Jueves, 10:12 a.m.
—¿Qué demonios pasó con la confidencialidad cliente-abogado, Tomas? —preguntó Pedro dejando la capeta sobre la mesa de la sala de conferencias.
—Oh oh. No le habrás dicho nada a ella, ¿verdad? —Tomas Gonzales metió la mano en la pequeña nevera bajo el aparador para sacar una botella de agua fría.
—¿Yo? Yo no soy el problema. Por el amor de Dios, lo recuerda todo. ¿Y qué haces tú? ¿Vas y le dices que tengo un regalo para ella?
—Eso no fue exactamente lo que dije. Y además, no sabía lo que yo quería decir.
Evidentemente no lo sabía, estuvo de acuerdo Pedro, ya que cuando le dijo que tenía la intención de proponerle matrimonio ella se lo tomó a broma. No era una buena señal en sí misma, pero probablemente mejor a que ella gritara y se encerrara en un armario, le apuñalara o algo por el estilo.
—Muy bien. No se lo menciones otra vez.
—Vale, vale. Déjame fuera de eso.
—Eso estoy intentado, joder.
—Bien.
—Bien —sabía lo que tenía intención de hacer y su vacilación era porque no sabía cuál podría ser la respuesta de ella. Como hombre de negocios lo veía como un problema… uno que difícilmente quería resolver.
Tomas se aclaró la garganta.
—¿Qué hay de un prematrimonial?
—Maldita sea, Gonzales, cierra…
—Sé que dijiste que ella no se preocupa por tu dinero —presionó el abogado—, pero es que tienes una burrada. O dos o tres burradas. Y las leyes de los Estados Unidos son…
—Ni siquiera se lo he preguntado todavía. Un prematrimonial no es lo que me preocupa en este momento.
Tomó aliento. Lo último que necesitaba precisamente ahora era este tipo de distracción, con una reunión entre cuatro continentes a punto de empezar.
—¿Dónde está Beeling? —preguntó—. La conferencia empieza en quince minutos. Sería estupendo que supiéramos que podremos iniciar la sesión.
Tomas comprobó su reloj.
—Estará aquí en dos minutos. O yo puedo hacerlo… tuve a Mike anoche conmigo revisándolo paso a paso.
Pedro miró a los ojos a su amigo.
—Tu hijo de quince años.
—Sí, asusta ¿verdad? Y a riesgo de que me grites otra vez, Chaves parece bastante feliz. ¿Por qué cambiar las cosas?
Lo había pensado, sobre dejar las cosas seguir como estaban y antes de que se dieran cuenta, Paula y él habrían envejecido juntos. Pero había partes de su actual acuerdo que no le gustaban: como el temor que se había instalado en su mente a que ella se fuera algún día, que le echaran el guante por algo o decidiera que obtendría más emoción en otro sitio y desapareciera.
También había considerado esta vida desde su punto de vista, o tanto como él podía, el matrimonio con él le podría ofrecerle un estilo de vida seguro y sin riesgos, podría
permitirle relajarse como había empezado a hacer en los últimos meses. Tenía un lugar que era suyo.
Y luego estaba la tercera razón. Él quería hijos. Por las viejas leyes sucesorias inglesas y por el hecho de en el fondo era un tipo bastante tradicional y quería estar casado
con su madre. Y quería que la madre fuera Paula.
El teléfono de su despacho sonó, haciéndole saltar. Pulsó el manos libres.
—Alfonso.
—Señor Pedro, Jim Beeling está aquí —dijo Reinaldo
—Envíalo a la sala de conferencias, por favor. Y nos iría bien un poco de café.
—Ahora mismo.
Sacó resueltamente el dilema sobre Paula fuera de su cabeza. Si esta conferencia iba bien, establecería relaciones con tres prosperas organizaciones sin ánimo de lucro trabajando para proveer herramientas, materiales y educación en cuatro continentes.
Le costaría millones, pero a la larga podría servir para mejorar la economía mundial… lo que le haría ganar más millones. Y eso parecía bueno, lo que era un cambio agradable respecto a algunas de sus otras, más lucrativas, empresas.
Mientras tomaba siento en la mesa de conferencias, comprobó su propio reloj.
Paula estaba en la oficina de Chaves Security, donde estaría la próxima hora más o menos. Después de eso, ella y Andres visitarían a Gabriel Toombs, y él aún estaría en esta
silla.
—¿Pedro?
—¿Qué?
Tomas le frunció el ceño.
—Te pregunté si querías que viera si Cata almorzará con Chaves otra vez.
