sábado, 17 de enero de 2015

CAPITULO 100




Pedro estacionó en el pequeño aparcamiento fuera de la inmobiliaria Paradise cinco minutos antes de las diez. Laura conducía un BMW, y todavía no había rastro de éste, de modo que apagó el motor del SLR y llamó a Tomas.


—Gonzales—respondió el abogado al primer tono.


—Tomas, ¿recibiste el correo electrónico que te mandé?


Pedro. —Silencio—. Claro, lo tengo aquí mismo. ¿Vas a venir hoy?


—Esta tarde. Antes tengo que ocuparme de algo.


—Muy bien. No hay problema. Tenemos ya listas las páginas actualizadas.


Pedro se apartó el teléfono de la oreja y lo miró.


—Recuerda que la junta llega con antelación —dijo tras un momento. Con lo que Tomas se obsesionaba por los detalles, debería estar al borde de un ataque de histeria en aquel momento.


—Hace sólo una hora que me llamaste. Estaremos preparados. Hablaré contigo más tard…


—¿Qué sucede, Tomas? —le interrumpió.


—No ocurre nada. Lo que pasa es que estamos ocupados.


—¿Te preocupa algo? Te dije que estaría preparado para esto.


—Lo sé. —Más silencio.


—Adiós.


La línea se cortó. No cabía duda de que algo sucedía. De hecho, no recordaba la última vez que Tomas le había colgado el teléfono. Se dispuso a pulsar el botón de rellamada, pero un reluciente BMW plateado se detuvo a su lado. Mierda. De acuerdo, ya descubriría después qué era lo que le preocupaba a Tomas. No era que ese día no tuviera nada más que hacer.


—Laura—dijo, bajando del coche para abrirle la puerta—. Gracias por devolverme la llamada. Sé que te aviso con poco tiempo.


—No te preocupes; me cercioraré de que me pagues más adelante. —Le estrechó la mano, sosteniéndola más que sacudiéndola—. Vamos en mi coche. Tengo todos los mapas y planos.


Asintió con la cabeza y rodeó el coche hasta la puerta del pasajero para subirse a él. Hubiera preferido conducir, pero si conducir hacía que la mujer se sintiese dueña de la situación, no había problema por su parte. Sobre todo debido a que tenía otras cosas en la cabeza aparte de la inmobiliaria.


—Así que, Pedro… ¿no te importa que te llame Pedro, verdad?


—En absoluto.


—¿Y bien, Pedro, por qué no te acercaste anteayer para concertar una visita?


—Parecías tener ya demasiado. No te habría molestado por una cuestión de trabajo.


—Los negocios son los negocios —dijo mientras regresaba a la carretera y ponía rumbo al sur—. Siempre hay tiempo para ellos.


Ése solía ser su lema, hasta que conoció a Paula. Su ética laboral había pasado paulatinamente a una posición secundaria, pero no se había percatado hasta hacía poco. Y ni mucho menos le molestaba tanto como había esperado, o no tanto como le hubiera molestado un año atrás.


Pedro miró de reojo a Laura mientras ésta comprobaba el espejo retrovisor. Sabía cómo utilizar a la gente, cómo manipularlos para que vieran las cosas según su punto de vista, y tal cosa nunca le había quitado el sueño. Lo hacía del mismo modo en que algunos eran médicos y otros mecánicos. Y resultaba que se le daba realmente bien. Hoy pretendía emplear tales habilidades tanto si Laura Kunz tenía que ver con la muerte de su padre como si no. Había sido criado en el círculo de élite del que ella formaba parte. 


Esa gente utilizaba el dinero como un arma. Él poseía muchísima munición.


La cuestión era cuánto presionar. Sus propios padres habían muerto siendo él todavía adolescente, pero incluso en un colegio suizo, a un continente de distancia y sin haberlos visto durante un año, no se sintió en condiciones de realizar ningún tipo de tarea durante varias semanas. El hecho de que Laura estuviera haciendo negocios inmobiliarios esa misma mañana no la convertía en culpable, pero a él sí le hacía sospechar.


