viernes, 10 de abril de 2015

CAPITULO 184





Jueves, 20:24


—Ha sido una buena cena —dijo Paula, envolviendo con su mano el brazo de Pedro y apoyándose en él cuando salieron de Chez Jean-Pierre y regresaron al Jáguar—. ¿Sabías que tenían todas esas reproducciones de Dalí y Picasso en las paredes?


Por supuesto, ella sabría que todas eran reproducciones.


—Lo sabía. Pensé que podrías apreciarlas.


—Puedes apostarlo. Sin embargo, la pechuga de pollo me gustó más.


Él la besó en el pelo. Lo que fuera que estaba repasando esa mente ágil suya, ella parecía estar haciendo un esfuerzo por no discutir, y de momento él sería paciente al respecto.


—¿Estás segura de que no quieres que vuelva a por más profiteroles de chocolate? Podría dártelos en la cama.


—Eso podría ser un poco sucio. Y si como más de esos, estaré demasiado pesada para salir de la cama.


Pedro le abrió la puerta del acompañante, pero ella no se movió para entrar en el coche. Cuando la miró, Paula miraba fijamente la calle.


—¿Qué? —preguntó él.


—¿Conoces a alguien que conduce un reluciente y nuevo Miata negro?


—No así de repente. ¿Por qué?


—Juraría que es la tercera vez que lo he visto hoy.


—Esta es una comunidad bastante pequeña, sobre todo en temporada baja, y especialmente aquí en la isla. Solo hay un número determinado de lugares a los que un coche puede ir en la ciudad.


Ella se encogió de hombros.


—Cierto. Bien. Llévame a casa. Y es tu turno de elegir una película.


—Excelente. Los cañones de Navarone.


—Cómo se nota que eres un tío —dijo ella, riéndose entre dientes.


Él no sabía si era un cumplido o no, pero ya que ella sonreía y se había puesto un precioso vestido color burdeos de Vera Wang, lo dejó pasar. Salieron de County Road, en dirección a Solano Dorado.


—¿Eso significa que te vas a quedar en casa durante la noche? —preguntó, manteniendo la vista en la carretera.


—Aún no me he decidido —contestó ella, jugueteando con el reproductor de CD en el salpicadero—. Se supone que Andres llamará y me avisará si Toombs va a ir a lo de
Mallorey el sábado. Si él va, esa sería la mejor noche para entrar. Si él no asiste, entonces, cuanto antes, mejor.


—Así que nada de lo que diga va a cambiar algo para ti.


Pedro, déjalo ya.


—No quiero dejarlo. Vivimos juntos. Si vas a violar la ley, creo que merezco ser informado.


Ella se sentó de cara a él, cruzando los brazos sobre el pecho.


—Date por informado, inglés. Dentro de un par de días voy a entrar en la casa de Gabriel Toombs.


—¿Y si llamo a Viscanti y le cuento que has localizado la probable ubicación de su propiedad, y le digo que proceda como le parezca?


Durante un largo segundo ella se quedó allí sentada, en silencio.


—Si hicieras eso —dijo finalmente, con la voz entrecortada—, me marcharía.


Él se hizo a un lado y frenó de golpe el Jáguar en el parque.


—¿Así sin más? —exigió él fulminando con la mirada a su compuesta expresión—. ¿Sin hablarlo ni discutirlo? ¿Si yo hiciera algo para tratar de mantenerte segura, te marcharías? Eso es ridículo.


—No voy a discutir sobre esto. Sabes que no es sobre mantenerme segura. Algo como quitarme cada decisión… Que no pueda incluso… Al diablo con esto. —Ella alcanzó
para soltarse el cinturón de seguridad y abrió la puerta—. No puedo creer que me amenazaras con eso —dijo en voz baja y temblorosa. Luego se bajó del coche y cerró de un golpe la puerta detrás de ella.


Por un segundo, Pedro se quedó allí sentado. Jesús. 


Estaba acostumbrado al farol y al método de negociación bravucón, pero ella lo había dicho con tanta… naturalidad.


