Echando un vistazo en derredor al tiempo que se sentaba al volante del Lexus, Patricia le dedicó una sonrisa forzada a Reginald. Aquello no pintaba bien. En cuanto regresó a las calles de Palm Beach, se volvió vulnerable. Sin duda Daniel había disfrutado de su noche juntos después de su pequeño experimento en la cena de los Harkley. También ella había disfrutado. Por el amor de Dios, no era de extrañar que Paula Chaves robase objetos. Jamás se había sentido tan excitada en toda su vida.
Patricia jugueteó con el anillo de diamantes que llevaba en el bolsillo y dobló hacia North Ocean Boulevard. No tenía sentido. Esa perra americana robaba cosas, y a juzgar por el modo en que Pedro y ella se pegaban el uno al otro a la menor oportunidad, estaban follando como conejos. Pero cuando lo hacía ella —lo sugería, siquiera—, le pedía que se largara.
Ahora tenía un anillo de diamantes robado y a nadie que le ayudara. No podía inventarse alguna excusa para visitar a Lydia Harkley y devolverlo a su sitio, porque la policía vincularía de inmediato la desaparición y reaparición con su persona. No podía contárselo a Pedro, pues prácticamente la había llamado imbécil por pensar en hacer algo semejante. Peor aún, únicamente la acusaría de tratar de imitar a esa zorra.
Aguarda un momento. «Esa zorra.» La idea la dejó pasmada, pero Chaves sabría qué hacer con el anillo.
Patricia tomó aliento. Si tenía suficiente cuidado, podría incluso ponerle el anillo a Chaves en el bolsillo. Luego podría llamar a la policía y ser una heroína. La policía iría detrás de la perra, y sería la perra quien iría a la cárcel, y Pedro se quedaría sin nadie.
Según le había contado Daniel, Chaves tenía una oficina en Worth Avenue. Sonriendo, Patricia se dirigió al distrito comercial. El robo podía perfectamente resultar rentable, después de todo.
***
No fueron tanto las siete mujeres jóvenes y los dos tipos bronceados lo que hicieron que Pau se detuviera, sino ver el mobiliario… y a Sanchez vistiendo chaqueta y corbata.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó, cerrando la puerta al entrar.
—Ah, señorita Chaves. ¿Puede concederme un momento en su despacho? —respondió un hombre mayor, una blanca sonrisa delgada se extendía en su sombrío rostro.
—Claro.
Cruzó la puerta más próxima que conducía al fondo de la recepción y al pasillo y despachos de detrás. Cuando dobló la esquina, el trasero de Sanchez desapareció dentro de su despacho delante de ella, y Pau aminoró un poco el paso para concederle un momento para pensar. Dos cosas le resultaban extrañas: una, la mitad del despacho del fondo estaba atestada de mobiliario de al menos dos siglos distintos; y dos, Sanchez vestía un maldito traje de chaqueta.
—¿Dónde te has metido? —preguntó tan pronto como ella hubo entrado en la habitación.
—Tuve que hacer un par de recados —dijo—. Tu vecino de al lado estaba cogiendo tus rosas otra vez.
Su mirada se agudizó.
—¿Estuviste en mi casa? ¿Qué equipo te llevaste?
—Unos prismáticos y el juego extra de ganzúas.
Paula pasó un dedo a lo largo del borde del escritorio que ahora ocupaba su despacho.
—Mmm, es auténtica caoba.
Sanchez sonrió.
—Claro que lo es. Sabía que lo apreciarías. Pero no te encariñes demasiado. Sólo disponemos de este material durante seis semanas.
—¿Lo has alquilado? ¿Por qué no… ?
—Nosotros no alquilamos nada.
Paula regresó a la entrada del despacho y se asomó para echar un vistazo a la desparejada pila de mesas, lámparas y sillas de la sala común. Era de su gusto. Sanchez la conocía mejor que nadie, de modo que eso no era sorprendente, pero resultaba… extraño.
—De acuerdo, explícate.
—Estamos almacenándolo.