—Te doy de nuevo el pésame por la pérdida de tu padre —le ofreció.


—Gracias. Ha sido duro, pero Daniel y yo lo sobrellevamos.


—Siempre habéis estado muy unidos, ¿no es cierto?


—Lo intentamos. Parece que cuanto mayores nos hacemos, más difieren nuestros intereses —apuntó, virando a la izquierda hacia una acogedora travesía de casas de dos plantas. Sonrió cuando pasó por delante de un partido callejero de fútbol—. No te preocupes, no voy a enseñarte ninguna de éstas. En la colina hay algunas casas de clientes.


—Confío en ti.


—Hablando de lo cual, ¿no estarás pensando en vender Solano Dorado, verdad? Porque me sentiría muy dolida si no me dejaras ocuparme de la venta.


—No, no. Le prometí a una amiga que la ayudaría a mudarse a esta zona.


—A «una amiga» —repitió Laura—. ¿Te molestaría que mencione que, personalmente, no me… entristecería que terminaras de nuevo soltero? No es que le desee ningún mal a tu relación con la señorita Paula Chaves, por supuesto.


Él le lanzó otra mirada fugaz, cerciorándose de que esta vez le viera.


—Me siento halagado.


Laura sonrió de nuevo.


—Bien.


Las casas a lo largo de la cima de la colina estaban varios niveles por encima de aquellas que habían pasado. 


Además, todas parecían tener bonitas vistas del océano.
 Extensos patios, buenos para recibir visitas, y media docena de habitaciones, amplios vestíbulos y magníficas escaleras curvadas. Tomó nota mental de todo al tiempo que visitaban las residencias que ella había seleccionado, pero mantuvo centrada la atención en la agente inmobiliaria. Cuanto más pudiera hacerle hablar, más averiguaría.


—¿Vas a conservar Coronado House?


—Seguro que lo haremos. Papá estaba muy encariñado con ella.


Kunz también había sido asesinado en esa misma casa, pero Pedro no mencionó aquello.


—¿Tú y Daniel? —continuó, en cambio.


Ella le miró de soslayo mientras con un ademán le indicaba la salida de la casa que acababan de visitar.


—Permaneceremos juntos a menos que consiga una oferta mejor. ¿Qué opinas?


«Fue ella. No Daniel.»


—¿Que qué opino? —repitió—. ¿Acerca de la casa?


—Sí, de eso.


El le devolvió la sonrisa.


—Pienso en algo más íntimo. Un condominio, en una torre de pisos. Una casa con jardín estaría al final de la lista. —Patricia requeriría una casa donde pudiera ser la pieza central. Un jardín supondría un desperdicio de espacio del que quejarse debido al coste de tener que contratar a alguien que se ocupara del paisaje. Pero esta excursión no era por su ex mujer tanto como por Laura y por obtener una impresión de ella.


—Tengo dos en la lista que podrían adecuarse —dijo Laura, sin consultar sus notas; debía tener memorizada cada lista.


—Echémosles un vistazo —respondió, instándola con la mano de nuevo hacia el coche—. Si dispones de tiempo.


—Para ti tengo tiempo. —Bajaron de nuevo la colina.


—Entonces, debería invitarte a comer, por las molestias.


—No es molestia, Pedro, pero me encantaría.


El asintió.


—¿Qué te parece en Pub Blue Anchor en Delray Beach?


—¿Es el pub que proviene de Inglaterra, verdad?


—Transportado piedra a piedra. Se supone, incluso, que hay allí un fantasma londinense de dos siglos de antigüedad. Un asesino o algo por el estilo. —En realidad, según contaban, Bertha había sido víctima de un asesinato, pero la otra interpretación convenía mejor a sus propósitos.