Como si lo dijera en serio. Y no había intentado discutir. Ni siquiera había querido discutir.


Sólo se alejó. La gente no se alejaba de él. Sobre todo, no Paula.


Se bajó del coche y cerró la puerta. Ella estaba a nueve metros delante de él, caminando rápidamente por la acera con sus tacones burdeos.


—Paula.


—Vuelve al coche —dijo ella, sin reducir la marcha—. Me voy caminando a casa. Necesito pensar. —Más que cualquier otra cosa, a él le molestó el tono plano de su voz. 


Le molestó… demonios, le asustó. Los coches que conducían a lo largo de la calle reducían la velocidad; en un par de segundos, los teléfonos móviles harían fotos y grabarían vídeos. La riña probablemente llegaría a las noticias de la noche, y luego a los programas de entretenimiento de mañana. Él podía prestar atención a eso, enfadarse por la publicidad inesperada, o podía ocuparse del enorme problema a mano. Porque tenía la sensación de que si esperaba hasta que ella llegara a casa, si le daba tiempo para pensar sobre lo que ella estaba considerando, las cosas se pondrían mucho peor.


—¿Estoy equivocado al estar preocupado porque te pongas en peligro por un sueldo que ni siquiera necesitas? —le preguntó, caminando detrás de ella.


—No es sobre el jodido sueldo —espetó ella, sin reducir la marcha—. Y lo sabes, listillo.


Esta vez oyó la cólera en su voz. Eso y los insultos estaban bien. Podía tratar con ellos, entender sus emociones mejor que su versión de evaluación lógica.


—No quiero que seas arrestada y enviada a prisión, especialmente no por la maldita exposición de un museo.


—Esas cosas pertenecen al museo… no al cuarto de invitados de Wild Bill Toombs. Acepté el trabajo, y voy a hacer lo correcto.


Pedro alargó la mano y la agarró del hombro, girándola para estar enfrente de él.


—No puedes hacer de cada trabajo una cruzada.


Paula le clavó un dedo en el pecho.


—Tú no puedes decidir qué trabajos son importantes para mí. Y no vas a decidir lo que hago para ganarme la vida o tratar de ir a mi alrededor para detenerme. Si tú no puedes
vivir con eso, entonces no podemos vivir juntos.


Él apenas resistió el repentino impulso, la necesidad de agarrarla y mantenerla allí, impedir que saliera de su vida.


—Eso es algo drástico, ¿no te parece? —respondió, su tono más duro de lo que hubiera deseado—. Deberíamos ser capaces de llegar a un acuerdo.


—¿Un acuerdo? ¿Qué demonios crees que he estado haciendo durante los últimos doce meses? Ganaba más de dos millones de dólares al año antes de conocernos. Ahora
instalo cámaras de seguridad. Tengo una maldita oficina con una cafetera. ¿Cuál es tu compromiso, Pedro?


Él abrió la boca para responder, pero todo lo que podía decir sólo empeoraría las cosas. Cuando te encuentres en una posición más débil, cambia de tema y de ataque.


—No te has comprometido tanto como dices.


—¿Discúlpame?


—Has representado una buena función —respondió él—, pero cada vez que discutimos te preparas para marcharte. Sin echar raíces en absoluto. Especialmente no en el
puñetero jardín que te regalé.


—El… he estado ocupada.


—Si yo no tengo que decidir lo que haces para ganarte la vida, tú tampoco tienes que culparme por ello. Podrías haberme dejado hace un año. Te pedí que diseñaras el ala de la galería en Rawley Park, pero tu idea fue la empresa de seguridad.


—No podía seguir haciendo lo que hacía y estar cerca de ti.


—No, no podías. —Un poco vacilante, alargó la mano para colocarle un mechón de pelo detrás de la oreja—. Y estoy muy contento de que decidieras que querías estar cerca de
mí. Me gustaría poder contar con tu compañía durante muchísimo tiempo. Cuando las decisiones que tomas amenazan esto, sí, me preocupa, y sí, me hace enfadar. Pero las decisiones son tuyas. Supongo que ese es mi compromiso.


