lunes, 5 de enero de 2015

CAPITULO 59



Francisco Castillo observaba mientras el agente esposaba de nuevo a Partino y lo escoltaba fuera del cuarto de interrogatorios. Había roto la punta del lápiz con el que
había estado tomando notas, pero a pesar de estar lo bastante cabreado como para escupir clavos, debía reconocer que Paula Chaves podría haber hecho carrera como detective, si el destino y su padre no la hubieran empujado en otra dirección.


Harold Meridien. Debía de ser algún banquero o algo similar, pensó, pero lo comprobaría para cerciorarse. No era de la zona, o hubiera reconocido el nombre. Al menos cuando Alfonso utilizaba su influencia y coqueteaba con la obstrucción a la justicia, obtenía información.


Se puso cansadamente en pie. Chaves y Alfonso no habían presionado para obtener el nombre del jefe de Partino en el robo y en el negocio de falsificación, de modo que a buen seguro tenían otra cosa en mente. Y Alfonso había reconocido el nombre. Bueno, parece que por la mañana tendría que hacer otro viaje a su propiedad. Si obtenían o no resultados, había reglas que cumplir. Aunque Alfonso y
Chaves sólo quisieran respuestas, él quería una condena. Y ya era hora de dejarse de juegos.



****


Apenas Paula había detenido el coche cuando Pedro bajó y se dirigió rápidamente a los escalones que subían a la casa. 


Tenía algunas llamadas que hacer, y poco le importaba la hora que pudiera ser allí donde iba a llamar.


La puerta de la casa se cerró, sin suavidad, después de entrar.


—¿Vas a decir algo? —exigió Paula.


—Más tarde —espetó—. Tengo que estar en Stuttgart mañana. —Había subido la mitad del primer tramo de escalera, cuando se percató de que ella no le seguía. Se
obligó a inhalar profundamente, y se dio media vuelta—. Esto acaba de convertirse en algo muy personal, Paula. Te lo explicaré más tarde.


—De acuerdo —dijo tras un momento, su rostro inescrutable por una vez—.Buena suerte.


Aquello sonaba a despedida. Pedro frunció el ceño.


—¿Qué se supone que significa eso?


—Justo lo que he dicho. Buena suerte.


—No tengo tiempo para una rabieta, Paula.


Ella ladeó la cabeza. En la tenue luz, Pedro hubiera jurado que vio una lágrima rodar por su mejilla.


—No se trata de una rabieta, Pedro —respondió con voz fría y firme—. Tú tienes que irte y yo tengo que irme. Eso es todo. No son más que hechos.


El corazón de Pedro dejó de latir.


—¿Qué? Sólo voy a Stuttgart. Volveré en un día o dos, dependiendo de lo que encuentre allí —dijo, bajando un escalón.


Paula suspiró, sus hombros se elevaban y descendían con cada respiración.


—Cuando mañana el FBI vaya a por Partino, comenzará a escupir mi nombre para intentar salvar el culo. No puedo quedarme aquí.


Un escalofrío helado recorrió su espalda sólo de pensar en Pau en uno de aquellos diminutos cuartos, frente al espejo.


No tardó ni un segundo en cambiar de idea.


—Ven arriba conmigo —dijo—. Y haz las maletas. Te vienes conmigo.


—Podrías acabar acusado de complicidad —respondió sin moverse—. Ese no es el objetivo de nuestra asociación.


—La finalidad de nuestra asociación —respondió, volviendo al vestíbulo con ella—, no es la que era. No dejaré que te vayas. No permitiré que desaparezcas en medio de la noche para no volverte a ver jamás.


Pedro


La agarró por el hombro, tiró de ella con determinación y la besó con pasión.


Pau se resistió durante menos de un instante, luego le rodeó el cuello con los brazos, amoldando su suave boca a la de él. Pedro la abrazó fuertemente, la idea de lo que
había estado a punto de dejar que ocurriera le asustaba.


—No —murmuró—. Tú y yo no hemos terminado. —La soltó de mala gana y se conformó con tomarla de la mano y arrastrarla escaleras arriba—. Tengo que llamar al piloto y disponer que mi avión esté preparado a primera hora de la mañana. Y tengo que llamar a algunas personas y cerciorarme de dónde se encuentra Meridien en este momento. Y luego, tú y yo, nos reuniremos con él para charlar un poco.


—¿Qué es para ti ese hombre?


Dios, incluso detestaba confesárselo. Ya eran tres; tres personas que conocía y que habían intentado robarle lo suyo. Y no servía de mucho consuelo que no sintiera
un especial aprecio por Meridien. Pero lo más importante era que la persona en la que había decidido confiar en todo aquello resultaba ser una ladrona profesional.


—Hasta hace dos semanas casi fue mi socio en una empresa bancaria.


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