—¿Almac… ?
—Sé que estás tratando de mantenerte en el buen camino, así que no tienes nada de qué preocuparte, nena.
—Pero…
—Oye, si no te gusta, búscate tus propios muebles.
Genial. Ahora podía cabrear a Sanchez o arriesgarse a que le arrestaran por esconder muebles robados.
—De acuerdo. Confío en ti. ¿Quiénes son los estirados de la sala delantera?
—Uno de ellos va a ser tu recepcionista, supongo. No han hecho más que comenzar a llegar. No deberíamos haber publicado la dirección en el anuncio de empleo.
—Probablemente no.
—Hace una hora había treinta y tres. Tuve que cruzar la calle para ver a Gonzales y hacerme con algunos impresos que darles para mantenerlos ocupados.
—Ya somos populares. Eso es bueno.
—Es bueno si estás aquí para echarme una mano, Pau. De lo contrario, es una mierda. El resto de los entrevistados son tuyos.
Paula parpadeó.
—¿Yo? No pienso entrevistar a nadie. Ése es tu trabajo.
—No, de eso nada. Dijiste que soy tu socio. Eso no significa que tenga que cargar con las entrevistas en vez de depositar un cuarto de millón de pavos en mi cuenta de Suiza. Y he conseguido los muebles, ¿recuerdas?
—No seas tiquismiquis, Sanchez. Algunas semanas más como la última que pasé como ladrona y llevarás ese traje en mi funeral.
Él hizo una mueca.
—De acuerdo. Muy bien. Pero ahora mismo soy el socio que se va a almorzar.
—Tú… —Cerró la boca, echando una nueva ojeada a su atuendo—. Vas a almorzar con la agente inmobiliaria, ¿verdad? Con Kim.
—Eso no es asunto tuyo, niña. —Le entregó una carpeta sujetapapeles—. Toma. Escribí algunas preguntas para que empieces con ellas. Buena suerte.
Se marchó del despacho. Con el corazón palpitándole con fuerza, Paula corrió tras él.
—Espera un minuto. ¿Cuándo vas a volver?
—Si tengo suerte, mañana. La llave de la puerta está en la puerta derecha del mostrador de recepción. No te olvides de conectar la alarma. Las instrucciones están en el mismo cajón.
—No necesito instrucciones para una alarma —le respondió, corriendo todavía tras él. Esto era absurdo. Tenía que investigar un asesinato. Y había nueve, nueve malditas personas ahí, todas esperándola.
—Sanchez, no puedo…
—Claro que puedes. Eres la jefa.
Él desapareció por la puerta de recepción. Paula se detuvo frente a ésta. «¡Mierda!» Irritada e incluso un poco nerviosa, no le ayudó darse cuenta de que había estado abusando del apoyo de Sanchez en esta aventura, sobre todo teniendo en cuenta que éste parecía más reacio a retirarse de lo que había imaginado. Pero se suponía que podía aprovecharse de él. Para eso estaba la familia.
Un espejo había sido colocado en el reverso de la puerta del área de recepción, probablemente para que los anteriores ocupantes del lugar pudieran comprobar su aspecto antes de salir a recibir a un cliente. Miró su reflejo, todavía con la coleta, una sencilla camiseta verde con una camisa blanca abierta sobre ella y unos vaqueros azules. Tenía una muda en el coche, en caso de necesidad, pero ya todos la habían visto.
Paula expulsó el aire. Muy bien, podía hacerlo. Dios, comparada con otras situaciones por las que había pasado, aquello sería pan comido. Tal y como había dicho Sanchez, ella era la jefa. Todos querían algo de ella. Otro día más en la vida de Paula Chaves.
Pau salió afuera.
—Bien, ¿quién es el siguiente?
Unas caras agradables la miraron, mientras que ella les devolvía la mirada. Al cabo de un momento, se puso en pie una chica joven que parecía tener más o menos su misma edad.
—Me parece que soy yo —dijo con un suave acento sureño.
—Bien. Entremos y charlemos un rato.