Paula lo miró, su expresión bajo las luces de la calle seguía sin revelar mucho.


—Probablemente podrías convencer a un pingüino de comprar un esmoquin, ¿verdad?


—No lo sé. Nunca lo he intentado. Pero si estás dando a entender que intento obligarte a aceptar algo que no quieres o necesitas, tengo que discrepar. Creo que soy bueno para ti. Sé que eres buena para mí.


Ella le dio la espalda otra vez, se alejó un paso, y se detuvo.


Pedro no se movió.


Como él había dicho, y por mucho que le disgustara, la decisión era de ella. Aun así, no pudo evitar contener el aliento mientras la miraba.


Sus hombros subían y bajaban mientras ella respiraba hondo. Entonces Paula lo miró a los ojos, se acercó y enredó las manos en su pelo para bajar su cara y besarlo.


Pedro cerró los ojos durante un segundo cuando le devolvió el beso, saboreando ligeramente el chocolate en sus labios. 


Se habían peleado un par de meses atrás, y Paula le había acuchillado los neumáticos y había huido de Inglaterra a Palm Beach.


Sin embargo, él supo, incluso cuando la siguió a través del Atlántico, que harían las paces.


Esa pelea fue más frustración que otra cosa. Esta noche, sin embargo… esta pelea le asustaba. No era una buena señal, considerando el artículo que él recogería de Harry Winston ese fin de semana.


—¿Podemos ir a casa? —preguntó él en voz baja, pasando los dedos por sus mejillas.


—Sí. Pero todavía estoy pensando. Y todavía estoy enfadada.


Y él todavía estaba preocupado.


Cuando se detuvieron delante de Solano Dorado, el teléfono de Paula sonó con la melodía Somewhere Over the Rainbow. Con una mirada de reojo hacia Pedro, ella sacó el
teléfono de su bolso.


—Hola, Andres.


—Señorita Paula. Hice algunas preguntas discretas, y Wild Bill asistirá a la velada de los Mallorey el sábado.


—Estarás allí también, ¿verdad?


—Definitivamente.


—Gracias, Andres. Te veré por la mañana.


—Buenas noches, bella dama.


Ella colgó, y Ruben apareció desde la dirección del garaje para abrir la puerta del coche para ella. Por lo general, Pedro se adelantaba al chófer para el gesto, pero esta noche no. En su lugar, él subió los bajos escalones de granito hasta la puerta principal cuando Reinaldo la abrió.


No sabía qué demonios le había picado en el último par de días, pero a ella no le gustaba. Primero la mierda de “confío en ti”, como si le estuviera advirtiendo de que se comportara. 


Ahora, esta noche, al parecer él había decidido que tenía que intervenir y eliminar la tentación de sus débiles deditos.


Mientras pensaba en ello se cabreó otra vez. Sobre todo cuando ni siquiera estaba convencida de que irrumpir en la casa de un conocido receptor de bienes robados en busca
de más tesoros robados era hacer lo incorrecto. En lo alto de los escalones, ella le rozó al pasar junto a él y entró.


—Hans está a punto de cerrar la cocina —dijo Reinaldo con su ligero acento cubano—. ¿Puedo traerles un poco de café o cacao, o un refresco?


—Estamos bien —respondió Pedro antes de que ella pudiera hacerlo—. Buenas noches, Reinaldo.


El mayordomo asintió con la cabeza, retrocediendo otra vez.
—Buenas noches, jefe, señorita Paula.


—¿Demasiado grosero? —ella comentó por encima del hombro, dirigiéndose al piso de arriba.


—Entiendo que todavía estamos discutiendo.


—Esa baqueta va directamente a tu culo británico cuando te enfadas, ¿verdad? —Podía sentir el calor furioso emanando de él mientras subía las escaleras detrás de ella—. De todos modos, ¿por qué demonios estás cabreado? —continuó ella—. Me regalaste el jardín. Eso significa que es mío, y trabajaré en él cuando y si me da la gana.