—Ooh, que espeluznante. Trato hecho. —Laura no se inmutó. Si era una asesina, era despiadada.


—Bien. —Quizá la palabra «asesina» no le había molestado, pero formaba parte de la prueba.


—No has mencionado lo que piensas de Daniel y Patricia —dijo a modo de conversación.


Pedro mantuvo la vista en la carretera, pero por poco. No lo habría logrado de no haber contando con casi veinte años de práctica en ocultar sus pensamientos y sentimientos. «¡Daniel y Patricia!» De pronto unas cuantas cosas cobraron sentido. Por eso Paula había optado por utilizar a Patricia para entrar en Coronado House. Lo cual significaba que Paula lo sabía, maldita fuera.


—No creo que sea de mi incumbencia —dijo suavemente.


—Eso es muy… británico por tu parte, supongo. Aunque me sorprendió escuchar tu voz en el contestador. Tu ex mujer y mi hermano se acuestan juntos y, aparte de eso, Patricia parece pensar que tienes algún tipo de rencor hacia ella.


—Se halaga a sí misma.


—Ah. «Ahora» estás enfadado.


Él rompió a reír.


—Lo que es irritante es la gente que piensa obsesivamente en el pasado. No resulta provechoso, en lo personal o en los negocios, echar la vista atrás.


—Me gustaría pensar que soy una chica que mira al futuro.
Asintiendo, Pedro apartó la mirada de la ventanilla, aunque toda su atención estaba fija en el asiento del conductor a su lado.


—He notado que la gente que pasa demasiado tiempo en el pasado tiende a no tener un plan de futuro.


—Parece que tenemos mucho en común. —Laura se rió entre dientes—. Sabes, siempre me he preguntado por qué no me pediste salir después de uno de esos partidos benéficos de polo que tanto os gustan a Daniel y a ti.


Había estado a punto de hacerlo en una ocasión, unos meses después de su divorcio. Ella era lo que en un tiempo fue su tipo: atractiva, segura de sí misma y solía estar en el ojo público.


—Siempre tenías a alguien con quien asistir —respondió.


—Como si eso hubiera podido impedírtelo.


Precisamente había sido aquello lo que le detuvo. Jamás tocaría a la mujer de otro hombre. Aquélla era una restricción que había mantenido aun antes del descalabro con Patricia y Ricardo. Era aquel sentido de la fidelidad en el que él y Paula —sorprendentemente, dado su caótico estilo de vida— creían.


Habida cuenta de la participación de Laura en su seudoseducción, ella no parecía tan exigente.


—¿Han variado en algo tus asuntos laborales con la muerte de tu padre? —preguntó, retomando de nuevo su tema elegido.


Ella se encogió de hombros.


—Casi todo fue colocado en un fideicomiso el pasado año. Daniel y yo tenemos algunas decisiones que tomar, y dependiendo del resultado, puede que me deshaga de la inmobiliaria Paradise. —Laura le brindó una sonrisa—. Por supuesto, no antes de haber encontrado una propiedad ideal para ti. Mis clientes nunca se van insatisfechos.


—No lo dudo. Pero ¿qué harías si renunciaras a tu negocio?


—Hablas como un auténtico adicto al trabajo. Viajaría, creo, y los negocios de mi padre bastarían para mantenerme ocupada.


—Apuesto a que a Charles le gustaría que estuvieras dispuesta a ocupar su lugar.


—Sería una estupidez dejar que todo su trabajo y sus conexiones cayeran en manos de los tiburones.


Se preguntó si a él le consideraba un tiburón. En cuanto a lo que ella era, Pedro tenía algunas ideas. La mayoría de la gente se aferra a lo que les es familiar frente a la tragedia y la agitación. Laura ya estaba considerando cambiar de profesión. Para Pedro aquello indicaba que no le tenía ningún aprecio al negocio inmobiliario. Por otra parte, la falta de satisfacción en una profesión no convertía a nadie en un asesino. Con todo, pretendía hallar un modo de revisar algunos de sus documentos laborales.


