sábado, 31 de enero de 2015
CAPITULO 145
Domingo, 10.47 p.m.
Pedro abrió la puerta principal justo cuando llegaba Pau.
—No dejaste una nota —dijo, tomándola de la mano, con llave incluida y arrastrándola adentro.
—No tuve ocasión —dijo cansadamente, lanzando la mochila en el armario del vestíbulo y poniéndose una sudadera que había colgada allí. Wulf la había dejado a unas calles de distancia, y había tomado un taxi para recorrer la última y heladora milla hasta casa—. Pasaron a recogerme justo en la puerta de casa. —En la pechera de la sudadera ponía «Oxford» y olía al aftershave de Pedro.
Sanchez apareció detrás de Pedro.
—No deberías dejar tu equipo ahí. No te das cuenta de que si la policía lleva a cabo un registro, será el primer lugar donde mirarán.
—Lo sé —refunfuñó—. ¿Puedo tomarme un maldito sandwich y una aspirina antes de que empecéis con el juego del multimillonario bueno, ex perista malo? ¿O al revés?
—Claro que puedes. —Pedro la tomó de los hombros y la condujo hacia la cocina.
—Bien —respondió—. Y no quiero malas noticias con el estómago vacío, ¿lo pilláis?
Las manos de Pedro se tensaron brevemente y se relajaron a continuación.
—Lo pillamos.
A mitad de camino hacia la cocina se volvió para ver a Sanchez caminando detrás de ellos.
—¿Y tú qué haces aquí? Hablando de hacer que la poli sospeche...
—Alfonso me llamó al ver que no aparecías. Subí por la salida de incendios y entré por la ventana.
A pesar del cansancio, Pau dejó escapar un bufido.
—¿Has cometido un allanamiento?
—Tan sólo se ha colado a hurtadillas —dijo Pedro—. Yo le abrí la ventana.
Deslizó un brazo alrededor de la cintura de Pedro.
—Estos son mis chicos.
Pedro la hizo sentarse en la pequeña mesa de la cocina y luego se fue hasta la despensa. Sacó una fuente y un par de rebanadas de pan, las dejó en la encimera y se acercó a la nevera.
—¿Dónde está Vilseau?
—Dadas las circunstancias, pensé que Wilder y Vilseau estarían más seguros en otra parte —respondió—. Les he dado algunos días libres. También a Ruben.
—Pero si duermen aquí.
Pedro sonrió ampliamente.
—Permíteme que te lo aclare: les pagué para que se tomaran el próximo par de días libres. Generosamente.
—Entonces, está bien.
—¿Mantequilla de cacahuete o pavo?
—Pavo. Con poca mayonesa y extra de mostaza.
Pedro la miró enarcando una ceja.
—¿Tengo pinta de cocinero?
—Sí, hasta que Vilseau regrese. Porque cualquier otra cosa que no sea pizza de microondas es cosa tuya, cariño.
Con una amplia sonrisa comenzó a extender la mostaza sobre una de las rebanadas de pan.
—Maravilloso. ¿Así que ahora tengo que negociar una venta multimillonaria y cocinar? ¿Quieres tomate?
—Dios, sí, cariño mío.
—Ejem. Hola, soy un viandante intentando no ponerse a vomitar. —Sanchez agitó una mano en dirección a ellos desde el umbral de la puerta—. ¿Cuál es el objetivo?
—Primero la comida. ¿Quieres que Pedro te prepare un sandwich?
—¡Oye! —protestó el aludido.
—No, gracias. Comí en casa de Dario. —Sanchez torció el gesto—. Hace unos pasteles de muerte, pero nadie puede estropear un filete como él.
—¿Qué ha pasado con el hotel?
—Intenté marcharme, pero Dario me puso una de sus miradas de cachorrito herido. Así que continúo durmiendo en el maldito sillón lleno de bultos y comiendo la cosa grumosa de turno que acompaña el filete.
—Eres un blandengue. —Mientras el sentido del humor comenzaba a reaparecer y su dolor de cabeza a remitir un poco, Paula se acercó a la encimera para coger un trozo de lechuga del sandwich.
—Recordadme otra vez que sois dos cerebros criminales y yo un magnate inmobiliario que vale billones, si sois tan amables. —Pedro se inclinó de lado y la besó.
Tal y como había pedido Paula, Pedro hizo lo imposible por mantener un tono desenfadado hasta que ella hubo terminado de comer. Su velada iba a empeorar más de lo que esperaba... ella no era la única portadora de malas noticias.
Se acercó al frigorífico y se sirvió un poco de limonada, luego se puso a buscar hasta que encontró un bote de aspirinas.