—Estoy enfadado porque amenazaste con marcharte —replicó él, sorprendiéndola—. Otra vez. Y porque, sí, de repente me di cuenta de que todavía ni siquiera has hecho una sola puñetera llamada telefónica sobre el jardín de la piscina, y porque ahora sé lo que todavía es tu primer instinto, y que tan pronto como lleguemos al dormitorio irás a tu armario y cogerás esa estúpida mochila de emergencia y luego te largarás.


—Guau, me has descifrado al completo. —En lo alto de la escalera, ella se giró y lo miró de frente—. ¿Quieres un compromiso? —exigió, dándose cuenta mientras hablaba de
que echarse atrás en esta relación sería mucho más fácil que quedarse—. Llamaré al vivero por la mañana y haré que alguien venga y mire mis planos y empezaré a pedir los
materiales. Después iré contigo a la fiesta de los Mallorey el sábado. Y luego te irás al infierno y me dejarás hacer mi trabajo para el Metropolitano como crea conveniente.


Unos ojos azul oscuro la fulminaron.


—No me gusta.


Eso la detuvo por un segundo. Así que lo había encontrado… el punto de ruptura de él. Siempre se había imaginado que pasaría tarde o temprano. Marcharse ya no era su primer instinto, pero esto no era sólo una discusión. 


Esto era sobre él tratando de sacar toda su nueva vida de debajo de ella. Y durante un segundo ella se alegró de estar tan furiosa con él, porque después le iba a doler en el alma.


—Bien —dijo ella finalmente.


Él dio un paso más cerca.


—Bien, ¿qué?


—Bien, no puedo ser lo que quieres y seguir siendo lo que quiero. Así que supongo que vas a tener razón una vez más. Iré a buscar mi estúpida mochila y luego llamaré un taxi
y nunca, nunca, me verás otra vez. Entonces no tendrás que compro…


—Dije que no me gustaba —interrumpió él—. No que no pudiera aceptarlo.


Ella parpadeó.


—¿Qué? —No había nada como bajar a toda velocidad por una carretera sin frenos y entonces chocar de golpe en un montón de almohadas.


Pedro negó con la cabeza.


—Por lo general no me gusta revelar a un adversario mis debilidades, pero no eres exactamente un adversario. De hecho, eres mi debilidad.


—Te hago débil. Dame un respiro.


—No me amenaces con marcharte otra vez. —Sus dedos se abrían y cerraban, y entonces él la rodeó y entró en el dormitorio.


Si se trataba de otra de sus tácticas de negociación, era una buena. Él había logrado debilitar toda su diatriba.


—No era una amenaza —dijo ella, siguiéndolo—. Lo dije en serio.


—Sé que lo dijiste en serio. —Su trasero desapareció en el vestidor de ella—. Y espero que te des cuenta ya que por lo visto estoy dispuesto a dejar que te pongas en peligro a fin de conservarte. Haces las exigencias que quieres y amenazas con irte si no lo consigues a tu manera, y yo cederé.


—No es así. Te estás comportando como un completo idiota. ¿Y qué estás haciendo ahí? —Ella se detuvo justo fuera de la puerta del armario.


Él apareció otra vez, con su mochila de emergencia en las manos.


—Según la televisión y las películas, cuando las parejas pelean y uno de ellos decide largarse, tienen que dar una vuelta y recoger los pedazos de sus vidas que han entrelazado con su pareja. —Abriendo la cremallera del bolso, sacó un rollo de cinta americana y un cepillo de dientes—. No guardan un bolso preparado y esperando para
marcharse en cualquier puñetero momento.


—Deja de hacer eso.


Ignorándola, entró en el cuarto de baño y puso el cepillo de dientes en el botiquín al lado del que ella usaba a diario. 


Luego, sin soltar la mochila, se dirigió a la puerta del balcón, la abrió, y tiró la cinta adhesiva a la piscina. Volvió a introducir la mano en la mochila y la sacó con sus zapatillas de deporte de repuesto, que lanzó de vuelta en el armario junto con la camiseta, vaqueros, ropa interior y calcetines que ella guardaba de reserva.