***


Pedro creía haber encontrado una residencia aceptable para Patricia cuando hubieron terminado de echarle un vistazo a los dos condominios, pero tenía intención de prolongar un poco más la búsqueda. Aunque había descubierto algunas cosas más sobre Laura Kunz, nada la señalaba definitivamente como sospechosa en el homicidio de su padre. Lo que sí tenía era un agudo dolor de cabeza, algo que suponía que James Bond jamás confesaría tener.


Pero no era su intención concluir aquella cita con las manos vacías. Paula no estaría perdiendo el tiempo, y él tenía una apuesta que ganar, al igual que la policía.


—¿Planea Daniel unirse a ti en la sala de reuniones?


—Lo dudo —respondió con naturalidad—. No le interesan demasiado los negocios.


—Pues menos mal que te tiene a ti.


—¡Ja! Díselo a él…


Sonó su teléfono con la melodía de Tomas.


—¿Sí? —respondió al abrir la solapa.


—De acuerdo, ya no puedo soportarlo más —llegó la voz del abogado—. Chaves salió en barco con Daniel Kunz.


El aliento se congeló en la garganta de Pedro.


—Perdona, ¿cómo dices? —respondió, manteniendo la expresión del todo inalterable.


—Vino a decírmelo esta mañana, luego me desafió a que te lo chivara. Pero no quiero que me culpes por no contártelo si algo sucede, y no quiero verme atrapado en medio de tu pequeño remolino, así que…


Pedro cerró el teléfono de golpe.


—Discúlpame, Laura —dijo de plano—, pero tengo que cambiar nuestra cita para comer. ¿Te importaría llevarme de vuelta a tu oficina?


Ella sonrió.


—No hay ningún problema. Estoy disponible cuando quieras. Y quiero saber más acerca del fantasma.


—Quedemos de nuevo el martes. ¿A las diez en punto?


—Hecho.


Quince minutos después se detuvieron junto a su SLR y Pedro salió del BMW. Tras despedirse con la mano, Laura salió de nuevo del aparcamiento marcha atrás y desapareció en dirección a Coronado House. Pedro se metió en el SLR y se quedó sentado muy quieto durante medio minuto. Luego metió la llave, pulsó el botón de arranque y emprendió el camino hacia el Club Sailfish.



***


Paula ayudó a amarrar de nuevo el yate al muelle, luego lanzó un beso a Daniel al tiempo que se dirigía otra vez hacia tierra firme y a su coche. Él se quedó a bordo, ostensiblemente para limpiar algo, pero Paula suponía que el barco era el lugar al que generalmente iba a esnifar. La tensión agarrotaba sus hombros cuando llegó al aparcamiento. No se había mostrado amenazador, no había hecho más que besarla una vez y hacer algunas insinuaciones atrevidas, y ella seguía sintiéndose como si hubiera escapado por los pelos de un robo problemático.


—Paula —le llegó la grave voz de Pedro desde el frente, y alzó la cabeza. El velocísimo SLR se encontraba aparcado justo al lado del Mustang rojo y Pedro Alfonso estaba apoyado contra el parachoques.


—¡Mira qué bien! —farfulló, esbozando una sonrisa—. Hola.


—¿Te hiciste a la mar con Daniel Kunz? —preguntó, enderezándose.


—¿Ahora me persigues por la ciudad? Porque no va a funcionar.


—Tomas te delató.


Ella sacudió la cabeza, nada sorprendida.


—Sabía que el Capitán Estrecho no sería capaz de resistirse a contártelo.


—Entonces, ¿por qué se lo dijiste?


—Porque no soy imbécil. —Se detuvo delante de él, tratando de estimar su estado de humor—. ¿Vas a besarme o a dispararme? —preguntó finalmente.