Tras la tercera entrevista le había pillado el tranquillo; a la gente le gustaba hablar, de modo que lo único que en realidad tenía que hacer era formular una o dos preguntas capciosas en relación a las horas a las que podían trabajar y sobre el tipo de salario que esperaban. De inmediato recibía un flujo de información sobre las tribulaciones de ser madre soltera, los créditos pendientes para la universidad, o sobre el dolor de espalda o los pésimos ex maridos. ¡Por Dios! Si la gente aprendiera a escucharse y a pensar en las impresiones, tendría más posibilidades de conseguir un empleo, y Sanchez y ella sólo hubieran tenido tres personas a quienes entrevistar en vez de veintitrés.
Acompañó de nuevo a la víctima número cinco hasta la puerta de la recepción.
—Gracias por venir. Tomaremos una decisión en los próximos días.
—Gracias, señorita Chaves. Estoy verdaderamente impaciente por trabajar con usted —dijo Amber, dando un paso adelante—. ¿Puedo preguntarle si su novio viene por la oficina?
Genial. Otra de las subscriptoras del boletín de Las chicas de Pedro
—Sí, Sanchez siempre está aquí —respondió, esbozando una deslumbrante sonrisa.
—Pero…
Pau abrió la puerta y la hizo salir.
—Gracias de nuevo. ¿El siguiente?
Uno de los dos tipos, el que parecía el socorrista de la piscina de un hotel, rematado con pelo rubio verdoso, se puso en pie. Pero antes de que pudiera aproximarse, otra figura se le adelantó bruscamente.
—Soy yo —dijo Patricia Alfonso–Wallis, su deslumbrante sonrisa la hizo frenarse en seco.
—No voy a contratarte —dijo, antes de poder reprimirse.
Patricia se rió entre dientes.
—Por supuesto que no, querida. Jamás trabajaría para ti. Me pregunto si tienes tiempo para una taza de café.
—¡Vaya! Pedro ha vuelto a echarte, ¿no?
Con una mirada exasperada a su ahora embelesada audiencia, Patricia la agarró del brazo y prácticamente la obligó a cruzar la habitación privada hasta el fondo.
Obviamente Patricia ignoraba lo poco que le agradaba que la agarrasen. Pero en lugar de sentar de culo a la ex,Pau señaló y consintió que la condujera hacia la nueva cafetera que había aparecido en la pequeña sala de conferencias.
—Tengo entrevistas pendientes —dijo innecesariamente, deliberando que seguramente Patricia lo sabía y no le importaba lo más mínimo.
—Sí, ya lo he visto. Bonita oficina. ¿Quién es tu decorador? ¿Trezise?
—Yo soy la decoradora. —Bueno, lo era Sanchez.
—Naturalmente, querida. —Patricia tomó asiento en la mesa de conferencias—. Es muy ecléctico.
—También lo soy yo. —Comenzando a sentirse divertida, Paula sirvió una taza de café a la ex—. Con mucho azúcar, ¿supongo? —preguntó.
—Tres terrones, por favor. ¿No vas a tomarte tú uno?
Pau se sentó en la silla de en frente.
—Yo no bebo esa mierda. ¿Qué pasa, Patty? No te importa que te llame Patty, ¿verdad?
La sonrisa de la mujer se tensó.
—Prefiero Patricia. Se me ocurrió que debíamos charlar.
Estar con Pedro es una perspectiva complicada, después de todo, y dado que él me está ayudando tanto, pensé que tal vez podía ayudarte yo a ti.
—Ayudarme —repitió Paula—. Tú.
—Bueno, sí. ¿Quién comprende mejor a Pedro que yo? Por desafortunado que fuera el final, estuvimos casados casi tres años.
—Te refieres a que fue una pena que te pillara tirándote a Ricardo Wallis —apostilló Paula. Si iban a charlar, no pensaba encajar ningún golpe. No con esta mujer. No después de saber cuánto daño le había causado a Pedro—. Te acuerdas, el tipo que trató de matarnos a Pedro y a mí.