Él tiró el dinero en su mesilla de noche, junto con el pequeño rollo de alambre de cobre y la linterna. El teléfono móvil desechable fue a la papelera.


—No me hagas patearte el culo, Alfonso —advirtió, aunque en verdad se sentía más sorprendida que enfadada. Pedro perdía el control con tan poca frecuencia, y esta ocasión era una impresionante.


Volviendo a la cama, él puso la mochila al revés y volcó lo poco que quedaba —pasaporte falso y permiso de conducir, clips de papel, bolígrafo, bloc de papel, lápiz de labios— sobre la colcha antes de tirarlo todo a la papelera. Luego abrió la cremallera del pequeño bolsillo exterior y sacó la navaja suiza que ella guardaba ahí, aunque cómo lo sabía, ella no tenía ni idea. Pedro la abrió, y se dispuso a cortar la mochila en pedazos antes de tirarla, puso la navaja en la mesita de noche dejándola de golpe.


—Ya está.


Con la boca abierta, Paula lo miró fijamente. Esa mochila, una mochila que era parte de su vida desde que Martin y ella fueron abandonados por su madre. Durante los siguientes veinte años había guardado una preparada, y había hecho buen uso de ella en más de una ocasión. Y Pedro en su traje gris de Armani y corbata negra y gris la había destrozado. 


No sólo destrozado, sino destruido.


—Has lanzado mi cinta americana a la piscina —dijo, centrándose en la ofensa más obvia.


—No quería bajar al cuarto de la limpieza.


Ella clavó los ojos en la arrugada y rasgada mochila azul que sobresalía de la papelera de caoba.


—Esto no me detendría si quisiera irme.


—Lo sé. —Él dejó escapar el aliento—. Ahora ya no será tan fácil. —Pedro se sacudió las manos en los pantalones y se acercó a ella—. ¿Quieres marcharte?


—Intentaste pasar por encima de mis…


—Tú estás retrocediendo —la interrumpió—. Tuvimos una discusión, y yo cedí.¿Quieres marcharte?


—Tu manera de ceder parece un poco como si concedieras, un punto y luego destruyes mis cosas.


—Tú…


—No, no quiero marcharme. Por supuesto que no quiero marcharme.


—Bien. —Él tocó sus muñecas con los dedos, deslizando las manos lentamente para abrazarla.


—Pero —ella siguió, poco dispuesta a dejarle creer que al destrozar sus cosas él había borrado todas las dudas que ella había tenido—, si no somos compatibles, creo que
deberíamos averiguarlo ahora.


—Somos compatibles —dijo él, retrocediendo un poco para mirarla a los ojos—. Obstinados y arrogantes e independientes, pero compatibles.


—¿Estás tan seguro?


—Son corazones y mentes, Paula. Lo que mi corazón quiere, mi mente se inclinará, doblará y mutilará para que yo lo tenga. Puede que no estemos ahí todavía, pero no tengo ninguna intención de dejar que salgas de aquí.


Él habló en voz baja, pero ella oyó el acero en su voz. Por un segundo se preguntó lo que él habría hecho si ella realmente hubiera tratado marcharse en serio. No sólo tener un
berrinche y largarse durante un día o dos, como había hecho antes, sino marcharse para siempre.


Los ojos azules de él estudiaron su cara, tratando de averiguar lo que estaba pensando. Pedro Alfonso era un hombre que podía comprar y vender la mayor parte del
mundo, y sabía cómo conseguir lo que quería. Esperaba conseguir lo que quería. Hombre, ella debía frustrarle, igual que él la frustraba. Ella había pasado su vida convenciendo y manipulando, viendo a cada otra persona como un objetivo del que aprovecharse o un enemigo o un aliado con el que tratar en consecuencia. Él la vio a través de toda su mierda.


Ella había sido más honesta con él de lo que había sido con alguien más en su vida, con la posible excepción de Sanchez… donde demonios estuviera.