—De veras que no lo sé. —Alargó el brazo y le puso bien la manga—. ¿Sabías que Daniel sale con Patricia?


—Sí.


—¿Y no me lo contaste porque… ?


Paula le guiñó un ojo.


—¿Y cuándo le has puesto el nombre The Chaves a tu yate?


Él parpadeó.


—No cambies de tem…


—Algunos tipos se tatúan el nombre de sus novias en los brazos. Tú se lo has puesto a un barco.


—No me gustan los tatuajes.


Sonrió, incapaz de evitarlo.


—Eres tan jodidamente guay, Pedro. Soy el yate más grande de la marina.


Pedro dejó escapar el aliento.


—¿Qué demonios se supone que debo hacer contigo? —murmuró, tomándola de la mano y acercándola más para darle un beso.


Ella cerró los ojos, disfrutando del cálido e íntimo contacto.


—Me tatuaré tu nombre en el culo, si quieres.


Él emitió un sonido ahogado que podría haber sido una carcajada.


—No quiero ver mi nombre en tu culo. No necesito indicaciones.


Aquello era definitivamente cierto. Con el recuerdo de la mañana fresco en la cabeza y el alivio de que Pedro no estuviera cabreado con ella, de pronto necesitaba… Ignoraba el qué, pero Pedro podría proporcionárselo. Dio un paso adelante y le rodeó el cuello con los brazos, apoyando la cabeza contra éste.


Al cabo de un segundo Pedro le rodeó la cintura con los brazos, y la apretó fuertemente contra sí.


—¿Te encuentras bien? —preguntó en voz queda.


Ella asintió, reacia a soltarle, a dejar pasar el momento. Y pensar que Daniel creía que podía ofrecerle más que Pedro.


 ¡Ja! Daniel no tenía ni idea de lo que ella necesitaba, o quería.


—¿Pedro?


—¿Mmm, hum?


—Creo que lo hizo Daniel. Creo que, o bien contrató a alguien, o bien lo hizo el mismo.


—Tú… ¡Joder! —No le preguntó con qué pruebas contaba, o cómo lo sabía. En cambio, deslizó la mano hacia arriba por su espalda, meciéndola con lentitud adelante y atrás y dejando que ella continuara el abrazo tanto tiempo como deseara.


Finalmente Paula tomó aire. «Recomponte, Chaves.»


—Lo siento —murmuró, alzando la cabeza.


—¿Por qué? —Tomó su rostro entre ambas manos—. En realidad me siento aliviado. Comenzaba a pensar que la criptonita era lo único por lo debíamos preocuparnos con relación a ti.


—Ah, ja, ja. Lo que sucedía era que no estaba preparada para viajar por el océano con un posible asesino.


—Hablando de lo cual, no se te ocurra hacerlo de nuevo, Paula. Ni siquiera si se lo cuentas primero a Gonzales. A menos que quieras que me dé un infarto antes de cumplir los treinta y cinco.


—No, no quiero eso. —Le besó en la barbilla—. Deberíamos salir de aquí antes de que Daniel nos vea juntos.


Pedro enarcó una ceja al tiempo que sostenía abierta la puerta del conductor del Mustang para que ella montara.


—¿Y por qué no queremos que nos vea juntos?


—Porque me estoy escapando a espaldas tuyas para verle, y él se afana en seducirme para apartarme de ti.


Él guardó silencio durante un instante.


—Ah. Más le vale, entonces, que vaya a prisión por algo —murmuró al fin—. De lo contrario, iré yo, por darle una paliza de muerte.


Pau no se molestó en decirle que controlara su testosterona; sabía qué puntos presionar para provocarle y, por sus acciones, sabía que Daniel había presionado varios de ellos. 


Al mismo tiempo, su respuesta parecía casi… sosegada. 


