lunes, 5 de enero de 2015

CAPITULO 60





Martes, 2:12 p.m.


—Cambió de planes —dijo Pedro hora y media después de haber despegado.


Colgó el teléfono que había instalado al lado de su asiento, aparato del que prácticamente había estado colgado desde el despegue.


—¿Qué cambio? —Había dejado de fingir estar de vuelta de todo como para que la impresionara un jet privado lujosamente alfombrado, con su auxiliar de vuelo personal y una estancia trasera exclusiva con un bar, una mesa de conferencias, sofácama y televisión. Dejó de juguetear con el mando a distancia de la televisión del compartimiento principal para dirigirse hacia él y mirarle atentamente. Se habían puesto en marcha más tarde de lo que ella esperaba, pero tras cuatro horas de mirar por las ventanas del jet en busca de policías, la Interpol, el FBI y Eliot Ness, estaba más que feliz de encontrarse en pleno vuelo.


—No está en Stuttgart. Era Tomas, furioso porque nos marchamos sin avisarle.


—¡Chincha, rabiña! —respondió—. Entonces, ¿adónde vamos?


—Está en la sucursal de Londres. —Pedro se recostó, y se fue bebiendo el té que la azafata le rellenaba en silencio cada veinte minutos sin demora—. Sabes, aún me
pregunto por qué quería que me quedara otro día en Stuttgart, sobre todo después de… la desorbitada cantidad de capital que pedía a cambio de controlar acciones en
su banco. —Exhaló bruscamente, las hermosas facciones de su rostro teñidas de indignación—. Incluso se ofreció a concertar una visita a la planta de Mercedes Benz.


—Concédele cierto crédito —respondió—. No quería que te encontraras de lleno en medio de un robo.


—Lo que nos lleva a la cuestión de si tenía conocimiento o no sobre DeVore y los explosivos.


—Si lo sabía, no quería que volaras por los aires.


—Por supuesto que no; si estuviera muerto, no podría sacar a su maldito banco de los constantes apuros en los que se mete.


Pau se aclaró la garganta.


—¿Podemos estar seguros de que Partino no nos ha dado un nombre para sacarte de su caso? ¿Te imaginas a Meridien haciéndote esto?


El ceño que lucía desde la noche anterior se hizo más marcado.


—¿Cómo describiste a DeVore? ¿Excesivo, ambicioso, sin demasiados escrúpulos en cuanto a cómo llevaba a cabo un negocio mientras que los resultados fueran satisfactorios?


—Algo por el estilo.


—Bueno, Harry es igual. En algunas ocasiones ha intentado adelantarme a mí en un acuerdo… y, sin embargo, ha terminado encajando cuantiosas pérdidas por ello.


—Motivo por el que quería que compraras activos de su banco.


Pedro se puso en pie.


—Sí. Enseguida vuelvo. Tengo que comunicarle a Jack que vamos a Heathrow. —Al pasar por su lado se agachó a besarla en la frente—. Deberías dormir un poco.El sillón del fondo se despliega.


A Pau no le vendría mal unas horas de sueño. Antes de que él pudiera desvanecerse en la cabina del piloto, Pau levantó el brazo y buscó su mano, apretándola entre la suya.


—He descubierto algo.


Él se detuvo, volviéndose de cara a ella.


—¿El qué?


—Que… me gusta tenerte conmigo mientras duermo. —Frunció el ceño ante su súbita expresión arrogante y engreída—. Lo que pasa es que eres simpático y calentito.


La sonrisa que curvaba su boca alcanzó sus ojos.


—Hum. Y, mira por donde, acabo de recordar que me prometiste que podría aprovecharme de ti.


Un calor líquido surgió entre sus piernas. No cabía duda de que se le ocurrían peores formas de pasar unas pocas horas. Más cuando la noche anterior había creído que su asociación se había terminado.


—Menuda coincidencia.


—¿Verdad que sí?


Cuando él volvió de la cabina unos minutos después Pau había encontrado para ver una película de hombres lobo, pero nada más interesante. Sonrió al ver la expresión lasciva en sus ojos. Era una suerte que se hubiera terminado la semana de Godzilla.


Pedro se arrodilló delante de ella, y empezó a deslizar las manos lentamente por sus muslos y alrededor de su cintura.


—¿Cuánto hace que no estoy dentro de ti? —murmuró, mirándola fijamente a la cara.


—Ah, me parece que unas dieciséis horas —dijo, deseando que su voz pareciera algo más firme.


—Demasiado tiempo. —Se inclinó, y la besó en el cuello, en la base de la mandíbula. Por lo visto ya había descubierto que podía hacer que se derritiera besándola en ese punto.


—¡Dios mío! Prácticamente estoy teniendo un orgasmo ahora mismo.


—Bueno, pues permíteme que me una a ti. —Tomó su boca, y la besó apasionadamente con labios, dientes y lengua en plena acción.


—De acuerdo, colega, al compartimiento de atrás. Ahora —dijo con un tono tan autoritario como le fue posible.


Pedro colocó un brazo bajo sus muslos y el otro detrás de su espalda y la levantó.


