentina ofensa en su sorprendida y fría expresión. Obviamente ella había considerado con cuidado su plan de ataque, y había decidido que pretender aparentar que podía ser mejor que Paula que la propia Paula era el mejor modo de suscitar su interés. Ya tenía más que suficiente con una maldita ladrona a la que reformar. Aparte de eso, no lograba imaginarse a Patricia haciendo lo que hacía Paula. Su ex esposa no era lo bastante independiente, ni tenía suficiente coraje, para arriesgar su vida y su libertad en pos de la emoción y de un sueldo.
Un músculo bajo su ojo izquierdo palpitó y seguidamente se echó a reír.
—Por supuesto que la encuentras interesante. Es diferente.
Y bastante encantadora, de un modo algo extraño. Lo de robar cosas no era más que una broma. Te dije que Ricardo era una mala influencia para mí. Por favor, haz que Tomas me llame lo antes posible. Necesito cortar mis lazos con Ricardo, cuanto antes mejor. Pero no sólo necesito ayuda legal, Pedro.
—¿Dinero? Pensé que estabas siendo ahorrativa.
—Así es.
—Entonces, tal vez deberías procurar comprar en Wal–Mart en vez de hacerlo en Ralph Lauren.
—Tengo que encajar —espetó, manifiestamente molesta—. Tú te has fijado en si visto de Ralph Lauren, Padra, Diane von Fustenberg u otro. Me alojo en un Motel 6 o en El Breakers. Como hace todo el mundo. Trato de economizar, pero no creo que deba renunciar a todos y a todo lo que estoy acostumbrada.
La miró con escepticismo.
—Pensé que la idea era que encontrases un nuevo grupo de amigos que no estuvieran familiarizados con tu vida y tus costosos gustos.
Sus hombros se combaron.
—Mi vida está arruinada. No me quedan más que unos pocos amigos que comprendan lo que me ha sucedido, y algunos menos que quieran relacionarse conmigo.
—Parece que necesitas contratar a un asesor de imagen. Ésa no es mi especialidad. —Dio un paso a un lado y tomó el teléfono del extremo de la mesa, y pulsó el interfono—. ¿Reinaldo? Ten la amabilidad de acompañar a la señora Wallis a la puerta.
—Pero…
—Discúlpame, tengo una conferencia telefónica.
Sin aguardar una respuesta, Pedro salió por la puerta y subió de nuevo la escalera. Al igual que el día anterior, lo primero en que pensó fue que deseaba ver a Paula.
Desechó la idea de modo severo y furioso, y regresó a su despacho. ¡Maldita Patricia! Lo último que necesitaba era agobiar a Pau a fin de asegurarse de que ella le pertenecía, de que no era Patricia, y de que él no era el mismo hombre que había amado a esa mujer cinco años atrás.
Patricia había estado en lo cierto en una cosa; que fuera una ladrona era parte de lo que le excitaba de Paula, aunque jamás lo admitiera. Ella tenía la habilidad de entrar y salir de las vidas de la gente, de liberarlos de sus posesiones sin que éstos fueran siquiera conscientes de ello hasta después de su marcha. El hecho de que él sí fuera consciente de eso, de que aun con todas sus habilidades le hubiera sido imposible salir de su vida —de que no hubiera querido salir de su vida—, hacía su presencia mucho más excitante. El problema era que no se le podía permitir hacerlo de nuevo. Desconocía el efecto que aquello tendría en su relación, pero no era algo que pudieran evitar. No si querían seguir juntos. Él deseaba que así fuera, y creía que posiblemente también ella lo deseara.
Tan pronto llegó a su escritorio, marcó el número directo del despacho de Tomas Gonzales. Ayudar a Patricia se había convertido en una prioridad, aunque no fuera más que para que le dejara en paz. Tenía que concentrarse en otra persona… y cometer un error con respeto a Paula podría significar mucho más que perderla. En lo concerniente a ella, los errores podían ser fatales.
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