Paula tomó una rápida bocanada de aire. Pedro se había tomado en serio su solicitud de un poco de confianza. Por supuesto, aun teniendo pendiente una crucial reunión al día siguiente había corrido a Lake Worth para velar por ella, pero Paula habría hecho lo mismo por él. Ambos sabían lo peligroso que podían llegar a ser sus vidas.


Asimismo, resultaba un tanto aterrador comprender lo mucho que había llegado a confiar en la opinión de Pedro, en su juicio, en su sola presencia. No estaba acostumbrada a confiar en nadie más que en sí misma. Aquello figuraba a la cabeza de las cinco reglas para ladrones impartidas por Martin Chaves. Jamás cuentes con nadie que no seas tú mismo. No obstante, había comenzado a preguntarse si no sería que Martin no había conocido a nadie en quien creyera poder confiar. Ella sí lo había hecho.


—Voy a ver a Tomas —dijo, dejando que sus manos se deslizaran con lentitud por sus hombros.


—Yo también tengo que ir a la oficina, antes de que la declaren abandonada y se apoderen de los muebles de Sanchez. Y tengo que ingeniar un modo para demostrarle mis corazonadas a Castillo. Esto de las pruebas apesta.


—Sí, querida. Pero es necesario si quieres ganar la apuesta.  —La besó de nuevo, seguidamente la ayudó a subir al coche y cerró la puerta.


Así era Pedro, un caballero británico en todo momento, independientemente de nada que pudiera estar sucediendo. Ambos se dirigieron hacia Worth Avenue y a Paula no le sorprendió en absoluto que Pedro se mantuviera detrás de ella durante todo el camino, a un coche o dos de distancia. Creía haber dejado muy claro que sabía cómo cuidarse, pero, al parecer, los ancestros de Pedro habían sido caballeros de brillante armadura… y obviamente Pedro había heredado su mentalidad de «defensores de damiselas en apuros».


Cruzó Oliver Avenue, y a Pedro le pilló el semáforo en rojo. 


Pau en parte esperaba que se lo saltara, pero no lo hizo. 


Hoy, al menos, el caballero obedecía la ley.


El Mustang dio un empellón hacia delante cuando el metal impactó contra metal. Paula se golpeó la frente fuertemente contra el volante.


—¡Mierda!


Aturdida, pisó automáticamente los frenos al tiempo que miraba por el ahora torcido espejo retrovisor. Una enorme furgoneta azul acaparaba por completo el espejo. Con un rugido, esta arremetió nuevamente contra la parte trasera del Mustang.


Pisando el acelerador, giró bruscamente hacia la derecha a una calle aledaña. La furgoneta se pegó a su parachoques derecho y viró derrapando tras ella.


De acuerdo. Aquello era deliberado. Con el corazón palpitándole fuertemente debido más a la adrenalina que al miedo, aceleró de nuevo. El Mustang tenía un motor V–12, y el de la camioneta era potente. Un combate bastante igualado, salvo que Paula no estaba dispuesta a que el asalto se tornara en persecución.


Paula dio un brusco giro a la izquierda, seguido de otro más, dirigiéndose de nuevo a la calle principal. Tan pronto el conductor de la furgoneta supuso lo que ella hacía volvió a pegarse con gran estruendo a su parachoques.


Ambos vehículos colisionaron, empujándola hacia delante aun cuando ella se mantuvo firme. Separados por tan sólo unos centímetros, Pau frenó en seco.


La furgoneta impactó de nuevo contra ella. Condujo con todas sus fuerzas directamente en busca de una farola. El motor de la furgoneta rugió cuando trató de empotrarla contra el poste de metal mientras ella trataba de detenerse.
O no. Tomando aliento, Paula aguardó hasta el último segundo, pisó el acelerador y giró el volante a la izquierda.


 La parte derecha del Mustang rozó contra la farola y salió despedido. La furgoneta chocó frontalmente contra el poste.


Sacudiéndose violentamente, Paula logró detener como pudo el coche. Se apeó de un brinco y echó a correr hacia la furgoneta. Quienquiera que fuera, iba a llevarse una paliza.