—Sanchez, he encontrado los aperitivos de tortilla —dijo, meneando la bolsa por encima del hombro.
—Oye, deja de dar bandazos —refunfuñó Barstone, avanzando con sorprendente celeridad para tratarse de un caballero tan alto—. Romperás las esquinas. —Tomó la bolsa y retrocedió hasta la mesa—. Sírveme una limonada, ¿quieres, cielo?
—Claro. ¿Y tú, Pedro?
—Estoy bien.
Componían una peculiar familia, pensó Pedro, pero parecía que en eso era en lo que se habían convertido exactamente: en una familia. No sabía si alguna vez llegaría a apreciar a Walter Barstone, aunque durante los dos últimos días había llegado a tenerle un gran respeto al hombre. Walter se preocupaba sinceramente por Paula, pese a que sin duda la influencia que ejercía sobre ella dejaba mucho que desear. No obstante, comparado con Martin Chaves, el hombre era un santo.
—¿Estás bien? —murmuró Paula, dándole suavemente con el codo en la espalda de camino a la mesa.
Pedro dejó a un lado sus reflexiones.
—Tan sólo pensaba en lo poquita cosa que pareces con mi vieja sudadera de la universidad.
—¿Poquita cosa?
—Ah, quería decir mona.
—¡Yanquis!
—Mmm, hum.
Terminando de montar su sustancioso sandwich, Pedro sacó un cuchillo y partió semejante monstruosidad por la mitad.
—La cena está servida, milady —dijo de forma grandilocuente, llevando el plato a la mesa y ocupando la silla junto a la de ella.
Pau devoró la mitad del sandwich y luego se sirvió un puñado de chips de tortilla de Walter.
—Veittsreig tiene a tres alemanes con él, además de a Martin y a mí.
—¿Conoces a alguno de ellos? —preguntó Walter, agarrando la bolsa de aperitivos por una esquina y tirando de nuevo hacia él.
—No, a ninguno. Pero si siempre trabajan con Nicholas, era improbable que los conociera.
—¿Cuál es el plan?
—Entramos veinte minutos antes de que cierren. Desactivo las alarmas centrales; es decir, la antiincendios, las puertas y barreras de seguridad... —explicó, mirando a Pedro—, y me ocupo de los sensores periféricos: los de vídeo y los que van conectados con la policía. Y luego me dirijo a la Sala de Música a por el Stradivarius mientras los otros van a por los cuadros.
—La gente se fijará en ti —dijo Pedro, apretando las manos con tal fuerza, que los nudillos se le pusieron blancos—, da lo mismo que las cámaras funcionen o no. Veinte minutos antes del cierre es...
—Es una locura. Creo que Veittsreig supone que con más gente mayor será el caos y aumentarán las posibilidades de que salgamos antes de que vuelvan a direccionar el sistema. —Tomó la segunda mitad del sandwich y le dio un bocado—. Si fuera yo quien lo planeara, habría entrado a las dos de la madrugada, con una banda de tres hombres, y me hubiera descolgado desde el tejado. Aunque no es que hubiera atracado un museo.
—Irán armados, ¿no es así? —Pedro alargó el brazo y le colocó un mechón detrás de la oreja izquierda. Oyéndola hablar y sabiendo parte de lo que había hecho antes de conocerse, se la habría imaginado como a una especie de amazona musculosa con superpoderes, no como a un torbellino de poco más de metro sesenta y siete de altura y cincuenta y cuatro kilos de peso.
—Sí. Incluso le han dado una Glock a Martin. Y se mosquearon cuando les dije que yo no iba a llevar ningún arma. —Miró con el ceño fruncido la extravagancia de pavo y mostaza—. Puesto que acabaremos siendo dos contra cuatro, tal vez debiera haber aceptado ir armada.
—No estoy seguro de que sean ésas las probabilidades —dijo Pedro, deseando poder comentárselo en privado... o, mejor aún, no tener que mencionarle nada en absoluto.
—¿De qué estás hablando? —preguntó.
—Esta tarde he hecho algunas llamadas.
Engulló los restos del sandwich.
—Has llamado a Gonzales, ¿a que sí? Maldita sea, Pedro, ¿no te das cuenta de que estos tipos juegan duro? Si se huelen algo, lo que sea, nos meterán una bala en la cabeza a Martin y a mí, y luego irán a por ti.
—No hay nada que puedan olerse.
Pau arrugó la frente.
—¿ Qué quieres dec... ?