—Eso podría ser una buena idea —dijo mientras toqueteaba el bloc de notas que tenía delante—. ¿Estoy equivocado o estás ofreciéndote a ayudarme para resolver algo respecto a Paula?
El abogado se removió.
—Dejaste bastante claro que yo podía oponerme o callarme en lo que respecta a Paula y a ti.
—Sí —incluso con eso en mente, la oferta de Tomas parecía fuera de lugar—.Entonces estás “tolerante”.
—Sí, eso supongo.
—¿Dijo Cata algo de como fue el martes? ¿O al menos dijo si tenía algo sobre lo que tuviera la intención de hablarme?
La cara de Tomas enrojeció de verdad.
—Todo lo que dijo es que le gusta Paula y que tenía la impresión de que le gustabas. Un montón. No sé si te diría más que eso o no. Esas dos son del tipo reservado.
Que se gustaran el uno al otro era el problema. Había otros asuntos mucho más complicados e inquietantes que necesitaban resolución. La putada de todo esto era que si él
daba un paso para cambiar la dinámica de la relación entre Paula y él, también la estaría obligando a dar un paso, y no sabía si sería hacia él o para alejarse. Y aquello le asustaba más que establecer un programa de ayuda de veinte millones de dólares. Le asustaba más que cualquier otra cosa que pudiera imaginar.
* * *
—He estado antes en la propiedad de Wild Bill —dijo Andres con su acento sureño desde su habitual silla ante el escritorio—. Nunca para un recorrido privado, sino para una
o dos fiestas de temporada.
—¿Para obras benéficas?
—Casi todas lo son, pero no las recuerdo en concreto. ¿Es una pista?
Ella sonrió ante su tono entusiasta, aunque le preocupaba un poco. Esto no era como tener un aficionado aparcado calle abajo llamándola si un coche se acercaba, o seguir a un
grupo de adolescentes a un puesto de hamburguesas; esto sería llevar a un novato a la casa de alguien que sabía había adquirido una antigüedad al menos de forma ilegal, y
probablemente tuviera más. Y ellos iban a mirar específicamente las cosas que Toombs podría no querer que vieran.
—Tengo curiosidad por su carácter —contestó—. Todo significa algo.
—Es tan emocionante. Compré guantes.
—Déjalos aquí. Eso sería un poco sospechoso, ¿no crees?
—¿Qué pasa con las huellas?
—Nos ha invitado. Se supone que vamos a dejar huellas.
Andres soltó el aliento.
—Obviamente tengo mucho que aprender sobre este negocio de la recuperación clandestina de objetos robados.
Paula dobló las piernas al estilo indio.
—Tienes otro negocio, Andres. Y las damas faltas de atención de Palm Beach no pedirían tu escolta si no confiaran en ti. ¿Estás seguro de que quieres verte involucrado en esto? Al final, alguien se va a enfadar mucho. Puestos en lo peor, estamos hablando de esposas, malas fotos policiales y la difusión de la prensa.
Había cosas incluso peores, pero ella estaba intentando ser realista, no asustarlo de muerte.
Él le tocó la rodilla con un dedo, luego se echó atrás de nuevo.
—He sido acompañante durante doce años. Entre enero y marzo dudo que coma solo una sola vez. Algunas de las damas a las que acompaño son muy agradables, muy
amables y muy inteligentes. Pero podría sentarme en este momento y escribir cada conversación que probablemente tendré durante la próxima temporada. Nunca hay sorpresas, y cada evento también podría estar escrito. No habría empezado a trabajar para ti si no quisiera algo diferente. Y esto es definitivamente diferente.
—Diferente es una cosa. Peligrosa es otra. Solo porque quieras una, no quiere decir que tengas que aceptar la otra. Te estoy dando la oportunidad de retirarte, Andres, sin
culpar a nadie.
Sí, le había prometido a Pedro que llevaría a Andres, pero si el acompañante decidía que no quería poner su seguridad en juego, trabajaría sola. No sería la primera vez que lo
hacía.
—Soy un caballero del sur, señorita Paula. Y como tal, nunca abandonaría a una dama a punto de ponerse en peligro. Incluso un peligro potencial e hipotético —sus
perfectos dientes brillaron en una amplia sonrisa—. Y como hemos discutido previamente, aunque algunas de mis clientas son muy agradables, otras, y sus amigas, nunca me dejan olvidar que yo proporciono un servicio, como un proveedor, y que esa es la única razón por la que se me permite acudir a eventos.
Ella lo miró durante un minuto. Lo miró de verdad. En cuanto a la edad lo situaría al final de los cincuenta, bronceado con el cabello rubio tirando a plateado, y con forma física genial. Por sus frecuentes conversaciones, sabía que tenía una educación formal mejor que la suya, que había viajado bastante y tenía una amplia variedad de sofisticados intereses. De lo que había hecho antes de los doce años previos no tenía ni idea.