—No puedo creer lo mucho que te deseo —dijo—. Te deseo constantemente.


La depositó sobre la mesa de conferencias y se fue de nuevo hasta la puerta para cerrarla con llave.


—Qué práctico es eso —señaló mientras Pedro volvía a su lado, abriéndole los botones de su camisa de un tirón cuando se acercó—. ¿Eres pasajero habitual del club
del polvo en el aire?


Su boca se movió nerviosamente.


—Soy miembro —respondió—. ¿Cómo se puede tener un jet y no serlo? Pero en cuanto a polvos frecuentes en el aire, no, últimamente no me he apuntado a ninguno.—Le separó las rodillas, arrastrándola hasta el borde de la mesa y poniéndose manos a la obra con la cremallera de sus vaqueros—. Siempre digo que no hay mejor momento que ahora.


Pau alzó el brazo, y tiró de él con fuerza hasta ponerle encima de ella mientras su mano se deslizaba entre los vaqueros y sus braguitas. Ella jadeó, elevando las caderas. Jamás nadie la había hecho sentir así, como si flotara, con sólo mirarla.


Cuando él la tocaba, el tiempo se detenía. ¿Cómo iba a renunciar a aquello, a él?


Pedro se inclinó sobre ella para quitarle la camisa, desabrocharle el sujetador y dedicarle una atención especial a sus pezones con lengua y dientes. Ella gimió, y acto
seguido le desabrochó los pantalones vaqueros y se los bajó con manos torpes.


Pedro se los quitó de una patada y le fue bajando lentamente los de ella, aprovechando para besar cada centímetro de piel que quedaba al descubierto hasta que Pau empezó a jadear descontroladamente.


—Maldita sea, Pedro, ahora —le exigió, prácticamente incorporándose para agarrarle de los hombros.


Él gimió mientras tiraba de ella, y se hundía profundamente en su interior; aquel sonido bastó para que Pau se corriera. Pedro empujó dentro de ella, fuerte y rápidamente, hasta que ella le rodeó las caderas con las piernas y se incorporó, deslizando los brazos alrededor de su cuello.


Todavía en su interior, Pedro la levantó en sus brazos y ambos cayeron sobre el sillón más próximo.


—Dios, cómo me gusta sentirte —dijo entre jadeos, recorriendo su oreja con la lengua. Se apartó de ella—. Date la vuelta.


Ella así lo hizo, dejando escapar una carcajada ahogada, y la montó por detrás con un lento envite. Pedro alargó las manos para acariciarle los pechos y ella se tensó y
explotó de nuevo.


Pedro —gimió, sintiendo cada centímetro de él mientras éste continuaba su asalto.


Pedro aceleró el ritmo y se vació en su interior al tiempo que dejaba escapar un gruñido. Se derrumbó para apoyar la cabeza en la de ella, su peso cálido y acogedor.


Se tratara de lujuria, amparo o de algún tipo de necesidad mutua, en aquel momento juntos eran… perfectos. Yacieron unidos durante un largo rato, dormitando, hasta que Paula levantó finalmente la cabeza para mirarle, luego
aparentemente renunció y dejó que ésta se hundiera de nuevo en el sillón.


—Comida. Necesito comida —gruñó.


—Creo que el menú de hoy es pollo frito —dijo Pedro, moviendo ambos cuerpos para colocarse debajo ella, su ágil cuerpo tendido sobre el suyo. Qué hermosa era. Y en aspectos que pensaba ella no reparaba siquiera. Con su mano libre retiró suavemente un mechón de cabello de su sien.


—Mmm, bien, pollo, qué rico. Tengo hambre —repuso mientras cerraba los ojos y apoyaba la cabeza sobre su torso.


Él rio entre dientes.


—Podría llamar a Michelle para avisarle que queremos comer ya.


—No puedo moverme. Estoy agotada.


—Sí, ya suponía que me tocaba a mí. —Gruñó de nuevo y se estiró hasta el extremo de la mesa para pulsar el botón del interfono.


—¿Michelle?


—¿Sí, señor Alfonso?


—¿Podrías prepararnos algo de comer?


—¿Le parece bien dentro de diez minutos, señor?


—Espléndido. Gracias.


Soltó el botón, y acarició con los dedos el brazo de Paula. Incluso cuando se sentía… saciado, seguía deseando tocarla, abrazarla, mantenerla a salvo.


—¿Pedro?


—¿Sí?


—Eres lo más. —Apretó su mano cuando éstas se encontraron.


—Abre los ojos —susurró, alzando la vista a su relajado rostro.


Unas largas pestañas se agitaron y unos ojos color verde musgo le devolvieron la mirada. Pedro se estiró pausadamente y la besó, saboreando la blanda calidez de
su boca contra la suya.


—Lo más de lo más —agregó, y sonrió de nuevo cuando él volvió a apartar la cara de la suya.


—Paula, prométeme una cosa.


—¿El qué?


—Prométeme que no te marcharás sin decírmelo, y sin darme la oportunidad de hacerte cambiar de idea.


Ella se deslizó por su cuerpo.


—Lo prometo —dijo.


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