—Tomas conoce a alguien en el Departamento de Estado, que a su vez conoce a alguien en el FBI. Dejó caer que yo podría estar interesado en prestar algunas de mis obras al Museo Metropolitano, y apretando algunas tuercas más, uno de los agentes del FBI le ha prevenido que va a llevarse a cabo un golpe en Nueva York. El FBI y la INTERPOL están preparados para el golpe... el viernes. Incluso van a poner agentes de incógnito en el museo haciéndose pasar por visitantes.
—El viernes —repitió Walter serenamente, su oscura tez se tornó cenicienta.
Paula guardó silencio durante largo rato. De haberse tratado de otra persona, Pedro habría supuesto que simplemente estaba aturdida. Paralizada. Pero no su Paula. Ella estaba pensando, examinando posibilidades en su cabeza.
Finalmente, Pau asintió.
—En cierto modo, eso hace que me sienta mejor.
—¿Mejor? ¿Porque Martin está engañando a la INTERP... ?
—No, Sanchez, porque Martin no me engaña a mí para que cargue con el mochuelo. Suponía que iba a traicionar a alguien, aunque pensaba que era a mí. Pero me ha arrastrado a un golpe de verdad. O, en todo caso, lo que él entiende por eso.
—En un museo. Y con tipos armados.
—A Martin jamás le ha supuesto un problema atracar museos. Eso era cosa mía... por ser una esnob, como solía decir.
Pedro la miró.
—Permíteme que señale que ahora estás metida en la planificación de un robo en toda regla.
—Cada cosa a su tiempo. —Se dispuso a retirarse de la mesa.
—No, esto primero —respondió, agarrando el respaldo de la silla para impedir que se levantara.
—Tengo que tomar parte, Pedro —dijo con voz más dura—. De lo contrario, las consecuencias son las mismas. Por fin confían en mí hasta el punto de no ser un total inconveniente. Si digo o hago algo que resulte mínimamente extraño estoy muerta.
—Y si tomas parte, las consecuencias serán otras. Entrar a robar en mitad de una multitud, llevando armas, no es un robo de guante blanco. Es un robo a mano armada. ¿Tienes idea de todo lo que puede salir mal? Y aunque nadie resulte herido, si resulta que te cogen, te caerían veinte años de cárcel. La perpetua, si hurgan en tu pasado.
Pau le dedicó una sonrisa jactanciosa.
—Ten un poco de fe, guapetón. Y déjame pensar unos minutos sin hacer de Dudley DoRight,¿vale?
Pedro soltó la silla y Pau la retiró bruscamente hacia atrás.
Poniéndose en pie, se encaminó hacia el pasillo.
—Dudley DoRight es canadiense —dijo escuetamente.
Paula aminoró el paso, lanzándole una mirada exasperada por encima del hombro.
—Pues, entonces, sir Galahad. Voy a darme una ducha. Sanchez, vete a casa de Dario. Te llamaré cuando se me haya ocurrido algo.
Después de que ella se fuera, los dos hombres se quedaron sentados uno frente al otro.
—Encontrará una solución —dijo Walter al cabo de un momento—. Siempre lo hace.
—Pero no lo hará pensando en intentar librarse del trabajo —respondió—. Quiere hacerlo.
—Creo que sólo quiere comprobar si puede hacerlo.
—Lo que me preocupa es que ella no está segura de eso.
—Eso y el hecho de que si cometía un solo robo más, su relación acabaría. Podía justificar, al menos para sí mismo, sus motivos para robar a los Hodges. Éste era un golpe a mucha mayor escala, con consecuencias mucho más graves. Y por mucho que la amara, no consentiría que utilizase su casa, su vida, como base de operaciones o algo similar. Suspiró y se puso en pie—. Vamos. Te ayudaré a salir por la ventana.
Walter también se levantó.
—De acuerdo, pero me llevo los chips de tortilla.
Paula había dicho que deseaba algo de tiempo para pensar, pero Pedro quería recordarle que no se trataba únicamente de un trabajo peligroso. También se trataba de su futuro en común.
Ayudó a Walter a salir por la ventana de atrás y le observó mientras bajaba por la salida de incendios, a continuación cerró el pestillo y fue a la planta baja para conectar la alarma del perímetro. Obviamente el sistema no era digno de la madera y la escayola con la que estaba sujeto, pero se negaba a facilitarle más cosas al próximo que se propusiera robar en su casa.
Mientras subía las escaleras al piso de arriba escuchó cerrarse una puerta. Paula ya estaba duchándose; podía oírlo a través de la puerta cerrada del dormitorio principal. La pasó de largo y se detuvo dos puertas más allá. ¡Mierda!
—¿Joaquin? —dijo, llamando suavemente.
Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió.
—¿ Sí, señor ?