—¿Has notado que nuestras discusiones son cada vez más serias? —preguntó ella finalmente, moviendo los brazos para soltarse de su agarre.


—Eso es porque nuestra relación es más seria. Las apuestas son más altas. —Sintió su mirada sobre ella mientras se dirigía hacia la puerta del balcón que daba a la zona de la piscina—. ¿Aire?


—Voy a pescar la cinta americana de la piscina antes de que se atasque el filtro —dijo ella, abriendo la puerta de un empujón y entrando en el pequeño balcón. Entonces se
detuvo y miró hacia atrás en la suite—. Tienes más experiencia con todo esto de las relaciones que yo —dijo, lanzando una indirecta sobre su horrible y fracasado ex-matrimonio a pesar de que sabía que probablemente debería callarse y marcharse justamente sola— pero, de vez en cuando, en vez de la lógica y atacar o negociar tu manera
de salir adelante, podrías intentar disculparte.


—Hum Mmm. Quizás la próxima vez.


Paula dejó escapar el aliento mientras bajaba la escalera de piedra rojiza.


Marcharse, quedarse, ofendida, preocupada, dolida… discutir con Pedro era duro. Había terminado trabajos que la dejaban menos cansada mental y físicamente. Su padre, Martin, no habría entendido por qué ella se había molestado en quedarse y luchar… después de todo, él la había cogido y juntos habían dejado su casa sin mirar atrás siquiera. Estate atenta a la número uno, y deshazte de cualquier cosa que pueda interponerse en el camino. Esa era la primera y más importante regla de supervivencia en el mundo del ladrón de Martin. Y en cuanto conoció a Pedro, esa fue la primera regla que empezó a rechazar.


Obviamente todavía tenía un poco más de trabajo que hacer. 


Pedro seguía presionándola, pero él tampoco era el señor Perfecto. Demasiadas personas preguntaban cómo de alto cuando él decía salta, y se había acostumbrado a eso.


Encontró la red de piscina y logró sacar el rollo de cinta aislante de la parte más profunda sin salpicarse agua clorada por todo el vestido. Luego se sentó en una de las
mesas rodeada por las luces bajas de la zona y escuchó el sonido del océano cercano. Tío, se sentía hecha polvo. Y enfadada como estaba, más que cualquier otra cosa había querido una razón para no marcharse. Incluso el que Pedro destruyera su mochila de emergencia no la había asustado como había pensado que lo haría.


Se quedó junto a la piscina durante casi una hora, hasta que se le empezó a poner la piel de gallina en las piernas y brazos desnudos con la ligera brisa del océano. Pedro no
había bajado para ver lo que estaba haciendo, y ella tenía que reconocerle el mérito por eso.


Al menos se había dado cuenta de que necesitaba un poco de espacio, un respiro sin él analizando y contestando todo lo que ella decía o no decía.


Volvió arriba, sólo las luces fuera de su armario vestidor y las del cuarto de baño estaban encendidas, y la puerta del dormitorio estaba medio cerrada. Se relajó un poquito más cuando se cambió y se puso unos pantalones cortos holgados y una camiseta. No más enfrentamientos esta noche entonces, con suerte. Si Pedro hubiera estado esperándola, ella probablemente habría optado por dormir en el sofá o en uno de los cuartos de invitados.


Pero lo más probable era que él también se habría dado cuenta de eso.


Una vez que se cepilló los dientes y arregló el cuarto de baño, entró en el dormitorio. Pedro estaba en la cama, y en la oscuridad no podía ver si todavía estaba despierto o no. 


En silencio, se metió en la cama y se acurrucó a su lado, de espaldas a él.


Cuando ella se colocó, Pedro se le acercó, pasando un brazo por su cintura y ajustando su espalda contra el pecho.


—Lo siento —susurró en su pelo.


Paula asintió con la cabeza; si hubiera dicho algo en voz alta, habría comenzado a lloriquear. Y nunca lloraba. Ni siquiera de alivio.






1 comentario:

  1. Wowwwwwww, qué caps más intensos. Me encanta que Pau esté aflojando un poquito aunque sea.

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