Jugaba a ser gay, aunque nunca lo había declarado y dicho cual podría ser su preferencia sexual. Pedro reivindicaba que estaba ocultando su orientación para evitar tensión con los maridos de algunas de las esposas a las que escoltaba.
Ella no estaba segura, aunque ahora todos sus gestos afectados habían desaparecido.
—Vaya —dijo ella por fin—. Así que realmente no tienes problema con hacerles a algunos de esos tipos unos pocos cortes.
—No, en realidad no.
—Te has relacionado con Toombs.
Los ojos grises enfrentaron los suyos sin vacilar.
—De verdad no tengo problema con esto —repitió.
Ella comprobó la hora en el reloj del teléfono de recepción.
—De acuerdo entonces. Vámonos.
Andres cambio los teléfonos a modo ausente, cerró la oficina y la siguió abajo al garaje para recoger el Bentley. Ella le dejó conducir de nuevo con reluctancia, corrían el riesgo de que Toombs los observara entrar en el camino, y su comedia de mujer respetuosa y medio sumisa la había llevado a ello.
Se había puesto unos pantalones sueltos color canela con un top rosa tejido de manga corta, con una camisa verde pálido abierta sobre él para cubrir modestamente sus brazos, y sandalias planas color canela. Todo había sido elegido tan cuidadosamente como Pedro elegía sus trajes y corbatas, sin embargo su conjunto tenía que servir a dos propósitos.
Tenía que parecer fresca y recatada, y tenía que ser capaz de moverse rápida y silenciosamente con un aviso de segundos. En los bolsillos de sus pantalones llevaba dos
clips de papeles y una goma elástica, con una tira de esparadrapo pegada alrededor de la parte inferior de la pernera izquierda. La parte oscura de MacGyver, como decía Sanchez.
A diferencia de la casa Solano Dorado de Pedro, que descansaba en Lake Worth en la parte más exclusiva de Palm Beach, la de Gabriel Toombs no tenía un nombre o una vista al océano, sin embargo estaba justo al borde de un campo de golf. Era bastante bonita para los estándares de cualquiera, pero Paula se acercó como lo hacía con cualquier trabajo, buscando los fallos, los puntos ciegos, las ventanas oscurecidas por la vegetación… cualquier cosa que pudiera ser usada para su provecho. Quizás era una forma cínica de mirar las cosas, pero hasta ahora la había mantenido con vida.
Mientras Andres aparcaba el coche en la parte alta del camino semicircular, Paula respiró profundamente. La adrenalina inundaba sus músculos, aumentando la
conciencia de lo que la rodeaba y acelerando los latidos de su corazón. Mantente fría, Paula, se recordó a sí misma.
Esta era una visita para ver algunos objetos en los cuales tenía interés, y tenía que ser lo menos agresiva posible.
Después de todo, una vez había robado algo para este tipo, y aunque muy probablemente no tenía la más ligera idea de que fue ella, no había forma alguna de que quisiera dar la impresión de una personalidad del tipo ladrón de guante blanco.
Había descubierto que las personas que robaban cosas, o que encargaban que se robaran objetos, raramente lo hacían solo una vez. La adicción o una cierta moral relajada o lo que fuera, si se salían con la suya la primera vez, lo hacían de nuevo. Toombs había adquirido un objeto que no le pertenecía. Para ella aquello hacía lógico que tuviera más. Y
él adoraba sus puñeteras antigüedades japonesas.
—¿Lista, querida? —preguntó Andres, ofreciéndole el brazo mientras daba la vuelta hacia el lado del pasajero del Bentley.
—Sí. Solo juguemos bien y sigue mi ejemplo.
—Diez-cuatro.
Paula suprimió una rápida sonrisa mientras subían los tres escalones bajos hasta la puerta delantera. Al menos Andres no estaba protestando por ser arrastrado a algo que no
quería hacer.
La puerta se abrió mientras la alcanzaban.
—Buenas tardes —dijo Gabriel Toombs, inclinándose desde la cadera.
—Buenas tardes —contestó ella—. Y gracias de nuevo por invitarme. Espero que no le importe que haya traído a Andres conmigo; él conocía el camino y se ofreció a conducir.
—Pensé que podría unirse a usted —replicó Toombs, dando un paso atrás de forma que ellos lo siguieran dentro—. Andres, como le gusta decir, es un caballero. Y un caballero no enviaría a una dama sin escolta a la casa de un hombre.