—¿Qué tal te has instalado?
—Bien, señor. Yo, eh, ahora que no está su cocinero, ¿cuáles son las reglas para las comidas? ¿Para los desayunos?
—Sírvete tú mismo. Los armarios están repletos. O pide la comida —se detuvo—. ¿Necesitas toallas, sábanas o alguna otra cosa?
—No, señor. Todo está bien. Estoy bien. La... tiene una casa preciosa.
—Gracias. —Retrocedió unos pasos—. Buenas noches, pues.
—Buenas noches, señor.
—Y recuerda, llámame Pedro.
—Sí, señor. Pedro. Lo recordaré.
—Oh, y he conectado la alarma. Si abres una puerta exterior o una ventana, se disparará.
—No lo olvidaré, Pedro. Gracias.
La puerta se cerró, emitiendo el mismo clic que había escuchado momentos antes. ¿Dónde se encontraba Joaquin Stillwell durante la conversación que habían mantenido en la cocina? ¿Y cómo narices se había olvidado que había alguien en la casa? Eso no era propio de él.
Pedro abrió la puerta del dormitorio principal, echando la llave al entrar. Se quitó los zapatos, lanzándolos hacia su armario, y a continuación se desabotonó la oscura camisa de vestir de color burdeos que no había llegado a quitarse. Despojándose de ella y de los pantalones, se dirigió al baño, dejando los boxers y los calcetines en la entrada.
—Se me olvidó decirte una cosa, yanqui —dijo, abriendo la mampara de la ducha.
Pau se volvió hacia él, el jabón descendía por su mojada piel desnuda, formando exquisitos regueros. Su cuerpo respondió inmediatamente, y Pedro se metió en la enorme ducha, cerrando la puerta tras él.
—Eso ya lo veo —respondió, su mirada descendió hasta su verga.
—Tenemos un invitado.
Pau levantó la vista de nuevo.
—Sanchez no puede quedarse aquí.
—No. Joaquin Stillwell.
—¿El tipo al que grité esta mañana?
—Sí. He estado un tanto... distraído, así que le hice venir para que me ayudara con algunas cosas.
—Así que está aquí. En estos momentos.
—Está en el cuarto de invitados.
—Sólo lo has hecho para que no pueda mudarme allí otra vez.
—Sí, soy así de taimado. Le pago a un tipo cerca de medio millón de dólares al año para impedir que abandones nuestra cama.
—Está bien, me doy por enterada. Márchate. Todavía estoy pensando. —Se giró, metiendo la cara y los hombros debajo del humeante agua.
—Piensa también en esto —murmuró, rodeándola con los brazos y acariciándole los pezones. Estos se endurecieron bajo sus dedos.
—Pedro...
—Y en esto —continuó, inclinándose para mordisquearle la oreja y la nuca.
Paula intentó darse la vuelta, pero él la mantuvo en la misma posición, su trasero se retorcía contra su polla, llevándole a un estado de dolor. Colocó una mano entre sus piernas, separándole los pliegues con los dedos, hizo que se inclinara hacia delante con el peso de su cuerpo y lentamente se hundió en ella.
Paula se aferró a la barra de seguridad y se sujetó cuando Pedro la penetró, fuerte y rápidamente. El mojado golpeteo de la piel de ambos le embriagó, y gimió, llevando de nuevo una mano hacia sus pechos.
Esto era lo que Pau tenía que comprender; que estaban hechos el uno para el otro, que era suya de un modo que ninguno de los dos posiblemente llegarían a reconocer jamás. Del mismo modo en que él era suyo.
—Dios —dijo con voz áspera, y sus músculos se contrajeron convulsivamente alrededor de él.
—Adoro que te corras para mí —susurró, incrementando el ritmo hasta que alcanzó el orgasmo con un gruñido.
Pedro la abrazó así durante largo rato, respirando laboriosamente y dejando que el jabón, el sudor y el agua se entremezclaran sobre sus cuerpos. Finalmente salió de ella.
—Solamente quería recordarte que tienes más cosas en qué pensar aparte del robo —dijo, abriendo la mampara de la ducha y saliendo a coger una toalla.
—¿Pedro?
Se volvió hacia ella.
Recibió el impacto de una esponja en plena cara, caliente y empapada de jabón. Cuando se la quitó de encima, furioso, Paula continuaba mirándole fijamente.
—No lo había olvidado —dijo con un tono de voz mucho más suave de lo que él había esperado—. Ahora vuelve aquí y lávame la espalda.
A esto era a lo que Pedro no deseaba renunciar nunca.
Pedro dejó la toalla y volvió a la ducha.
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