—Yo no tuve nada que ver con eso. —Patricia bajó la vista a su taza de café, removiendo perezosamente el azúcar en la mezcla—. Cometí un terrible error con Pedro, y luego otro con Ricardo. No es algo que pueda olvidar. Jamás.
«Mmm.» Paula había visto a Pedro cuando decidía que alguien no le agradaba. No cambiaba de parecer, y su ira podía ser… devastadora. Por otro lado…
—Así que, sólo quieres charlar —musitó, llevándose la mano al bolsillo de su camisa abierta—. Y darme regalos, ¿imagino? —Con la mirada clavada en el rostro de Patricia, sacó un anillo de diamantes y lo dejó sobre la mesa entre ambas—. Bonitos, además.
—¿Cómo… ? —La ex la miró fijamente durante un instante, luego rompió a llorar—. ¡Odio esta ciudad! Nunca nada me sale bien.
—Teniendo en cuenta que por un minuto pensé que me estabas palpando y que casi te rompo la nariz, yo diría que las cosas han ido bien. —Paula se puso en pie, se dirigió hacia la pequeña nevera del rincón y sacó una Coca Cola Light para ella. Sí, Sanchez la conocía pero que muy bien—. ¿Y bien, de quién es esto? No es tuyo, o no me lo habrías dado.
—No te lo doy, zorra estúpida.
De modo que ambas estaban siendo francas.
—De acuerdo, me lo estabas endosando. Lo cual no responde a mi pregunta. ¿A quién pertenece?
—¿Por qué iba a decírtelo? —Patricia se sentó erguida—. Ya que ahora tiene tus huellas dactilares. Lo has cogido. Y voy a llamar a la policía.
A pesar de la acuciante reacción inmediata de huir por parte de Paula, volvió a sentarse y abrió la lengüeta de su refresco.
—Adelante. ¿Qué vas a contarles?
—Que robaste el anillo.
—¿Y cómo sabes que es robado? —Pau tomó un trago—. Deberías considerar esto con cuidado, sabes. La policía es muy perspicaz por estas latitudes.
Bueno, algunos de ellos sí lo son.
—Tú me dijiste que lo habías robado.
—Así que soy idiota. ¿Y tú quién eres, Lara Croft en Tomb Raider. Dame un respiro, Patty. ¿De dónde proviene?
—Me llamo Patricia —espetó la ex—. No seas condescendiente conmigo.
—No intentes chantajearme. Tu maridito lo intentó y mira de lo que le sirvió.
—Mi ex esposo. ¡Ex, ex, ex!
—Como si me importara una mierda. Acabas de colocarme un anillo. Robado, obviamente. —Tomó aire, realizando una rápida valoración de la situación—. Y por mucho que deteste utilizar al gran jefazo como apoyo, tengo a Pedro de mi lado. Desembucha.
—Te odio.
—Pues qué bien. —Desenganchó el móvil del cinturón y abrió la tapa—. Tengo marcación rápida en el uno, Patty.
—¡Patricia! —Patricia estampó la mano abierta sobre la mesa—. ¡Todo esto es culpa tuya! El modo en que te mira… pensé, bueno, a esa puta le funcionó. Puede que sea su nuevo don, su crisis de la mediana edad que hace que le guste tirarse a ladronas. Y luego le mencioné lo indecoroso que sería para los dos, y prácticamente me echó de la casa.
—Difícilmente puedes culparle por eso.—Ésa solía ser mi casa —prosiguió Patricia—. Y ahora tengo… tengo que cargar con esta estúpida cosa —y agitó el puño hacia el anillo—, y tú vas a estropearlo todo. ¡Adelante! ¡Iré a la cárcel! Quizá me pongan en una celda contigua a la de Ricardo.
—No, irás a la cárcel de mujeres —la corrigió Paula.
Lloriqueando, Patricia hundió la cabeza entre sus brazos cruzados. Paula creyó que aquello no era más que un espectáculo, pero la ex en efecto tenía ciertas aptitudes para la interpretación. Muy buenas. Pero a juzgar por lo que Pedro había dicho y lo que ella había observado, esta desvalida rutina podría no ser una farsa. Era una esnob fría y arrogante, eso seguro, pero también poseía el peor juicio de la historia.