—¡Oye! —gritó, tirando de la puerta abollada del conductor—. ¿Qué coño hac… ?


Un bate de béisbol atravesó la luna tintada directamente hacia su cabeza. Ella se agachó instintivamente para esquivar, por los pelos, el golpe y la lluvia de cristal de seguridad.


—¡Puta! —bramó una voz masculina.


La puerta se abrió de golpe y Al Sandretti se abalanzó hacia ella, agitando el bate.


Paula se hizo a un lado, dirigiéndole una patada a la entrepierna. Golpeó un musculoso muslo y él dio un traspié, agarrándola del pie. ¡Dios, qué grande era! Si le echaba el guante, la partiría en dos.


Los vecinos comenzaban a salir de sus casas, aunque reparó en su presencia sólo lo suficiente para mantener a Schwarzenegger y al bate bien lejos de ellos. Cabreado como estaba el tipo, no creía que le importara a quién golpeaba.


—Vamos, grandullón —le picó, retrocediendo por la calle.


—¿Dónde están mis putas fotos? —bramó—. ¡Estás muerta!


Ella lo esquivó de nuevo, buscando una salida y esperando a que alguien llamara al 911. Su talón tropezó en la acera y cayó hacia atrás. Jadeó al tiempo que rodaba hacia un lado justo cuando el bate se hundía en el punto de la avenida donde había estado su cabeza.


Rodando de nuevo sobre su espalda, propulsó ambas piernas directamente a las rodillas del hombre. Él se tambaleó, escupiendo y gruñendo. Dios, el tipo tenía la constitución de un puto tronco de árbol.


Dando una voltereta extendida hacia atrás, apuntó a su cara y estuvo a punto de recibir un puñetazo en el abdomen.


—Vamos, puta. Baile…


Sandretti se desplomó de rodillas. Paula se apartó a un lado cuando Pedro retrocedió unos pasos, luego arremetió de nuevo con una patada voladora y aplastó con fuerza ambos pies entre los omóplatos del Gran Al. Cuando el tipo cayó, Pedro prosiguió con dos fuertes y rápidos golpes en los riñones.


Sandretti gimió y comenzó a levantarse a cuatro patas. Paula le asestó una patada en un lado de la cabeza. El hombre se desplomó con un gruñido.


Ella se dobló para tomar aire. Cuando se enderezó, Pedro tenía el bate de béisbol sujeto fuertemente con ambas manos. Mostraba un semblante pálido y furioso y Paula no dudó, ni siquiera por un instante, que fuera a darle una paliza que reduciría al hombre a papilla.


—¡Basta! —jadeó, agarrándole de los brazos y obligándolo aretroceder con todo su peso.


El apenas se movió un paso, pero eso captó su atención.


—El… ¿Qué… ? ¿Qué mierdas es eso?


—AI Sandretti.


—¿Es por Kunz?


Paula negó con la cabeza, tomando el bate de sus manos temblorosas.


—Es parte del asunto Leedmont.


Mientras se aproximaban las sirenas, Pedro le tocó la frente. 


Sus dedos surgieron teñidos de sangre.


—Tengo la cabeza dura.


—Y gracias a Dios que es así. —Sus tensos hombros se combaron de pronto, y la estrechó en un fuerte abrazo.


—Me he cargado el coche de tus amores —dijo, su voz amortiguada contra su pecho. Podía sentir el fuerte y acelerado latido de su corazón contra la mejilla. Pedro había estado verdaderamente preocupado por ella.


—Es este capullo quien se ha cargado mi coche —corrigió Pedro, separándose de ella cuando llegó la policía—. Y el gilipollas va a pagar por ello. ¿Quieres que me ocupe de esto?


Le había preguntado en vez de ponerse manos a la obra. «¡ Vaya!»


—No, puedo encargarme yo.





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