Desde luego no en el siglo XIX, de cualquier forma, pero Paula se abstuvo de comentarlo. En lugar de eso sonrió, inclinando la cabeza tan cerca de una reverencia como pudo sin parecer que se estaba burlando de él.
—Es usted un anfitrión muy gentil.
—Trato de serlo, pero estaría más halagado si me llamara gentil al final de su visita.
Ella estaría más interesada en llamarle culpable, pero para eso tendría que esperar las pruebas.
—Estoy ansiosa por ver su colección —dijo ella en voz alta.
—Entonces le ruego venga conmigo. ¿Andres?
—No se preocupe por mí, Wild Bill —dijo el recepcionista—. Solo soy un espectador interesado.
Toombs los guió a través del vestíbulo hasta el gran salón de la parte trasera de la casa.
—He intentado mantener toda la casa temáticamente pura —dijo, deteniéndose ante una escultura de tamaño medio de un samurái a caballo—, de forma que mis tesoros son
perceptibles sin sobresalir.
—Me siento como si hubiera entrado en el Palacio Imperial Japonés —dijo Paula agradablemente, preguntándose en silencio si obligaría a sus doncellas a vestir como geishas o algo así.
—Esa es precisamente la sensación que quería evocar —concordó Toombs, sonriendo un poco y luego poniendo rápidamente de vuelta la cara de Mister Spock—. Tuve la sensación de que usted vería la verdad.
Durante un segundo ella se preguntó si él había estado de verdad en Japón, o si estaba basando su apariencia y comportamiento exclusivamente en Los Siete Samuráis y
Black Rain. Por otra parte, alguien como Toombs no querría parecer estúpido, y si coleccionaba todo esto sin siquiera haber visitado el país, parecería estúpido y raro. Más raro.
En el extremo del vestíbulo, la caja llena de tazas de té, teteras y morteros—. Hogar, política, religión y guerra —buscó su mirada—. Me temo que tengo muy pocas muñecas Hina, aunque una o dos podrían resultarle interesantes.
—Mi interés en las muñecas Hina es en nombre de la niña que las colecciona —contestó ella con una sonrisa cálida, resistiendo la urgencia de exigir que se encaminaran
directamente a la sección de guerra—. Mi propio interés es un poco más amplio. Adoraría ver toda la casa.
Él inclinó la cabeza.
—Entonces la verá.
Toombs los guió de habitación en habitación, explicándoles los entresijos y cultura o la importancia histórica de varias piezas de su colección. Mientras empezaba a pensar que
Wild Bill era un tanto excéntrico, no le llevó mucho a Paula estar impresionada por todo el tema. No era que los objetos fueran menos que impresionantes… algunos de ellos valdrían una fortuna tanto en el mercado legal como en el mercado negro.
Sin embargo, él parecía ver cada cosa de la misma forma. Si era japonés, lo reverenciaba. Incluso los coleccionistas de la cultura pop moderna sabían que diferentes objetos tenían diferente valor. Un Han Solo de 1978 en perfecto estado en su empaquetado era más valioso que la versión de 1995 en el mismo estado. Y sin embargo aquí el único criterio para meterlo en una vitrina de exhibición parecía ser que fuera tradicionalmente japonés y usado antes de la Segunda Guerra Mundial
Si un ladrón llegaba aquí para un rápido “pilla lo que puedas y corre” sin saber nada de antigüedades japonesas, sería un disparo fallido. Ella tenía bastante experiencia para saber qué buscar, y aún así por la amplia cantidad de objetos era un poco confuso. Pero quizás ésta fuera su mejor defensa, al tener tanta basura y al menos por consideraciones de tiempo, algunos de los objetos de mayor calidad seguro serían pasados por alto.
—Estos son arcabuces —dijo él, señalando una docena de armas fijadas a la pared—. Todas ellos funcionan; he reparado los mecanismos de mecha siendo necesario
encontrar las especificaciones en el período Sengoku cuando fueron fabricados.
—Impresionante —dijo Andres, inclinándose para mirar más de cerca una de las armas—. Son los cargadores principales con las balas y las baquetas ¿no? —se enderezó para enviar a Paula una mirada divertida.
—Sí. Los accesorios están en aquellas vitrinas. Incluso tengo algo de la mecha original, aunque después de todo este tiempo probablemente se convertiría en humo antes de que se pudiera prender la pólvora con ella.
—¿Tiene algo de pólvora? —siguió Andres.
Esperaba que no estuviera planeando incendiar el lugar como distracción o algo así.
No deseaba aquello de ninguna manera, y especialmente no antes de que hubiera encontrado lo que había venido a buscar.