Paula tomó el anillo. Era platino de buena calidad, y el diamante parecía muy auténtico. Incluso sin la ayuda de una lupa parecía tener quizá cinco quilates. Miró el interior de la alianza. «Para mi amor, LH», leyó.
—¿Irrumpiste para cogerlo o simplemente te colaste en el dormitorio de alguien cuando no miraban?
—¿Qué importancia tiene?
—La tendrá cuando llamen a la policía y la víctima comience a repasar quién estuvo allí cuando desapareció.
Patricia arqueó una ceja. Llevaba máscara de pestañas resistente al agua, pero eso no impidió que sus ojos estuvieran rojos e hinchados.
—¿La víctima? —repitió—. ¿De qué demonios hablas?
—La víctima, Patty. Responde a la pregunta. ¿Allanamiento o conveniencia?
—Estuve en una cena en casa de los Harkleys. Subí al piso de arriba al lavabo y estaba sobre la mesita de noche del dormitorio principal. Pensé… pensé…
—Ya sé lo que pensaste. —Paula cerró la mano en torno al anillo—. Los Harkleys. —Recordaba haberlos visto en el club Everglades, una pareja mayor con una tonelada de dinero heredada de la minería y el petróleo. Y recordaba cinco años atrás cuando poseían una calavera maya de cristal. Esa cosa le había puesto la carne de gallina. Jamás se había alegrado tanto de deshacerse de un objeto a manos del comprador—. ¿Cuándo lo cogiste?
—Anoche.
A juzgar por la expresión del rostro de Patricia, se había dado cuenta de que debía cooperar con las preguntas.
Nadie podía afectar sentir esperanza, y la señora Alfonso–Wallis mostraba gran cantidad. Pau frunció el ceño. Estaba siendo una boba e iba a lamentarlo. Y al mismo tiempo, sabía lo mucho que debía haberle herido a Patty que Pedro le diera la espalda, independientemente de quién tuviera la culpa de aquello. La idea de que él estuviera lo bastante cerca para poder tocarla y no querer tener nada que ver con ella… El dolor que le provocaba esa idea la impactó como si de una bala en el pecho se tratase.
Y, además, había otra cosa. La atracción del peligro, la emoción de ir a algún lugar en el que se suponía no debía estar… le tentaba. Había rechazado Venecia; ¿acaso no merecía algo a cambio? Sobre todo si podía valorarlo como una buena obra.
—¿Paula? ¿Pau? ¿Crees que… ? ¿Querrías… ?
Se guardó nuevamente el anillo en el bolsillo de su camisa mientras tomaba aire. Una buena obra. Eso era todo. Algo que le concediera algunos puntos a favor en el karma.
—Me ocuparé de ello. Pero si le cuentas una sola palabra de esto a alguien, a quien sea, me encargaré de que tengas una muerte horrible, dolorosa y lenta.
Tanto si creía su amenaza como si no, Patricia asintió enérgicamente.
—No lo haré. No diré una sola palabra. Lo juro. No lo olvidaré, Paula. Avísame si necesitas cualquier cosa.
—De acuerdo. —Vomitaría si tenía que aguantar un poco más toda esa mierda del cachorrito feliz. Sobre todo cuando ya vibraba al pensar en un rápido allanamiento de morada. Paula se puso en pie—. Tengo que terminar con las entrevistas.
—Desde luego. Entonces, te dejo que sigas con ello.
Patricia la condujo hasta la puerta que daba a recepción.
Pero antes de que pudiera abrirla, Pau la bloqueó con la mano.
—Una cosa, Patricia.
La ex tragó saliva con manifiesta irritación.
—¿Sí?
—No te acerques a Pedro.
Con una carcajada, Patricia cruzó la zona de recepción hacia la puerta de salida.
—Por supuesto.
Ya. Como que Paula iba a creérselo.
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