—Sí. Dos de los morrales de pólvora están llenos. Me gusta sacar los arcabuces fuera y dispararlos una vez al año. Es para lo que fueron hechos.
Mientras soltaba la última frase, miró directamente a Paula.
Su sentido arácnido estaba hormigueando pero por el momento parecía ser más porque el tipo la acechara que
porque hubiera algún peligro en ciernes.
—¿Cómo protege todo esto? —preguntó Andres—. Odiaría que alguien forzara la entrada y luego me atravesara con una de mis propias espadas samuráis.
—¿Y me va a recomendar Chaves Security para mi seguridad?
—En absoluto —irrumpió Paula—. Estoy aquí porque estoy fascinada, no por negocios.
—En ese caso, si alguien siquiera intentara forzar la entrada, creo que sería muy interesante —replicó Toombs, la mirada fija en la pared de espadas, opuesta a las armas de fuego—. Usar una espada daitu es un arte. Alguien que estudia ese arte está mucho más equipado para… hacerle frente a los problemas que alguien que piensa en ella como en un palo puntiagudo.
Todas aquellas bravatas solo funcionarían si él estaba en casa para defender su territorio, pero Paula se cuidó de señalárselo… especialmente si ella iba a ser la que
allanara la vivienda.
—Adoro la forma en que ha expuesto las espadas —dijo en voz alta—. Se ven como armas pero también como obras de arte.
—Muy perceptiva, Paula —le sonrió de nuevo—. Vamos a una habitación más, si me siguen.
Toombs los guió al otro lado del pasillo a una gran habitación circular en el extremo más alejado del segundo piso de la casa. Las ventanas bordeaban medio círculo, mientras
banderas de guerra cubrían las paredes de la otra mitad, incluyendo una bandera que casi encajaba en la descripción de una de las del informe de Garcia. Aquello, sin embargo, no era su problema o su preocupación. En el centro de la habitación, sobre una estructura metálica estaban expuestas cinco armaduras militares de samurái. Bingo.
—Son mi orgullo y mi joya —dijo él—. Las banderas son de la época de las armaduras… podrían haber sido empleadas en las mismas batallas. Me gusta pensar que lo fueron.
Cubriendo su acelerado latido, Paula se movió hacia dentro.
Fueran cuales fueran las banderas que Garcia tuviera en su lista de vigilancia, francamente no se preocupó por las banderas de batalla. No hoy. Estaba allí para encontrar una armadura.
Mientras caminaba por el perímetro de la habitación, estudiando la armadura, la comparó con las imágenes que llevaba en la cabeza de la que pertenecía a Minamoto
Yorimoto, el primer shogun.
—¿De qué período son? —preguntó.
—La del centro es Kamakura, las dos más próximas a la ventana son Azuchi-Monoyama y las otras dos son Edo.
La Kamakura sería la más antigua, pero aún así un par de décadas menos del periodo Herian y Yoritomo. La armadura era similar a la del shogun, pero obviamente no era la que estaba buscando. Y dado lo que había descubierto sobre el carácter de Toombs, no creía que mintiera para hacer que una pieza pareciera de menos valor del que tenía.
Andres y ella miraron un par de minutos más, hasta que Toombs les ofreció almorzar.
—Muy amable por su parte —dijo ella, imaginando platos de pescado crudo y arroz al vapor y tratando de no vomitar— pero tenemos un cliente en la oficina en una hora.
—Comprendo. Entonces les mostraré la salida.
Dejaron la habitación circular, pasando por una puerta cerrada directamente a la derecha. Por lo que había visto del exterior de la casa, aquello sería otra habitación redonda.
—¿Qué hay ahí? —preguntó ella.
—La estoy renovando —le dijo, indicando de nuevo para guiarla hacia las escaleras—. Nada más que tablones y latas de pintura, me temo.
Humm. Si ella no pretendiera ser tranquila y recatada, habría estado diciendo “Mentiroso, mentiroso, cara de oso”.
Mientras cruzaban a través de la puerta, se colocó tras
Andres, dándole golpecitos en el brazo e inclinado la barbilla hacia Toombs.
Él le echó un vistazo a la puerta y luego asintió.
—Sabe, Wild Bill —dijo en voz alta—. He estado practicando mis habilidades con la raqueta.
—¿Está pidiendo una revancha?
Una vez el acompañante le bloqueó a Toobms la vista, Paula estiró la mano y giró el cerrojo de la puerta. Cerrado.
Al parecer tendría que volver a la casa de Wild Bill Toombs después de las horas de visita. Con un poco de suerte mientras él estaba fuera y no guardando la entrada con una de su medio centenar de espadas de samurái
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